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Tábula rasa, fábula falsa: Una pelea cubana por la memoria del porvenir 

23 de abril de 2021

Pero lo que importa es la Revolución

lo demás son palabras

del trasfondo

(...) lo demás son mis argumentos.

Rolando T. Escardó, "Isla"

El pasado 9 de marzo, en la plataforma digital cubana La Tizza, apareció el artículo "La fábula de los apóstoles: necropoder y sacrificio en el discurso reaccionario cubano", de Raúl Escalona Abella. Las reacciones no se hicieron esperar entre ellas algunas de una visceralidad de la que carece el artículo de Raúl, a no ser que se asimile, en este caso, entre quienes hayan hecho esa lectura del artículo de marras, lo político a lo visceral, y, también en este caso, no sin cierta ironía, lo reaccionario a lo reactivo. O a la inversa pues cualquiera que sea el lugar en que nos situemos para aproximarnos a lo que nos recuerda que somos todos, para empezar, algo nombrable, lo reactivo a lo reaccionario. Lo reactivo, o lo reaccionario, sin más; es decir, sin la mediación del pensamiento que no puede serlo, si quiere ser algo más que reproche, sino participando de su objeto, en el acto de inteligir, de tratar de inteligir, en el objeto de su crítica, la posibilidad misma de la contemporaneidad en el acorde o el desacuerdo.

Es eso, creo, lo que trató de hacer, en primer lugar, Raúl Escalona Abella, en su fábula de los apóstoles, nombrar un gesto, un espacio, un sujeto y, a partir de la hipótesis que todo nombre es, establecer las intenciones y consecuencias de lo así nombrado, su beligerancia y su extravío. ¿Quién lo hace al revés? ¿Quién puede hacerlo? ¿Quién puede situarse fuera del lenguaje es decir, del nombreen la ilusión de quien quisiera separar las aguas antes de sumergirse en ellas?

De la lectura de cualquier muestra, ancha o mínima, de las evisceraciones de que fue objeto el artículo de Raúl, emerge, se quiera o no, un espectro a la vez totalidad y reducto, omnipotencia y orfandad: el Poder. Con mayúscula. Como si se hablara, en metafísica, del Ser. O, en teología, de Dios. Un poder el Poder—, entonces, como el Dios de todo monoteísmo, a la vez bienhechor y amenazante, indulgente y rencoroso. O como si el Poder fuese un lugar al que se puede acceder, y del que se nos puede expulsar, marginar, preterir... y desde el que se nos puede atacar, matar... borrar de la memoria, mientras ese lugar —a la vez fortaleza en la cima de la montaña y mancha mortuoria de petrolero naufragado (¿la Revolución?)— se expandiera hasta tocar a las puertas y, de no responderse, echarlas abajo— de la última de las virginidades, el cuerpo, devenido así figura de comunidad solipsista. Y no —que es lo que es todo poder, incluso el Poder— la relación en la que todos estamos y en la cual nos de(s)marcamos o nos confundimos. Porque en esa relación, todos estamos en el poder, todos somos poder, todos lo ejercemos. Y porque es solo en virtud de esa relación que podemos, entonces, atribuirle, al poder, predicados. Como en "el poder del Estado". O "el poder de las ideas".

 

Un espectro, y su fantasma: la Revolución. Que es —no el Poder, sino la Revolución; ni siquiera la república, sino la Revolución— el único país que tenemos: es decir, el único proyecto y, todavía, la única o la mejor posibilidad de poder seguir reencontrándonos en la imagen de como único y mejor podríamos ser comunidad de justicia, y no mero territorio, no mero catálogo de costumbres. Y si no el Poder metastasiado —a ojos de algunos— en sí mismo y por sí mismo, ¿quien podría impedirle a nadie ser la Revolución, como cada cual mejor entienda con quien mejor entienda?

 

***

Se publica aquí ahora una versión revisada, corregida y ampliada —por iniciativa y a propuesta de Patrias. Actos y Letras y en colaboración, va de suyo, con el autor y con la plataforma digital La Tizza— del artículo original de Raúl Escalona Abella "La fábula de los apóstoles: necropoder y sacrificio en el discurso reaccionario cubano", seguido de una postdata del propio Raúl y una carta de Iramís Rosique.

 

Revisión, corrección y ampliación —la del artículo original— que en modo alguno son acto de contrición o de halago, sino gesto de escucha, y (re) afirmación, en el mayor rigor, la precisión esclarecedora, la mediación más explícita, la transición mejor hilvanada. Y una invitación, por defecto y por vocación, a pensar y decir (decir más, decir mejor) y, tal vez, también una manera de conjurar el milagro de insospechadas intersecciones. En esta pelea cubana por la memoria —que es el único presente, el único tiempo que podemos asir— y por el porvenir de esa memoria, que es el único futuro cierto —pues no seremos, no podremos ser, sino lo que recordemos que fuimos. Como lo recordemos.

 

La puerta está abierta, la mesa no está servida. (Rolando Prats)

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Plaza de la Revolución, La Habana (Cuba), 22 diciembre de 1961. Proclamación del fin de la Campaña de Alfabetización.

 

 

La fábula de los apóstoles: necropoder y sacrificio en el discurso reaccionario cubano

 

Raúl Escalona Abella

 

 

“El Partido Comunista controla los cuerpos, la movilidad, los órganos represivos —y con estos, el miedo—, pero no la fábula.”

Carlos Aníbal Alonso[1]

Tania Bruguera se apunta a la sien con un revólver. El revólver no se dispara. La sangre de su cabeza permanece en su cabeza, sus sesos permanecen en la abovedada envoltura de su cráneo, pero sus palabras denuncian la muerte que no ocurre.

Luis Manuel Otero Alcántara se arrastra por las calles de La Habana como un San Lázaro; empuja una Virgen del Cobre hacia Santiago de Cuba; se viste durante un mes con la bandera; se declara en huelga de hambre para matarse en protesta por tanta opresión e injusticia, pero tampoco muere. Su cuerpo no aparece famélico en los diarios digitales. Sufre prisión, pero no desaparece; es detenido e interrogado, pero no es torturado. Los tiburones no tienen un encuentro con él y, sin embargo, su apostolado crece más allá de su arte.

Algunos les gritan que no es arte lo que hacen. Otros se levantan airados blandiendo libros de teoría estética. La institución que los acoge, no la estatal o la del llamado “arte oficial”, sino todo el circuito del arte emergente y privado, los ampara en su regazo y tiende sobre ellos el manto de la «estética relacional» para explicar, pero sobre todo para justificar las intervenciones que realizan. Cada vez más, esa articulación crece: «estética relacional», necropoder[2] y apostolado abrazan a los antihéroes[3] de la cruzada anticomunista.

Las fábulas crecen a nuestro alrededor, pero no tienen otra moraleja que no sea la de un gobierno culpable y una pornomiseria[4] periodística que no se interesa sino por los nichos de realidad que necesita colmar a toda costa, puesto que es ese periodismo de pornomiseria el que los ha creado. No las protagonizan animales parlantes, sino mesías y mecenas; reaccionarios vestidos de revolucionarios; agitadores vestidos de apóstoles y armados de una jerga postmoderna rica en combinaciones conceptuales llamativas, pero desgajadas del contexto histórico, político y cultural —el de sociedades que han agotado, o extraviado, sus proyectos de modernidad— y del propio marco referencial —filosófico e intelectual, a menudo declaradamente post-revolucionario, pero no contra-revolucionario y raras veces anti-comunista— en que surgieron, y a las que debemos aproximarnos con el escalpelo de la sospecha en la mano izquierda.

La fábula de la estética relacional

“La posibilidad de un arte relacional —un arte que tomaría como horizonte teórico la esfera de las interacciones humanas y su contexto social, más que la afirmación de un espacio simbólico autónomo y privado— da cuenta de un cambio radical de los objetivos estéticos, culturales y políticos puestos en juego por el arte moderno.”

Nicolás Bourriaud, Estética relacional

La etiqueta de «estética relacional», que se utiliza en el ensayo "La voluntad cohesionadora de Luis Manuel Otero", de Magela Garcés, publicado en Rialta Magazine el 13 de marzo de 2020[5], genera una sombrilla conceptual y teórica —en apariencia sólida— que protege de la lluvia de críticas a las intervenciones del artista Luis Manuel Otero Alcántara y figuras notables del «artivismo», como Tania Bruguera. Garcés introduce al lector en las particularidades del concepto, elaborado por el teórico del arte y curador francés Nicolás Bourriaud durante la década de los 90 del siglo pasado, y granado en la obra Estética relacional (1998)[6].

Quisiera subrayar la forma en que Garcés aborda la relación entre la conceptualización de Bourriaud y las intervenciones que «lo político en el arte emergente»[7] ha ido realizando durante más de una década.

Es en los contextos en que la obra se erige como «un producto capaz de reproducir situaciones más afines a la vida cotidiana que a las convenciones tradicionales de la institución arte» que Garcés inscribe la «estética relacional».

Garcés explica con transparencia ejemplar los fundamentos esenciales de ese concepto: «tomaría como horizonte teórico la esfera de las interacciones humanas»; «una clase peculiar de producto estético cuya esencia yace en el generar vínculos interhumanos y problematizar alrededor de estos, más allá del objeto artístico en tanto elemento fáctico»; «La transdisciplinariedad es una cualidad casi intrínseca al arte relacional que, al emular operaciones profesionales provenientes de esferas no artísticas» genera «cierta ambigüedad, en el espacio de su práctica, entre la función utilitaria y la función estética de los objetos que presenta». Aclara también que bajo la comprensión de lo relacional se define la práctica como escapatoria al «cuadro general de las leyes económicas capitalistas, donde prácticamente todo adquiere valor de cambio», ofreciendo respuestas a «la enajenación y la fractura comunicacional a las que arrastra la sociedad contemporánea»[8].

Garcés relaciona esa concepción con determinada corriente performática y de intervención social que se desarrolló en Cuba en los años 80 del pasado siglo, pero, sobre todo —y es ese su interés principal— con exponentes como «Tania Bruguera —luego creadora de la cátedra Arte de Conducta—; los grupos del ISA: Galería DUPP, ENEMA, DIP, 609; el colectivo OMNI-ZONA FRANCA; entre otros». En el orden lógico de su argumentación todo se encuentra listo para afirmar que, debido al carácter «relacional» de su obra —si se entiende esta como la práctica artística que se desarrolla, origina y funda en las interacciones humanas—, Luis Manuel Otero Alcántara es uno de los creadores artísticos más destacados de esa corriente.

Aunque la presentación conceptual que se hace en el texto de Garcés es apropiada, me parece pertinente ampliar las condiciones de formación de ese concepto, la tradición de pensamiento en que se inscribe y los alcances que el propio Bourriaud le otorga. Pues si bien Garcés menciona algunos aspectos, en su ensayo sobre Otero Alcántara se omiten elementos esenciales.

El «arte relacional» es, quizás, un síntoma de todo un universo artístico que reacciona contra un modo de producción de subjetividades que asfixia las posibilidades del arte de explorar relaciones sociales no fetichizadas, no cosificadas, no sometidas al enorme anaquel que el inconsciente capitalístico[9] ha diseñado durante años para prefigurar el desempeño social. Por ello la crítica se realiza en el contexto del capitalismo avanzado, lo que no es algo menor a tener en cuenta.

«Así entonces, el espacio de las relaciones más comunes es el más afectado por la cosificación general. Simbolizada o remplazada por mercancías, señalizada por logotipos, la relación humana se ve obligada a tomar formas extremas o clandestinas si pretende escapar al imperio de lo previsible: el lazo social se convirtió en un artefacto estandarizado[10].»

Para Bourriaud la búsqueda de lo relacional está signada por el predominio de un mundo capitalista regulado «por la división del trabajo y la ultra especialización, por el devenir-máquina y la ley de la rentabilidad». Es en esas circunstancias de asfixia, en las que el capital lucra mediante la generación de experiencias por vivir, que después vende para que sean vividas, que el teórico francés sitúa la cuestión fundamental de su «estética relacional»:

«Una sociedad en la cual las relaciones humanas ya no son ‘vividas directamente’ sino que se distancian en su representación ‘espectacular’. Es ahí donde se sitúa la problemática más candente del arte de hoy: ¿es aún posible generar relaciones con el mundo, en un campo práctico —la historia del arte— tradicionalmente abocado a su ‘representación’?[11]»

Son las circunstancias de «espectacularización de las relaciones sociales», sobre las que incide la producción capitalística de subjetividades las que imponen a Bourriaud el reto de una estética que intente trazar un camino de resistencia y empuje frente al gran polo de normalización, homogeneización y disciplinamiento que representa el capitalismo. Razón por la que la «estética relacional» se configura como propuesta de acciones en lo cotidiano creativo, desde la interacción viva del artista con la masa burbujeante de pueblo para quebrar el mito de la torre de marfil —hijo pródigo de la sociedad burguesa—, que remite a su vez a la célebre «autonomía» del arte.

La autonomía del arte y su defensa se vuelve fundamental para el arte moderno porque, como insiste Peter Bürger en su Teoría de la vanguardia:

«(…) [p]ermite describir la desvinculación del arte respecto a la vida práctica, históricamente determinada (…) La categoría [autonomía del arte], sin embargo, no permite captar el hecho de que esa separación del arte de sus conexiones con la vida práctica es un proceso histórico, que está por tanto socialmente condicionado. Y precisamente la falsedad de la categoría, el momento de la deformación, consiste en que cada ideología (…) está al servicio de alguien. La categoría de autonomía no permite percibir la aparición histórica de su objeto. La separación de la obra de arte respecto a la praxis vital, relacionada con la sociedad burguesa, se transforma así en la (falsa) idea de la total independencia de la obra de arte respecto a la sociedad. La autonomía es una categoría ideológica en el sentido riguroso del término y combina un momento de verdad (la desvinculación del arte respecto a la praxis vital) con un momento de falsedad (la hipostatización de este hecho histórico a una ‘esencia’ del arte)[12].»

Subrayar este deslinde que hace Bürger desde el marxismo es importante para comprender el arte relacional: es cierto que, en su modo de organización específico, la sociedad burguesa favorece la desvinculación de la actividad artística con respecto a la praxis vital y genera así un determinado sentido de «autonomía»; pero la teoría liberal del arte no reconoce esa «autonomía» como resultado específico del desarrollo de la sociedad burguesa, sino que intenta perpetuar el estado de autonomía —en el orden de su «desvinculación absoluta»— como estado esencial del arte y no como desarrollo histórico específico. También la crítica que hace Bourriaud se orienta en ese sentido, pues el hecho autónomo genera un «autor», un «estilo» y una «forma identitaria» que son las bases comercializables de la mercancía-arte.

