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República, democracia, revolución: un intercambio con J. C. Guanche (tercera parte)

Continúa, y concluye hoy, con dos nuevas contribuciones, la publicación en Patrias. Actos y Letras de un intercambio sostenido en este sitio los días 23 y 27 de abril de 2020, "República, democracia, revolución" (primera y segunda partes), entre Julio César Guanche y Humberto T. Fernández, que tuvo por origen la lectura y comentario por Humberto (“Está muy turbia el agua crecida del Contramaestre”) de un artículo de Guanche ("José Martí, hierro y fiebre"), lectura y comentario que a su vez dieron lugar a nuevas intervenciones de Julio César Guanche y de Humberto T. Fernández (Consejo Editorial de Patrias, 27 de junio de 2020).

 

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Por fin ¿quiénes somos todos? José Martí y la república democrática en Cuba Julio César Guanche 

  

Una versión anterior de este artículo apareció el 19 de mayo de 2020 en On Cuba News. Se publica ahora, en Patrias. Actos y Letras, en versión revisada conjuntamente por su autor y el Consejo Editorial de Patrias. Se añade así una nueva contribución de Julio César Guanche al intercambio que sostuviera en Patrias con Humberto T. Fernández sobre el tema “República, democracia y revolución” el pasado mes de abril.

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La frase “Con todos, y para el bien de todos” ha sido objeto de debate desde que fuera pronunciada por José Martí hasta hoy. No es raro que así ocurra: es la frase más radical de la historia de Cuba.

En febrero de 1905 se colocó la estatua de José Martí que hasta el día de hoy preside el Parque Central de La Habana. Una encuesta había decidido qué figura debía erigirse sobre ese pedestal, que hasta ese entonces había calzado la de Isabel II.

Para esa celebración, el diario La Discusión publicó una serie de viñetas. En una de ellas, el personaje El Pueblo —que, luego, se convertirá en Liborio—aparece sobre el pedestal llamando a una suerte de “distanciamiento físico”, tan reclamado en estos días en respuesta a la COVID-19.[1]

Otras viñetas aluden a un problema aún más viralizado: los usos y abusos de la figura de José Martí. En una de ellas, se ve al Apóstol diciendo: “La república cordial… con todos y para todos”. En otra, un reguero de residuos refiere a tanto discurso pronunciado en su nombre. “¡Cuánta lata!”—dice el personaje de El Pueblo.

La frase “Con todos, y para el bien de todos” se ha repetido y debatido desde que fuera dicha por Martí en un crucial discurso pronunciado en Tampa.[2] No es raro que haya suscitado tanta discusión: es la frase más radical de la historia de Cuba.

Ya desde entonces, ese discurso —que ha tomado como título habitual esa frase— generó debates con veteranos de la Guerra Grande. En 1910, el uso interesado del “con todos, y para el bien de todos” fue calificado de “Jordán de la República”. En él “lavaban sus manos” sectores otrora opuestos a la República, y a su independencia, y que en el nuevo contexto gozaban de control sobre el poder y la riqueza nacionales.[3]

En 1932, el personaje El bobo, de Abela, preguntaba al Maestro: “Ah, pero… ¿usted dijo para todos?” No faltan en nuestros días quienes llaman a “contextualizar” la frase para especificar a quién se refería Martí y justificar así exclusiones, o para emplearla, igual como arma arrojadiza, con el propósito contrario: exigir inclusiones.

Ante la diversidad de los usos de la frase, parece útil volver sobre el contenido íntegro de aquel discurso. En él se distinguen varios núcleos, entre ellos el carácter popular de la república, la prevención de la tiranía, la composición plural del pueblo y el lugar de la dignidad humana en su proyecto.

 

República democrática vs república oligárquica

Una forma de reducir el alcance de la versión democrática del republicanismo es limitarlo a una forma antimonárquica de gobierno, o, más contemporáneamente, a una forma de gobierno que respete solo acotados compromisos institucionales.

En el contexto de la independencia cubana, el republicanismo no se reducía al par monarquía vs república. No se podía ser monárquico y al mismo tiempo participar en la lucha contra el esclavismo. No se podía ser monárquico e independentista. Tampoco se entendía solo como una forma de gobierno. Entrañaba también un programa político, social y moral y una propuesta de cómo organizar la sociedad.

Por ello, el dilema central tomó forma en torno a la cuestión del tipo de república a la que se aspiraba.

Hacia el exterior, el programa de la república democrática se enfrentaba a la realidad de las repúblicas “feudales y teóricas”—como las había descrito Martí—nacidas de las guerras de independencia que habían conducido a la formación de las primeras repúblicas latinoamericanas. Ese programa cuestionaba, además, a la (primera) República española, que había dejado intacto el grueso de la política monárquica colonial hacia Cuba.

Fermín Valdés Domínguez encaró ese conflicto, lo que lo llevó a escribir: “[E]n esto, como en todo, se vé [sic] la mano del gobierno de Madrid, que tiene como instrumento en Cuba á [sic] Weyler (…) Se dice republicano y es de aquellos que con el gorro frigio proclamaron la República y al día siguiente aclamaron por las calles de Madrid a Alfonso XII y se guardaron el rojo distintivo para la taberna o el lupanar.”[4]

Rafael Serra fue consistente en la defensa de la república popular hacia el interior del campo independentista: “Echar al déspota fuera de nuestra patria; y también combatir y vencer contra sus enfermizas tradiciones; purificar las costumbres; darle derechos y completa garantía a la mujer; abolir los privilegios (…) establecer la igualdad; difundir la instrucción, y preservar con toda su grandeza la justicia.”[5] Serra denominó a quienes defendían ese conjunto de ideas “la extrema izquierda del partido separatista”. Era la apuesta radical del campo revolucionario. Era la apuesta de Martí. El pensamiento martiano en torno a la riqueza social, el trabajo honrado y las funciones democráticas que debe cumplir la propiedad articula una defensa comprehensiva de la República popular.

