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Espíritu del terrorismo Jean Baudrillard

11 de septiembre de 2021

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A veinte años del 11 de septiembre de 2001 —por la misma ventana en 110 Hudson, TriBeCa, por donde mi madre vio caer por primera vez la nieve, la nieve y ella por primera vez, alguna vez, ella, vio alzarse, también por primera vez, las Torres Gemelas, a una pulgada de cristal la nieve, a diez cuadras de luz algodonada las Torres—; por entre el soberano esplendor de una mañana, perfecta, de septiembre, entonces, hoy —septiembre es el mes más luminoso, el más azul del año, sus dulces oros turnándose, en Nueva York, Berlín, Cadaqués, Sagaponack, para tenderle al otoño espejismos en que se crea ya, Narciso, dueño de su azogada transparencia—; a veinte años y todavía ninguno, también Jean Baudrillard y su The Spirit of Terrorism.

Porque fue en inglés (traducido con elegancia por Chris Turner para Verso, 2002) que lo leí por primera vez, en Nueva York, y ya no puedo recordar el once de septiembre —o recordarme en el once de septiembre— sin escuchar decir a Baudrillard, en inglés, primero; en francés después, en español ahora, casi por primera vez:

 

“Estamos en presencia incluso, con los atentados de Nueva York y del World Trade Center, del acontecimiento absoluto, de la 'madre' de todos los acontecimientos, del acontecimiento puro que concentra en sí todos los acontecimientos que jamás han ocurrido.”

Porque este texto, este Baudrillard, se han mal traducido al español —como con miedo—, y ni siquiera hoy se dispone, en español, de una edición en forma de libro de “L’esprit du terrorisme”, originalmente publicado en Le Monde el 3 de noviembre de 2001.

Pero de eso y más —de cómo tal vez desde ¿Revolución en la Revolución?, o desde el Mensaje a la Tricontinental, no se oía, desde otro lado de la barricada, desde otra barricada contra el mismo enemigo, hablar así de la muerte —hablar de ella en esos timbres de júbilo y tremor—, de lo inintercambiable de la muerte, de su victoria absoluta como arma absoluta—, de eso, y de otras cosas, querré hablar en otro momento, otros septiembres.

Ahora quiero ofrecer esta nueva rendición de "Espíritu del terrorismo" —un clásico ya de su lengua y, si se estuviera a su altura, de cualquier lengua posible: ¿se podrá responder a esta escritura, como automática de su propia lucidez, y sus incandescentes, iluminantes intuiciones, sus desafíos abisales, pues Baudrillard nos desafía a ser moralmente inmorales, de eso se ha tratado siempre, de rebasar la frontera impuesta entre un Bien y un Mal que son caras de la misma moneda: "el Bien no podría derrotar al Mal sino renunciando a ser el Bien, puesto que el hecho mismo de adjudicarse el monopolio mundial del poder generaría un contragolpe de una violencia proporcional"; se podría responder a esa perfunción de lo hasta entonces irreconocido, inconfesado, desde la deshilachada jerga de esas exhauciones llamadas ciencias sociales, políticas, llamadas ciencias del hombre? —; ahora que he vuelto a releer, a traducir, el oído lo más cerca posible de la respiración del texto original, para poder saber mejor cuándo se nos va ahogar, cuándo esa fidelidad ha comenzado a bordear la doble asfixia de ambas respiraciones ahora entrecruzadas, y poder apartarse exactamente lo necesario, en el momento preciso, para poder regresar. Para poder volver a atravesar en L’esprit du terrorisme, de Jean Baudrillard.