Esta forma capitalística de operar genera un modo de subjetivación al que «no le importan los ‘territorios existenciales’ que el arte debe producir. Por la valorización exclusiva de la forma, factor de homogeneización y de solidificación de los comportamientos, el capitalismo puede continuar haciendo su oficio, es decir transformando esos territorios en productos[13]»

En ese orden de cosas, toda creación artística se transforma en factura a pagar como experiencia vivida. De ahí que la «estética relacional» se oponga a la venta de sus «obras» a museos: vender a un museo una intervención es negar de plano lo relacional que contenía, pues se reactiva el ciclo de mercantilización del arte que Bourriaud se propone interrumpir.

Con esta problematización del ensayo de Magela Garcés aparecido en Rialta he querido poner de relieve tres cuestiones fundamentales: «la estética relacional» se estructura como crítica de los modos capitalísticos de producción subjetiva con respecto al arte; se sitúa en el marco de la tradición del materialismo aleatorio de Louis Althusser[14] y, en ese contexto, propone un modo de subjetivación ecosófico[15] que, mediante la aleatoriedad del encuentro solidifique una relación duradera, reterritorializando la subjetividad que el capitalismo ha deshecho con su acción.

Luego de esta exploración, cabe preguntarse: ¿cómo lo político en el «arte emergente cubano» se apropia de la complejidad de ese concepto y hace de él su fundamento teórico? ¿Basta acaso con el mero hecho de que una obra surja en, y mediante, un ambiente creativo explícitamente relacional —todo el arte, por definición, lo hace y, por tanto, es de algún modo relacional—, comunitario o marginal para convertir a la obra y al artista en exponentes de la «estética relacional» de Nicolás Bourriaud? ¿Será tan lineal esa transferencia conceptual?

El devenir de la «estética relacional» de Bourriaud está signado por las características que ha adquirido el arte contemporáneo en el contexto del capitalismo tardío, al que considera como opresivo por una mercantilización de las relaciones sociales tal que llega a ocupar y posesionarse de todo lo subjetivo.

Al analizar el accionar artístico y discursivo en torno a lo político en el «arte emergente cubano», observamos un leitmotiv con el que podría establecerse una relación de equivalencia respecto del modo de producción capitalístico, leitmotiv mediante el cual se intenta justificar —a pesar de tan amplios y comprobables abismos entre uno y otro entorno estatal, económico, político, social y cultural y entre las respectivas correlaciones y dinámicas de fuerzas, comenzando por la compleja y singular relación entre lo estatal y lo social, lo público y lo privado, lo estético y lo político—, el uso de la «estética relacional» como sombrilla teórica y conceptual de esa producción artística: el aparato «opresivo» del Estado, también denominado gobierno autoritario o dictadura totalitaria, castrismo, post-castrismo y —más recientemente, de una forma granada con alucinante exquisitez— «bio-necro-poder machista».

 

Subrayar el deslinde que hace Bürger desde el marxismo en su Teoría de la vanguardia es importante para comprender que, en su modo de organización específico, la sociedad burguesa favorece la desvinculación de la actividad artística con respecto a la praxis vital y genera así un determinado sentido de «autonomía»; pero la teoría liberal del arte no reconoce esa «autonomía» como resultado específico del desarrollo de la sociedad burguesa, sino que intenta perpetuar el estado de autonomía —en el orden de su «desvinculación absoluta»— como estado esencial del arte y no como desarrollo histórico específico.

Dread Scott (EE.UU., 1965). On the Impos

 

Dread Scott (EE.UU., 1965). On the Impossibility of Freedom in a Country Founded on Slavery and Genocide, Performance Still 2 (2014). Brooklyn Museum.

 

Es esta relación de transferencia (Modo de producción capitalístico – Estado cubano) la que parece justificar el uso de lo relacional como estética protectora de lo político emancipatorio, que muchas veces vemos irrigarse alrededor de las figuras del «arte emergente cubano» que se fusiona con el discurso y el modus operandi tradicionales de la contrarrevolución. Con todo, dentro de ese espectro, adopta otras tonalidades discursivas y conceptuales al trazar alrededor de sí una complejidad que lo actualiza y distancia del llamado exilio histórico de Miami —que va de la más rancia y obtusa “contestación” ideológica, puro resentimiento de clase y de desclase, al más desembozado terrorismo— y lo dota de una jerga pseudo-postmoderna —basta leer, por ejemplo, a autores como Lyotard y Baudrillard para darse cuenta de que su crítica del proyecto de la modernidad es una constatación del agotamiento de la capacidad de la maquinaria capitalista para seguir produciendo no solo una idea de futuro que haga accionable el presente, sino también hasta la certeza misma en torno a la estabilidad de lo real y la viabilidad de su conocimiento y transformación, es decir, de la verdad misma—, en apariencia más rica y compleja —aunque, como acabamos de ver, carente del espesor filosófico y la pertinencia política del original—, que produce, por un lado, un necropoder gubernamental y, por el otro, un sujeto (el “arte emergente”) de resistencia y emancipación frente a ese poder.

La fábula del necropoder

“Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente, y además capaz de existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente.”

Michel Foucault, Historia de la sexualidad I: La voluntad de saber

 

Los cuerpos sienten miedo. Los cuerpos tiritan, pero nunca de frío, pues el frío de esta isla no hace tiritar. Los cuerpos tiritan de un miedo visceral, pero afirman que su miedo no es provocado por el paso implacable del tiempo; ese miedo —a diferencia de los dolores de cabeza de los comunistas— carece de razones históricas. Los cuerpos dicen sentir el miedo provocado, el miedo que las sociedades totalitarias generan. Los cuerpos cargados de miedo blanden gruesos volúmenes de reconocidos filósofos, pensadores políticos, críticos de arte: Hannah Arendt, Jean-Francois Lyotard, Frantz Fanon, Paul B. Preciado, Luis Camnitzer y Nicolás Bourriaud se suceden en procesión del intelecto, para que los cuerpos con miedo no sientan la soledad de su «lucha».

Volvamos a la frase del exergo que encabeza este ensayo: «El Partido Comunista controla los cuerpos, la movilidad, los órganos represivos —y con estos, el miedo—, pero no la fábula.» (Los subrayados son míos.) Alonso comprime en una sola frase el anhelo más granado del discurso intelectual reaccionario: situar el miedo sentido por los grupos anticomunistas y antitotalitarios —y, en el caso de Cuba, ineludiblemente, contrarrevolucionarios— como fin y esencia de la gestión del Partido Comunista.

No hay atisbos en la entrevista a Alonso publicada en inCUBAdora —ni en casi ningún lugar del discurso reaccionario— de ninguna voluntad de comprender ese miedo como inherente a la condición de negatividad resultante de la oposición al poder revolucionario emergido en 1959. No se conciben como elementos reactivos a un proyecto y un orden socialistas que, en sus continuos intentos de transformar el mundo —en su mundo— y erigir una nueva justicia —condición constitutiva de toda libertad y toda democracia efectivas—, genera una oposición constante que se torna en reacción desde el momento mismo en que se trasunta en valores conservadores que beben de la idealización del orden pre-revolucionario. Ese discurso no solo no reconoce la obra social de la Revolución, sino que además define al Estado revolucionario como entramado de dispositivos cuya función se limita a la gestión de la opresión, del control de los cuerpos y de la economía de los miedos. En esa perspectiva, la sentencia de Carlos Aníbal Alonso es central para ese discurso: no existe una Revolución en Cuba que sostenga o justifique el precio de la construcción de un país más justo —nunca ha existido para ellos, no puede, ni podrá existir—, sino un Partido único destinado a administrar el terror con el único objetivo de sostenerse, como representante de una nueva clase dominante, en el poder.

Observamos ahí una tríada fundamental que subyace al núcleo de la maquinaria narrativa disidente reaccionaria: autoritarismo-cuerpos-miedo. Su disposición emerge invariablemente con referencia a esos tres términos en relación circular —existe autoritarismo porque hay miedo y hay miedo porque el autoritarismo amenaza de exterminio a los cuerpos. Por ello, tal y como señala Carlos Aníbal Alonso, necesitan remitir el imaginario colectivo al Partido-Estado —y a la Revolución de la que emana y en cuyo nombre opera— como exterioridad organizada, secuestradora del pueblo que explota y oprime. Esa circunstancia de exterioridad es vital para sostener la noción de autoritarismo.

Tal noción se sitúa siempre a sí misma en el orden de lo aceptado, de lo indiscutido, y se presenta no solo como verdad política, transparente evidencia filosófica, sino incluso como mero sentido común, casi como perogrullo, que no precisan de demostración alguna. Basta explorar algunos de los textos producidos por esa discursividad para encontrar una y otra vez afirmaciones según las cuales el de Cuba es «un régimen autoritario, que sacrifica lo que sea que pueda parecerle sospechoso o incómodo a sus rígidos estándares»[16]. De esa forma se recurre a los repositorios del imaginario, se trata de enlazar determinadas acciones de disciplinamiento, de defensa de la Revolución, de destrucción del orden republicano anterior y de reestructuración de todo el aparato estatal en función de la viabilización del proyecto social y estatal socialista, de enlazar incluso los errores cometidos —y, luego, corregidos— con la edificación de un orden «totalitario», sin nunca explicar las razones, repitiendo en cambio una y otra vez lo que, para ellos, es obvio: «La disposición totalitaria que regula y ordena la sociedad cubana permea la administración de la cultura, del arte, del pensamiento, en una opereta que confunde metódicamente el papel del militante y el de servidor público, que no discrimina entre ideología e institucionalidad, entre Estado y nación[17].»

La ausencia de rigor a la hora de definir esas prácticas «totalitarias», privándolas de toda especificidad histórica, al colocarlas en el discurso como el devenir natural del proceso revolucionario y reducir la sostenida, metódica, desigual agresión imperialista —si es que se la menciona— a mera justificación por el Estado cubano de la escasez y las privaciones, las restricciones y las condicionalidades, son elementos discursivos consustanciales al despliegue cada vez menos tímido de la reacción cubana.

Es a partir de ese campo de presencia[18] que van a desplegarse una serie de calificativos y conceptualizaciones cada vez más centradas en sí mismas y, por tanto, más circulares y viciosas. Definen la política cultural como poseedora de un «trasfondo fascista»[19], en el que se apela a la necesidad de «hablar con claridad en términos políticos (…) [c]laridad que implica también despojar de toda ficticia complejidad el proceso político cubano [nos tropezamos aquí una vez más con el planteamiento de la teleología autoritaria], exponiendo sus tácticas de poder arbitrarias y excluyentes»[20]; como un orden en el que mientras unos «luchan» [fundamentación del apostolado disidente reaccionario] para liberar al pueblo, «los represores ensayan nuevas formas de engordar los muros, engrasar la maquinaria. Nuevas maneras de normalizar el horror»[21]. Constituido este régimen de verdad[22] en que no hay espacio para la justicia en la Cuba revolucionaria y se omite o niega el carácter liberador y emancipador de la Revolución de 1959, ya puede ese discurso hacer emerger el segundo y tercer vértice del triángulo así construido: los cuerpos depositarios del miedo[23].

Veamos dos ejemplos: «Yo no tengo miedo a mis miedos, no son obstáculos, sino parte del paisaje. Sé convivir con ellos y creo saber distinguir entre los inherentes a mí y los implantados por el sistema totalitario en que vivo[24].» O este otro: «Es claro que el miedo es una corriente subterránea que lo corroe todo en la cultura y la sociedad cubana[s][25].»

Estas citas activan dos consideraciones que importa resaltar. La primera subraya la relación de exterioridad en la imposición del miedo. El aparato coercitivo impone el miedo, pero lo impone mediante la amenaza constante de muerte, de desaparición, de reducción del cuerpo:

«También me da miedo ir a prisión, envejecer en la cárcel o que me fusilen. Me han dicho que no piense en esto último, que nunca me van a fusilar, pero me he imaginado [un] par de veces con los ojos vendados y los oídos atentos frente a una hilera de hombres [podrían ser mujeres también] uniformados apuntando sus armas hacia mí[26].»

La segunda plantea la noción de capilaridad que se atribuye a esa economía del miedo como «corriente subterránea que lo corroe todo». Se afirma entonces que el miedo es la pérdida de la condición corpórea, la amenaza constante de la muerte; pero ese miedo no está reservado a unos pocos, sino que todo lo que sucede en el país sucede por miedo, es condición de todo —y de todos— hacia todo(s). El discurso reaccionario insiste obsesivamente en esa idea: el miedo no es situación coyuntural o ni siquiera crónica, sino que es condición y red de relaciones constitutivas del orden revolucionario, es el ánima del sistema, medio y fin.

En este punto podemos señalar una contradicción no menos constitutiva del discurso reaccionario: los masacrados del régimen cubano no existen, los desaparecidos tampoco, jamás ha aparecido el cadáver torturado y mutilado de ningún disidente u opositor al borde de una carretera, jamás se ha producido un ajusticiamiento político en plena calle, jamás se ha ejecutado sumariamente a nadie en un potrero; no existen escuadrones de la muerte; no hay campos de concentración ni de exterminio, no hay cámaras de tortura, no se ha organizado socialmente o para-institucionalmente el terror —como sí se observaron, todos esos fenómenos, en la colonia o durante el machadato y el batistato, o se han observado en otras épocas y lugares y se siguen observando, ahora mismo, en otras latitudes— y, sin embargo, el discurso reaccionario afirma que su miedo es impuesto por el comportamiento “fascistoide” del gobierno y sus aparatos de represión. Solo que, en realidad, tales aparatos fascistoides no existen[27]. Si no se ha podido demostrar la existencia de esa situación de persecución irrespirable y de organización social de la muerte, ¿en qué radica ese miedo que los cuerpos sienten, en qué se funda el pretendido terror?

«Los imaginarios representados tienden a radicalizarse en función de superar esa censura tibia en la que solía agazaparse el poder autoritario, además de denunciar un estado de cosas y significados que escapan, por su complejidad, a las posibilidades discursivas de los medios y estéticas convencionales. De ahí que sea el cuerpo, su continua exposición, la nueva coordenada expresiva: el espacio donde se condensa hoy —con mayor visibilidad e impacto social— el relato contestatario[28].»

