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ACTOS Y LETRAS
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Año VI / Vol. 24 / enero a marzo de 2022
La forma de su ausencia: réquiem por las Twin Towers Jean Baudrillard
3 de noviembre de 2021
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Para esta nueva traducción de “Requiem pour les Twin Towers” se ha seguido el texto que aparece en Power Inferno (París, Galilée, 2002, págs. 9-25). En su forma original, “Requiem pour les Twin Towers” consistió en una intervención de Jean Baudrillard en la ciudad de Nueva York a principios de 2002. Existe una traducción anterior al español, con el título de “Requiem para las Twin Towers”, publicada en Summa+, Nº. 54, 2002, págs. 36-39, con la cual la presente versión mantiene notables diferencias de concepción y estrategia, de fondo y de forma; véase también, a ese propósito, Jean Baudrillard, Power Inferno (trad. Isidro Herrera Baquero), Madrid, Arena Libros, 2003.
Los tres trabajos de Baudrillard recogidos en la edición francesa de Power Inferno consultada, esto es, y en ese orden, “Requiem pour les Twin Towers”, “Hypothèses sur le terrorisme” y “La violence du mundial”, fueron traducidos al inglés por Chris Turner y recogidos en The Spirit of Terrorism (Nueva York & Londres, Verso, 2003). El texto en inglés de “Requiem pour les Twin Towers”, mucho más breve por corresponder a una transcripción, verbatim, de la citada intervención de Baudrillard, difiere de manera sustancial del texto en francés del que hemos traducido.
La traducción, las notas y el título con que se publica ahora, “La forma de su ausencia: réquiem por las Twin Towers”, son de Rolando Prats, quien también ha traducido y publicado anteriormente, para la sección Letra viva de Patrias. Actos y Letras, “L'esprit du terrorisme”.
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¿Por qué, precisamente, las Twin Towers[1]? ¿Por qué dos torres gemelas en el World Trade Center?
Todos los edificios altos de Manhattan hasta entonces se habían enfrentado en una verticalidad concurrencial de la que emergía la afamada silueta arquitectónica de la ciudad. Esa imagen se transfromó en 1973, cuando se construyó el World Trade Center. La efigie del sistema pasó entonces del obelisco y la pirámide a la tarjeta perforada y el gráfico estadístico. Ese gráfico arquitectónico es la encarnación de un sistema que ha dejado de ser competitivo para convertirse en digital y contable y en que la competencia desaparece en provecho de las redes y del monopolio.
El hecho de que sean dos las torres supone la desaparición de todo referente original. Si hubiese habido una sola, el monopolio no se habría encarnado en ella a la perfección. Sólo la duplicación del signo pone realmente fin a lo que este designa. Y esa duplicación provoca una peculiar fascinación. Por muy altas que fueran, las dos torres encarnaban el fin de la verticalidad. No eran de la misma raza que los demás edificios. Culminaban en un reflejo exacto la una de la otra. Los edificios del Rockefeller Center ven replicarse sus fachadas de cristal y de acero en una especularidad infinita de la ciudad. Las torres, en cambio, ya no tienen fachada, ya no tienen rostro. Junto con la retórica de la verticalidad desaparece la retórica del espejo. Después de esos monolitos ciegos y en perfecto equilibrio no queda ya otra cosa que una especie de caja negra, una serie que se agota en el doble, como si la arquitectura, al igual que el sistema, no pudiese provenir sino de la clonación y de un código genético inmutable.
Nueva York es así la única ciudad del mundo que, a lo largo de su historia, con prodigiosa fidelidad, ha descrito el trazo de la forma del sistema y todas sus vicisitudes. Es menester, entonces, suponer que el desplome de las torres —en sí mismo acontecimiento sin igual en la historia de las ciudades modernas— prefigura el desenlace espectacular de esa forma de arquitectura y del sistema que esta encarna. En su pura modelización informática, financiera, contable y digital, las torres eran el cerebro. Al atacar las torres, los terroristas asestaron un golpe en el centro neurálgico del sistema. La violencia de lo mundial pasa también por la arquitectura, por el miedo a vivir y a trabajar en esos sarcófagos de cristal, de acero y de hormigón. El miedo a morir en ellos no puede separarse del miedo a vivir en ellos. De ahí que la protesta contra esa violencia pase también por la destrucción de esa arquitectura.