 

(Rolando Prats)

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Acontecimientos mundiales no nos han faltado, de la muerte de Diana al Mundial de Fútbol, o acontecimientos violentos y reales, de guerras a genocidios. Pero lo que se dice un acontecimiento simbólico de envergadura mundial; es decir, no sólo de difusión mundial, sino también capaz de poner en jaque a la propia mundialización, no habíamos tenido ninguno. A lo largo de ese estancamiento de los años noventa, lo que tuvo lugar fue  la “huelga de acontecimientos” (según palabras del escritor argentino Macedonio Fernández). Pues bien, la huelga ha terminado. Los acontecimientos han dejado de estar en huelga. Estamos en presencia incluso, con los atentados de Nueva York y del World Trade Center, del acontecimiento absoluto, de la “madre” de todos los acontecimientos, del acontecimiento puro que concentra en sí todos los acontecimientos que jamás han ocurrido.

Todo el juego de la historia y del poder se ha visto perturbado, pero también lo han sido las condiciones del análisis. Habrá que darse tiempo. Pues mientras los acontecimientos se estancaban había que anticipárseles, viajar más rápido que los acontecimientos. Cuando los acontecimientos se aceleran a tal punto, hay que andar más despacio. Sin por ello dejarse sepultar bajo el fárrago de los discursos y la neblina de la guerra, mientras se preserva intacto el inolvidable fulgor de las imágenes.

Todos los discursos y los comentarios delatan una gigantesca catarsis frente al acontecimiento mismo y frente a la fascinación que el acontecimiento ejerce. La condena moral, la unión sagrada contra el terrorismo guardan proporción con el júbilo prodigioso que se siente al ver cómo se destruye a esa superpotencia mundial, o mejor, cómo se destruye a sí misma, cómo se suicida cubierta de gloria. Porque es ella, con su insoportable poderío, la que ha fomentado toda esa violencia infusa en todo el mundo y con ello la imaginación terrorista (sin saberlo) que habita en todos nosotros.

Que hayamos soñado con este acontecimiento, que cada uno sin excepción lo haya soñado, porque nadie puede no soñar con la destrucción de cualquier poderío que haya alcanzado tal grado de hegemonía, resulta inaceptable para la conciencia moral de Occidente, y sin embargo es un hecho, y un hecho a la medida exacta de la patética violencia de los discursos que quisieran borrarlo. En última instancia, son ellos quienes lo hicieron, pero hemos sido nosotros quienes lo hemos deseado. Si esto no se tiene en cuenta, el acontecimiento pierde toda dimensión simbólica, deviene un accidente puro, un acto puramente arbitrario, la fantasmagoría sangrienta de unos pocos fanáticos a quienes bastaría liquidarlos. Pero de sobra sabemos que no es así. De donde todo el delirio contrafóbico de exorcizar el mal: y es que el mal está ahí, en todas partes, como un oscuro objeto del deseo. Sin esa complicidad profunda, el acontecimiento no habría tenido la resonancia que tuvo, y en su estrategia simbólica los terroristas seguramente saben que pueden contar con esa complicidad inconfesable.

Ello rebasa por mucho el odio que contra la potencia mundial dominante sienten los desheredados y los explotados, los que han ido a dar del lado equivocado del orden mundial. Ese maligno deseo habita en el corazón mismo de quienes disfrutan de los beneficios de ese orden. La alergia a todo orden definitivo, a todo poderío definitivo es, por fortuna, universal, y las dos torres del World Trade Center encarnaban a la perfección, precisamente en su gemelidad, ese orden definitivo.

No se requiere una pulsión de muerte o de destrucción, ni siquiera un efecto perverso. Resulta lógico e inexorable que el aumento del poder del poder exacerbe la voluntad de destruirlo. Y ese poder es cómplice de su propia destrucción. Cuando las dos torres se desmoronaron, parecía como si hubiesen respondido al suicidio de los aviones suicidas con su propio suicidio. Se ha dicho: “Ni Dios se puede declarar a sí mismo la guerra.” Pues sí. Occidente, que ha tomado el lugar de Dios (de omnipotencia divina y legitimidad moral absoluta), se vuelve suicida, y se declara la guerra a sí mismo. Las innumerables películas de desastres dan fe de esa fantasía, que obviamente conjuran a través de la imagen, sumergiéndolo todo bajo los efectos especiales. Pero la atracción universal que ejercen, a la par con la pornografía, muestra que el pasar al acto anda siempre al acecho —la propensión a negar todo sistema es tanto más fuerte cuanto más ese sistema se aproxime a la perfección o la omnipotencia.