El cuerpo se nos presenta así como depositario del miedo, pero la circunstancia paradójica que Jorge Peré señala —sin quererlo quizás— apunta a que es la propia exposición social del cuerpo —casi podría decirse que su propia existencia como cuerpo individual— el sitio en que se constituye ese miedo. En el texto de Peré puede verse con total desnudez cómo el discurso reaccionario abandona —al amparo de la «estética relacional», no lo olvidemos— la solidez de la obra, para instalarse en la flexibilidad del perfomance, en la liquidez de lo corpóreo, y así,

«al desplazar los contenidos políticos del objeto al cuerpo, se afecta sobre todo ese lenguaje cínico, armado de eufemismos, que modera el arbitraje cultural en la isla. Lo que antes figuraba como censura se advierte ahora como represión, abuso, violación de derechos cívicos. El arte político, en este caso, no desmonta, sino que desnuda la política misma[29].»

Y, podríamos acotar, funda la figura misma —que no su realidad— de la política autoritaria.

Bajo un régimen de verdad que prolifera a partir de sí mismo y de sus premisas auto-validadas, el discurso reaccionario cubano imagina al gobierno autoritario como causa del miedo y la represión a los que se ven sujetos los cuerpos, pero esa relación también actúa en sentido contrario: al hiperbolizar la condición del miedo y de la represión de los cuerpos —miedo y represión que no pueden tener sino un asidero real mínimo, en lo anecdótico o lo fabulado—, se establece la posibilidad de asentar la noción de autoritarismo en el propio Estado como régimen de verdad.

En ese sentido, lo político en el arte emergente cubano ha realizado una obra ejemplar. Su exposición de los cuerpos como avanzada que denuncia la existencia del totalitarismo, al estar desprovista de un movimiento de masas que lo sustente y legitime y de la crítica veraz de un totalitarismo realmente existente —en que el exterminio eugenésico esté socialmente organizado—, se convierte en la generadora discursiva de ese totalitarismo, erigiendo a su alrededor una maquinaria narrativa dedicada a elaborar percepciones e imágenes de lo «totalitario» y a fundar un discurso «antitotalitario», orientado a convertir toda situación de escasez, arbitrariedad, dogmatismo o mera ignorancia o incompetencia en la aplicación de las políticas del Estado en cualquier esfera o asunto —incluso toda manifestación, en lo subjetivo, de incongruencia con el medio, de infelicidad o insatisfacción o desorientación— en un síntoma de la existencia del presunto totalitarismo. Pero lo alucinante irrumpe en la escena discursiva cuando, ante la insuficiencia de la denuncia «antitotalitaria», la tríada autoritarismo-cuerpos-miedo se recicla como base de un concepto relativamente novedoso y estrafalario, emergido en los días lamentables de la huelga de hambre escenificada en San Isidro: la condición necropolítica.

***

¿Dónde emerge esa relación conceptual entre «necropolítica» y «gobierno cubano»? La más extensa de las recientes referencias puede encontrarse en un artículo de Edgar Ariel, «Vigilia feminista por San Isidro», publicado en Rialta Magazine el 26 de noviembre de 2020[30]. Aunque a primera vista resulte llamativo el uso indiscriminado —recordemos que discriminar significa diferenciar, distinguir— que hace el autor de lo “necropolítico”, no debe sorprendernos, dado el avance genealógico que los conceptos de autoritarismo, cuerpos y miedo venían desplegando desde meses antes, sobre todo en relación con Luis Manuel Otero Alcántara, Tania Bruguera y el movimiento de artistas emergentes.

Creo útil señalar un hecho editorial curioso. Meses antes de que saliera este texto, La Tizza, publicación digital de filiación comunista, compartía un ensayo del camerunés Achille Mbembe titulado Necropolítica[31], en que el pensador explica los elementos que lo han conducido a actualizar el concepto de «biopolítica», esbozado por Michel Foucault desde mediados del siglo pasado, para caracterizar una forma diferente de organización del tardocapitalismo. Por lo que parece prudente exponer con brevedad ese devenir conceptual.

En el curso impartido en 1978 en el Collège de France y posteriormente publicado con el título La «gubernamentalidad»[32], Foucault explica el devenir de los Estados europeos desde el Estado de justicia —propio del señor feudal como materialización de la Ley—, pasando por los Estados administrativos —característicos de las repúblicas mercantiles del norte italiano—, hacia un Estado moderno en que los mecanismos de «gubernamentalización de la vida»[33] alcanzan niveles cada vez mayores de perfeccionamiento en dispositivos internos al aparato estatal —la policía, las prisiones, los hospitales, los cementerios, etcétera. Es en la progresiva «gubernamentalización» donde Foucault localiza el nacimiento de la biopolítica y reconoce en ella «la forma en que, a partir del siglo XVIII, se han intentado racionalizar los problemas que planteaban a la práctica gubernamental fenómenos propios de un conjunto de seres vivos constituidos como población: salud, higiene, natalidad, longevidad, razas, etcétera»[34].

Será a partir de esa noción que Mbembe, a inicios del presente siglo y alrededor de sus reflexiones sobre la postcolonialidad africana, acuñe el término necropolítica, definida como:

«una suerte de contrabiopoder ligado, sin duda, al concepto de necrocapitalismo, tal y como lo entiende Sayak Valencia en su ensayo Capitalismo gore; es decir, al capitalismo contemporáneo, que organiza sus formas de acumulación de capital como un fin absoluto que prevalece por encima de cualquier otra lógica o metanarrativa[35].»

En Mbembe, la necropolítica es «el poder de dar vida o muerte del que disponen los dirigentes africanos sobre su pueblo»[36] y su devenir se sitúa en la terrible explotación desatada en el mundo colonial[37] o en la barbarie organizada por el Estado nazi[38]. Mbembe insiste en ejemplos prototípicos como el apartheid[39], pero pone un énfasis especial en la ocupación colonial de Palestina, la que caracteriza como «la forma más redonda de necropoder»[40]. En esa porción de mundo, el Estado de Israel genera la organización precisa del exterminio, la segregación del espacio y el ejercicio de una soberanía vertical implacable.

En cambio, el discurso reaccionario cubano se apropia del concepto de lo necropolítico enlazándolo con «formas» en las que el gobierno cubano actúa. Se establece entonces una clara equivalencia entre lo necropolítico y lo político gubernamental cubano.

Es de interés analizar la metáfora usada para relatar la situación en que se encontraban los huelguistas de San Isidro el 26 de noviembre del pasado año. Se toma la historia de Sivriada, una de las nueve islas Príncipes del Mar de Mármara, a la que a inicios del siglo XX el gobierno turco evacuó más de veinte mil perros luego de una limpieza realizada en Estambul. Los perros se devoraron entre sí, pues la isla no contaba con agua ni vida de ningún tipo que permitiera su hidratación y alimentación. Los aullidos de los animales en la noche atormentaron durante un tiempo a los estambulistas y se los recuerda como el símbolo del inicio de la aniquilación masiva de animales en el siglo XX.

¿Qué une a Sivriada con la sede del Movimiento San Isidro donde se protagonizó la huelga de hambre?

Sivriada, para los perros, era el ruedo de su muerte, su fin traumático, el espacio de su autodestrucción; para el gobierno turco se trataba de librarse de una plaga; pero para los estambulistas el aullido terrorífico era un sonido estridente en su conciencia, expresión de culpa por haber dado la venia silenciosa al exterminio.

«No puedo evitar pensar en San Isidro sin pensar en Sivriada. No puedo evitar pensar en San Isidro, sin pensar en la exclusión como un dispositivo necropolítico del Estado cubano»—escribe Edgar Ariel. No sería justo exigirle una literalidad ridícula al símil empleado. Podemos comprender el símil, pero ello solo en el orden ensimismado que el propio discurso reaccionario genera y que hemos expuesto hasta ahora. Los huelguistas de San Isidro podrían compararse con los perros de Sivriada solo si aceptáramos que fueron lanzados a la huelga de hambre por el gobierno cubano, para considerar lo cual habría que aceptar —sin pruebas ni argumentaciones de ningún tipo— que el gobierno cubano empuja a sus ciudadanos a la muerte, mediante la opresión, mediante la subyugación de los cuerpos.

La comparación de Sivriada con la sede del Movimiento San Isidro en los días de la huelga de hambre se sostiene solo en el interior del régimen de verdad que el discurso de la reacción genera. Este consiste en la negación de la Revolución cubana como proceso formador de un orden que se legitima a sí mismo en el apoyo del pueblo —y ese apoyo, obviamente, tiene su propia historia, sus propias condiciones de autogeneración y conflicto y una dinámica nada unívoca o linear, pero el discurso reaccionario ni siquiera se ocupa de objetivar ese apoyo en su reflexión— y que tiene como centro axiológico activo una idea de justicia social constitutiva de la “dignidad plena del hombre”, y es esa propia negación la que genera oposiciones residuales de diverso tipo. En ese régimen de verdad la Revolución se concibe como construcción de un orden autoritario y totalitario dirigido desde fuera o al margen de lo social por el Partido Comunista y que preserva el patrimonio particular de unos pocos; solo así quienes articulan ese discurso pueden permitirse interpretar esa intervención afirmativa o defensiva del Estado en términos de accionamiento de dispositivos de exclusión, censura y control sobre los cuerpos, que son caracterizados de manera persistente como «víctimas de aparatos de terror».

La crítica del uso del término «necropolítica» para caracterizar la política cubana no está orientada solo a mostrar la imprecisión de su uso, sino también a revelar la comprensión reaccionaria que debe tenerse de la Revolución para sostener dicho concepto.

Tan imbuido de su régimen de verdad está el discurso contrarrevolucionario cubano que a Ariel no le tiembla el pulso al decretar de un plumazo: «No caben dudas de que el Gobierno cubano es un Gobierno del terror». Consterna la ligereza de afirmación tan grave y no deja de asombrar —ni de irritar— que en ese discurso no pueda hallarse el más mínimo intento de conceptualizar el funcionamiento de esos presuntos aparatos del terror necrocrático característicos del gobierno cubano y que de la existencia sistémica y constitutiva de esos aparatos no existan más pruebas que inverificables anécdotas de interrogatorios[41], arrestos, actos de censura y huelgas de hambre de escasa credibilidad. Poner todo ese andamiaje conceptual y discursivo en función de una caracterización insustanciada, por anecdótica, de la presunta naturaleza necropolítica del gobierno cubano, de lo único que es prueba es de la falta de rigor intelectual de quienes apelan, como a una especie de mantra autoexculpatorio, a tal calificativo. Aun así, semejantes afirmaciones se suceden una tras otra con pasmosa tranquilidad y altisonancia: «El Gobierno cubano —continúa Ariel— es un Gobierno del terror necrocrático. Cada día que pasa, cada hora que pasa, cada segundo que pasa, lo confirma. Confirma que es un Gobierno que utiliza (fracasadas) opciones necropolíticas, arrogantes, patriarcales y totalitarias.»

Dread Scott (EE.UU., 1965). On the Impos

 

Dread Scott (EE.UU., 1965). On the Impossibility of Freedom in a Country Founded on Slavery and Genocide, Performance Still 1 (2014). Brooklyn Museum.

Observamos una tríada fundamental que subyace al núcleo de la maquinaria narrativa reaccionaria: autoritarismo-cuerpos-miedo. Su disposición emerge invariablemente con referencia a esos tres términos en relación circular —existe autoritarismo porque hay miedo y hay miedo porque el autoritarismo amenaza de exterminio a los cuerpos. Por ello, se necesita remitir el imaginario colectivo al Partido-Estado —y a la Revolución de la que emana y en cuyo nombre opera— como exterioridad organizada, secuestradora del pueblo que explota y oprime. Esa circunstancia de exterioridad es vital para sostener la noción de autoritarismo.

 

 

El término necrocrático —y otros asociados con él—, ya sea por su atractivo retórico, su alcance semántico o su arraigo postmoderno, se convierte así en la acusación última, en el resultado combinatorio de lo autoritario, la represión de los cuerpos y la capilaridad controladora del miedo.

«La necrocracia cubana se sustenta en el miedo. Tenemos mucho miedo. Dentro de la casa tenemos miedo. En la calle tenemos más. Poner el cuerpo en el espacio público, ya sea en vigilia, en huelga, en manifestación, significa luchar no solo por una emancipación práctica sino también discursiva y afectiva»—escribe Ariel, con insistencia casi encantatoria que tal vez traicione su falta de correspondencia con referente tan elusivo.

El campo relacional se mantiene inalterable: lo necrocrático es consustancial al miedo, lo público se estructura por el miedo y el miedo tiene por sitio el cuerpo, y los cuerpos que rechazan el miedo son sujetos de emancipación, en tanto forma reactiva de su-ser-objeto-de-muerte. También son claros los intentos de concatenar, desde esa perspectiva, todas las luchas posibles contra el Estado cubano: el necropoder no solo es represivo en relación con un segmento cada vez mayor —y a la vez cada vez más abstracto en su invisibilidad social— de la ciudadanía, sino que lo es además por su condición de Estado machista y es en esa postura «machista que entiende a los huelguistas como objetos (nunca como sujetos) sacrificiales; como cuerpos para la muerte»—postula Ariel.

La de necropolítico no es una acusación novedosa contra lo otrora dictatorial que ahora ha cedido espacio ante lo totalitario o autoritario. El uso de «lo necropolítico», en este caso, no busca describir una organización social estructurada para la territorialización de las subjetividades y el exterminio pormenorizado de los bolsones de resistencia en favor del crecimiento y la acumulación del capital. No, en este uso de lo necropolítico no hay relación genealógica o ideológica ninguna con las fuentes originales —Achille Mbembe, Michel Foucault, Giorgio Agamben y toda una serie de teóricos conceptual y biográficamente anclados en el campo referencial y la tradición del pensamiento emancipatorio de filiación comunista, marxista o no, o decididamente anti-capitalista—, sino apenas la apropiación, escolar y festinada, de un término política y filosóficamente atractivo (precisamente por no estar vinculado en forma alguna con el pensamiento reaccionario o prácticas políticas conservadores o de derecha) para nombrar la misma relación autoritarismo-cuerpos-miedo que identificamos como el régimen de verdad de la maquinaria narrativa de la reacción. En un paso arbitrario y desmesurado de su sistema conceptual, se apela a la noción de necropolítica sin novedad interpretativa alguna en su aplicación al “caso cubano”, ni intento alguno de dilucidar relaciones sociales distintas, con el solo objetivo o resultado de re-producir con una enorme fragilidad argumentativa un régimen de verdad demasiado cerrado y dogmático para poder aplicarse a toda la realidad social cubana.

