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Movimiento San Isidro: Crónica de una tempestad anunciada Yassel A. Padrón Kunakbaeva

30 de mayo de 2021

 

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La contribución que sigue se inserta en el intercambio abierto y permanente "Tábula rasa, fábula falsa: Una pelea cubana por la memoria del porvenir", iniciado el 23 de abril de 2021, y al que han contribuido hasta la fecha Raúl Escalona Abella, Iramís Rosique y Leyner Javier Ortiz Betancourt.

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Por motivos circunstanciales, tuve la oportunidad de conocer de la existencia del Movimiento San Isidro casi desde su surgimiento. Escuché de primera mano, de boca de uno de sus fundadores, sobre los objetivos declarados del movimiento. Personas cercanas a mí, en otra época, terminaron asociándose activamente con ese grupo o girando en su órbita, e incluso algunas de ellas estuvieron entre los atrincherados de la calle Damas en noviembre de 2020, como Katherine Bisquet y Abu Dullanah Tamayo. No es mi intención hacer alarde de privilegio alguno en lo que se refiere a fuentes y experiencias directas, sino exponer algunas de las razones que me llevan a tener, en lo que respecta a ese grupo, una visión mucho más matizada del movimiento y más cercana en lo vivencial de la que puedan tener otros compañeros de la izquierda revolucionaria cubana, dentro y fuera de las instituciones del Estado.

 

El Movimiento San Isidro no puede entenderse sino en la estela de otros movimientos artístico-comunitarios contestatarios que han surgido a lo largo de los últimos treinta años y que desde el principio se han visto enfrentados a la incomprensión o al rechazo por parte de las instituciones del Estado. Mencionaré solo algunos de esos movimientos, por haber sido estos parte del universo en el que me formé, como el proyecto Demóngeles, fundado en 2006, y el grupo OMNI Zona Franca, que se había constituido nueve años antes, ambos nacidos en un ambiente marcado por el ascenso del movimiento cubano del rap y del hip hop, en particular por el éxito del dúo Los Aldeanos, y la celebración, en la playa de Jibacoa, de los festivales Rotilla de música electrónica. Una característica que compartían todos esos grupos de artistas, músicos, escritores, académicos... era su carácter interdisciplinario —del arte o la poesía a prácticas pedagógicas, del activismo ecológico al activismo social y político— y su doble inserción perfomática en instituciones culturales del Estado (la UNEAC, la Asociación Hermanos Saíz, la Fundación Nicolás Guillén, el Centro Dulce María Loynaz o el Centro Cultural Fresa y Chocolate, por citar algunos ejemplos) y barrios y comunidades. 

 

El surgimiento de esos grupos siempre tuvo como fondo la agravación de problemas sociales en los barrios más vulnerables, el aumento de la desigualdad de oportunidades para la población negra y la expansión de procesos culturales vinculados con la marginalidad. Citaré sólo algunos de los varios factores que han influido en que esos problemas sociales se hayan agravado y en que se hayan erosionado los niveles de igualdad efectiva alcanzados en las tres décadas que precedieron el colapso de la Unión Soviética y del socialismo realmente existente en el este de Europa: el menor o ningún acceso de muchos —y, por razones obvias, de una mayoría de la población negra e históricamente más pobre— a las remesas provenientes del exterior, un índice más elevado de deserción escolar, o el hecho de residir en zonas y barrios con los mayores niveles de deterioro de la infraestructura de servicios y el cuadro habitacional.

 

Que esos movimientos hayan surgido con el horizonte de la posibilidad de dar voz a grupos tradicional o más recientemente marginados —entre otras, por las razones a las que acabo de aludir—, no quiere decir que en la gestión de sus iniciativas no hayan cometido errores políticos o que todos sus miembros fuesen personas de impecables antecedentes o intenciones. Aquí no valen canonizaciones metafísicas que nos impidan observar estos fenómenos en toda su complejidad. Pero lo cierto es que si, por un lado, desde esos movimientos se llevaba la contestación a planos de disenso político —así, por ejemplo, Demóngeles termina asociándose o acercándose a grupos como La Aldea y Generación Y y después fundando el "Movimiento Amistad" con el objetivo expreso de hacerse sentir políticamente en la calle y pasar a una acción de confrontación con el Estado, si bien todavía pacífica sí ya directa— que los colocaban en convergencia, más o menos voluntaria, con una contrarrevolución antipopular, por el otro, su caldo de cultivo eran las carencias de una política estatal que cada vez ofrecía menos alternativas de dignificación de la vida a comunidades vulnerables, a causa de las muy severas limitaciones provocadas por las sanciones económicas contra Cuba, pero también por la vigencia de paradigmas de la sociedad revolucionaria que, a los ojos de quienes protagonizaban esos movimientos o simpatizaban con ellos, eran demasiado elitistas, en términos de raza y hasta de clase. Estamos ante un fenómeno en que lo marginal deja de ser mera expresión de desigualdades económicas —antiguas o nuevas— y deja de ser una instancia cuya única capacidad de contestación se dé en el ámbito de lo delictivo.