 

El carácter popular de la República y la prevención de la tiranía

Martí alentaba el “amor del hombre a la propiedad adquirida con el trabajo de sus manos”.[6] En un texto dedicado a Heredia—el poeta desterrado—, Martí habla de la propiedad de la tierra como bien común, “aquella firmeza del suelo nativo, que es la única propiedad plena del hombre, y tesoro común que a todos los iguala y enriquece, por lo que, para la crisis de la persona y la calma pública, no se ha de ceder, ni fiar a otro, ni hipotecar jamás”.[7]

En ciertas lecturas se cita un comentario de Martí sobre Herbert Spencer como la síntesis de su pensamiento sobre el socialismo.[8] Para relacionar ese pensamiento con el de Karl Marx, se suele mencionar exclusivamente aquello de que “[c]omo se puso del lado de los débiles, merece honor.”[9]  Sin embargo, existe otra zona de su pensamiento que resulta de interés para comprender la proximidad que José Martí mantuvo con algunas doctrinas socialistas de su tiempo.

Martí fue coherente con el ideal según el cual “no es libre el que depende de otro para vivir”, compartido, desde Aristóteles, por una amplia zona del pensamiento político. Cervantes, por ejemplo, lo colocó en boca de Don Quijote: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos… ¡venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!”[10]

En esa lógica, el sostenimiento de una esfera de independencia personal material es clave en la configuración política de la libertad. Martí lo aseguró con claridad: “De la independencia de los individuos depende la grandeza de los pueblos. Venturosa es la tierra en que cada hombre posee y cultiva un pedazo de terreno.”[11]

Se trata de un ideal clásico del republicanismo. El socialismo del siglo XIX lo hizo suyo, reelaborándolo según las necesidades de un contexto de revolución industrial. Marx lo defendió en Crítica del Programa de Gotha: “[E]l hombre que no posea otra propiedad que su propia fuerza de trabajo, en cualesquiera situaciones sociales y culturales, tiene que ser el esclavo de los otros hombres, de los que se han hecho con la propiedad de las condiciones objetivas del trabajo. Sólo puede trabajar con el permiso de éstos, es decir: sólo puede vivir con su permiso.”

Lo hizo también Maximilien Robespierre durante la Revolución francesa. Lo defendieron también Thomas Paine y Thomas Jefferson. No había que ser jacobino, primero, o marxista, después, para hacerlo. En el caso de Martí, se trataba de una adscripción al ideal de la democracia social de su época. En el marxismo cubano, figuras como Julio Antonio Mella y Raúl Roa comprendieron a fondo ese ideal martiano.

El Apóstol defendía la distribución de la propiedad que permitiese la “creación de muchos pequeños propietarios.”[12] Exaltó a los “nuevos abolicionistas”—los “progresistas” en los Estados Unidos del XIX—, “los que quieren abolir la propiedad privada en los bienes de naturaleza pública”.[13]

Martí se mantuvo cerca de las ideas de Henry George y celebró a otros “apóstoles”: George A. Swinton, Louis F. Post y Terence V. Powderly. Estos creían “que la nación, que es el nombre de Estado del guardián de la propiedad común, no puede dar en dominio la tierra que es de todos, y es para todos necesaria, sino en arrendamiento o en préstamo, y sólo para los usos nacionales”.[14]

Martí denunciaba así la conexión oligárquica entre riqueza y poder—la estructura de lo que llamó “república cesárea” en los Estados Unidos. “República—dijo—es el pueblo que tiene a la derecha la chabeta [sic] del trabajador, y a la izquierda el rifle de la libertad.”[15]

 

 

 

 

El orden martiano de convivencia

común es un paradigma que no teme

afrontar sus exclusiones, pero en cambio

se concentra en cómo hacerlo posible. Su núcleo gira en torno a la cuestión de

cómo producir el marco social, moral e institucional que haga posible vivir,

entre todos y para todos, en la “dignidad

plena del hombre”, esa ley primera de la República, que es el pedestal sobre el

que se ha erigido José Martí en la

historia de Cuba.

Julio César Guanche

José_Martí_Parque_Central_La_Habana_

 

Parque Central, La Habana (Foto de Julio César Guanche)

 

 

El discurso de Tampa es explícito a todo ese respecto. Reclama poner “la mesa de pensar al lado de la de ganar el pan”, y cerrarle “el paso a la república que no venga preparada por medios dignos del decoro del hombre, para el bien y la prosperidad de todos los cubanos!”.

La democracia social no es cuestión solamente de justicia económica. Tiene fines políticos: la libertad individual, social y nacional. Es un recurso para prevenir la tiranía —también republicana y capitalista— de la concentración de la riqueza. Martí lo resumió con gran poder de síntesis cuando escribió: “[N]o hay más remedio de asegurar la libertad en la patria y el decoro en el hombre, que fomentar la riqueza pública. La propiedad conserva los estados. Un déspota no puede imponerse a un pueblo de trabajadores.”[16]

En ese mismo contexto relaciona una serie de sujetos sociales que constituyen el pueblo en lucha por libertad. Nombra a los veteranos de la Guerra Grande, cuyos hábitos de mando no son menos que el “admirable concierto de pensamiento republicano y [de] acción heroica”; a los tantos “que andan descalzos”; al “negro generoso, al hermano negro”; al “español que padece, junto a su mujer cubana, del desamparo irremediable y el mísero porvenir de los hijos”; a los “mártires primeros [que] fueron hombres nacidos en el mármol y seda de la fortuna”.[17]

Con perspectiva de clase, Martí recuerda cómo “esta santa revolución” hermanó, por la virtud redentora de las guerras justas, al primogénito heroico y al campesino sin heredad [y] al dueño de hombres y a sus esclavos”. Reconocía así el carácter popular de la guerra. De esa guerra, como antes del barracón, terminó de nacer el pueblo cubano.