Por lo que la siguiente conclusión de Ariel ya no sorprende: «Sabemos, de sobra [sic], que en Cuba se censura y restringe la libertad de expresión y manifestación. También sabemos, de sobra [sic], que esa censura es un buen detector de las derivas totalitarias del bio-necro-poder machista.» (Los subrayados son míos). El uso del término «bio-necro-poder machista» no solo denota falta de imaginación, sino que muestra la voluntad del discurso reaccionario de convertir al Gobierno/Estado/Partido/Revolución en el ente articulador de todas las opresiones —desde la situación política, económica y artística, hasta la violencia contra las mujeres y las niñas—, sin que, una vez más, dejen de brillar por su ausencia las razones que avalen esa perspectiva, ni deje de emerger la consigna antitotalitaria; por su explicación debemos esperar[42].

La fábula crece y sus hacedores dicen dominarla. El círculo sigue girando y la maquinaria narrativa asume la función de artefacto luminoso, de caleidoscopio magnífico. Solo necesita luz, espejos y objetos brillantes para generar la maravilla: en uno de sus pasajes, el texto de Edgar Ariel revela la relación sujetos opresivos–objetos oprimidos, pero insinúa otra —la verdadera, quizás— entre sujetos opresivos–sujetos sacrificiales: «Una postura machista que entiende a los huelguistas como objetos (nunca como sujetos) sacrificiales; como cuerpos para la muerte». Es recurrente la noción de que los sujetos opresivos usan instrumentos y aparatos humanos para ejercer su opresión. De ahí que quepa ampliar el binomio aludido en el trinomio sujetos opresivos–objetos generadores de sacrificio–sujetos sacrificiales.

Así culmina este sistema conceptual que se convierte a sí mismo en fábula: existe una clase política dominante —sujetos opresivos—que se beneficia del orden establecido y controla de forma exterior la opresión y el exterminio de los «aparatos del terror» partidista —objetos generadores del sacrificio— sobre los cuerpos y que no solo genera la capilaridad del miedo como ente estructurante del orden social, sino que también posibilita la emergencia de iniciativas de resistencia a ese orden negativo opresor —sujetos sacrificiales—, y estos son, para el discurso reaccionario cubano, los apóstoles de la cruzada anticomunista.

 

La fábula de los apóstoles

Después llamó a los doce, y comenzó a enviarlos de dos en dos; y les dio autoridad sobre los espíritus inmundos.

Marcos 6:7

Todo apóstol necesita un Cristo de quien recibir el llamado misionero, un redentor que justifique sus actos, un más allá que sublime el rumbo de sus decisiones, las traduzca en la paz de su conciencia y vehicule, en el sostenimiento de la fe, la salvación.

La presunta huelga de hambre que, en noviembre de 2020, protagonizaron miembros del Movimiento San Isidro llevó al paroxismo a determinadas líneas discursivas basadas en la apostolización de la obra de algunos de los miembros de dicho Movimiento y, en particular, de su figura más prominente: Luis Manuel Otero Alcántara. He analizado hasta aquí cómo las fábulas sobre lo político en el arte emergente cubano generan una verdad cerrada que emerge de sí misma y redunda en sí misma. Esa verdad necesita enviados que la transmitan, predicadores que, mediante el ejemplo de su vida y su palabra, den cuerpo y figura al apostolado anticomunista. ¿Qué imágenes procrea de sí mismo ese sacrificio? ¿Cómo surge y se articula con los sujetos que lo forman? ¿Qué noción del acto sacrificial defiende? ¿Hacia qué «más allá» remite su obra de sacrificio?

La formación de esos sujetos sacrificiales ocurre simultáneamente con la estructuración de esa relación que ya hemos enunciado entre sujetos opresivos–objetos de opresión. Pero no son, en este caso, los objetos de opresión las personas contra quienes va dirigida, sino la figura recurrente en el conjunto de los textos aquí analizados de «los aparatos de terror estatal» como meros instrumentos de «alguien más».

Así lo expone con claridad absoluta José Luis Aparicio: «El funcionario cultural cubano [se refiere al viceministro de cultura Fernando León Jacomino] no tiene libre albedrío, encarna la voluntad del sistema del cual es instrumento. Se hace la pregunta del autómata: ¿cuál de sus gestos en verdad le pertenece[43]?» Esta perspectiva es harto común en el esquema discursivo antiautoritario. La pregunta «¿quién manda en Cuba?»[44] no solo es del orden de lo hipotético, sino de lo afirmativo: el discurso disidente reaccionario niega de plano cualquier caracterización como democrático o siquiera participativo del sistema político cubano y afianza la idea de una clase política gobernante que no actúa sino a través de los aparatos represivos, a la cabeza de los cuales se encuentra el Partido Comunista. De ahí que los verdaderos sujetos opresivos para el discurso reaccionario no sean los funcionarios de los ministerios o las fuerzas de orden público, y que, en cambio, negando de plano la sinceridad que pudieran albergar esas personas en su defensa —acertada o contraproducente en sus manifestaciones concretas— de la Revolución y el socialismo, las perciban como herramientas de «alguien más». No son sujetos, son objetos de opresión —oprimidos cuya función y hasta destino trágico es oprimir—, meros instrumentos para la represión, víctimas ellos mismos de la opresión de otros, reprimen para no ser reprimidos — lo cual afianza la perspectiva de la capilaridad del miedo a la que ya nos hemos referido.

Así lo entiende Mónica Baró:

«En Cuba, en 1959, ocurrió una revolución popular, que muy pronto practicó una sustitución de opresiones. Ocurrió algo similar a lo descrito por Orwell en su novela de 1945 Rebelión en la granja: los cerdos que lideraron la rebelión acabaron yendo a vivir a la casa de los humanos y comiendo en la misma mesa en que los humanos comían, mientras el resto de los animales de la granja enfrentaba miseria y represión[45].»

Existió una Revolución real —dice—, pero alguien se apropió de ella: «En la granja Cuba, los principales militares y dirigentes fueron a vivir a las casas de la alta burguesía, mientras el pueblo… ustedes ya saben[46].» Mónica Baró no comete el error de algunos de sus colegas de idealizar el orden pre-revolucionario, de hablar de «retorno a la democracia», pero aun así desconoce el carácter liberador y el esfuerzo creador de la Revolución y la reduce a la obra de apropiación por una clase política que formó aparatos represivos para disfrutar en beneficio propio los recursos del país, lectura tan ficticia y reductora del proceso revolucionario que renuncia a toda pertinencia historiográfica. Afirma, además, que «la Seguridad del Estado fue nuestra Santa Inquisición y los disidentes y contrarrevolucionarios nuestros herejes», con lo que no solo desvirtúa la noción de herejía defendida por intelectuales revolucionarios, sino que identifica a la Seguridad del Estado como obra funesta y fundamental de la Revolución, pasando por alto así la enorme transformación de las realidades del país en todos los ámbitos y todos los sentidos posibles.

De ello resulta una complementariedad importante para el discurso de la reacción: es necesario negar la buena conciencia de los defensores y partidarios de la Revolución —en todo ámbito— y a la vez mostrar que ese tipo de actores puede ser producido solo mediante la coerción y el miedo, y que todo ese entramado puede surgir y mantenerse solo en respuesta a la voluntad de un ente superior: «los principales militares y dirigentes» que gobiernan el país.

Es en ese esquema conceptual devenido, mediante la reiteración, régimen de verdad, que se sitúa la resistencia de los apóstoles del anticomunismo. Será entonces a partir de esa relación sujetos opresivos-objetos de opresión que se explique el surgimiento de los sujetos sacrificiales, que no son más que las caras visibles de la contrarrevolución.

El discurso revolucionario tradicional ha negado siempre, de plano, cualquier grado de sinceridad en tales sujetos sacrificiales y ha reforzado la tesis de que son pagados por el imperialismo yanqui o alguno de sus satélites, y aunque esa tesis no deje de tener asideros en la realidad una y otra vez evidenciados —pues se ha documentado el financiamiento que, a lo largo de los años, han recibido los contrarrevolucionarios: desde la invasión por Girón, el pago a través de contratistas de la CIA a los así reclutados para la agitación interna, el sabotaje terrorista, hasta las facilidades de publicación para autores «rebeldes» o «disidentes»—, si nos introducimos en las líneas del discurso reaccionario observaremos que sus proponentes suprimen esa relación de financiamiento y, en cambio, anudan el surgimiento de prácticas de «resistencia y liberación» a la acción «estranguladora» del gobierno: «una vez más las prácticas liberadoras quedaban estranguladas por los límites bien marcados y, sobre todo, marcados de antemano, por un régimen autoritario»[47].

Ante este último juicio cabría la pregunta: ¿Si no hubiesen sido estranguladas, podrían calificarse de liberadoras? Creemos que no, porque el discurso de la contrarrevolución, en los exponentes que replica como sus «apóstoles», requiere invariablemente la condición de «lo represivo» para poder ser visibilizado y apostolizado. O sea, puede haber y de hecho hay en Cuba artistas, escritores, intelectuales… que reproducen las lógicas capitalistas del mercado del arte, la literatura o el mundo académico, que en su práctica niegan de plano la socialización revolucionaria y comunista del arte y la literatura, pero a quienes, a pesar de ser miembros de la reacción silenciosa, no les interesa articular o reproducir el discurso de disidente reaccionario o enemigo de la Revolución, pues para ser apóstol del anticomunismo es preciso oponerse públicamente a los «opresores».

En este punto ocurre un giro conceptual definitorio: la relación sujetos opresivos–objetos de opresión–sujetos sacrificiales se transforma en la relación sujetos opresivos–objetos generadores de sacrificio–sujetos sacrificiales. Porque la verdadera función que poseen para el discurso disidente reaccionario los «aparatos del terror necrocrático» es la de poder generar sujetos sacrificiales que justifiquen moralmente la oposición al socialismo y a la Revolución —parecerá redundante recordarlo, pero no lo es: no hay ni puede haber en Cuba contrarrevolución que no sea, también, reacción contra el socialismo y oposición visceral al comunismo— y descalificar el devenir revolucionario en tanto proceso de creación positivo animado por la idea rectora de lograr el máximo de justicia social posible —precisamente porque es ese máximo de justicia social lo que es posible siempre, con independencia de las circunstancias, y no el máximo de libertad posible. Surgen así los emblemas más reconocibles del nuevo apostolado: Tania Bruguera y Luis Manuel Otero Alcántara.

La aureola aristocrática de Bruguera, su condición de hija de revolucionarios, formada por la Revolución en una época en que la hegemonía revolucionaria no se enfrentaba todavía a ninguna contestación endógena digna de mayor análisis, egresada del Instituto Superior de Arte, intelectual, académica y, sobre todo, artista visible  tanto en Cuba como en otros países, la relegan a un segundo plano cuando de sacrificios se habla; se hace titular, sobre todo, cuando se trata de articular discursos, poéticas y prácticas institucionales o para-institucionales coherentes con sus propias premisas, sus propios medios y sus propios fines; para estas tareas Tania Bruguera sí posee el pedigree requerido.

En el caso de Luis Manuel Otero Alcántara, en cambio, las condiciones de su ascenso no estuvieron signadas por lo precario. Negro, pobre y marginal, Otero Alcántara encarna en sí mismo gran parte de las opresiones históricas del pueblo cubano y sobre su cabeza porta como estandarte la misión reaccionaria de mostrar que el socialismo cubano no ha sido en esencia diferente de los regímenes que lo antecedieron y que lo oprime a él por negro, por pobre, “por artista independiente” y por pensar diferente. Por ello Otero Alcántara es actualmente el príncipe del apostolado anticomunista y no creemos que para discernir lo reaccionario de su actividad artístico-política haya que cuestionar la sinceridad de sus creencias y sus actos.

A esa luz, es menester detenerse en la caracterización que de Otero Alcántara hacen varios de los textos ya citados u otros de la misma filiación: «Un niño pobre en un país periférico con ínfulas»[48] que «pone en crisis, desde que se arrastraba con su San Lázaro por las calles de La Habana, a la élite de artistas visuales que aún no ha entendido lo que significa activar los mecanismos de sentido crítico de una obra a través de la acción cívica real (…)[49]».

Podemos observar ahí dos puntos importantes: se echa mano de manera constante al recurso de resaltar sus muy humildes orígenes —el sesgo aristocrático de la contrarrevolución puede al fin redimir sus pecados originales y sus culpas en un baño de pueblo— y se pone el acento en la crisis que representa Otero Alcántara para el sistema artístico de la Isla habida cuenta de su voluntad de vehicular su actividad individual como modelo o paradigma del arte opositor en tanto movimiento colectivo —necesidad de colocar a toda la derecha cubana, reaccionaria y anticomunista, sobre sus hombros.

Esa crisis es fundamental para la actual narrativa reaccionaria. Con Otero Alcántara de ejemplo se intenta demostrar que los humildes en Cuba no tienen ya nada particular que deberle o agradecerle a la Revolución. Así lo alzan y lo ungen de todos lados[50]: ser negro y pobre, según la lógica eterna del «sistema opresor», lo predestina a ser un súbdito más, pero Otero Alcántara quiebra esa «lógica exacta» y demuestra que ya ni los humildes están necesariamente alineados con el proceso iniciado en 1959. He ahí su importancia capilar, he ahí el lugar que el discurso disidente reaccionario le concede.

Lo que caracteriza su sacrificio se manifiesta en los propios motivos de sus intervenciones artísticas —colocar réplicas hechas de material reciclado de esculturas que fueron retiradas por diversas razones es la «resistencia frente a las imposiciones—, frente a la marginación, frente a la desigualdad, frente al automatismo cotidiano, frente a la desidia, frente a la muerte[51]». Caminar con una Virgen de la Caridad enorme por toda Cuba se presenta como un reencuentro con el pasado, con lo religioso-popular. Todos sus performances son momentos de reencuentro con la nación histórica, de resemantización de lo nacional por el nuevo tipo de reacción que él encarna desde lo auténticamente popular, pero siempre en busca de zonas que lo conduzcan hacia el choque violento que transforma lo artístico en lo político. Y es en ese choque donde encontramos el ánima de su sacrificio. El choque es lo que en las artes plásticas podría llamarse el punto áureo: todo se subordina a ese choque, toda la carga de significados y reconstrucciones es relegada por él, por lo que podemos decir que es esa la razón última de su sacrificio.