Es asimismo probable que los terroristas (¡tanto como los expertos!) no hayan previsto el desmoronamiento de las Twin Towers, que más que el ataque al Pentágono fue el golpe simbólico más fuerte. El desmoronamiento simbólico de todo un sistema se da por una complicidad imprevisible, como si desmoronándose por sí mismas, suicidándose, las torres hubieran entrado en el juego para dar el toque de gracia al acontecimiento.

De algún modo, es el sistema entero el que, por su fragilidad interna, echa una mano al acto inicial. Cuanto más se concentra mundialmente, a punto de constituir una única red, tanto más vulnerable se vuelve en un solo punto (así, un insignificante hacker filipino había logrado, desde su ordenador portátil, echar a andar el virus I love you, que le dio la vuelta al mundo devastando redes enteras). Esta vez han sido dieciocho kamikazes quienes, gracias al arma absoluta de la muerte, multiplicada por la eficiencia tecnológica, han desencadenado un proceso catastrófico global.

Cuando la potencia mundial monopoliza a tal punto la situación, cuando nos vemos enfrentados a esta formidable condensación de todas las funciones por la maquinaria tecnocrática y el pensamiento único, ¿qué otra vía puede haber sino la de una transferencia terrorista de situación? Es el sistema mismo el que ha creado las condiciones objetivas para esa retorsión brutal. Al reservarse todas las cartas, obliga al Otro a cambiar las reglas del juego. Y las nuevas reglas son despiadadas, porque despiadado es el envite. A un sistema cuyo propio exceso de poder plantea un desafío irremediable, los terroristas responden con un acto definitivo, imposible de ser intercambiado. Terrorismo es el acto que restituye una singularidad irreductible en el seno de un sistema de intercambio generalizado. Todas las singularidades (las especies, los individuos, las culturas) que han pagado con su muerte la entronización de una circulación mundial regida por un solo poder, se vengan hoy a través de esa transferencia terrorista de situación.

Terror contra terror, no hay más ideología detrás de todo ello. Estamos mucho más allá de la ideología y de lo político. Ninguna ideología, ninguna causa, ni siquiera la islámica, puede dar cuenta de la energía que alimenta al terror. Ya no se aspira ni siquiera a transformar el mundo, se aspira (como en su época las herejías) a radicalizarlo por el sacrificio, al tiempo que el sistema aspira a lograrlo por la fuerza.

Al igual que un virus, el terrorismo está en todas partes. Hay una perfusión mundial de terrorismo, que es como la sombra que proyecta todo sistema de dominación, por doquier listo para despertar como un agente doble. No hay ya una línea de demarcación que permita delimitarlo, habita en el corazón mismo de esa cultura que lo combate, y la fractura visible (y el odio) que opone en el plano mundial a los explotados y los subdesarrollados al mundo occidental se une secretamente a la fractura interna del sistema dominante. Este puede hacer frente a cualquier antagonismo visible. Pero contra ese otro, de estructura viral —como si todo aparato de dominación secretara el dispositivo que se le opone, su propio fermento de desaparición–, contra esa forma de reversión casi automática de su propio poderío, el sistema nada puede. Y el terrorismo es la onda de choque de esa reversión silenciosa.