Ese pueblo se constituía en lo político por sobre diferencias sociales, clasistas, étnicas, regionales. No se dividía en categorías como “agradecidos y desagradecidos”, como se ha pretendido establecer para justificar una concepción reduccionista de ese “todos” que somos. De hecho, Martí demanda amparo, en ese mismo discurso, para el que “nació en la misma tierra que nosotros, aunque el pecado lo trastorne, o la ignorancia lo extravíe, o la ira lo enfurezca, o lo ensangriente el crimen!”.

Si el pueblo es plural, su representación política debe ser diversa. En esa búsqueda, Martí impugnó duramente la corrupción del voto, la dependencia de los electores respecto del elegido, y cualquier otra coartación de la independencia de los electores. Se oponía así no solo a la rampante corrupción del voto —su compra y venta—, sino también al clientelismo y al faccionalismo. Pensaba que allí donde había libertad en el voto, los ciudadanos votaban, o, de lo contrario, cuando como “hoy, que ven como el voto se mercadea, no votan”.[18]

Por lo mismo, se preocupó por “ennoblecer” el sufragio: “Ni de las riendas de su caballo debe desasirse el buen jinete; ni de sus derechos el hombre libre. Es cierto que es más cómodo ser dirigido que dirigirse; pero es también más peligroso.”[19] Martí no encontraba remedio al problema tanto en “crear organizaciones nuevas de distritos”, como “en mejorar la masa votante”, pues “[s]i desdeñan hoy el ejercicio de su derecho de dueños, tendrán mañana aterrados que postrarse ante un tirano que los salve”.[20]

Martí se preocupó a tal punto por la limpieza del sufragio que propuso “echar sobre el tesoro público los gastos de las elecciones”[21] y hacer obligatorio el voto[22] en tanto deber cívico. El voto informado, independiente y auto-organizado era un cauce de la participación política activa a la vez que una manera de asegurar el gobierno colectivo de “todos”: “Sólo en que el sufragio se corrompa puede estar el peligro de los países que se gobiernan por el sufragio: allí donde no hay un poder superior a otro…”[23]

Tal programa —ningún poder per se por encima de otro— está inscrito en el artículo quinto de las Bases del Partido Revolucionario Cubano, que “no tiene por objeto llevar a Cuba una agrupación victoriosa que considere la Isla como su presa y dominio, sino preparar, con cuantos medios eficaces le permita la libertad del extranjero, la guerra que se ha de hacer para el decoro y el bien de todos los cubanos, y entregar a todo el país la patria libre”.[24]

 

La dignidad de todos

Ana Cairo Ballester reconstruyó las diversas influencias republicanas en el pensamiento político cubano. Más específicamente, argumentó: “Quizás sea [Martí] la personalidad más fascinante para estudiar la conjunción de las matrices en el republicanismo cubano”.

Para Carlos Manuel de Céspedes, Emilia Casanova, Ignacio Agramonte, Antonio Maceo, Máximo Gómez, Rosa Castellanos, Guillermón Moncada, Fermín Valdés Domínguez, Rafael Serra, Diego Vicente Tejera, Isabel Rubio, Juan Gualberto Gómez, entre una enorme masa de los participantes en la guerra, la lucha era por la “república democrática”.

Era esa la apuesta de José Martí en Tampa: “Creo aún más en la república de ojos abiertos, ni insensata ni tímida, ni togada ni descuellada, ni sobreculta ni inculta, desde que veo, por los avisos sagrados del corazón, juntos en esta noche de fuerza y pensamiento, juntos para ahora y para después, juntos para mientras impere el patriotismo, a los cubanos que ponen su opinión franca y libre por sobre todas las cosas, y a un cubano que se las respeta.”

Tal conjunto no es reducible a una forma de gobierno. Es un compuesto de ideas y prácticas sobre la revolución, la democracia, la libertad y la justicia. Emilio Roig de Leuchsenring citaba, de Martí, como “compromiso que contrae la Revolución”, lo siguiente: “Ella se regirá de modo que la guerra pujante y capaz dé pronto casa firme a la nueva República.”[25]

No se trataba de un ideal defendido solo por intelectuales. El pueblo cubano, prócer principal de la gesta, lo hizo suyo. La “Ilustración cubana” no fue la de los sacarócratas esclavistas: fue la de los sujetos populares que reelaboraron, para su contexto y sus necesidades, los ideales de libertad, igualdad y fraternidad.

Ejemplo de ello es un texto, entre muchos otros,  publicado en La doctrina de Martí. Su autor, que por su prosa parece haber sido una persona muy humilde, presentaba a Martí como “el iluminado, el amigo del pueblo, el apóstol de las ideas de justicia, democracia y verdad”. La figura —añadía Adrasto, pseudónimo del autor del texto al que nos referimos— “simpática y admirable de Martí no hubiese existido, si no hubiera tenido como pedestal un ideal simpático admirable”.[26] Ese ideal era la República.

El sectarismo tiene siempre una conciencia nula de sí mismo. Lo es al tiempo que pregona no serlo. La idea expresada en “con todos…” no se dirige a los “buenos”, a los “agradecidos”, que siempre significan los “nuestros” para el sectarismo de turno.

Adrasto colocó en su texto un exergo, firmado por Martí, que decía: “[E]stos no son más que los preliminares de una gran campaña, generosa y activa, después de la cual los malos no se atreverán a serlo tanto.” La frase “Con todos, y para el bien de todos” es tan radical quizás porque no se refiere solo a quiénes —puesto que incluía hasta a los “malos”— sino a cómo somos todos: al sostén de la convivencia común entre libres e iguales: a cómo dilucidar de modo democrático la propiedad, la libertad, la ley y el Derecho y la representación política del pueblo.

Ese orden de convivencia común tenía enemigos entonces, y los tiene ahora. Sin embargo, se trata de un paradigma que no teme afrontar sus exclusiones—las entiende legítimas, si atentan contra tal orden—, pero que se concentra en cómo hacerlo posible. Su núcleo gira en torno a la cuestión de cómo producir el marco social, moral, institucional, que haga posible vivir, entre todos y para todos, en la “dignidad plena del hombre”, esa ley primera de la República, que es el pedestal sobre el que se ha erigido José Martí en la historia de Cuba.