Todo esto adquiere una dimensión granada y transparente durante los días de la huelga de hambre en San Isidro. Un texto de Anamelys Ramos pone sobre el papel la aspiración de la derecha, sus ansias de heroísmo, el miedo enorme que ocultan, no a los aparatos del terror que denuncian, sino al vacío que sienten en su lucha. Anamelys Ramos ofrece la visión apostólica de Otero Alcántara, la más imbuida de religiosidad, la más rodeada de misticismo popular: «Él es en sí mismo un delirio hermoso. Detrás de su envoltura vanidosa y eufórica, hay una vocación de servicio que nace de esa conexión profunda con la gente[52].» La reafirmación de su naturaleza anti-elitista, mezclada con su profundo arraigo popular en los espacios que cohabita, es constante.

Es clara la necesidad de mostrar que también hay un pueblo sensible y amable que quiere el fin del «orden de oprobio». Pero el pueblo aparece solo como una presencia fantasmática, es la anciana solitaria que le cede un abrazo, es el barrio en que se enclava simbólicamente, es una recurrencia elusiva: «Los ojos de Luis Manuel están llenos de más allá, una mezcla de visión indefinida, con un brillo y una tristeza mezclados. Él es como una fuerza de la naturaleza. No va a abandonar la huelga, él está listo para morir si es necesario[53].»

El pueblo así entendido es solo un vehículo o efecto dramático —en la práctica un extra— para escenificar el choque con el Poder e iniciar el círculo que hemos venido describiendo. El pueblo no es ni un medio o fin en sí mismo como destinatario final de las potencialidades emancipatorias de ese arte relacional. No lo es porque nunca lo ha sido en ninguno de los textos analizados. El pueblo es un lugar de tránsito necesario, un justificante de la acción cuyo fin es la ruptura con el poder, la relación físico-discursiva que deviene política y se convierte así en juicio contra lo necropolítico.

Si el pueblo fuera el fin, ¿no estarían Otero Alcántara y sus pares empeñados en acercarse al pueblo y organizarlo sin hacer de cada intervención artística un espectáculo en y para los medios a la espera, podría decirse que hasta gozosa, del acto de censura? ¿No dedicarían los medios reaccionarios más espacio a proyectos comunitarios populares que han mejorado la vida de las poblaciones en que se encuentran, incluso al margen de las instituciones estatales? ¿Por qué solo interesa el choque? ¿Por qué se insiste en la pornomiseria periodística? ¿Por qué se miente impunemente calificando al Estado cubano de necropolítico? El sacrificio es real, nadie tiene derecho a dudar de sus carencias y padecimientos, pero es puesto a disposición y en función solo de la maquinaria narrativa reaccionaria, del terrible círculo que comienza y termina en el pseudoapostolado, no del pueblo y de su lucha.

La derecha reaccionaria y anticomunista cubana está demasiado viciada por la propia orfandad histórica y la oquedad de sus preceptos para emprender una lucha de oposición diáfana con la que determinados segmentos o sectores del pueblo puedan identificarse. Está tan lejos del pueblo cubano como cerca de una Cuba mitificada. Aunque contra este texto se levanten anecdotarios de padecimientos represivos, de ejemplos de lo que se vive en «la calle», en el «diario», la distancia que nos aparta de la posibilidad de enunciar la existencia de una oposición autóctona, viable y pertinentemente crítica será enorme. Carlos Aníbal Alonso dice algo que no debemos pasar por alto:

«Cuba, antes que aquella comarca envilecida, cebada de consignas, arbitrariedades y veleidades nacionalistas [más bien, pudo haber dicho Aníbal, aquel país que, antes de protagonizar una revolución profundamente popular y emancipatoria, era un no-lugar del sistema imperialista estadounidense], es un lugar de enunciación, y es también —si nos ponemos exultantes— una inscripción, con sus mitologías, estigmas y supersticiones, desde donde imaginar y tratar de leer el mundo[54].»

Habría que acotarle al ensayista que, a ese lugar de enunciación disputado a diario, la estrechez imaginativa de la reacción cubana no tiene, en lo absoluto, nada novedoso que aportar.

***

De las fábulas de la nueva derecha cubana la única moraleja que podemos extraer es que sus prácticas discursivas están tan lejos del pueblo como lo está su modo de accionamiento político. La sincera necesidad de mentir emana del ansia extraviada de recuperar un país que ya no existe, de someter a una crítica a la vez genérica y abstracta a un orden cuya singularidad son incapaces de discernir porque viven aislados y voluntariamente enajenados de ese orden del que solo ven las machas que el conservadurismo que les nubla la vista les permite ver. Blasfeman contra la Revolución, pero no la viven en la riqueza de sus contradicciones y oportunidades inexploradas, solo viven sus escaseces, sus carencias, sus errores, y ello les basta para decir que ya lo han vivido y visto todo. Tildan de anquilosado y anacrónico el orden socialista y para corregir ese anquilosamiento y ese anacronismo proponen —¡delirio supremo! — la restauración del capitalismo y una democracia liberal, igualmente anacrónica y más anquilosada que nunca.

 

Mientras la bala no atraviese el cráneo de Tania Bruguera, ni el hormigón rodee el cuerpo sin vida de Otero Alcántara, o las descargas de fusil derriben la pose de la Baró, o los campos de concentración reduzcan a fertilizantes las «legiones de opositores», o el espacio social cubano sea reterritorializado de forma pormenorizada en la continua exclusión, acompañada de un planificado exterminio —a la usanza israelí—, el necropoder evocado seguirá siendo, como dice Carlos Aníbal Alonso, mera fábula.

Mientras la batalla que pretende dar el arte emergente pseudo-relacional sea deudora del modo de producción capitalístico y su lejanía del pueblo —de sus aspiraciones más tangibles y más apremiantes— sea tan definitoria como mal disimulada, el sacrificio apostólico será una extraordinaria invención discursiva, pero solo eso, nada más. Los revolucionarios y comunistas cubanos debemos tener conciencia de ello y seguir nuestro andar hereje por entre las fábulas caleidoscópicas de estos nuevos espectros del pasado.

Notas

[1] Jesús Acosta Martínez, “Interviú a Carlos Aníbal Alonso — Rialta en el pórtico de una biblioteca saqueada, inCUBAdora, 30 de octubre de 2020.

[2] Como se verá en mayor detalle más adelante, necropoder y necropolítica son términos acuñados por el filósofo camerunés Achille Mbembe, en relación genealógica directa con el concepto de biopolítica, introducido por Michel Foucault. Remitirían, ambos términos, al ejercicio de las prerrogativas que se atribuyen los poderes estatales y políticos para decidir sobre la vida y la muerte —en todas sus manifestaciones— de las personas sujetas a su jurisdicción.

[3] Véase, a ese propósito, Wendy Guerra, “Carta de Navidad para Carlos Manuel Álvarez, Rialta Magazine, 17 de diciembre de 2020.

[4] En sentido lato, estetización de la pobreza. Sobre el origen y la propagación del término pornomiseria, véase https://southasastateofmind.com/article/what-is-pornomiseria/.

[5] Aunque publicado entonces en Rialta, el ensayo aparece fechado como de marzo de 2015.

[6] La primera edición de la traducción al español, publicada por Adriana Hidalgo editora, data de 2006.

[7] Expresión que tomo de Jorge Peré, “Apuntes a lo político en el arte político emergente cubano”, Hypermedia Magazine, 12 de noviembre de 2020.

[8] Garcés, cit.

[9] Término que tomo de Félix Guattari y Suely Rolnik, Micropolítica. Cartografías del deseo, Tinta Limón, 2014. Guattari y Rolnik utilizan igualmente el término inconsciente maquínico.

[10] Nicolás Bourriaud, Estética relacional (Trad. Cecilia Berceyro y Sergio Delgado), Adriana Hidalgo editora, 2008 (segunda edición), p. 7.

[11] Ídem, p. 8.

[12] Peter Bürger, Teoría de la vanguardia (Trad. Jorge García), Barcelona, Ediciones Península, 2000 (tercera edición), p. 99.

[13] Bourriaud, cit., p. 119.

[14] «La estética relacional se inscribe en una tradición materialista. Ser ‘materialista’ no significa quedarse sólo en la pobreza de los hechos, y no implica tampoco esa estrechez de espíritu que consiste en leer las obras en términos puramente económicos. La tradición filosófica en la que se apoya esta estética relacional ha sido notablemente definida por Louis Althusser, en uno de sus últimos textos, como un ‘materialismo del encuentro’ o materialismo aleatorio. Este materialismo toma como punto de partida la contingencia del mundo que no tiene ni origen, ni sentido que le precede, ni Razón que le asigne un objetivo. Así, la esencia de la humanidad es puramente trans-individual, hecha por lazos que unen a los individuos entre sí en formas sociales que son siempre históricas: ‘la esencia humana es el conjunto de las relaciones sociales’ (Marx). No existe la posibilidad de un ‘fin de la historia’, ni un ‘fin del arte’, puesto que la parte se vuelve a comprometer permanentemente en función del contexto, es decir en función de los jugadores y del sistema que construyen o critican.» (Ídem, p. 18)

[15] «El hecho ecosófico consiste en una articulación ético-política entre el medio ambiente, lo social y la subjetividad. Se trata de reconstruir un territorio político perdido, destrozado por la violencia desterritorializante del ‘Capitalismo mundial integrado’ (…) [al tiempo que] la práctica ecosófica, centrada sobre las nociones de carácter global y de interdependencias, aspira a reconstruir esos territorios existenciales a partir de modos de funcionamiento de la subjetividad hasta aquí meticulosamente puestos en minoría.» (Ídem, pp.127-128). Es en ese contexto que cabe, como lo hace Bourriaud, citar a Guattari: “La época contemporánea, al exacerbar la producción de bienes materiales e inmateriales, en detrimento de la consistencia de los Territorios existenciales individuales y de grupo, ha engendrado un inmenso vacío en la subjetividad que tiende a devenir cada vez más absurda y sin recurso.” Cf. Félix Guattari, Las tres ecologías (Trad. José Vásquez Pérez y Umbelina Larraceleta), Valencia, Pre-Textos, 1996, p. 40.

[16] Anamelys Ramos, ‘Yo amo la institución’: sobre Luis Manuel Otero Alcántara, Rialta Magazine, 5 de marzo de 2020.

[17] Jesús Adonis Martínez, “Rialta en el pórtico de una biblioteca saqueada. Entrevista con el editor Carlos Aníbal Alonso”, El Estornudo, 29 de octubre de 2020.

[18] El concepto de campo de presencia se refiere a la agrupación de enunciados que el discurso adopta como «verdad admitida», tanto aquellos que son asimilados como asidero del desarrollo de la formación discursiva, como aquellos que son refutados, rechazados o excluidos. Véase Michel Foucault, La arqueología del saber (Trad. Aurelio Grazón del Camino), México, Siglo XXI Editores, 1979 (sexta edición), p. 93.

[19] Ramos, cit.

[20] María de Lourdes Meriño Fernández, “La noción de gusto estético en el intelectual revolucionario cubano”, Rialta Magazine, 10 de marzo de 2020.

[21] Aurora Carmenate Díaz, “No me hablen más de arte, Rialta Magazine, 13 de marzo de 2020.

[22] «La verdad es de este mundo; está producida aquí gracias a múltiples imposiciones. Tiene aquí efectos reglamentados de poder. Cada sociedad tiene su régimen de verdad, su ‘política general de la verdad’: es decir, los tipos de discursos que ella acoge y hace funcionar como verdaderos; los mecanismos y las instancias que permiten distinguir los enunciados verdaderos o falsos, la manera de sancionar unos y otros; las técnicas y los procedimientos que son valorizados para la obtención de la verdad; el estatuto de aquellos encargados de decir qué es lo que funciona como verdadero». Cf. «Vérité et pouvoir», entrevista con M. Fontana en L'Arc, 70, n° especial” en Michel Foucault, Estrategias de poder, Barcelona, Paidós Ibérica, 1999, pp. 41-55. El concepto de régimen de verdad nos parece adecuado para referirnos a todo el entramado de enunciaciones que el discurso mediático de la reacción cubana forma sobre sí mismo para comprender y reproducir, desde sus maquinarias narrativas, la historia, el devenir, la cotidianidad de la Revolución y de Cuba.

[23] Esta distinción de momentos es solo de carácter metodológico, ya que los tres elementos se implican y presuponen unos a otros.

[24] Mónica Baró, “La imaginación del miedo” , Rialta Magazine, 21 de julio de 2020.

[25] Meriño Fernández, cit.

[26] Baró, cit.

[27] Si el discurso disidente que alude a los órganos de terror no se ha dedicado a demostrar con ningún rigor la existencia de estos, intentar demostrar su inexistencia sería como demostrar la inexistencia de la ciguapa. Toda fábula inscribe su verdad en el ámbito de lo literario y no puede ser objeto de crítica sino en ese ámbito.

[28] Peré, cit.

[29] Ídem.

[30] Edgar Ariel, “Vigilia feminista por San Isidro, para que no exista otra Sivriada”, Rialta Magazine, 26 de noviembre de 2020.

[31] Achille Mbembe, “Necropolítica (I)”, La Tizza, 13 de julio de 2020, y “Necropolítica (II)”, La Tizza, 23 de julio de 2020.

[32] Michel Foucault, “ La «gubernamentalidad»”, en Estética, Ética y Hermenéutica (Introducción, traducción y edición a cargo de Ángel Gabilonodondo), Obras Esenciales, Vol. III, Barcelona, Paidós, 1999.

[33] «Por ‘gubernamentalidad’ entiendo el conjunto constituido por las instituciones, los procedimientos, análisis y reflexiones, los cálculos y las tácticas que permiten ejercer esta forma tan específica, tan compleja, de poder, que tiene como meta principal la población, como forma primordial de saber, la economía política, como instrumento técnico esencial, los dispositivos de seguridad. En segundo lugar, por ‘gubernamentalidad’ entiendo la tendencia, la línea de fuerza que, en todo Occidente, no ha dejado de conducir, desde hace muchísimo tiempo, hacia la preeminencia de ese tipo de poder que se puede llamar el ‘gobierno’ sobre todos los demás: soberanía, disciplina; lo que ha comportado, por una parte, el desarrollo de toda una serie de aparatos específicos de gobierno, y por otra, el desarrollo de toda una serie de saberes. Por último, creo que por ‘gubernamentalidad’ habría que entender el proceso o, más bien, el resultado del proceso por el que el Estado de justicia de la Edad Media, convertido en los siglos XV y XVI en Estado administrativo, se vio poco a poco ‘gubernamentalizado’.» Foucault, ídem, p. 195.