Esos monstruos arquitectónicos han despertado siempre una ambigua fascinación, una forma contradictoria de atracción y repulsión y, por tanto, en cierto modo, un deseo secreto de verlos desaparecer. Es cierto que en el caso de las Torres Gemelas, esa simetría y esa gemelidad perfectas constituían una cualidad estética, pero sobre todo un crimen contra la forma, una tautología de la forma, que alberga la tentación de hacerla pedazos. Su propia destrucción fue respetuosa de esa simetría: choque de doble impacto, a pocos minutos un golpe de otro, suspenso que todavía podría haber hecho creer en la posibilidad de un accidente, no es sino con el segundo impacto que se sella el acto terrorista.
El derrumbe de las torres es el acontecimiento simbólico supremo. Imaginemos que no se hubieran derrumbado, o que se hubiera derrumbado una sola: el efecto no habría sido en absoluto el mismo. Tampoco lo habría sido la contundente prueba de la fragilidad de la más grande potencia del mundo. Las torres, emblema de ese poder, lo encarnan también en su dramático fin, que se asemejó a un suicidio. Verlas desplomarse solas, como por implosión, era como si se hubiesen suicidado en respuesta al suicidio de los aviones suicidas.
Objeto a la vez arquitectónico y simbólico, el objeto simbólico constituía a las claras el objetivo, y podría decirse que su destrucción física fue la que llevó a su desplome simbólico. Y, sin embargo, se trató de lo contrario: fue la agresión simbólica la que llevó al desplome físico de las torres. Como si la potencia que hasta entonces había sostenido esas torres hubiese perdido precipitadamente todo recurso. Como si ese arrogante poderío de repente cediera bajo el peso de un excesivo esfuerzo: anhelar ser el único modelo del mundo. Cansadas de ser un símbolo demasiado pesado de soportar, las torres sucumbieron esta vez físicamente, sucumbieron verticalmente, al límite de sus fuerzas, ante los ojos deslumbrados del mundo.
No puede haber nada más lógico que el hecho de que el aumento de todo poderío exacerbe el deseo de aniquilarlo. Pero hay algo más: en cierto modo, todo poder es cómplice de su propia destrucción. Y esa negación interna es tanto más fuerte cuanto mayor sea la medida en que el sistema se acerque a la perfección y a la omnipotencia. Todo se produjo, entonces, por una especie de complicidad imprevisible, como si todo el sistema, por su fragilidad interna, jugara al juego de su propia liquidación y jugara, por tanto, al juego del terrorismo. Se ha dicho que ni Dios puede declararse a sí mismo la guerra. No es cierto: Occidente, en su posición de Dios, de omnipotencia divina y fuente de legitimidad moral absoluta, se vuelve suicida y se declara la guerra a sí mismo. En cuanto a la cuestión de qué debería reconstruirse en lugar de las torres, deviene insoluble: no es posible imaginar nada equivalente que pudiera valer la pena destruir. Las Torres Gemelas lo valían. No se puede decir lo mismo de muchas obras arquitectónicas. La mayoría de las cosas no meritan destruirse o sacrificarse, lo meritan sólo las obras de prestigio. Esa proposición no es tan paradójica como parecería y plantea una cuestión fundamental para la arquitectura: se debe construir sólo aquello que, por su excelencia, sea digno de que lo destruyan. Echemos un vistazo al horizonte a la luz de esa pregunta y veremos lo poco que se resistiría a ello.
Este ataque no deja de tener precedentes bien conocidos, en la destrucción deliberada de obras sublimes, cuya belleza o poder son como una provocación. La destrucción premeditada del Templo de Éfeso, Roma y Heliogábalo, la quema del Pabellón de Oro en la novela de Mishima. Sin olvidar, en El agente secreto, de Conrad, el intento anarquista de dinamitar el Observatorio de Greenwich "para liberar del Tiempo al Pueblo".
En cualquier caso, las torres han desaparecido. Pero nos han dejado el símbolo de su desaparición, el símbolo de la desaparición posible de la omnipotencia que encarnaban. Ocurra lo que ocurra a partir de ahora, habrá ya quedado destruida esa omnipotencia, y ello en apenas un instante.
Por lo demás, aunque las dos torres hayan desaparecido, no han sido aniquiladas. Aunque se hayan pulverizado, nos han dejado la forma de su ausencia. Quienes llegaron a ver las torres no pueden dejar de imaginarlas, del mismo modo que no pueden dejar de imaginar su silueta en el cielo, visible desde todos los rincones de la ciudad. Su fin en el espacio material las ha hecho pasar a un espacio imaginario definitivo. Por la gracia del terrorismo, las Torres Gemelas se han convertido en el edificio más bello del mundo —lo que indudablemente no eran mientras existieron.