Notas

[1] “Señoras maestras: El Apóstol me ha cedido su puesto, por el momento, para decirles en su nombre que se lleven enseguidita [a] esos niños para sus casas, pues no quiere que el acto de descubrir hoy su estatua, sea causa de que se descubra mañana, en esas criaturitas, la escarlatina y el sarampión”. La Discusión, La Habana, 22 de febrero de 1905.

[2] “Discurso en el Liceo Cubano”, Tampa, 26 noviembre de 1891 (1991). Tomado del tomo 4 de la segunda edición de Obras Completas de José Martí, publicada por la Editorial de Ciencias Sociales en 1975 (Primera reimpresión: 1992). A partir de ahora OC, cit.

[3] H. C. Brito (C. L. Otardo), Suum Cuique. Breves consideraciones sobre el alcance que Martí quiso dar y dio a la frase “La República con todos y para todos”, Habana, Imprenta y Papelería de Rambla y Bouza, 1910.

[4] Fermín Valdés Domínguez, “Patriotas y (¿repatriotas?)” en La doctrina de Martí. La República con todos y para todos, vol. 1,  no. 28, Nueva York, 30 de junio de 1897.

[6] “Vindicación de Cuba”, OC,  cit., t. 1 , p. 240.

[7] “Heredia”, OC, cit., t. 5 , p. 170.

[8] “La futura esclavitud”, OC, cit., t. 15 , p. 387 y ss.

[9] “Honores a Karl Marx, que ha muerto”, OC, cit., t. 9 , p. 387 y ss.

[10] Debo esta referencia a Antoni Domènech Figueras.

[11] “Guatemala”, OC, cit., t. 7, p.124.

[12] “Reflexiones destinadas a proceder a los informes traídos por los jefes políticos a las conferencias de mayo de 1878”, OC, cit., t. 7, p. 167.

[13] “La conferencia americana”, OC, cit., t. 6 , p. 64.

[14] “Nueva York en junio”, OC, cit., t. 11 , pp. 18-19.

[15] “Club político de Ocala”, Patria, 3 de abril de 1892. En ese horizonte, añadía: “La riqueza exclusiva es injusta. Sea de muchos; no de los advenedizos, nuevas manos muertas, sino de los que honrada y laboriosamente la merezcan. Es rica una nación que cuenta con muchos pequeños propietarios. No es rico el pueblo donde hay algunos hombres ricos, sino aquel donde cada uno tiene un poco de riqueza. En economía política y en buen gobierno, distribuir es hacer venturosos.” Véase “Guatemala”, OC, cit., t. 7, p. 134.

[16] “Carta a La República”, OC, cit., t. 8 , p. 27.

[17] Sobre la mujer, no obstante, son recurrentes sus ideas a lo largo de su obra en las que reserva a las mujeres para la maternidad, el cuidado y la prudencia.

[18] “Carta al Director de ‘La Opinión Nacional’”, OC, cit., t. 14, pp. 509-510.

[19] “Carta al Director de ‘La Opinión Nacional’”, OC, cit., t. 9, pp. 105-106.

[20] OC, cit., t. 10, p. 43.

[21] “Carta al Director de ‘El Partido Liberal’”, en Otras Crónicas de Nueva York, Centro de Estudios Martianos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1983, pp. 132-133.

[22] “Las elecciones del 10 de abril”, Patria, Nueva York, 16 de abril de 1893. Véase OC, cit., t. 2, p. 296.

[23] “Carta al Director de ´La Nación´”, OC, cit., t. 10, p. 123.

[24] “Bases del Partido Revolucionario Cubano”, OC, cit., t. 1, p. 280.

[25] Emilio Roig de Leuchsenring,  El Manifiesto de Montecristi, sus raíces, finalidades y proyecciones, Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana, La Habana, 1957.

[26] Véase Adrasto, “La guerra, Martí y la República”,  en La doctrina de Martí. La República con todos y para todos, vol. 1, no. 9, Nueva York, 11 de octubre de 1896.

 

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El peso peligroso y enorme de la justicia[1] Humberto T. Fernández

 

 

I

En el prólogo que escribiera, en 1974, a su ensayo Ese sol del mundo moral[2], Cintio Vitier reconoce que el "punto de partida" de la obra "es (…) la autoctonía como fundamento de la universalidad". Esa es una idea guía en la obra teológico-filosófica de Félix Varela, en el magisterio y el pensamiento filosófico de José de la Luz y Caballero y en la obra y el obrar, seminales, de José Martí, quien, como escribiera dieciséis años después Rolando Prats, “se planteó, en lo histórico, la encarnación de la utopía como posibilidad engendrada por la actuación, en lo causal, de la imagen del equilibrio: la isla en el fiel de América y del Mundo se convierte en el telos de esa utopía".[3] Cuba, como aspiración al país y auto-conciencia de sí, ha tenido siempre una vocación por lo universal que se puede reconocer tanto en la aproximación de lo propio a lo ajeno, como en la incorporación de lo ajeno a lo propio. En José Martí esa vocación cubana por lo universal alcanza su más rotunda radicalidad —en el ensayo "Nuestra América" se lee: "Injértese en nuestras Repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras Repúblicas."[4]

Esa vocación por lo universal atraviesa la historia política de Cuba, desde que esta comenzara a pensarse como distinta y con derechos soberanos a la realización de su ser, y desde entonces la prédica de la libertad y la búsqueda de la justicia han sido dos constantes que ha habido que pensar y actualizar en contextos en los que interactúan fuerzas y procesos de signo contradictorio. De la colonia heredamos no sólo las desigualdades propias de los conflictos de clase, sino también las que se derivaron de la esclavitud; de hecho, los esclavos eran la "clase social" que generaba la riqueza del país, de ahí que no se pudiera concebir la independencia política respecto de la metrópoli española sin pensar al mismo tiempo en su correlato social, la emancipación de los esclavos. Sin la libertad de los esclavos no habría sido posible la independencia, y la independencia era la posibilidad histórica de la libertad política y la realización de la justicia social. Tales eran los ejes en torno a los cuales giraban la prédica y la acción política de José Martí al organizar la guerra necesaria: la independencia política y la justicia social, cuyo corolario era la república democrática que incluyera a todos—para el bien y el decoro de todos— los que contribuyeran, en mayor o menor grado, a la realización de aquel ideal. La exclusión no fue nunca preocupación de los organizadores de la revolución social de independencia de finales del siglo XIX —quedaban fuera quienes, de modo consciente o no, se auto-excluían de la guerra por la independencia de Cuba.