[34] Michel Foucault, Nacimiento de la biopolítica, en Estética, Ética y Hermenéutica, ed. cit., p. 209.

[35] Elisabeth Falomir Archambault, en su introducción a Achille Mbembe, Necropolítica seguido de Sobre el gobierno privado indirecto (Trad. y edición a cargo de Elisabeth Falomir Archambault), Editorial Melusina, 2011.

[36] Ídem.

[37] «Todo relato histórico sobre la emergencia del terror moderno debe tener en cuenta la esclavitud, que puede considerarse como una de las primeras manifestaciones de la experimentación biopolítica. En ciertos aspectos, la propia estructura del sistema de plantación y sus consecuencias traducen la figura emblemática y paradójica del estado de excepción.» (Ídem, p. 31)

[38] «(…) el Estado nazi se conceptúa como aquel que abrió la vía a una tremenda consolidación del derecho de matar, que culminó en el proyecto de la ‘solución final’. De esta forma, se convirtió en el arquetipo de una formación de poder que combinaba las características del Estado racista, el Estado mortífero y el Estado suicida.» (Ídem, p. 24)

[39] «Si las relaciones entre la vida y la muerte, las políticas de crueldad y los símbolos del sacrilegio son borrosas en el sistema de la plantación, resulta interesante constatar que es en las colonias y bajo el régimen del apartheid que hace su aparición un terror particular. La característica más original de esta formación de terror es la concatenación del biopoder, del estado de excepción y del estado de sitio. La raza es, de nuevo, determinante en este encadenamiento.» (Ídem, p. 35)

[40] «La forma más redonda del necropoder es la ocupación colonial de Palestina. Aquí, el Estado colonial basa su pretensión fundamental de soberanía y de legitimidad de la autoridad en su propio relato de la historia y la identidad. Este discurso está apoyado en la idea de que el Estado tiene un derecho divino a la existencia; este discurso entra en conflicto con otro por el mismo espacio sagrado. Como ambos discursos son incompatibles y ambas poblaciones están mezcladas de forma inextricable, cualquier demarcación del territorio sobre la base de la identidad pura es prácticamente imposible. Violencia y soberanía, en este caso, reivindican un fundamento divino: la cualidad de pueblo se encuentra forjada por la veneración de una deidad mítica, y la identidad nacional se concibe como identidad contra el Otro, contra.» (Ídem, p. 46)

[41] Baró, cit.

[42] Una de las principales acusaciones que tradicionalmente se han hecho contra los medios «oficiales» es su carácter propagandístico, y no podemos negar que una de las misiones de esos medios es hacer propaganda en favor de las ideas revolucionarias, pero la propaganda es una forma de comunicación válida y efectiva y, a la larga, no puede sustentarse —incluso como propaganda— sin un mínimo de asidero en las condiciones reales de existencia y en lo que esas condiciones vehiculen en términos de certezas y expectativas. Lo curioso es que ese giro discursivo hacia la necropolítica tenga tintes de mala propaganda y de burda ideologización de la teoría, esta vez no de parte de los medios «oficiales», sino de los presuntos baluartes de la prensa «independiente».

[43] José Luis Aparicio, “La impermanencia de un viento sordo: el MINCULT nos convida a responder con amor”, Rialta Magazine, 2 de febrero de 2021. Los subrayado son míos.

[44] Fabrizio González Neira, ¿Quién manda en Cuba?”, Rialta Magazine, 2 de diciembre de 2020.

[45] Baró, cit.

[46] Ídem.

[47] Ramos, cit.

[48] “Retrato colectivo de Luis Manuel Otero Alcántara: proclama por la libertad del artista”, Rialta Magazine, 9 de marzo de 2020.

[49] Meriño Fernández, cit.

[50] Cuando afirmo que es «alzado y ungido» no me refiero a una relación de exterioridad con respecto a Otero Alcántara y la “institución arte” que lo reproduce por una suerte de cinismo motivado, sino a las relaciones que sus intervenciones han trazado con esa institución y cómo han atravesado el umbral del desconocimiento hasta llegar a desempeñar un papel protagónico.

[51] Garcés, cit.

[52] Anamelys Ramos, “No podemos creerle al poder”, El Estornudo, 22 de noviembre de 2020. Los subrayados son míos.

[53] Ídem.

[54] Jesús Adonis Martínez, cit.

 

 

 

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El fin de los ausentes. Posdata crítica a una convulsión fabulada Raúl Escalona Abella

No halagues mi vanidad, busca mi fuerza,

que es la tuya. No quieras, con tu delicadeza,

que me traicione. No simules

que vas a creer en mi simulación.

No hagamos otro mundo de mentiras.

 

Vamos a hacer un mundo de verdad, con la verdad

partida como un pan terrible para todos.

 

Es lo que yo siento que cada día me exige,

implacablemente, la Revolución.

Cintio Vitier, «No me pidas», 1967.

 

Rolando Prats, Editor de Patrias. Actos y Letras —en conversaciones e intercambios informales entre esa plataforma y la revista digital La Tizza—, me ha propuesto abrir esta ventana reflexiva para subrayar, precisar y debatir algunas de las ideas de mi ensayo «La fábula de los apóstoles: necropoder y sacrificio en el discurso reaccionario cubano», publicado en La Tizza el pasado 9 de marzo. Ventana esta que, además de colocar en mayor claridad puntos indispensables, permitirá también polemizar con algunas de las lecturas y recepciones que generó el ensayo.

Someter a crítica el discurso reaccionario es una necesidad (re)afirmativa de la Revolución, porque a través de ese ejercicio crítico la condición revolucionaria se (re)actualiza en la polémica que le permite perfilar con trazos más claros al adversario ideológico —figura que puede coincidir o no con la del enemigo político, decisión que compete al propio enfrentamiento, más que a decisiones o gestos individuales, aislados— y reconfigurar su propio campo: el de la revolución como movimiento permanente hacia su definición mejor, su realización más plena por más justa. La sistematicidad de semejante crítica genera la posibilidad de un discurso revolucionario en la recurrencia a objetos, conceptos y modos de enunciación que anticipan la existencia de un campo de estrategias enunciativas[1]. Este campo complejo de prácticas discursivas posibilita la aparición de la crítica en determinados modos y tonalidades, hacia objetos específicos y en referencia a una serie de conceptos verificados[2].

La prolongación en el tiempo de la relación discurso revolucionario-discurso reaccionario genera la posibilidad de que los discursos así enfrentados se cierren sobre sí mismos y confundan coherencia o convicción con auto-enclaustramiento. Ello puede ocurrir, entre otros factores, si se abandona el vínculo real —entendido como lectura, análisis y refutación polémica de los mensajes respectivos— entre esos discursos. Una vez que se dejan de sostener intercambios con aquello que es objeto de crítica se comienza a operar mediante la mitificación: sobreviene la cristalización y los sujetos discursivos corren el riesgo de terminar operando con el material recibido por última vez antes de que la comprensión de «lo otro» se hiciera por completo ausente.

Surgen entonces guerrillas relámpago que tratan de incursionar en el territorio del oponente; misiones destinadas al sabotaje y a la actividad de inteligencia; pequeñas escuadras con blancos tácticamente delimitados y el objetivo de erosionar el transporte, las comunicaciones y la moral del adversario. El ensayo a que este texto le sirve de postdata era tan solo eso: una escuadra destinada a hostigar —metáfora militar que despersonaliza el enfrentamiento y privilegia la zona de fricción no de los cuerpos, sino de los principios, los valores y las ideas que animan a cada parte— elementos específicos del discurso reaccionario.

Claro está, semejante incursión corre un peligro fundamental: ser capturado por el enemigo. Una vez en su campo, rodeado de sus verdades, solo la constancia ético-política de la propia práctica y la preparación más rigurosa posible para sostener los propios dogmas permiten llevar a cabo la labor de crítica, nunca de forma «objetiva» —es decir, nunca axiológicamente neutra, lo cual es siempre o un imposible metodológico o un postulado deshonesto—, sino de manera militante, lo que no quiere decir a ciegas o haciendo oídos sordos a todo lo que no sea la música contagiosa del pensamiento propio.

En ese sentido, la labor de análisis de mi ensayo se centró en un conjunto de textos publicados en los medios digitales Rialta Magazine, El Estornudo y El Toque durante un período de casi un año —desde marzo de 2020 hasta febrero de 2021. Textos seleccionados por su alusión directa o tangencial a «lo político en el arte emergente» y a los enfrentamientos entre un sector de este último, acogido y validado por instituciones artísticas no oficiales y privadas, e instituciones y figuras del Estado y la historia, el discurso, la obra, los símbolos y el imaginario de la Revolución y, por extensión, de la historización revolucionaria de lo cubano. La respuesta a mi análisis fue una inabarcable ola de airadas críticas, objeciones, insultos injuriosos y rechazos viscerales en bloque, de los presupuestos y el discurso del ensayo; aunque también generó adhesiones, expresiones de acuerdo y complicidad, así como sugerencias constructivas. Esta vez incursionaremos en las principales objeciones recibidas, las que podemos agrupar en tres categorías fundamentales[3].

Primera objeción: Sí es legítimo hablar de la existencia de un Estado necropolítico en la Cuba revolucionaria si se consideran, por ejemplo, los fusilamientos ocurridos en los inicios de la Revolución, el funcionamiento de la Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP), entre 1965 y 1968, y las muertes provocadas en intentos de salida ilegal del país durante las crisis migratorias de los 90.

La primera respuesta que se le podría dar a esta objeción es que los textos que emplean el término «necropolítico» para caracterizar al Estado cubano ni siquiera se detienen a establecer ese tipo de relaciones, por lo que sería prudente comunicar esas acotaciones post-textuales a quienes han usado el término de forma exacerbada para «enriquecer» sus puntos de vista.

Lo segundo es que tampoco resulta válido —por la ausencia de toda correspondencia teórica y la impertinencia de cualquier, posible y forzada, analogía histórica— asimilar el concepto de necropolítica, tal como lo entiende y explica Achille Mbembe, a esas aplicaciones universales de la prerrogativa característica del soberano de ordenar la muerte por causas políticas o la ocurrencia accidental de esta en situaciones de enfrentamiento político. Si fuera así de simple la ecuación semántica —muerte + política = necropolítica—, la necropolítica existiría desde hace milenios y no haría falta una reflexión ardua y rigurosa como la de Mbembe para definirla, caracterizarla y situarla en su época, desde los albores del capitalismo hasta la etapa actual del capitalismo tardío, pasando por puntos paroxísticos como el nazismo y el apartheid. Matar en ejercicio de la política y en contextos de enfrentamiento político tan agudo que la política se convierte, quiéralo o no, en continuación de la guerra por otros medios, es siempre un hecho traumático y terrible, pero no es indicativo, per se, de la existencia de lo que Mbembe llama necropolítica.

Cuando Mbembe piensa en la necropolítica piensa en un modo de organización social que despoja de toda metanarrativa las formas de acumulación de capital y las establece en la práctica como un fin absoluto. Tal es el caso de los campos de concentración nazis, que eran enormes fábricas —parte de la historia que, la mayoría de las veces, Hollywood ha olvidado—, en las que era mínimo el costo de la reproducción de la vida de los judíos y donde la masacre organizada respondía al doble objetivo de exterminar a todo un grupo marcado para la muerte y extraer de ello —y de ellos— una ganancia neta.

No se puede hacer una reflexión pertinente sobre la necropolítica sin tomar en cuenta el fin que se propone esa forma de organización social. No es el mero regodeo cínico en el exterminio lo que anima la segregación, sino que detrás de ello hay toda una maquinaria económica en funcionamiento que necesita extraer, al menor costo posible, trabajo y ganancias de los cuerpos así subyugados, despojados de toda soberanía jurídica. Por lo que se precisa, además, de toda una narrativa de racialización y eugenesia que el capitalismo se ha encargado de articular desde sus inicios.

En un hercúleo jalón de pelos y sumido en una charca de extrañas increpaciones contra «La fábula de los apóstoles», el editor y crítico Michel Mendoza sentencia:

«La necropolítica y sus modalidades, para ser pensadas y dichas en Cuba, no tienen que desembocar, por más que lo reclame Escalona, en actos de exterminio masivos como los sucedidos en Europa contra los judíos, o en la Cambodia de los Khmer rojos[4].»

Todo ello para después afirmar que el ejemplo de las UMAP sí permite entender al Estado cubano como necropolítico. Mendoza desconoce así la necesidad de enlazar modo de producción capitalista–racialización–exterminio, relación que para Mbembe es indispensable:

El capitalismo tiene como función genética la producción de razas, que son clases al mismo tiempo. La raza no es solamente un suplemento del capitalismo, sino algo inscrito en su desarrollo genético. En el periodo primitivo del capitalismo, que va desde el siglo XV hasta la Revolución Industrial, la esclavización de negros constituyó el mayor ejemplo de la trabazón entre la clase y la raza[5].

Y, más adelante, agrega:

La «necropolítica» está en conexión con el concepto de «necroeconomía». Hablamos de necroeconomía en el sentido de que una de las funciones del capitalismo actual es producir a gran escala una población superflua. Una población que el capitalismo ya no tiene necesidad de explotar, pero que hay que gestionar de algún modo. Una manera de disponer de estos excedentes de población es exponerlos a todo tipo de peligros y riesgos, a menudo mortales. Otra técnica consistiría en aislarlos y encerrarlos en zonas de control. Es la práctica de la «zonificación»[6].

En ese sentido, la nefasta experiencia de las UMAP es impertinente como ejemplo de «necropolítica», pues los fines de las UMAP —al margen de los sufrimientos y traumas específicos a que dieron lugar— emanaban de una deformada interpretación del socialismo como orden de extremo disciplinamiento que debía combatir toda manifestación, por poco antagónica o poco peligrosa que resultara, del orden burgués derrocado —es decir, del pasado que no dejaba de rondar a una Revolución en relación agónica con la enormidad de su tarea y la precariedad de sus medios—, y con el que se asociaban la homosexualidad, las creencias religiosas, la vagancia, ciertos gustos estéticos considerados decadentes, etcétera.