 

En su artículo “La fábula de los apóstoles: necropoder y sacrificio en el discurso reaccionario cubano”, Raúl Escalona reconoce implícitamente ese cruce entre lo marginal y lo comunitario en la contestación estético-política del Movimiento San Isidro y, en específico, de Luis Manuel Otero Alcántara. Entonces, cabe preguntarse tanto por la legitimidad como por la eficacia de la respuesta, policial más que política —es decir, orientada más a la aplicación de la ley que a la búsqueda de soluciones imaginativas en lo social y lo político, todavía posibles en medio de la grave crisis económica por la que atraviesa el país— a la hora de protegerse contra el huracán que se ha ido incubando tras décadas de políticas insuficientes o sencillamente agotadas.

 

Muchos de los movimientos o grupos a los que antes me referí con unos pocos ejemplos se vieron sometidos a una intensa presión por parte del Estado que los llevó a su declive o disolución, a pesar de que no pocos de ellos eran relativamente benignos y, en ciertos casos, hasta se reclamaban de una perspectiva que no era ni de derechas ni per se reaccionaria. Algunos de los miembros de esos grupos así decimados o disueltos pasaron a integrarse, ahora radicalizados, en el Movimiento San Isidro, que se convierte así en la némesis que regresa después de tantos conflictos no resueltos y ni siquiera atendidos.

 

El Movimiento San Isidro y su periferia se encuentran ahora vaciados de todo elemento de conciliación con la política general y la orientación ideológica del Estado y la praxis de sus instituciones y se han convertido en un fenómeno completamente instrumentalizable por parte de los viejos y nuevos centros de poder, el nuevo modus operandi y viejos y nuevos agentes de la contrarrevolución tradicional que presiona desde el exterior, al tiempo que han acumulado toda una experiencia de trabajo de base social que les ofrece herramientas para conectar con lo comunitario. Esa experiencia de trabajo comunitario es una dimensión por completo ausente en grupos y movimientos contestatarios, o incluso de franca oposición política, surgidos entre finales de los 80 y principios de los 90.

Los actores comprometidos con el pensamiento crítico y la transformación social revolucionaria, en la sociedad y el Estado, han de liberarse del tabú que los reduce al silencio por temor a reportar más daños que beneficios. Ese silencio, temeroso —y, muchas veces, insincero—, debe dar paso a la expresión de la libertad revolucionaria que supone el ejercicio del pensamiento crítico responsable y comprometido con la transformación emancipadora inscrita en el proyecto de la Revolución Cubana.

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Omar Senada (Egipto, 1991), Urban Decay (2019)

Artsy

 

 

 

Otro elemento indispensable para colocar al Movimiento San Isidro en su plano social real, pero también en su deriva política, es la relación que ha llegado a establecer con el Instituto de Artivismo Hannah Arendt, fundado y dirigido por Tania Bruguera, que a través del concepto de “artivismo” les ofrece un simulacro de sustento teórico para sistematizar su práctica. A partir de ese momento, la actividad artístico-comunitaria del grupo, ahora pensada desde imaginarios de desobediencia civil y de contestación estética y disidencia política que se forjaron al calor de la lucha anticomunista en los países del antiguo campo socialista, está conscientemente orientada a violentar las fronteras de lo permitido dentro del sistema político cubano.

 

En ese contexto, no basta con calificar al Movimiento San Isidro de reaccionario y contrarrevolucionario. Por el contrario, por ese camino se puede caer en un costoso contrasentido comunicativo. Al haber nacido ese movimiento de una corriente que pone en jaque al sistema político y a la política cultural precisamente desde sus insuficiencias de origen y desde sus deudas de cumplimiento con el proyecto emancipatorio, se corre el peligro de que, al adversarlo, quede uno como indiferente a esas insuficiencias y deudas y como catalizador de tendencias que deliberada o reflejamente recorren el Estado en dirección contraria al proyecto emancipatorio de la Revolución. Aquí no valen, tampoco, explicaciones simplistas o metafísicas que nos alejen de la comprensión y del camino que pueda conducir a soluciones coherentes con ese proyecto.