Conocemos el final de aquella guerra que en el Manifiesto de Montecristi se define  como "inaceptable sólo a los cubanos sedentarios y parciales".[5] La república que se proclamó el 20 de mayo de 1902 no fue el fruto anhelado del largo proceso independentista que se iniciara en La Demajagua el 10 de octubre de 1868 y que tratara de alcanzar la "victoria racional" después de "los combates [que], en conmovedora y prudente democracia [libraran] los elementos todos de la sociedad de Cuba".[6] En la república que se inauguró entonces se pusieron en evidencia no sólo los intereses, sino la capacidad de simulación, cuando no de revancha, de los que se describen en ese mismo manifiesto como "aquellos cubanos menos venturosos que no se sienten poseídos de igual fe en las capacidades de su pueblo ni de valor igual con que emanciparlo de su servidumbre".

 

II

Entre mayo de 1902 y enero de 1959, se asistió en Cuba a la derrota sin gloria de la más radicalmente social de las revoluciones de independencia del continente americano, en ello comparable sólo a la revolución de independencia haitiana—lo que asemeja a ambas es el factor social, el papel determinante de la emancipación de los esclavos. La emancipación social como condición indispensable para la viabilidad de la independencia política confirió a esos procesos rasgos comunes distintivamente nuevos en el continente, al margen de sus distintas circunstancias históricas.

La revolución de independencia haitiana, que ocurre casi simultáneamente con la Revolución Francesa, llevó a que la colonia francesa de Santo Domingo, la más rica productora de azúcares y molases del mundo de entonces, se desprendiera, con violencia, del orden mundialmente dominante y se convirtiera así en la segunda posesión colonial de las Américas en alcanzar la independencia, después de que las colonias británicas de Norteamérica se constituyeran en una nueva nación, los Estados Unidos, en 1789. La diferencia radical entre una y otra revolución de independencia, la de los Estados Unidos y la de Haití, estriba en la manera de abordar la cuestión de la esclavitud. Mientras que los protagonistas de la independencia norteamericana dejaron intacta la institución de la esclavitud, fueron los esclavos de la colonia francesa de Santo Domingo los protagonistas de la independencia, confiriéndole así no sólo un carácter político, sino además una dimensión social, radicalmente diferente. La independencia norteamericana se satisfizo a sí misma y se agotó en el cumplimiento de sus ideales de libertad, sobre todo de la libertad de comercio, pero en cuanto a la emancipación social—en este caso la abolición de la esclavitud, ni siquiera esta se pensó como conditio sine qua non para, junto con la libertad política, alcanzar un estadio superior de convivencia social. La revolución social de independencia cubana se inicia también en el ocaso de otro imperio colonial, el español.

 

Si bien en el momento en que Haití alcanza su independencia los Estados Unidos eran todavía una joven nación, el primer Estado republicano en el orden social, y democrático en el orden político, concentrado en consolidar su independencia y extenderse hacia al oeste en búsqueda de nuevos territorios y recursos, en el momento en que comienza la última de las guerras por la independencia de Cuba, en 1895, los Estados Unidos ya se habían constituido en un poder nacional afianzado en lo doméstico, en medio de un dinámico proceso de desarrollo económico, que comenzaba a proyectarse como el nuevo poder imperial, sustituto de los viejos poderes coloniales. Ese cambio de circunstancias alteró de tal manera el desenvolvimiento natural, impulsado por su propia dinámica, y las consecuencias de la contienda independentista cubana, que las ideas y aspiraciones que habían servido de sustento de la convocatoria y conducción de la guerra se vieron abortadas y subvertidas. La intervención norteamericana casi al final de la guerra de independencia cubana, en 1898, y la posterior ocupación de la isla hasta 1902, fueron el tiro de gracia a las ideas y aspiraciones de independencia política y emancipación social que habían tenido en José Martí y el Partido Revolucionario Cubano sus más tangibles y coherentes concreciones. Los interventores norteamericanos se aseguraron de que la República cubana naciera huérfana y de que los elementos más radicales que habían sobrevivido a la contienda tuvieran una escasa o ninguna responsabilidad en el futuro gobierno de la isla, y de que la República fuese desde el principio una criatura adoptada, al imponerle la Enmienda Platt a la constitución que daría carta de soberanía al nuevo Estado independiente, a cambio de que la naciente república pudiese ser militarmente desocupada por el ejército norteamericano. La más elemental educación cívica y política en historia de Cuba presupone el conocimiento de lo que significó aquella enmienda: la cesión de la soberanía política y la muerte de la República tal y como había sido soñada, a pesar de todas las contradicciones y tensiones propias de un proceso independentista que llevara en sí ya el germen de la protesta y la emancipación social, y tal como convocara y uniera al viejo mambisado con la nueva generación de patriotas cubanos encarnada en la figura de José Martí.

El proyecto martiano de república democrática, que incluía y convocaba a todas las clases sociales y grupos étnicos, fue frustrado por la intervención norteamericana y por la complicidad de los derrotados internos del 95, reformistas y autonomistas, con los interventores; hubo también aquiescencia entre independentistas que se sentían menos comprometidos con las aristas más radicales de ese proyecto—sobre todo en sus dimensiones de emancipación y justicia social—de igualdad de todos los cubanos por encima de su procedencia de clase, raza o género.