Las UMAP obedecen a una voluntad «reeducadora» que, en esa época —y no solo en Cuba—, consideraba y declaraba a la homosexualidad como una patología que, como tal, podía y debía ser corregida. Además, en el contexto del llamado a filas en el Servicio Militar Obligatorio, para el que era inaceptable que homosexuales y religiosos se «mezclaran» con el resto de los jóvenes, las UMAP se concebían y se validaban como solución que permitía a todos participar del servicio militar y la producción. Además de satisfacer determinadas necesidades productivas, el objetivo de aquellas lamentables y celebérrimas granjas era corregir mediante el trabajo agrícola, la disciplina militar y los rigores físicos, lo que se consideraba «desviaciones» y «patologías». El propósito, por erradas que fuesen sus premisas e ilusorias sus expectativas, era de algún modo curar —no matar—, reincorporar a la sociedad y no exterminar eugenésicamente. Consideramos acertada la valoración que hace el poeta, ensayista y narrador Guillermo Rodríguez Rivera:

«Las UMAP eran represivas porque estaban aislando a un grupo de personas y se pretendía transformar su modo de ser, sin conocer en verdad sus fundamentos: [esos comportamientos] se atribuyen a ‘la mala formación e influencia del medio’[7].»

En la apreciación de Rodríguez Rivera se resalta que la fundamentación errónea —y traumática para quienes se convirtieron en blanco de aquellas consideraciones y medidas— que animaba a las UMAP radicaba en la expectativa de un cambio del modo de ser del individuo, en su disciplinamiento correctivo, salvador. Se trató de una práctica asistencialista disciplinaria que fue abandonada tres años después de iniciada —elemento histórico que sus evocadores olvidan casi siempre. Pero, como ya se ha apuntado, no se podría sostener que esa práctica haya respondido a una voluntad de exterminio a través del trabajo.

Segunda objeción: El texto contiene pasajes grotescos que instigan a la violencia.

Semejante reproche no puede comprenderse sino como crítica del uso del lenguaje en mi ensayo. No creo pertinente hacer en esta ocasión una larga disquisición o recitación sobre la polifonía no solo de todo enunciado, sino también de su comprensión e interpretación a partir, en ambos casos —el de la formulación retórica concretas del enunciado y el de su comprensión e interpretación— de valoraciones definidas y de sus presupuestos y criterios políticos y sociales. Pero sí puedo permitirme un huelga decir que es, no solo incierto, sino además política y éticamente imposible que el texto de marras haya instigado a la violencia.

El discurso reaccionario puede describirse solo si lo colocamos en relación con determinados momentos de la Revolución de 1959 y no a la Revolución en sí o una asimilación más amplia de los acontecimientos de su historia, porque uno de los fenómenos que observamos es que la elección de la Revolución como objeto fundamental de análisis e interpretación —o tal vez solo de interpretación, sin mediación analítica ninguna— no estará caracterizada por la elucidación de un devenir específico o una visión general, sino por la elección de acontecimientos puntuales y su reconstrucción retrospectiva.

Dread Scott (EE.UU., 1965). On the Impos

 

Dread Scott (EE.UU., 1965). On the Impossibility of Freedom in a Country Founded on Slavery and Genocide, Performance Still 5 (2014). dreadscott.net.

 

 

En todo caso, en «La fábula…» no tiene lugar a ese respecto otra cosa que la realización textual de las propias imágenes —visuales y performativas— a través de las cuales se vehiculan los propios actos y gestos artísticos o periodísticos a que se refiere, en pie de igualdad simbólica, el pasaje en cuestión. Citémoslo de nuevo:

«Mientras la bala no atraviese el cráneo de Tania Bruguera, ni el hormigón rodee el cuerpo sin vida de Otero Alcántara, o las descargas de fusil derriben la pose de la Baró, o los campos de concentración reduzcan a fertilizantes las ‘legiones de opositores’, o el espacio social cubano sea reterritorializado de forma pormenorizada en la continua exclusión, acompañada de un planificado exterminio —a la usanza israelí—, el necropoder evocado seguirá siendo, como dice Carlos Aníbal Alonso, mera fábula.»

Esto es, mientras no se hagan realidad las incitaciones, bien explícitas, a la idea misma de que es evidente que en Cuba se puede ser, y de algún modo se es ya, víctima de semejante violencia, la que imagina el performance de Tania Bruguera, la huelga de hambre de Alcántara y la ensoñación de «la Baró», entonces el acto de violencia propiamente dicho —lo simbólico, per se, puede tener efectos en lo real tan tangibles como lo simbolizado— encuentra su morada en la denuncia infundada —y en su escenificación o realización simbólica— de una violencia que no existe. ¿Acaso no es transparentemente obvio, en el texto, que no solo me abstengo de incitar a ese tipo de violencia, sino que el hecho de que no exista esa violencia —institucional e institucionalizada, sistemática e indiscriminada— es el fundamento ético y el horizonte axiológico que sostienen y enmarcan mis reflexiones? ¿Acaso no es absolutamente obvio que, en este caso, mientras quiere decir a no ser que? ¿Por qué tanta deshonestidad intelectual y tanto oportunismo político? Al parecer, porque así se puede no solo distorsionar lo que digo, sino también convertirlo en su contrario.

En efecto, nos vemos inmersos en un momento de violencia simbólica, pero es la violencia que se refleja en el espejo en el que se miran quienes proclaman su muerte en vida. Se lleva la metáfora a su propio límite en el lenguaje y se la despierta de su adormecida inactividad performática. Reaparecen así en lo textual, desmentidas en su propia enunciación por la irrealidad fatal de lo que insinúan. Si esas imágenes causaron pavor en algunos —con honestidad o no— no es porque las haya creado o intensificado yo, sino porque tal vez hasta quienes las convierten en expresión y sustancia de su arte —y quienes se identifican con esas discursividades y esas prácticas— se hayan dado cuenta, por fin, y se hayan aterrorizado de la propia violencia de sus gestos, de su imaginario político, de toda esa auto-victimización a tal grado impostada que, cuando se la desnuda en sus consecuencias ausentes, a quien causa pavor es, en efecto, a quien solo puede imaginar —y tratar de explotar— su condición de víctima porque, precisamente, no lo es.

Es un contrasentido que Tania Bruguera se apunte —se pueda apuntar— a la cabeza con un revólver y que, luego, ni siquiera se pueda hablar de ello en un intento por territorializar el gesto en sus premisas estéticas y sus connotaciones políticas, o se convierta en una falta de conducta consumar, desde un plano simbólico, el acto que semejante gesto enuncia. Es un contrasentido que se me acuse de instigar el odio contra Alcántara cuando él mismo se quiso condenar a muerte por inanición. Es un contrasentido que Mónica Baró diga —en tono tan altisonante e histérico que estaría tentado a calificarlo de pueril si no fuese tan demagógico—  que en sueños se imagina aterrada de pie frente al juicio irrecusable de los fusiles —portados por hombres siempre— y que soy yo un «machista irrespetuoso» por el mero hecho de extender —con el solo fin de hacer visibles sus consecuencias políticas— su tan poco sutil metáfora.

Tercera objeción: Resulta inadmisible agrupar —como se dice que he hecho— todas esas formas de oposición al gobierno en un encorsetado discurso reaccionario.

A falta de espacio y de tiempo aquí y ahora, a los fines más puntuales y modestos de esta postdata, para una sistematización más exhaustiva y reposada que sería, además, imposible sin analizar un período más largo de tiempo y una muestra más amplia de artículos de prensa, ensayos, crónicas, relatos, novelas, discursos, declaraciones, organizaciones políticas, acciones de grupo, mensajes de medios de comunicación (impresos, digitales, radiales y televisivos) y hasta textos poéticos…, me limitaré  a responder a esa objeción a la luz del conjunto de textos que me sirvieron de fuente documental y referencial para el análisis.

Para poder enunciar la existencia de un discurso reaccionario, primero hay que explicitar en qué términos se lo comprende. Parto de la manera en que lo hace Michel Foucault. Para este, el discurso es un haz complejo de relaciones que se establece entre objeto(s), conceptos, modalidades de enunciación y estrategias de enunciación[8].

El discurso reaccionario puede describirse solo si lo colocamos en relación con determinados momentos de la Revolución de 1959 en tanto objeto fundamental de sus referencias, del que se desgajan un conjunto de objetos más específicos. Es menester subrayar la referencia a momentos de la Revolución de 1959 y no a la Revolución en sí o una asimilación más amplia de los acontecimientos de su historia, porque uno de los fenómenos que observamos durante el análisis del ensayo es que la elección de la Revolución como objeto fundamental de análisis e interpretación —o tal vez solo de interpretación, sin mediación analítica ninguna— no estará caracterizada por la elucidación de un devenir específico o una visión general, sino por la elección de acontecimientos puntuales y su reconstrucción retrospectiva. En esa relación de momentos que son objeto del discurso reaccionario figuran los fusilados por la justicia revolucionaria, las UMAP, el caso Padilla, el «quinquenio gris», el éxodo por el Mariel, los actos de repudio de los 80, la visión decadentista de la crisis de los 90, las muertes tras el secuestro del remolcador «13 de marzo» y los sucesos asociados al MSI y el llamado 27N.

Al relacionarse con ese conjunto de objetos discursivos en que se convierten determinados momentos de la Revolución de 1959, vemos formarse maneras específicas de producción del discurso que atraviesan buena parte de los textos analizados en «La fábula…» y que podemos definir a partir del sujeto que ejerce la palabra. Si no se quiere caer en ninguna trampa psicolingüística —y, de paso, regodearnos en la caída—, debemos acompañar el análisis del sujeto estructural que ejerce la palabra con un sólido análisis clasista[9]. A ese efecto cabría aquí también un análisis de los ámbitos institucionales desde los que se elabora el discurso —organizaciones, medios de comunicación, roles sociales, etcétera—, así como las posiciones explícitas del sujeto con respecto al objeto de su discurso.

No solo la percepción inmediata del estilo individual de su autor nos abre a la posibilidad de describir el sesgo político y los presupuestos ideológicos y conceptuales —siempre mezclados para todo el mundo—  de cualquier discurso específico, sino que, como la muestra seleccionada indica, se observan recurrencias en los sujetos que hablan —intelectuales, entendidos en sentido liberal, periodistas con una arraigada ideología profesional deudora del más clásico liberalismo, artistas que abogan por una liberalización del mercado del arte, etcétera—. La posición de sujeto que se manifiesta con más claridad en el conjunto de autores analizados se caracteriza por el marcado posicionamiento exterior —desde fuera— a la hora de referir, analizar y someter a crítica el objeto-Revolución aludido.

O sea, para empezar, la crítica se realiza desde la negación axiológica del objeto que se somete a crítica: la Revolución y los conceptos o imágenes que se emplean para nombrarla o caracterizarla adquieren y se dotan, ipso facto, de una connotación negativa; la Revolución, sus encarnaciones, representaciones o símbolos son siempre un factor afectivamente exterior y ajeno, hostil, de cuya realidad el sujeto constituido que la evalúa no se siente participante. Este último es otro elemento que nos permite discernir la existencia de un discurso reaccionario.

Así, fue posible observar con mayor claridad que en los textos analizados se tejía una red de conceptos articulada alrededor de la tríada autoritarismo-cuerpos-miedo, cuyas relaciones de dependencia, cuyo orden de aparición y su siempre recíproca referencialidad, permiten establecer, a través de dicha red, una fuerte determinación como sistema conceptual más atractivo sobre el cual el discurso reaccionario tiene como eje sus actuales modos de producción.

En ese devenir reaccionario se ha forjado un amplio conjunto de diversas y tupidas relaciones conceptuales —comunismo, dictadura comunista, nacionalismo comunista, totalitarismo, autoritarismo, castrismo, régimen represivo, etcétera— que hallan maneras de articularse mediante estilos específicos —según múltiples géneros discursivos que van del habla cotidiana a la literatura, de las artes plásticas y visuales a la investigación académica, del periodismo a la especulación teórica, del gesto individual al activismo. La búsqueda de un modo específico de reescritura de la memoria, así como el desarrollo de un sistema conceptual propio y que se interpreta y reinterpreta de forma constante, puede ser indicativa —cosa que estudios más rigurosos y sistemáticos deberán revelar— de la existencia de determinados discursos.

Revelamos, pues, la existencia de un tipo específico de relación con lo que podríamos denominar gobierno/Estado/Revolución que, del rumor silencioso de los innumerables acontecimientos de la historia, separa, extrae y reivindica un conjunto de hechos, coyunturas y acontecimientos específicos que erige como monumentos de su pasado y re-denomina y re-articula discursiva y conceptualmente como objetos a la vez finitos y paradigmáticos con ayuda de los cuales, desde posiciones coincidentes, determinados sujetos y ámbitos institucionales van a formar campos de conceptualización descriptiva de esos objetos, a los que trata de otorgarles una explicación de su existencia, así como una narrativa histórica. Esa relación sostenida entre objetos —momentos de la Revolución de 1959—, formas —estilos— y conceptos —régimen de verdad— genera estrategias que, por medio de relaciones de equivalencia, incompatibilidad y sistematización, hacen aparecer los temas de la reacción —pobreza y decadencia, absoluta falta de libertad de pensamiento, expresión, circulación y asociación, ilegitimidad de un sistema político que ni es democrático ni ha sido «electo», escasez, represión, dogmatismo, mediocridad de toda expresión «oficial» de la cultura, etcétera—, y cada tema, por acumulación y reiteración, así como por medio de un conjunto de relaciones que se inscriben en un campo de prácticas no discursivas —de las que depende en última instancia—, irá configurando un modo de producirse. Ese haz de relaciones es el que nos lleva a presuponer el posible desenvolvimiento de un modo de ejercicio discursivo que denominamos discurso reaccionario.

 

Es clara la necesidad de mostrar que también hay un pueblo sensible y amable que quiere el fin del «orden de oprobio». Pero el pueblo aparece solo como una presencia fantasmática, un vehículo o efecto dramático —en la práctica un extra— para escenificar el choque con el Poder, no  un medio o fin en sí mismo como destinatario final de las potencialidades emancipatorias del arte relacional.

Dread Scott (EE.UU., 1965). On the Impos

 

Dread Scott (EE.UU., 1965). On the Impossibility of Freedom in a Country Founded on Slavery and Genocide, Performance Still 8 (2014). dreadscott.net.