No se trata, pues, de un choque de civilizaciones o de religiones, y ello rebasa con creces al Islam y a los Estados Unidos, en los que se intenta centrar el conflicto para que nos hagamos la ilusión de un enfrentamiento visible y una solución por la fuerza. Se trata, por el contrario, de un antagonismo fundamental, pero que designa, a través del espectro de los Estados Unidos (que bien podrían ser el epicentro, pero que de ningún modo encarnan por sí solos la mundialización) y a través del espectro del Islam (que tampoco es la encarnación del terrorismo), la mundialización triunfante en pugna consigo misma. En ese sentido, podría hablarse de una guerra mundial; no la tercera sino la cuarta y la única verdaderamente mundial, pues lo que está en juego es la propia mundialización. Las dos primeras guerras mundiales respondían a la imagen clásica de la guerra. La primera puso fin a la supremacía de Europa y de la era colonial. La segunda puso fin al nazismo. La tercera, que en efecto tuvo lugar, en forma de guerra fría y de disuasión, puso fin al comunismo. De una a otra, hemos ido cada vez más lejos en dirección de un orden mundial único. Hoy ese orden, que virtualmente ya se ha consumado, se ve enfrentado a las fuerzas antagónicas diseminadas en el corazón mismo de lo mundial, en todas sus convulsiones. Guerra fractal de todas las células, de todas las singularidades que se rebelan en forma de anticuerpos. Enfrentamiento a tal punto inasible que cada cierto tiempo es necesario salvaguardar la idea de la guerra a través de puestas en escena espectaculares, como las de la guerra del Golfo o la de Afganistán. Pero la Cuarta Guerra Mundial está en otra parte. Es la que acosa a todo orden mundial, a toda dominación hegemónica —si el Islam dominara al mundo, el terrorismo se levantaría contra el Islam. Pues es el propio mundo lo que se resiste a la mundialización.

 

 

 


 

World Trade Center antes del 11 de septiembre.jpeg

 

Vista, antes del 11 de septiembre de 2001, del bajo Manhattan desde el Parque del Puente de Brooklyn.

 

 

 

 

El terrorismo es inmoral. El acontecimiento del World Trade Center, ese desafío simbólico, es inmoral, y responde a una mundialización que es, ella misma, inmoral. Pues bien, seamos inmorales nosotros mismos, y, si queremos comprender algo, miremos un poco mas allá del Bien y del Mal. Por una vez, ahora que nos hallamos frente a un acontecimiento que desafía no sólo la moral, sino además toda forma de interpretación, tratemos de tener la inteligencia del Mal. Es ahí que radica precisamente el punto crucial: en el contrasentido total de la filosofía occidental, la de las Luces, en cuanto a la relación entre el Bien y el Mal. Creemos ingenuamente que el progreso del Bien, su auge en todos los ámbitos (la ciencia, la tecnología, la democracia, los derechos humanos), corresponde a una derrota del Mal. Nadie parece haber comprendido que el Bien y el Mal ascienden al mismo tiempo y lo hacen de la misma forma. El triunfo del primero no conlleva la desaparición del segundo, sino todo lo contrario. Al Mal lo consideramos, metafísicamente, un error accidental. Pero ese axioma, del que se desprenden todas las formas maniqueas de lucha entre el Bien y el Mal, es ilusorio. El Bien no reduce al Mal, ni tampoco a la inversa: son irreductibles el uno al otro y, a la vez, mantienen una relación inextricable. En el fondo, el Bien no podría derrotar al Mal sino renunciando a ser el Bien, puesto que el hecho mismo de adjudicarse el monopolio mundial del poder generaría un contragolpe de una violencia proporcional.

 

En el universo tradicional, se mantenía un equilibrio entre el Bien y el Mal, según una relación dialéctica que aseguraba mal que bien la tensión y el equilibrio del universo moral —como de algún modo durante la guerra fría el enfrentamiento entre las dos potencias aseguraba el equilibrio del terror y, por tanto, la no supremacía de una sobre la otra. Ese equilibrio se rompe a partir del momento en que se produce una extrapolación total del Bien (hegemonía de lo positivo sobre cualquier forma de negatividad, exclusión de la muerte, de toda fuerza latentemente adversa, triunfo de los valores del Bien en toda la línea). A partir de ahí, se rompió el equilibrio, y fue como si el Mal recuperara una autonomía invisible, se expandiera en forma exponencial.