La agonía republicana se resolvió en el abandono y el olvido de las capas más desfavorecidas de la población, los campesinos y la población negra. Tras largos años de inestabilidad y corrupción políticas, de traspaso de la riqueza nacional a empresas norteamericanas, de desasosiego social y neocolonización cultural, el colapso institucional que supuso el golpe de Estado de 1952—después de décadas de intentos de tratar de independizar al país de la tutela de los gobiernos norteamericanos y ponerle fin a la entrega incondicional de todos los bienes y la rendición del propio espíritu original de la nación—, la inserción del crimen organizado en Cuba y la brutalidad de la represión desatada por el gobierno de Fulgencio Batista, hicieron posible el triunfo de la Revolución Cubana y el rescate y la reanudación inmediata del proyecto martiano de una república de igualdad y justicia reales, más allá, mucho más allá, del restablecimiento de la Constitución de 1940, como muchos habrían preferido y a lo cual se pretende, en ocasiones, limitar las intenciones declaradas y el alcance deseado de la Revolución.

 

 

III

El contexto político internacional en el que adviene la Revolución Cubana le confirió de inmediato características y dinámicas hasta entonces inéditas en el hemisferio occidental. La proclamación del carácter socialista de la revolución, la asunción del marxismo-leninismo como ideología rectora del proceso revolucionario y de toda la vida política, económica, social y cultural, el alineamiento geopolítico del nuevo Estado con la URSS y los países anclados en su órbita, más el acercamiento a China, pero también—circunstancia que adversarios ideológicos o enemigos políticos acérrimos suelen convenientemente ignorar o distorsionar—la enorme influencia y el liderazgo internacional de Cuba revolucionaria como capital política del entonces llamado Tercer Mundo, contra la oposición a ello, nada revolucionaria, de la URSS y China, supusieron la ruptura no sólo de las relaciones de todo tipo entre los EE.UU. y Cuba y el desencadenamiento, por los primeros, de una campaña de hostilidades y agresiones de todo tipo que hasta hoy dura, sino también el mayor desafío que hubiese tenido que enfrentar jamás la hegemonía norteamericana en sus relaciones políticas y económicas con el resto de los países de América Latina. El enfrentamiento entre los EE.UU. y Cuba no es un simple remanente de la guerra fría—fue entonces y lo sigue siendo hoy, finalizada hace ya más de treinta años esa guerra, un conflicto frontal de proporciones políticas y culturales que habrán de trascender, incluso, cualquier probable fin de ese conflicto entre dos modos de concebir el Estado y la república y entre dos visiones del individuo y de la sociedad; en suma, entre la imposición de un modelo de libertad que tiene en su centro los derechos individuales, por un lado, y, por el otro, la propuesta de un modelo de justicia que, sin renunciar en principio al ideal de la libertad individual, satisfaga las legítimas aspiraciones del mayor segmento posible de la población y, fundamentalmente, de los vulnerables y desfavorecidos.

El devenir y los avatares de la nación, la república y el Estado cubanos de 1959 a acá se han inscrito en un proceso demasiado complejo, contradictorio y dramático como para pretender despacharlo de un plumazo, ni para su sacralización ni para su demonización. Ningún análisis exhaustivo ni acercamiento crítico respecto del proyecto y del proceso político revolucionario cubano podrían soslayar el conflicto central y definitorio antes descrito entre los Estados Unidos y Cuba, aunque tampoco deberían ampararse en ese conflicto como en la única instancia que explique y justifique insuficiencias, inconsecuencias y arbitrariedades. El proyecto y el proceso político revolucionario cubano, y su ya larga duración en el tiempo histórico, exigen ser pensados apelando a todas las herramientas conceptuales y analíticas posibles validadas por la práctica del pensamiento social más avanzado—inconcebible sin el acervo del pensamiento revolucionario—, de modo de poder constantemente dilucidar los comportamientos y horizontes ineludibles, de orden teórico y práctico, que puedan conducir, a través del peligroso camino de la justicia, al Estado social emancipado de toda alienación y, en el reino de lo utópico, a la sociedad emancipada de la necesidad del Estado.

José Martí por Ernesto García Peña.j

 

José Martí por Ernesto García Peña

 

 

Toda crítica del Estado cubano y del estado de cosas en Cuba  que  soslaye el hecho de que

ese Estado, y ese estado de cosas, participan tanto de los agotamientos de su ayer como de

las futuridades de su mañana, en lugar de fomentar en la voluntad de ese Estado, y en

las posibilidades de ese estado de cosas,

una ampliación cada vez más radicalmente democrática e inclusiva de los márgenes de apropiación de sus crecimientos orgánicos,

lo que hace es enconar una conversación

en la que la reivindicación legítima del

imperio de la ley acaba por confundirse,

por designio o defecto, con la ley del imperio,

y en la que uno y otra concuerdan en la aceptación como orden natural del reino

de la oportunidad para todos y el privilegio

de algunos.

Humberto T. Fernández

 

 

IV

Si ha habido un acontecimiento radical y decisivo en la historia de Cuba, incluso más radical y decisivo que esas guerras de independencia de finales del XIX, es la revolución de 1959—ese acontecimiento es un parteaguas en la historia de Cuba. La Revolución Cubana concitó la imaginación, la adhesión y la voluntad de las mayorías visibles durante la etapa insurreccional y la etapa de consolidación (1956-1961). La obra de la Revolución en la salud, la educación, la cultura y la dignificación de la vida ha sido ampliamente reconocida, incluso, aunque renuentemente, por aquellos opuestos a las concepciones políticas o sensibilidades ideológicas de la Revolución. La percepción de la magnitud y la valía de la obra de la Revolución ha variado a lo largo de estos sesenta años, pero el poder de convocatoria de esa obra, por su esencia justiciera y su eficacia política ha mantenido su ascenso sobre la conciencia de las mayorías; de otra manera no podría explicarse la supervivencia misma de la Revolución Cubana frente a las incansables políticas de agresión y desestabilización de sucesivos gobiernos de los Estados Unidos, muchas veces cobijadas en agencias e instituciones aparentemente con fines humanitarios o de ayuda a proyectos de promoción de la sociedad civil. De esa situación de plaza sitiada se han derivado situaciones, de hecho y de derecho, que ni debieron haber ocurrido ni podían haber estado en los cálculos de nadie—las profundas y a veces traumáticas implicaciones que ha tenido para tantos haberse visto forzados a vivir a contrapelo de la normalidad se evidencian tanto en el lenguaje al que se apela en el discurso político oficial, la academia, zonas amplias de la producción artística y literaria o la propaganda o la divulgación en defensa de la Revolución, como en el lenguaje social, ese que emplea la ciudadanía para darles expresión a sus retos y calamidades, al igual que en hábitos y comportamientos. No cabe duda de que a la real situación de plaza sitiada ha correspondido un no menos real comportamiento de cuartel. Aun así, es igualmente obvio que el Estado cubano ha sido capaz de evitar la desintegración—incluso en los momentos de mayor crisis e incertidumbre—de una cohesión institucional y social que minimiza comportamientos sociales disociativos, al tiempo que maximiza la igualdad distributiva en las prestaciones sociales.

