“No formas, hombres”, una carta de José Martí sobre los Estados Unidos
La campaña electoral en los Estados Unidos, que ya venía siendo desastrosa por la ausencia en ella de un mínimo de debate político, ha tomado un giro inesperado con lo que parece ser un inapropiado manejo de la posible investigación de los correos electrónicos de la candidata demócrata.
El candidato republicano, que en realidad es el sepulturero del partido por el que se postula, sigue desdoblando su fallida personalidad en impensables direcciones —la última es la acusación de que el proceso electoral está amañado (si no es él quien gana la contienda, claro) y que las encuestas están siendo manipuladas.
El proceso electoral refleja el estado político del país —el resentimiento entre los diversos grupos étnicos y clases sociales, la desconfianza, la superficialidad, la mercantilización del quehacer político y la vulgaridad.
El candidato republicano tiene razonables opciones para ganar: ha logrado movilizar a una parte del electorado que se mueve entre el odio y la ignorancia.
La candidata demócrata carece de vitalidad y resolución, además de ser vulnerable y no tener una base de apoyo definida.
La campaña, en sí misma, expresa la falta de contenidos reales y adolece de seriedad, por no decir que no es más que un ridículo espectáculo que enfrenta a los personajes más icónicos del circo ambulante: la mujer barbuda y el enano.
Frente a tanta vacuidad y ante la perspectiva, cualquiera que sea el resultado, de que el país entre en fase de terapia política intensiva, y se vea expuesto a peligros y amenazas reales, es imperativo preguntarse cómo hemos llegado a este punto de descomposición política y moral.
Quiso más la generosidad que el azar que llegara a mis manos el tomo 25 de la edición crítica de las obras completas de José Martí publicadas en La Habana por el Centro de Estudios Martianos. Una ojeada al índice, y hallé una carta escrita entre agosto y octubre de 1886, hace exactamente 130 años, y dirigida al director de “La República”, un periódico hondureño, que podría muy bien ser un análisis del panorama de hoy, y un documento de estudio para buscar posibles soluciones a la delicada situación en la que nos encontramos.
Pensé en subrayar algunos pasajes, pero pronto desestimé la idea ante el convencimiento de que toda ella, toda la carta, debía, en consecuencia, ser subrayada. Hago mía todas y cada de las ideas que José Martí expresa en esta carta. Creo que Martí fue el analista más agudo de la política norteamericana de la época. Como en todo lo que sale de su pluma y de su comportamiento, la desfachatez, el facilismo y el odio quedan desterrados.
La reproducción de esta carta no es homenaje al cubano más universal, sino la manera en que mejor puedo expresar mis preocupaciones y opiniones ante los días que nos esperan después de este ocho de noviembre.
New York, agosto 31 de 1886.
Señor Director[1] de La República:
No descansa jamás en los Estados Unidos la animación política, y lo mismo que parecería a un observador ligero un abuso maniático de los quehaceres y derechos de la vida pública, resulta ser el juego natural de la circulación en el cuerpo político, y el modo eficaz y único de impedir que prosperen en la sombra los vicios que pudieran corromperlo. Precisamente se está notando aquí que en las épocas de complacencia de la opinión pública, en los tiempos en que el país se ocupaba más en fabricar fortunas que en vigilar a sus mandatarios, se introdujeron en el gobierno de la nación, y en todo el sistema de sufragio en que se basa, arrogancias y corrupciones que hoy permiten decir que no hay pecado público, no hay fraude, no hay cohecho, no hay tiranía, no hay agio, no hay compraventa moral, que no estén convertidos ya en naturaleza de las instituciones, en los Estados Unidos. ¡Las leyes son paja y humo cuando no tienen su raíz en el carácter nacional! No formas, hombres, es lo que precisa: hombres buenos que en el reposo del derecho adquieran con su trabajo propio el bienestar que asegura la paz.