 

Salvando todas las distancias, fue lo que de algún modo se produjo en el orden político a raíz de la desaparición del comunismo y del triunfo mundial del poder liberal: es entonces que surge un enemigo fantasmal, que perfunde todo el planeta y se infiltra como un virus por todas partes, emergiendo de todos los intersticios del poder: el Islam. Pero el Islam no es sino el frente móvil de cristalización de ese antagonismo. Ese antagonismo está en todas partes y está en cada uno de nosotros. Así, terror contra terror. Pero terror asimétrico. Y es esa asimetría la que desarma por completo a la superpotencia mundial. En pugna consigo misma, esta no puede sino hundirse en su propia lógica de correlación de fuerzas, incapaz de operar en el terreno del desafío simbólico y de la muerte, del que no tiene ya la menor idea, pues lo ha suprimido de su propia cultura.

 

Hasta ahora, ese poder de integración ha logrado casi siempre absorber y reabsorber toda crisis, toda negatividad, creando con ello una situación profundamente desesperante (no sólo para los condenados de la tierra, sino también para los ricos y los privilegiados, en su comfort radical). El acontecimiento fundamental radica en el hecho de que los terroristas hayan dejado de suicidarse en vano, de que pongan en juego su propia muerte de manera ofensiva y eficaz, guiados por una simple intuición estratégica —la de la inmensa fragilidad del adversario, la de un sistema que ha alcanzado casi su perfección y que, de pronto, se vuelve vulnerable al más mínimo destello—, de que hayan logrado hacer de su propia muerte un arma absoluta en contra de un sistema que vive de excluir la muerte y cuyo ideal es cero muertos. Todo sistema de cero muertos es un sistema de suma cero. Y nada puede ningún medio de disuasión y destrucción contra un enemigo que ya ha hecho de la muerte un arma contraofensiva. “¡Qué importan los bombardeos norteamericanos! ¡Nuestros hombres tienen tantas ganas de morir como los norteamericanos de vivir!” De ahí la desigualdad de las [cuatro] mil muertes infligidas de un solo golpe a un sistema de cero muertos.

 

Así pues, todo gira ahora en torno a la muerte, no sólo por la irrupción brutal de la muerte, en directo, en tiempo real, sino por la irrupción de una muerte mucho más que real: una muerte simbólica y sacrificial, es decir, el acontecimiento absoluto, inapelable.

 

Tal es el espíritu del terrorismo.

 

No atacar nunca al sistema en términos de correlación de fuerzas. Es ese el imaginario (revolucionario) que impone el sistema mismo, sistema que sobrevive obligando una y otra vez a quienes lo atacan a batirse en el terreno de la realidad, que es para siempre el del sistema. En cambio, desplazar la lucha a la esfera de lo simbólico, ahí donde la regla es el desafío, la reversión, la sobrepuja. De tal manera que a la muerte no pueda responderse sino con una muerte igual o superior. Desafiar el sistema con una ofrenda a la que no pueda responderse sino con su propia muerte y su propio desmoronamiento.

 

La hipótesis terrorista es que el propio sistema se suicida en respuesta a los desafíos multiples de la muerte y del suicidio. Pues ni el sistema ni el poder escapan a su condición simbólica —es sobre esa trampa que reposa la única posibilidad de su destrucción. En ese ciclo vertiginoso del intercambio imposible de la muerte, la del terrorista es un punto infinitesimal, pero uno que provoca una succión, un vacío, una convección gigantesca alrededor de ese punto ínfimo, todo el sistema, el de lo real y el del poder, se hace más denso, se engarrota, se repliega sobre sí mismo y se hunde en su propia supraeficacia.