La virtud fundamental del proceso revolucionario cubano, y que le ha permitido sobrevivir por más de sesenta años y consolidarse en un Estado cuya representatividad y legitimidad es cuestionada sólo en cenáculos contrarrevolucionarios—a todas luces incapaces de (y desinteresados en) generar ningún tipo de pensamiento político concurrente o alternativo que merezca considerarse como tal, e incapaces, además, siquiera de disimular su agenda abiertamente anexionista, por no hablar de movilizar ninguna mayoría—, cátedras universitarias y embajadas extranjeras y las inevitablemente nutridas filas del diletantismo y el mercenarismo pseudo-intelectual en estos tiempos de explosión de social media—a diferencia del ejercicio crítico por parte de la población respecto de la gestión del gobierno y del Estado, de hecho una manera de participar y hacer efectiva la representación— es la percepción por parte de las mayorías, lamentablemente ahora diversas en su situación social y sus capacidades económicas, de la demostrada voluntad política del Estado cubano de asegurar la mayor cuota posible de justicia. Es su voluntad de justicia y no la capacidad de represión de sus órganos de control interno lo que ha permitido a la Revolución Cubana, hasta ahora, resistir a las cada vez más diversas y sutiles políticas de cambio de régimen ensayadas desde afuera y servidas, por algunos cada vez más numerosos, desde dentro. Sin embargo, esa voluntad de justicia no debería anular, invalidándola por ilegítima, la búsqueda y el afianzamiento de espacios de libertad desde los cuales ejercer el legítimo derecho a disentir y dialogar e, incluso, a oponerse a políticas o prácticas que se perciban como obsoletas, contraproducentes, abusivas o violatorias.

La cuestión de la propiedad social de los medios de producción y de su gestión por el Estado ocupa un lugar fundamental en toda reflexión política sobre la forma de Estado de derecho y de república "con todos y para el bien de todos" que se crea que deban o puedan finalmente prevalecer en Cuba en las actuales circunstancias. No hay revolución verdadera que no afecte, entre otras cosas y de manera radical, el régimen de propiedad. La propiedad social de los medios de producción y su gestión por el Estado inevitablemente pone sobre el tapete la cuestión de la eficacia de esa gestión, así como el cuestionamiento, todavía más complejo, de la asimilación del Estado a un único partido político como "fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado".[7] Ese cuestionamiento no tiene necesariamente que desembocar en la aceptación fatalista o la apología del pluripartidismo como única garantía de democracia política. El problema, en cambio, radicaría en que el partido único, al asumir una denominación ideológica, podría enajenar a aquellos que, por razones diversas, no se sienten reflejados en esa ideología, pero siguen identificándose con la historia de realizaciones sociales y económicas de la Revolución y preocupándose por su destino.

 

 

V

 

¿Cuál es la función del Estado socialista como representante de la población? ¿Cuál es la función del Estado como gestor de la propiedad social, gestión de la que se ocupa en nombre de la población que representa? Si el Estado cubano, como desearían algunos, hiciera dejación de su función de representante y garante de la sociedad cubana en esferas clave como la educación, la salud, el empleo, la seguridad social, pero también la estabilidad social e institucional del país, estaría también renunciando a su condición de representante del pueblo cubano. Si privatizara esas funciones, se convertiría en un Estado burgués.

De ahí la validez de preguntarnos en qué república vivimos hoy y en cuál querríamos vivir mañana. Hoy y mañana son algo más que figuras del lenguaje. Lo que permite distinguir a ese hoy de ese mañana y aprehenderlos con mayor claridad es pensar históricamente, sin por ello eludir la pulsión utópica del principio esperanza: "La función y el contenido de la esperanza son vividos incesantemente (…) Sólo en tiempos de una (…) sociedad en decadencia (…) discurre[n] hacia abajo.[8] En la conjunción del pensar histórico y del pensar en la esperanza podemos acceder al mañana enunciado ayer y que es nuestro hoy. En momentos de palpable pesadumbre, como estos, leo sin asombro, pero conmovido, estos versos de José Emilio Pacheco: "A los veinte años nos dijeron: ‘Hay / que sacrificarse por el mañana.’ / Y ofrendamos la vida en el altar / del dios que nunca llega. / Me gustaría encontrarme ya al final / con los viejos maestros de aquel tiempo. / Tendrían que decirme si de verdad / todo este horror de ahora era el mañana." Ese mañana es la perenne ansia que nos libera de la opacidad del presente. ¿Qué nos quedaría de ese presente si le cercenáramos lo único que lo sostiene?

El 20 de mayo de 1960, en Pinar del Río, la provincia más pobre de Cuba, Fidel Castro dijo: "Vivimos todos soñando con un mañana, con un mañana que será distinto al pasado, con un mañana que será mucho mejor que el presente."[9] Ese mañana es hoy; este hoy atravesado por un ayer reciente, accidentado, interrumpido, desalentador. El mañana enunciado aquel 20 de mayo de 1960 es la "esperanza incesante" que, según Ernst Bloch, nos anima, en el radical sentido de "dar alma", a seguir soñando y trabajando por ese "mañana que será mucho mejor que el presente".