Este pueblo, grande en tamaño y empresas, es culpable de falta de generosidad. Aquí no se palpita, por los dolores humanos con la vehemencia fraternal de nuestros humildes pueblos. Aquí no se siente el suave beneficio de esa comunión perpetua con lo universal. Aquí no se conoce generalmente el gozo y la fuerza que vienen a cada espíritu, y a la nación como el conjunto de ellos, de la saludable simpatía de cada hombre con lo que a los demás aflige e interesa.
Se observa siempre que toda condición trae en sí misma, el defecto que la roe, como si fuera ley que en la naturaleza nada se consiguiese sin lucha y fatiga; y así como las mismas guerras de independencia, con ser santas y esenciales, engendran el militarismo que corrompe desde el nacer las libertades conquistadas por ellas, así sucede que la aglomeración violenta de extranjeros a que debe este país su súbita grandeza, es precisamente la causa del egoísmo que lo afea y corrompe. ¡Muy cuidadosos hemos de ser en nuestros pueblos nacientes con los inmigrantes que traigamos a ellos! Y la verdad es que, a pesar de ser país latino y visto como menor en esta tierra, con más juicio se está salvando de lo riesgoso de la inmigración la República Argentina que los Estados Unidos, lo que se debe en lo político a las prudentes restricciones impuestas al ejercicio de derechos que no pueden sentirse ni usarse bien sino cuando se nace en el propio suelo, y en lo social a la sabia previsión con que se ha procurado la Argentina, inmigrantes de su raza que en su desenvolvimiento y herencia sigan naturalmente el mismo curso que sigue el país a que se adhieren y dan hijos.
El vicio que se come a los Estados Unidos, y pudre hasta la prensa y el pulpito encargados de guiarlos, reside en ese mismo afán de la riqueza que lleva a sus habitantes a las conquistas más aventuradas. Su fuerza viene del desbordamiento sobre su vasto suelo de legiones de hombres que, libres aquí de los cuidados y pasiones que ocupan el juicio y suelen impedir el éxito en la patria, concentran todas sus facultades en la tarea de abrirse paso en el país nuevo, y adquieren a la vez en esa dura disciplina, el hábito de lo extraordinario, y el de reducir todo su pensamiento y obra al desarrollo de su bienestar. Como que se reconcentran, se agigantan. Crecen los hijos en medio a esta faena, viendo siempre a sus padres preocupados con la creación o sostén de su fortuna, o con la envidia casi feroz de los que la poseen, o con la manera más ruidosa y visible de gozarla, sin que ennoblezcan esta existencia, esos suaves desencantos domésticos y gratas expansiones que hacen fuertes a las almas precisamente con lo que se abren y dan a otras, que es con lo que se acendran y completan.
A esta dureza de la familia y atrofia del espíritu se une, para aumentar el egoísmo, el forzado aislamiento en que los hombres viven en estas ciudades enormes, de mucha faena y de distancias grandes. Lo extremo de la lucha en el día requiere placeres extremos y violentos, para restablecer el equilibrio falso en los espíritus desatentados. La preocupación exclusiva de la fortuna, lleva a santificar a los que la conquistan, y a desdeñar a los que no han logrado asegurarla. Los hombres se matan o se aborrecen cuando se convencen de su impotencia para hacerse ricos, y llegan a creer sin esfuerzo que todo es permitido por lograrlo.