De ahí que en «La fábula…» se haya sostenido, en última instancia, la tesis de que la crítica del uso del término «necropolítica» para caracterizar la política cubana no está orientada solo a mostrar la imprecisión de su uso, sino también a revelar la comprensión reaccionaria que debe tenerse de la Revolución para sostener dicho concepto.

Con ese planteamiento no solo se hace la crítica del uso específico de un término, sino que se revela la estructura conceptual de un discurso que, además de generar interpretaciones «actuales» de fenómenos que le son sincrónicos, debe elaborar —no al momento, sino insertándose en el modo de producción de una formación discursiva— toda una comprensión diacrónica del fenómeno al que se está enfrentando para resituarlo en las posiciones «orgánicas» a su denuncia inmediata. El uso de lo necropolítico puede entenderse como un síntoma de una forma de organización discursiva y material de la oposición que denominamos discurso reaccionario y una de cuyas características —«La fábula…» se la atribuye como condición de su existencia— consiste en trazar una comprensión del «lugar-nación».

El discurso reaccionario[10] —conclusión general de los análisis textuales realizados— no puede entenderse como una crítica, desde «la oposición», a las deficiencias o errores de la forma de gobierno específica que impera hoy en Cuba —es decir, la forma diferente en que la Revolución se ha organizado y materializado como Estado en determinado momento de su historia—, sino que, en la perspectiva reaccionaria, hemos detectado la relación de base entre una denuncia “actual” de esa forma-Estado específica y una comprensión de la historia de la Revolución. O sea, el discurso reaccionario se vuelve actual solo cuando articula un acontecimiento inmediato con su forma de explicar la Revolución; y un acontecimiento inmediato engrana con el discurso reaccionario solo cuando la explicación que brinda de su materialidad y ocurrencia se integra en la comprensión reaccionaria de la Revolución, haciendo que prolifere dicha interpretación. Por lo que los textos aquí analizados no solo revelan usos conceptuales específicos —necropolítica, autoritarismo, totalitarismo, política cultural fascista—, sino que a través de ese uso revelan un modo específico de historizar la Revolución y explicarse las manifestaciones de oposición inmediatas, «actuales». Es en ese sentido que englobamos la producción discursiva bajo el término, a la vez convencional e inusitado en el ámbito revolucionario cubano, de discurso reaccionario.

No estamos hablando de un monolito de expresiones, con un inicio y un fin atado a la palabra, sino que nos encontramos ante una constelación de conceptos y formas de enunciar que se van acercando y alejando al explicar unos objetos determinados mediante enfrentamientos entre sí y con un afuera. Tal es el caso del uso del término «necropolítica» como concepto para caracterizar la política del Estado cubano. No es casual la relación que se establece con otros conceptos —autoritarismo, cuerpos y miedo. La inserción en una tradición de usos conceptuales que se tratan como perogrulladas constituye la manifestación discursiva de un determinado régimen de verdad.

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Coda. La ausencia de análisis directos del campo de la reacción que posibiliten su refutación desde sus propios presupuestos nos aleja de su manera de comprender la Patria, la nación, la historia, etcétera, e impide vislumbrar con claridad sus interpretaciones de lo actual. Es cierto que esa distancia refuerza para nosotros las nociones que tenemos de tales conceptos, pero al prolongarse y mantenerse como práctica genera estancamientos evitables, y aprisiona nuestra visión del contrario en la imagen gris de un daguerrotipo.

El dinamismo, el color y la complejidad de la realidad están ausentes del daguerrotipo. El daguerrotipo es útil porque captura un momento de esa realidad y la enmarca en una eternidad misteriosa; se hace necesario para la reanimación del pasado, como huella que no podemos obviar; pero es peligroso conformarse todo el tiempo con las ausencias que sustentan esa imagen detenida, simplificada, y que a la vez la propia imagen hace visibles. No podemos elaborar una respuesta efectiva si nos limitamos a observar la fijeza de una imagen gris. Es necesario sostener la vista de quienes nos increpan, observar sus movimientos, sus tonalidades y las redes que tejen a su alrededor.

No estamos ante un llamado al intercambio amistoso o solidario, ni a abrazar los dogmas de la reacción, sino a extender esa voz que Silvio Rodríguez enuncia como «la necedad de asumir al enemigo»; y esa asunción debe hacerse desde un sólido dogma revolucionario[11], pero, por paradójico que parezca, dispondremos de ese dogma solo si este emerge del enfrentamiento crítico y militante con aquel a quien se haya reconocido como enemigo irreconciliable o adversario con quien todavía, en la acción política concreta más que en la discusión teórica o el intercambio civil, pero a menudo solo formal, de variaciones enemistadas sobre un mismo tema, se pueda tratar de hacer inclinar la balanza en favor, no del dogma, sino de los momentos de refundación de la esperanza que este lleva inscritos en su genética revolucionaria.

Notas

[1] Tomo estos elementos metodológicos de la noción de formación discursiva que brinda Michel Foucault en su extenso ensayo de 1969 La arqueología del saber. Véase Michel Foucault, La arqueología del saber, Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 1979.

[2] Hacemos uso de «verificado» en el sentido de convertidos en «verdad» (veritas).

[3] Parto para este análisis, fundamentalmente, de tres textos: Carlos Aníbal Alonso, «Postales de la necropatria», El Estornudo, 12 de marzo de 2021; Michel Mendoza, «Respuesta a Raúl Escalona Abella/La fábula de los apóstoles: necropoder y sacrificio en el discurso reaccionario cubano», inCUBAdora, 14 de marzo de 2021, y Rafael Rojas, «El debate sobre necropolítica en América Latina», La Razón, 13 de marzo de 2021.

[4] Michel Mendoza, cit.

[5] Amarela Varela et al, «Achille Mbembe: Cuando el poder brutaliza el cuerpo, la resistencia asume una forma visceral» entrevista a Achille Mbembe, El Diario, 17 de junio de 2016.

[6] Ídem.

[7] Guillermo Rodríguez Rivera, Decirlo Todo. Políticas culturales (en la Revolución cubana), La Habana, Ediciones Ojalá, 2017, p. 127.

[8] Michel Foucault, La arqueología del saber, cit.

[9] No se trata de determinar las características específicas del individuo que ejerce la palabra, ni siquiera de darse a un análisis psicoanalítico del individuo, sino que la pregunta ¿Quién habla?, lanzada por Foucault en La arqueología del saber, está dirigida al sujeto estructuralmente formado como emisor del discurso.

[10] En este sentido, hablar desde el discurso reaccionario no es disentir.

[11] Utilizo el término dogma revolucionario en el mismo sentido que en el ensayo «Revolución y herejía: destellos en una lluvia de cenizas», La Tizza, 19 de enero de 2021.

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¿Qué es lo reaccionario? Sujetos, discursos, intersecciones (Carta de Iramís Rosique a Raúl Escalona Abella)

 

La Habana, 14 de abril de 2021

Querido Raúl:

He estado pensando en esa cuestión de un discurso reaccionario en Cuba, y la tarea de identificar ese discurso no es nada sencilla. Al menos caracterizarlo, bordearlo, delimitarlo, verlo por arriba y por abajo, separarlo de toda la alharaca en la que se confunde, se mezcla y se presta a engañar. Un primer paso sería, creo, la búsqueda del sujeto emisor por excelencia de ese discurso; el sujeto que los construye y reconstruye constantemente, en mi criterio siempre como contestación a un discurso otro que podríamos entender como revolucionario y que legitima o prefigura las prácticas históricas y políticas que aterran al sujeto reaccionario.

Antes de adentrarme en esta cuestión, creo que sería oportuno emboscar otros dos conceptos que hemos manejado tú y yo en conversaciones con respecto a este tema, los conceptos de «disidente» y «renegado» que también son muy útiles para delinear el campo político. Me comentabas la definición de Guillermo Rodríguez Rivera sobre la disidencia: «el disidente es quien abjura de lo que abrazó en su momento». Yo tengo que discrepar con esa idea, que termina por fundir dos categorías que son más útiles para el análisis político de estar distinguidas la una de la otra. La idea de Rivera se ajusta a lo que desde siempre hemos entendido como un renegado. Ese que fue y ya no es, y que posee una identidad negativa, más empeñada en negar y expiar lo que fue, que en lucir su nueva bisutería. Aunque claro que la apostasía se puede llevar con grados muy variables de decoro. Por otro lado, no hago aquí una apología a la dogmática; las personas tienen derecho a cambiar de credo. Lo que pasa es que el renegado no es simplemente un «rectificador». No es solo alguien a quien se le revela un error, lo corrige y sigue adelante. El renegado vive con culpa su anterior pertenencia y busca siempre, con distintos grados de intensidad —y de decoro, insisto—, expiar esa «culpa». Esto por supuesto ha colocado a más de un ex-algo en los límites de la ridiculez y la estulticia —estoy pensando ahora la histeria insoportable de los excomunistas, que cogen tanto impulso para salir de la izquierda que terminan apoyando a Trump o a Abascal y leyendo a Milei y a Huerta de Soto. Y es que el renegado siente muchas veces la necesidad de compensar para «ganarse» la pertenencia al nuevo campo. De todo se ha visto. En el caso particular de la Revolución cubana, las fuentes de la apostasía pueden ser muchas: desde las vanidades del sujeto en cuestión hasta las incomprensiones y decepciones siempre probables en el camino de la militancia. En cualquier caso, «renegado» es una categoría que atiende a la trayectoria de los individuos, y que no identifico con «disidente».

En cuanto al disidente, no lo diluiría en el campo de la reacción. Claro que en el «uso común» del término, en Cuba, cuando decimos disidente pensamos en contrarrevolucionario. Creo que esa es una trampa, una que debemos superar. Sabes que tengo un foco delirante con los marxistas «incómodos» de las sociedades realsocialistas de Europa del Este. En el caso cubano suele ser fácil —o eso parece— ecualizar la contrarrevolución con la disidencia; eso tiene que ver también con las características específicas de la Revolución cubana. Pero cuando leemos a los alumnos del Lukács de 1956 o a lo marxistas de la revista Praxis o a Rudolf Bahro, no podemos, con tanta ligereza, acusarlos de contrarrevolucionarios, de reaccionarios. Entonces para mí aquí se plantea la distinción que hace Fernando Martínez Heredia entre el poder y el proyecto de la que me voy a servir para explicar mis puntos. En el caso de la Revolución cubana, la disidencia marcaría una discrepancia con el poder, una actitud con respecto al poder, a su dogmática y al modo específico en que despliega sus aparatos y realiza la política general de la transición socialista.

Hecho este rodeo, puedo volver a la pregunta —o las preguntas— sobre ese sujeto reaccionario que produce ese discurso que quieres describir. Si la disidencia la podemos entender en tanto lugar que toma como referencia al poder, la reacción a su vez se construye como resistencia u oposición al proyecto emancipador de la Revolución. En ese sentido no creo que pueda hablarse de un único sujeto reaccionario ni un único discurso reaccionario. Las contrarrevoluciones se constituyen como contestación a las realidades que produce el despliegue del proyecto, o a la posibilidad de constitución de esas realidades. En ese sentido está claro que hay una clásica y vieja reacción que adversa la Revolución Cubana como un todo, y que permanentemente reivindica el orden burgués y mira hacia atrás. Y esto se presenta igual en la forma de los viejos de la Calle 8 en Miami, que añoran hacer regatas en la desembocadura del Almendares, o en la de tiernas y artísticas carnes juveniles que redactan un manifiesto «cívico» en el que reivindican, por ejemplo, todas las «libertades» económicas y políticas del capitalismo. La intención de retrotraer todo el tiempo o al menos de suspender toda transición socialista y volver a la «normalidad» sin dudas caracteriza a ese segmento de la reacción —quizás el segmento mayoritario— que, además, es disidente por las claras, pues la negación de plano del proyecto implica para ellos la disolución del poder que lo sostiene. Incluso, a veces, hacen pasar esta última aspiración por la única que en verdad poseen —en nombre de la democracia sin apellidos—, como si fuera posible que el poder y el proyecto puedan perdurar el uno sin el otro.

No obstante, esta coordenada reacción/disidencia nos ofrece otras posibilidades descriptivas. No siempre la reacción implica disidencia. También en perfecta concordancia con el poder establecido pueden manifestarse las prácticas y discursos reaccionarios, e incluso pueden llegar a constituirse sujetos reaccionarios oficialistas —raros y dispersos por lo masivo, lo pesado que es el proyecto de la Revolución, a cuya fuerza gravitatoria es difícil escapar. Esto es posible porque la transición socialista es un parto, siempre incompleto, siempre en crisis, que solo encuentra la paz cuando se realiza. En revolución siempre emergen impulsos emancipadores nuevos que ponen en cuestión modos históricos específicos que adopta el poder revolucionario y relaciones que en él se establecen. Ante estos impulsos siempre se presentan resistencias conservadoras de la fijeza del poder. Acuérdate de Casa Vieja, cuando el protagonista le dice al padre que parecía mentira que en Cuba se hubiera hecho una Revolución, en referencia a una injusticia que se cometía contra una joven del barrio. Ante esa increpación el padre le espeta muy alterado: «¡la Revolución déjala ahí quieta!» Entra por aquí también la idea reaccionaria de la Revolución como hecho pretérito, como algo que ya se hizo y no hay que volver a hacer. No en balde Martínez Heredia advertía que, en el ejercicio exclusivo de defender las conquistas de la Revolución, se podía construir el capitalismo. No moverse es retroceder, porque la vida sigue pasando: solo avanzar es avanzar —aunque parezca un juego de palabras. Quizá por eso Fernando prefería hablar de transición y no de construcción del socialismo. La transición solo existe en movimiento. La construcción es algo que se puede detener para tomar un aliento, y, luego, seguir. Por eso hay que sospechar de los discursos que critican lo «demasiado» revolucionario, o llaman al abandono de los «idealismos» de antaño. Bajo la coraza del prudente se oculta un discurso reaccionario.

Entonces, no estoy seguro que se pueda hablar de el discurso reaccionario, en todo caso habría que hablar de los discursos, y sobre todo de los sujetos que los producen y las realidades que contestan —y las que pretenden crear performativamente primero, pero con el horizonte de llevarlas al plano de lo real. Eso es todo. Espero que los tres ejes que te he comentado sirvan para buscar las coordenadas de algunos de «esos que nos adversan».

Un abrazo y hasta la victoria,

Iramís

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