 

 

VI

La desaparición de la URSS y del campo socialista, la transformación de China en un Estado bicéfalo del Capital y el Partido, el confinamiento del marxismo al ejercicio académico, no son sino figuras evenencialmente huérfanas. “‘Muerte del comunismo’ significa que, a la larga, lo que murió en la presentación —el ‘nosotros’ emblemático bajo el cual, desde Octubre o desde 1793, el pensamiento político condiciona una filosofía de la comunidad— debe morir también en la representación. Aquello que ya no tiene la fuerza de lo múltiple puro no puede conservar por mucho tiempo los poderes de lo Uno. Alegrémonos: las capacidades estructurales de la usurpación son mortales"—escribió Alain Badiou en un candente texto en el que trata de comprender y explicar ese "desastre oscuro" que significó, no el triunfo del internacionalismo de la solidaridad y la justicia sino de la globalización del egoísmo y la desigualdad.[10] De esa muerte, en aquellos años en que todavía era una hipótesis impensable, Ernesto Guevara afirmó algo que hoy, en Cuba y el mundo, no pocos querrían condenar, no ya al olvido, sino al índice de las prohibiciones, al referirse a "la quimera de realizar el socialismo con la ayuda de las armas melladas que nos legara el capitalismo".[11] Toda crítica del Estado cubano y del estado de cosas en Cuba que soslaye el hecho de que ese Estado, y ese estado de cosas, participan tanto de los agotamientos de su ayer como de las futuridades de su mañana, en lugar de fomentar en la voluntad de ese Estado, y en las posibilidades de ese estado de cosas, una ampliación cada vez más radicalmente democrática e inclusiva de los márgenes de apropiación de sus crecimientos orgánicos, lo que hace es enconar una conversación en la que la reivindicación legítima del imperio de la ley acaba por confundirse, por designio o defecto, con la ley del imperio, y en la que uno y otra concuerdan en la aceptación como orden natural del reino de la oportunidad para todos y el privilegio de algunos.

 

 

VII

 

 

Pienso en un sereno verso de José Martí, [l]a noche es buena para decir adiós[12] a propósito de "la profunda vinculación de la poesía con la eticidad"[13], del sueño de la justicia, de tan claras palpitaciones en el pensamiento del Apóstol. Para decir adiós, también, a la concupiscencia del común que nos hace ver a todos y cada uno como sujeto de su propia salvación y que tiene su correlato en cierta lectura política de la teología que niega el Juicio y el Infierno en nombre de un Dios misericordioso que, como es todo Amor, no puede condenar. Esa lectura política de la teología ha olvidado al Dios de la Revelación, justiciero y celoso, y se ha fabricado, a su imagen y semejanza, un ídolo permisivo para que todo crimen quede sin castigo. Así también algunos querrían poder construir, a su propia imagen y semejanza—doblemente falsa, en este caso, tanto en idólatras como en idolatrado—, un José Martí definido por una suerte de tolerancia sin centro ni fronteras, que sirva a todos y a todo, "con todos y para el bien de todos", pero sobre todo, y, en la práctica, esencialmente—pues no hay pensamiento ni propuesta política que puedan auto-eximirse, en nombre de sus buenas intenciones de sus malas circunstancias y sus aun peores consecuencias—para autorizar y legitimar una lectura parcial e interesada de la democracia y los derechos humanos.

En nombre del derecho, la libertad, la democracia, incluso del socialismo, esa concupiscencia alienta la fantasía de que todos somos bienvenidos a la misma Cuba, por la misma Cuba, para la misma Cuba. Pero ¿de qué Cuba se habla, en qué Cuba se piensa, cuál Cuba se imagina? ¿Cuál insignia de la vida[14] blasonará esa imposible casa con todos y para el bien de todos? ¿El yugo? ¿La estrella?

Notas

[1] José Martí, "El proceso de los siete anarquistas de Chicago", Obras Completas (Edición Crítica), La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2012, tomo 24, p. 198.

[2] Cintio Vitier, Ese sol del mundo moral, La Habana, Ediciones Unión, 2002. p. 6.

[3] Rolando Prats, "José Martí: La totalidad imposible", El Caimán Barbudo, Año 23, Edición 266, [La Habana, Cuba], enero de 1990. Accedido en https://www.patrias-actosyletras.com/josemartitolalidadimposible.

[4] José Martí, Obras Completas, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1991, tomo 6, p.15. Accesible en http://biblioteca.clacso.edu.ar/Cuba/cem-cu/20150114041836/Vol06.pdf.

[5] José Martí, OC, cit., tomo 4, pp. 93-10. Accedido en https://www.biblioteca.org.ar/libros/725.pdf.

[6] Ibídem.

 

[7] Constitución de la República de Cuba. Accedido en http://www.granma.cu/file/pdf/gaceta/Nueva%20Constitución%20240%20KB-1.pdf.

[8] Ernst Bloch, El principio esperanza, Madrid, Editorial Trotta, 2004, p. 27.

[9] Accedido en https://medium.com/la-tiza/de-nuestros-sueños-no-hay-quien-nos-arranque-ff2a64e5d587.

[10] Alain Badiou, De un desastre oscuro. Sobre el fin de la verdad de Estado, Buenos Aires-Madrid, Amorrortu Editores, 2007, p. 12.

[11] Ernesto Guevara, El socialismo y el hombre en Cuba, Ocean Sur/Ocean Press, México, 2011, p. 8.

Accedido en http://oceansur.com/uploads/catalogue/publications/files/el-socialismo-y-el-hombre-en-cuba.pdf.

[12] Véase el poema "Dos patrias" en José Martí, Obras Completas (Edición Crítica), La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2012, tomo 14,  p. 241.

[13] Cintio Vitier, cit., p. 15.

[14] Véase el poema “Yugo y estrella” en José Martí, OC, cit., tomo 14, pp. 142-143.

Diseño de fondo de página basado en una foto de Julio César Guanche.

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