Los unos[2], se descuelgan del Puente de Brooklyn, sobre el río, a 150 pies[3] de alto, para ganar notoriedad y apuestas. Los otros[4], por lo mismo, cruzan a nado los rápidos del Niagara, este[5] embutido en un barril, aquel a puro brazo. El Secretario de Justicia[6] del Gabinete de Cleveland[7], vende su influjo en el Senado a una Compañía de Teléfonos por quinientos mil pesos en acciones, y usa su empleo para entablar innecesariamente a nombre y costo de la nación, una querella de nulidad contra una Compañía enemiga. El Municipio entero de New York, se vende por cuatrocientos mil pesos a una Empresa de Tranvías que requieren su voto para obtener en violación de la ley, el derecho exclusivo de establecer líneas de carros en Broadway, la calle famosa de los negocios y las tiendas[8]. El General de las Milicias de New York, y Presidente de dos o tres de sus corporaciones, está encausado por haber favorecido ilegalmente en los remates de una de ellas a un postor que le pagó la preferencia levantando la hipoteca en que tenía gravada el General una de sus casas. Y ahora mismo ha sido lanzado de su empleo el Comisionado de Obras Publicas[9] de la ciudad que es aquí puesto altísimo, porque el Mayor[10] que quiere usar del puesto en su propio beneficio, hizo que le presentasen una carta en que el Comisionado, en pago del influjo necesario para obtener su nombramiento, que le traía ocho mil pesos anuales, se obligó de antemano a dejar mandar en su oficina privadamente, al que le obtendría el oficio, que era negociante[11] en gran escala en los contratos de obras públicas. La ciudad entera esta manejada por una traílla de cómplices que con dineros, favores y promesas se hacen dueños de las elecciones, y rigen la ciudad por su capricho e intereses, hasta que sus rivalidades o venganzas intestinas revelan al público su abuso escandaloso, en que les ayuda a mantenerse la gran cantidad de empleos, que es dado repartir en cada una de estas Secciones del Municipio entre los políticos de esquina y barrio, que en anticipo de esa recompensa cuidan de tener bien preparado el voto que debe asegurar los altos puestos a sus favorecedores. Sin educación, son temibles las Repúblicas.
Se ve, pues, el origen del vicio en el culto exagerado de la riqueza; y se comprende cómo, para que esos defectos no se perpetúen, es fuerza estar ojeando sin cesar en todos los rincones y vías de la vida pública. El interés de uno denuncia por celos el abuso que hace el otro del empleo que le envidia. El apetito del publico nervioso excita a la prensa a desenterrar escándalos que se lo estimulen. Y de ese modo vienen, en la obra general, a servir hasta las malas pasiones a la obra de constante vigilancia que es, según frase famosa, el precio de la libertad en las Repúblicas.
No son, sin embargo, esos escándalos, ni la gran exposición que se prepara en San Luis[12], ni la llegada a New York de una joven[13] que va a echarse por mil pesos del Puente de Brooklyn, ni el llamamiento de la Iglesia Episcopal a la unión de todas las sectas protestantes en su culto atractivo, casi católico, ni la terminación honrosa para México, del caso injusto que lo puso en peligro de guerra[14], lo que ha habido de más grave en los sucesos de esta última quincena, que ya está viendo desertar a los paseantes de verano de los pueblos de la costa, y enrojecerse y amarillear las hojas con las primeras luces del otoño. Lo más grave ha sido la sentencia a muerte de los siete anarquistas que en los motines de primavera dispararon en Chicago sobre los policías, una bomba que dio muerte instantánea a siete de ellos[15].
He ahí, otro de los males que, además de ese del egoísmo que va ya apuntado, se han traído de Europa las masas de hombres coléricos que, por primera vez, después de generaciones de servidumbre, se sienten dueños de su libertad y se revuelven por fanatismo o por envidia contra el único pueblo de la tierra donde les es dado exhalar sus iras, trabajar en paz, y luchar sin obstáculo, en todo lo que no sea crimen, por el triunfo de sus ideas. ¡Se creyó equivocadamente que el ejercicio de la libertad destruiría en esos hombres la afición a medidas destructoras concebidas con apariencias de justicia en los países donde no se goza de ella. Ah! los siglos van destilándose en los hombres, y cuando se nace, se nace con el mundo entero encima, y lleno de sus amores y sus odios!