Vista del Bajo Manhattan durante una de las ediciones de Tribute in Light, homenaje anual que desde 2002 tiene lugar cada 11 de septiembre por medio de una instalación de 88 reflectores verticales dispuestos en dos columnas de luz que representan las Torres Gemelas. (STOCK PHOTO)
Piénsese lo que se piense de sus cualidades estéticas, las Torres Gemelas constituían una proeza[4] absoluta y su destrucción en sí misma constituye una proeza absoluta. Ello, sin embargo, no justifica la exaltación del 11 de septiembre por Stockhausen[5] como la más sublime de las obras de arte. ¿Por qué un acontecimiento excepcional ha de ser una obra de arte? La recuperación estética es tan odiosa como la recuperación moral o política, sobre todo cuando la singularidad del acontecimiento estriba precisamente en haberse situado más allá de la estética y la moral. Dicho esto —y en ese sentido la afirmación de Stockhausen es atinada— el acontecimiento es, de por sí, inconcebible, y está más allá de todo comentario. También es irrepresentable, pues absorbe toda imaginación y, a la vez, carece de sentido. Se cierra, como diría Rothko, en todas direcciones. No existe nada que pueda hacérsele equivaler. El único eco quizás resonaría en ciertas formas de arte moderno, que se podría calificar de terroristas y que, por tanto, presagian un acontecimiento de esa magnitud, pero nunca como representación— y nunca después. Después de un acontecimiento así, es demasiado tarde para el arte, es demasiado tarde para la representación.
La utopía situacionista de una equivalencia entre el arte y la vida era, en esencia, terrorista: terrorismo es el punto extremo en que la radicalidad de la actuación artística, o de la idea, pasa a las cosas mismas, a la escritura automática de la realidad, por medio de una transferencia poética de situación. Pero si el arte pudo haber soñado con llegar a ser ese acontecimiento material que absorbe toda representación posible, lejos está de serlo, y no hay nada del orden de la imaginación o de la representación que pueda hoy igualar o estar a la altura de un acontecimiento semejante.
Salvo en el caso de la inquietante alegoría del artista africano a quien se le habría encargado una obra que se planeaba instalar en la explanada del World Trade Center y en la que el artista se representaba a sí mismo con el cuerpo atravesado por aviones, como un moderno San Sebastián. Presente en su estudio, adonde había ido a trabajar en la mañana del 11 de septiembre, su cuerpo quedó sepultado entre los escombros de las torres. Ello constituiría, sin más, la cúspide del arte: la perfección mágica de la obra al fin realizada, transfigurada y aniquilada al mismo tiempo por el acontecimiento a escala real que había prefigurado[6].
Todo está ya en el primer instante. Todo queda conjugado en el choque de los extremos. Y si se recusa ese momento de fascinación en que, en la inmoralidad de la imagen, se condensa la sobrecogedora intuición del acontecimiento, dejamos escapar toda posibilidad de aprehender lo que de excepcional el acontecimiento tiene. Todo discurso no hace entonces sino distanciarnos irremediablemente de lo excepcional del acontecimiento, y la fuerza del acontecimiento se desvanece así en consideraciones políticas y morales.
Por lo tanto, a un acontecimiento sin precedentes corresponde una reacción sin precedentes, inmediata e inobjetable, que se valga de toda la energía posible del acontecimiento; todo lo que siga, incluso la guerra, no será más que una forma de dilución y sustitución. De ahí la dificultad de enfrentarse al acontecimiento sin intentar, de algún modo, explicarlo: todo lo que pretenda asignarle algún sentido, así fuese el más sutil y el más propicio de todos, secretamente habrá de negarlo. Pues lo que hace que un acontecimiento lo sea procede de una disociación de los efectos y las causas, de una precesión de los efectos y de una superación tal de la causalidad que pareciera borrarse su propio principio (pues realmente tendría lugar sólo aquello de lo que no existan suficientes razones para que tenga lugar).
Todo lo que puede hacerse es responder a un acontecimiento con otro acontecimiento, es decir, con un análisis que pueda ser tan inaceptable como el acontecimiento mismo. Y si, en el acontecimiento singular, los efectos se liberan de sus causas, entonces el pensamiento que les hace frente debe también liberarse de sus presupuestos y de sus referentes.