 

La táctica del modelo terrorista es provocar un exceso de realidad y hacer que el sistema se derrumbe bajo ese exceso de realidad. Todo el escarnio de la situación, al mismo tiempo que la violencia que el poder moviliza, se tornan en su contra, pues los actos de terrorismo son a la vez el espejo exorbitante de su propia violencia y el modelo de una violencia simbólica que le está vedada, la única violencia que no puede ejercer: la de su propia muerte.

 

De ahí que nada pueda todo el poderío visible contra la muerte ínfima, pero simbólica, de unos cuantos individuos.

 

Hay que rendirse a la evidencia de que ha nacido un terrorismo nuevo, una forma de actuar nueva que juega el juego y se apropia de las reglas para perturbarlo mejor. No sólo esos otros luchan con armas desiguales, puesto que ponen en juego su propia muerte, a la cual es imposible responder (“no son más que unos cobardes”), sino que se han apropiado de las armas de la potencia dominante. El dinero y la especulación bursátil, las tecnologías informáticas y aeronáuticas, la dimensión espectacular y las redes mediáticas: todo lo han asimilado de la modernidad y la mundialidad sin cambiar de rumbo, el de destruirlas.

 

Para colmo de la astucia, hasta se valieron de la banalidad de la vida cotidiana en los Estados Unidos como máscara y como doble juego. Durmiendo en sus suburbios, leyendo y estudiando en familia antes de despertar de un día para otro como bombas de efecto retardado. El control absoluto de esa clandestinidad es casi tan terrorista como el acto espectacular del 11 de septiembre. Pues arroja la sombra de la sospecha sobre cualquier individuo: ¿acaso cualquier ser inofensivo no puede ser en potencia un terrorista? Si esos otros lograron pasar desapercibidos, cualquiera de nosotros es un criminal desapercibido (incluso cada avión se vuelve sospechoso), y en el fondo tal vez sea verdad. Quizás ello corresponda a una forma inconsciente de criminalidad potencial, disfrazada y cuidadosamente reprimida, pero siempre susceptible, si no de resurgir, al menos de vibrar secretamente frente al espectáculo del Mal. Así, el acontecimiento se ramifica hasta el mínimo detalle, fuente de un terrorismo mental todavía más sutil.

 

La diferencia radical es que los terroristas, a la vez que disponen de las armas del sistema, disponen además de un arma letal: su propia muerte. Si se contentaran con combatir el sistema con sus propias armas se los eliminaría de inmediato. Si no le opusieran sino su propia muerte, desaparecerían tan rápidamente en un sacrificio inútil —que es lo que hasta ahora el terrorismo casi siempre ha hecho (como los atentados suicidas de los palestinos) y por lo que ha estado condenado al fracaso—.

 

Todo cambia desde que los terroristas conjugan todos los medios modernos disponibles con esa arma sumamente simbólica. Esta multiplica infinitamente el potencial destructivo. Es esa multiplicación de factores (que nos parecen irreconciliables) lo que les confiere semejante superioridad. Por el contrario, la estrategia de cero muertos, la guerra “limpia”, tecnológica, pierde de vista precisamente esa transfiguración del poderío “real” por el poderío simbólico.

 

El éxito prodigioso de un atentado como el del 11 de septiembre plantea un problema. Y para comprender algo de ello hay que desprenderse de nuestra óptica occidental para ver qué sucede en su organización y en la mente de los terroristas. Semejante eficacia supondría entre nosotros una capacidad máxima de cálculo, de racionalidad, que nos cuesta imaginar en los otros. Y aún en ese caso, como en cualquier organización racional o servicio secreto, se producirían filtraciones y desaciertos.