Esos siervos e hijos de siervos, concebidos y criados por padres infelices en épocas sin bondad y sin justicia, a la sombra de los látigos y de los tacones vinieron al mundo con un alma aterrada y rencorosa, en que suelen prender para mal las razones con que los pensadores amorosos[16], pretenden remediar la condición de esas masas temibles y desvalidas. Uno solo de los siete anarquistas, casado con una mulata[17] elocuente e imperiosa, es norteamericano, y hermano de un General[18]: Parsons [19]. De los otros, tres ni entienden siquiera la lengua del país que pretendían echar abajo. Y el mismo que hizo la bomba[20], no hacía nueve meses que llegó de su pueblo de Alemania.
Alemanes son los seis, y alemanes son la mayor parte de los que defienden aquí la necesidad de derribar a fuego y bayoneta toda la fábrica construida en centenares de siglos por el hombre, y dejarlo sobre la tierra arrasada, viviendo sin más jefe que su instinto; ¡siempre los débiles, incapaces de vencer pacientemente por la razón, deciden acudir a la violencia, único medio que conciben para aliviar sus males! El apetito de destruir carcome a los espíritus que no tienen fuerzas para construir.
El proceso ha revelado la calma y el estudio con que venían disciplinando su ejército de destrucción, y practicando en la sombra de los túneles y en alcobas escondidas las armas y compuestos que debían hacer saltar toda persona o cosa, que simbolice propiedad o ley. Esos hombres, pálidos como la cal, ante la muerte que les espera, manejaban sin remordimiento, ayudados de sus propias mujeres, los proyectiles de fulmicotón[21] y dinamita que componían y almacenaban para la hora de su guerra.
No hay siquiera en estos hombres la aberración luminosa, que bajo la corteza del criminal ensena el grano de oro del apóstol; ni en sus artículos y discursos se nota aquel calor de humanidad y grito vibrante de justicia de los evangelistas fatigados, de las víctimas que ya no pueden con el peso del tormento y en una hora de majestad infernal lo echan por tierra, de los espíritus de amor activo nacidos fatalmente para sentir en sus mejillas la vergüenza humana, y verter su sangre sin miramiento del bien propio en la faena de aliviarla. No todas las grandes ideas se condensan en apóstoles y en criminales, según en su llameante curso prendan en almas de amor o en almas, como las de estos hombres, destructoras. Andan esas dos fuerzas en el seno humano, lo mismo que en el de la tierra[22], y en la atmósfera. Unos nacen para levantar y construir; otros para deshacer y derribar. Las corrientes de los tiempos dan a la vez sobre unos y otros; y así sucede que las mismas ideas, que en lo que tienen de razón se llevan toda la voluntad con su justicia, engendran en las almas dañinas o confusas, con lo que tienen de pasión, estados de odio que se enajenan la voluntad por su violencia.
¡Ni una voz, ni la de los trabajadores mismos, se ha levantado, no ya a protestar, a pedir clemencia siquiera por estos hombres que, en fin, de cuentas, creían obrar en toda su tarea de crimen para la redención de los trabajadores! ¡Ni una murmuración entre los obreros que leían en las esquinas y en los diarios de la tarde la sentencia terrible, la sentencia que pronunció el jurado de «doce hombres buenos y libres»[23] en la sala misma donde acurrucada en un rincón esperaba temblando la madrecita vieja[24] de uno de los presos, y oían ansiosas, bebiéndose las lágrimas, sus hermanas, sus novias y sus esposas! La viejecita rodó al suelo. A las otras infelices las sacaron al aire desmayadas. Solo la mulata de Parsons, implacable y sombría, ni deja escapar la tormenta del pecho, ni descompone un musculo de su rostro. Parsons, mientras pronunciaban el veredicto de muerte, se entretenía en imitar con los cordones de una cortina que tenía cerca, el nudo de la horca, y en echarlo por fuera de la ventana, para que lo viesen de la plaza, que desde el amanecer estaba llena de gente. ¡En la plaza hubo gran conmoción cuando se vio salir del tribunal, y correr hacia el carruaje que lo esperaba, al cronista de un diario, el primero de todos! Volaba, pedía por merced que no lo detuviesen. Saltó al carruaje. «¡El veredicto! el veredicto!» voceaban de todas partes. «¡Culpables!» dijo, ya en marcha. Un hurrah[25] ¡mísero hurra! llenó la plaza. Y cuando salió el juez, lo saludaron.