¿Precede el pensamiento al acontecimiento? Se tiene la impresión de que el acontecimiento ha estado siempre ahí, presente por anticipado, y que se mueve más rápido que el pensamiento, creando repentinamente un vacío a su alrededor y despojando al mundo de toda actualidad. En cierto modo, por otro lado, no vivimos el acontecimiento como si realmente hubiera tenido lugar, sino como fantasmagoría, con la angustia retrospectiva de que podría no haber ocurrido. El más mínimo detalle podría haber hecho fracasar semejante empresa y, seguramente, por esa misma ínfima razón —pues el destino es sutil—, más de un acontecimiento excepcional habría dejado de producirse. Pero cuando el acontecimiento ocurre, provoca una especie de efecto de explosión, de bomba de absorción que asfixia todos los acontecimientos futuros. De suerte que no sólo borra todo lo que lo precede, sino también todo lo que habrá de seguirlo.
Y, sin embargo, de algún modo, el pensamiento precede al acontecimiento, pues también el pensamiento trabaja para hacer el vacío, para que pueda surgir lo que no ha sido significado y seguramente nunca habrá de serlo. Es lo que distingue al pensamiento radical del análisis crítico: este último se empeña en negociar su objeto en el intercambio de sentido e interpretación, mientras que el pensamiento radical trata de librarlo de ese regateo y de hacer imposible el intercambio. Lo que está en juego ya no se encuentra en la explicación, sino en un duelo, en el desafío que pensamiento y acontecimiento se lanzan uno a otro. Es solamente a ese precio que podemos preservarle al acontecimiento su literalidad.
El análisis radical se mide con el propio acontecimiento. No lo considera un hecho —toda interpretación que lo reduzca a "hecho" es una interpretación "falsa". Y si es cierto que la mayoría de los acontecimientos pueden reducirse al estado de hecho, sólo los que escapan a ese estado meritan el nombre. El análisis tampoco es un espejo del acontecimiento, por cuanto todo encuentro cara a cara con lo "real" se vuelve imposible (en sí mismo lo real es imposible, y el hecho de que tenga lugar no le resta un ápice a su imposibilidad objetiva).
Conviene medirse con este acontecimiento en su imposibilidad, en su carácter inimaginable, hasta como accidente. Para que haya acontecimiento, este no puede sino hacer que los conceptos se libren de su campo de referencia. Lo cual hace inútil todo intento de totalización, incluso a través del Mal o de lo peor. Por supuesto que el sistema continuará sin tregua, pero ya sin fin, ni siquiera el de su apocalipsis. Pues el apocalipsis ya ha llegado, en forma de liquidación inexorable de toda civilización, quizás incluso de la especie. Pero lo que ha sido liquidado aún deberá ser destruido. Y el pensamiento y el acontecimiento proceden de común acuerdo en ese acto de destrucción simbólica.
Notas
[1] En inglés en el original, tanto en el título como a lo largo del texto, siempre que se usen como nombre propio. Hemos optado por mantener el nombre en inglés de las Torres Gemelas sólo en el título y en la oración inicial del texto.
[2] El pabellón de oro (Buenos Aires, Seix Barral, 2007), de Yukio Mishima, es una novela de 1956 basada en un acontecimiento real: el incendio de un famoso templo budista por un joven novicio.
[3] Joseph Conrad, El agente secreto (Alianza Editorial, 2004). Al igual que la novela de Mishima, esta se basa en un acontecimiento real, el intento de volar el Real Observatorio de Greenwich Park, en Londres, por el anarquista francés Martial Bourdin, quien murió cuando los explosivos químicos que llevaba detonaron prematuramente frente al Observatorio.
[4] Performance en el original en francés. Recordemos que el inglés performance —universalmente entendido hoy en su acepción estrecha de acto, actuación o gesto estético o artístico— proviene del francés parformance, y que performance, en francés, todavía significa logro, récord, éxito, victoria, proeza.
[5] Karlheinz Stockhausen, compositor alemán, quien durante una conferencia de prensa en un festival de música en Hamburgo, seis días después de los atentados del 11 de septiembre, afirmó que estos habían sido "la más grande obra de arte imaginable en todo el universo".
[6] Michael Rolando Richards (2 de agosto de 1963--11 de septiembre de 2001), escultor afroamericano de ascendencia jamaicana y costarricense. Murió el 11 de septiembre de 2001 durante el atentado contra las Torres Gemelas del World Trade Center mientras se encontraba en su estudio de la planta 92 de la Torre Norte.