Herederos de la mala herencia
Humberto T. Fernández
Hoy algunos celebran con pautado patriotismo la cultura cubana —de las voces y los gestos de lo que suele llamarse lo popular cubano y que, sin llegar nunca a definirse, tiende a asimilarse a lo cubano sin más, a las expresiones más elaboradas de su poesía, sus letras, sus artes, su música—; otros piensan en los destinos desiguales de esa playa de piedras en que, para el Mejor de nosotros, tomaba forma Cuba aquel 11 de abril de 1895. Como sesenta y un años más tarde, en un manglar unos cuatrocientos kilómetros al oeste. Siempre hemos navegado entre naufragio y desembarco, siempre en un bote con ideas diversas y revueltas. Ciento veintiséis años después de aquella madrugada de luna roja bajo una nube, volvemos a avistar, desde la misma playa de piedras que acoge, enoja y convoca, otra playa de piedras, la luna roja bajo una nube.
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Hubo quienes querían Revolución, pero sin Fidel y sin socialismo, como si esa revolución, cuando se hizo y donde se hizo, como se hizo y contra quien se hizo, hubiese podido perdurar de otro modo, y se quejaban de que Fidel los había “traicionado”, de que la Revolución tan verde como las palmas no era sino roja por dentro; hubo quienes lamentaban que no se hubiese restituido la Constitución del 40, "la más avanzada de América Latina", como también siempre hubo quienes se subían en el tren de la Revolución porque era esa la mejor manera de "escapar" dentro, antes de poder escapar hacia afuera. Hubo también otros, los más, que celebraban la justicia en la dignidad repartida. .
Los herederos de aquellos que hicieron del odio a la Revolución “traicionada”, confesado o no, convicto y confeso o no, la excusa para camuflar sus intereses de clase, su incapacidad para vivir, en una Revolución, en pie de igualdad con el pueblo del que no se dejaban proclamar, al mismo tiempo, juez y parte, y el deseo de volver al redil del vecino imperial, vuelven hoy a salir al ruedo. Estos de ahora son hijos del después de la verdad, para ellos lo importante es salirse con la suya, no con la de los más, aunque para ello tengan que entrar por el aro de la verdad de los más, sea evocando selectivamente la Constitución del país o la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No importa para esos que los propios hechos desmientan la legitimidad de cada una de sus demandas y que la representación que se arrogan de una mayoría del pueblo cubano no sea otra cosa que simple ejercicio de mercadeo de nuevos relatos, nuevas imágenes, nuevos sujetos; los herederos insisten en que el país está en bancarrota, en que la nación está al borde del colapso, en que, como santo y seña de su realidad paralela, Cuba es un Estado “fallido”, sumándose así, con genuflexión de segundones, a la más peligrosa de las ficciones echadas a correr por quienes han escrito el guion de esta nueva puesta en escena de una vieja farsa: regime change, color revolution, the struggle for freedom against totalitarianism.
Y así no se dan cuenta de que la revolución no está en el cambio contra-revolucionario que tan fervorosamente desean —así sea una de terciopelo—, sino en la necesidad intrínseca, la posibilidad y la voluntad de la Revolución que ya tenemos de seguir revolucionándose, no para aumentar las réditos de los más emprendedores, sino las oportunidades de tener más de los que tienen menos, no para que haya más libertad de empresa, sino más socialización de la producción de bienes, servicios y saberes y más eficiencia y justicia en la distribución de la riqueza y en la administración de la justicia.
Si los herederos de tan mala herencia precisaran de metáforas, aquí va una, porque donde fuego hubo, cenizas quedan. El Bayamo donde se entonó por vez primera el himno nacional prefirió desaparecer entre las llamas a ser pasto de la revancha de despechados y malos perdedores. No es ello presagio, ni augurio ni deseo de apareamiento mórbido con lo siniestro; por el contrario, es renovado anhelo de que el derecho a la dignidad y la justicia sigan siendo el fiel y el sol de nuestro mundo moral.
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