 

Cualquier crítica dirigida al Movimiento San Isidro debe partir de ese punto que esclarece que sus posiciones de disenso frente a la institucionalidad se han construido en un plano abstracto asociado con la experiencialidad, por lo que no pueden pasar de ciegos conatos de rebelión. No llegan nunca a la explicitación de un proyecto político articulado y concreto, pues colocarse en ese plano de elaboración y proyección implicaría tener en cuenta las realidades geopolíticas y valorar la factibilidad e idoneidad de los proyectos de nación y de sociedad que sostienen, respectivamente, el bloque histórico nacido de la Revolución y el bloque de las fuerzas de la reacción contrarrevolucionaria, y tener entonces que elegir. Como no pasan de la rebelión abstracta, el único resultado posible de su accionar, en el remoto caso de que llegaran a tener éxito, sería un estallido social en el que las clases populares no ganarían absolutamente nada e incluso perderían lo que todavía tienen, pues ese estallido sería rápida y masivamente aprovechado por las fuerzas de la contrarrevolución externa, en primer lugar el Gobierno de los Estados Unidos, cuyo interés de fondo sigue siendo derrocar al poder revolucionario y extirpar de raíz toda posibilidad de recreación y refundación de ese proyecto en Cuba.

 

Concentrar la innegable fuerza del Estado en la represión y contención del Movimiento San Isidro es la salida más fácil, pero también la más preñada de riesgos. La imagen que de ello resulta, quiérase o no, es la de un inmenso vehículo mecánico que para salir del atasco en que se encuentra aprieta el acelerador, atascándose aún más. Quizás así pueda, eventualmente, salir del hueco y capear el temporal. Pero ese sería otro respiro transitorio y no una victoria duradera. El camino de una auténtica salida revolucionaria pasa por reactivar con firmeza el proyecto emancipatorio de sociedad y pensarlo, aquí y ahora, en sus máximas consecuencias. El pan, por poco que sea, siempre se puede repartir mejor. La buena voluntad, por sus propios efectos replicadores, siempre se puede multiplicar. Por supuesto, existen problemas que no solo en Cuba, sino en todo el mundo, las fuerzas del proyecto revolucionario de emancipación aún no tienen claro cómo resolver; por ejemplo, en el caso de Cuba, qué hacer para conciliar en un mismo proyecto de comunidad a unas masas trabajadoras que tienden a modos de vida conservadores con minorías excluidas que tienden a la iconoclasia moral. Pero del tratamiento eficaz de esos dilemas depende en buena medida el futuro, así como el atractivo y la continua capacidad de convocatoria de lo revolucionario.

 

Al momento de escribir estas líneas, Luis Manuel Otero Alcántara seguía, desde el pasado 2 de mayo, internado en el Hospital Calixto García, sin más comunicación con el mundo exterior que algunos videos filmados y difundidos por funcionarios de la institución en la que se lo atiende. La situación misma es sintomática de la intensidad que ha alcanzado el enfrentamiento entre algunos de los nuevos actores de la contestación estética devenida disidencia política y el Estado cubano. Al mismo tiempo, no deja de ser legítima la preocupación que, en el plano humano, la situación de Luis Manuel Otero Alcántara —más allá de toda consideración política— suscita en sectores de la población, incluidos aquellos que ni tienen vínculo orgánico alguno con el Movimiento San Isidro ni mayor conocimiento sobre la gestación, el devenir, la agenda y el modo de acción de ese movimiento ni, aún cuando de algún modo los conocieran, tampoco se ven ni reflejados ni representados en esa figura o ese movimiento.

 

Tratándose de un asunto tan controversial y sensible, y dada la visibilidad que ha alcanzado entre la población y en los propios medios oficiales la figura de Luis Manuel Otero Alcántara, en un momento de crisis económica que no deja de generar efectos políticos contraproducentes para el consenso social que sostiene el proyecto  revolucionario, cuesta entender cuál pueda ser la razón de Estado para seguir sin proporcionar información que disipe rumores y contrarreste posibles acciones explosivas en respuesta a esa situación.

 

Redunda en interés del propio Estado, y de quienes se oponen a cualquier confrontación con el Estado y el Gobierno de la Revolución, ofrecer información oportuna también para desmantelar la sistemática y cada vez más diversa campaña de construcción de una imagen absolutamente negativa y por demás falaz en su contra. Cualquier error que se cometa en la gestión del caso de Otero Alcántara será echarle gasolina al fuego. Ahora mismo, todo lo que pueda resquebrajar los pilares éticos en que se asienta el proyecto político que se ha dado a sí mismo la mayoría del pueblo podría hacer correr a la Revolución riesgos innecesarios. De ahí la importancia de que la respuesta de los actores comprometidos con el pensamiento crítico y la transformación social revolucionaria, en la sociedad y el Estado, se libere del tabú que la reduce al silencio por temor a reportar más daños que beneficios. Ese silencio, temeroso —y, muchas veces, insincero—, debe dar paso a la expresión de la libertad revolucionaria que supone el ejercicio del pensamiento crítico responsable y comprometido con la transformación emancipadora inscrita en el proyecto de la Revolución Cubana.

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