 

Por lo que el secreto de semejante triunfo está en otra parte. La diferencia está en el hecho de que, para los terroristas, no se trata de un contrato laboral, sino de un pacto y de una obligación sacrificial. Semejante obligación está a salvo de toda deserción y de toda corrupción. El milagro está en haberse adaptado a la red mundial, al protocolo técnico, sin perder nada de la complicidad con la vida y con la muerte. A la inversa del contrato, el pacto no une a individuos —ni siquiera su “suicidio” constituye un acto de heroísmo individual—. Es un sacrificio colectivo sellado por una exigencia ideal. Y es la conjugación de dos dispositivos: una estructura operativa y un pacto simbólico, lo que hace posible un acto de tal desmesura.

 

No tenemos ya ninguna idea de lo que constituye un cálculo simbólico, como en el póker o en las máquinas tragamonedas: apuesta mínima, resultado máximo. Exactamente lo que lograron los terroristas en el atentado de Manhattan, lo cual ilustraría muy bien la teoría del caos: un golpe inicial provoca consecuencias incalculables, mientras que el despliegue gigantesco de los norteamericanos (“Tormenta del Desierto”) no obtiene sino efectos irrisorios —el huracán termina, por así decir,  en el aleteo de una mariposa—.

 

El terrorismo suicida era un terrorismo de pobres; es este un terrorismo de ricos. Y es eso lo que nos causa tanto miedo: que se hayan hecho ricos (poseen los medios para ello) sin dejar de desear nuestra ruina. Desde luego, según nuestro sistema de valores, ellos hacen trampa: no es cosa de juego poner en juego la propia muerte. Pero a ellos qué les importa, y las nuevas reglas del juego ya no nos pertenecen.

 

Todo resulta útil para desacreditar sus actos. Así, tratarlos de “suicidas” y de “mártires”. Para añadir, de inmediato, que nada prueba el martirio, que nada tiene que ver con la verdad, y que incluso (citando a Nietzsche) es el enemigo número uno de la verdad. Sin duda, nada prueba su muerte, pero no hay nada que probar en un sistema en que la verdad es inasible —o es que ¿somos nosotros quienes pretendemos detentarla? Por otro lado, ese argumento altivamente moral termina revirtiéndose. Si nada prueba el martirio voluntario de los kamikazes, entonces tampoco lo hace el martirio involuntario de las víctimas del atentado; y hay algo de inconveniente y obsceno en hacer de ello un argumento moral (lo cual no prejuzga en absoluto su sufrimiento y su muerte).

 

Otro argumento de mala fe: los terroristas intercambian su muerte por un lugar en el paraíso. Su acto no es gratuito, por lo tanto no es auténtico. Sería gratuito sólo si no creyeran en Dios, si la muerte no entrañara, como lo hace para nosotros, esperanza alguna  (sin embargo, los mártires cristianos no esperaban otra cosa que esa equivalencia sublime). Por lo que, de nuevo, no pelean con las mismas armas, pues ellos tienen derecho a la salvación, de lo cual nosotros ni siquiera podemos albergar la esperanza. Así como nosotros lloramos nuestra muerte, a ellos les es dado hacer de su propia muerte una apuesta de alta definición.

 

En el fondo, todo, la causa, la prueba, la verdad, la recompensa, el fin y los medios, es una forma de cálculo típicamente occidental. Incluso a la muerte la evaluamos con tasas de interés, en términos de calidad y precio. Cálculo económico que es un cálculo de pobres al que no tienen ni siquiera el valor de ponerle precio.

 

¿Qué puede pasar, salvo la guerra, que no es más que una pantalla de protección convencional? Se habla de terrorismo biológico, de guerra bacteriológica o de terrorismo nuclear. Pero nada de eso pertenece al orden del desafío simbólico, sino al del aniquilamiento sin palabra, sin gloria, sin riesgo, al orden de la solución final.