José Martí
La República, Tegucigalpa, 2 de octubre de 1886.
[1] Jerónimo Zelaya Leiva.
[2] Steve Brodie. Saltó de una torre del Puente de Brooklyn. Más tarde se rumoró que fue un muñeco, pero José Martí no comentó la broma.
[3] Aproximadamente, 45,7 metros.
[4] William Kendall.
[5] Carlisle Graham.
[6] Augustus H. Garland. No existía en la plantilla de gobierno el cargo de Secretario de Justicia. El fiscal general fungía como tal con acceso a las reuniones del gabinete. Siendo senador, Garland se convirtió en accionista y apoderado de la Pan-Electric Telephone Company, organizada para formar compañías regionales con el equipamiento desarrollado por J. Harris Rogers. Ya en el cargo, la Bell Telephone Company entabló un pleito contra la Pan-Electric por infracción de patente al comprobarse que ese equipamiento era similar al suyo. Garland se negó a cumplir la orden de pleitear en nombre del gobierno para invalidar la patente de la Bell y romper su monopolio tecnológico; pero el procurador general procedió a ello. Durante todo un año se desenvolvió una investigación congresional al respecto, aunque Garland contó con el apoyo del presidente Cleveland. En 1886 fue el primer y único miembro del gabinete sometido a censura por el Congreso cuando no presentó a esa instancia la documentación por el despido de un fiscal federal.
[7]S. Grover Cleveland.
[8] El millonario Jacob Sharp fue el autor de este soborno. José Martí trató el proceso judicial contra Sharp en dos crónicas con similar título, «Historia de un proceso famoso», publicada en El Partido Liberal el 15 de julio de 1887 y en La Nación, el 14 de agosto del mismo año.
[9] Rollin M. Squire.
[10] William R. Grace.
[11] Maurice Flyn.
[12] La Exposición de Saint Louise de 1886 fue del 7 al 10 de septiembre.
[13] Magda Dolaro.
[14] Referencia al conflicto con Estados Unidos creado por el aventurero expansionista Augustus K. Cutting. Véanse el tomo 24, la Nf. «El caso Cutting» (pp.144-150); «El caso de Cutting visto en los Estados Unidos» (pp. 188-196); y «México y Estados Unidos» (pp.151-157); así como el manuscrito «El conflicto en la frontera» (pp. 197-206).
[15] Los sucesos ocurrieron en Haymarket Square, el 4 de mayo de 1886, cuando en medio de una manifestación de los anarquistas estalló una bomba que mató al agente Mathias Degan. En el tiroteo subsiguiente fueron muertos varios manifestantes y policías, la mayor parte de ellos por efecto de los revólveres de los agentes. Véase, en el tomo 23, la Nf. «El anarquismo y la lucha de los obreros en Estados Unidos» (pp. 205-206), y las dos crónicas «Grandes motines obreros» (pp.156-161 y 162-168); y, en el tomo 24, la crónica «El proceso de los anarquistas» (pp. 197-206)
[16] Punto en El amor de Martí a Honduras.
[17] Lucy Parsons.
[18] William H. Parsons.
[19] Albert R. Parsons.
[20] Louise Lingg, el más joven de los acusados, contaba con 22 años de edad.
[21] Explosivo usado en la minería.
[22] Punto en El amor de Martí a Honduras.
[23] Los doce miembros del jurado seleccionado después de un laborioso proceso, se llamaban: James H. Cole, S.G. Randall, T.E. Dunker, C.B. Todd, Frank S. osborn, Andrew Hamilton, Charles H. Ludwig, J.H. Brayton, Alanson H. Reed, John B. Greiner, George W. Adams y Harry T. Sandford.
[24] Christine Spies
[25]En inglés; hurra.