 

Es un contrasentido no ver en la acción terrorista sino una lógica puramente destructiva. Me parece que su propia muerte es inseparable de su acción (es eso precisamente lo que hace de ella un acto simbólico), de ningún modo la eliminación impersonal del otro. Todo radica en el desafío y en el duelo, es decir, una vez más, en una relación dual, casi personal, con la potencia adversaria. Es ella la que los ha humillado, y ella la que habrá que humillar. Y no simplemente exterminar. Será necesario avergonzarla. Lo cual jamás se logra mediante la fuerza bruta o la supresión del otro. Se deberá apuntarle y herirlo en la adversidad. Aparte del pacto que une a los terroristas, existe algo así como un pacto dual con el adversario. Es, pues, exactamente lo contrario de la cobardía de la que se les acusa, y es exactamente lo contrario de lo que hicieron los norteamericanos en la Guerra del Golfo (y que actualmente repiten en Afganistán): objetivo invisible, liquidación operativa.

 

De todas esas vicisitudes conservamos, por encima de todo, la visión de las imágenes. Debemos preservar esa pregnancia de las imágenes, así como la fascinación que ejercen, pues esas imágenes, quiérase o no, son la escena primordial. Y los acontecimientos de Nueva York, al mismo tiempo que han radicalizado la situación mundial,  habrán radicalizado la relación entre la imagen y la realidad. Acostumbrados a no enfrentar sino una profusión ininterrumpida de imágenes banales y un flujo ininterrumpido de acontecimientos simulados, el acto terrorista de Nueva York resucita, a la vez, la imagen y el acontecimiento.

Entre las armas del sistema que los terroristas lograron volver contra el sistema, una de las que capitalizaron fue el tiempo real de las imágenes, su difusión mundial instantánea. Se la apropiaron del mismo modo que lo hicieron de la especulación bursátil, la información electrónica y la circulación aérea. El papel de la imagen es sumamente ambiguo. Pues a la vez que exalta el acontecimiento lo toma como rehén. La imagen sirve para multiplicar al infinito, y al mismo tiempo sirve de diversión y neutralización (así sucedió con los acontecimientos de 1968). Es lo que siempre olvidamos cuando hablamos del “peligro” de los medios. La imagen consume al acontecimiento, en el sentido de que lo absorbe y lo ofrece al consumo. Es cierto que le confiere un impacto hasta ahora inédito, pero en tanto que acontecimiento-imagen.

 

¿Qué sucede entonces con el acontecimiento real si por doquier la imagen, la ficción, lo virtual perfunden la realidad? En el caso que nos ocupa, creímos ver (quizás con cierto alivio) un resurgimiento de lo real y de la violencia de lo real en un universo presuntamente virtual. “¡Déjese usted ya de historias virtuales, esto, esto sí que es real!” Del mismo modo, nos ha sido dado asistir a una resurrección de la historia más allá de su fin anunciado. Pero, ¿supera realmente la realidad a la ficción? Si parece haberlo logrado, es porque absorbió la energía de la ficción, y la realidad misma se convirtió en ficción. Casi podría decirse que la realidad siente celos de la ficción, que lo real siente celos de la imagen… Se trata de una suerte de duelo entre ambas, para ver quién termina siendo más inimaginable.

 

El desmoronamiento de las torres del World Trade Center es inimaginable, pero ello no basta para convertirlo en un acontecimiento real. Un aumento de la violencia no basta para acceder a la realidad. Pues la realidad es un principio, y es ese principio lo que se ha perdido.

 

Realidad y ficción son inextricables, y la fascinación que ejerce el atentado es ante todo la fascinación que ejerce la imagen (las consecuencias, a la vez exultantes y catastróficas, en sí mismas son en gran medida imaginarias).

 

Es este caso, pues, lo real se suma a la imagen como un bono de terror, un estremecimiento más. No sólo es aterrador, sino que además es real. En lugar de que la violencia de lo real sea lo primero que se manifieste y de que a esa violencia de lo real se sume el estremecimiento de la imagen, lo primero que hace acto de presencia es la imagen, y a ella se suma el estremecimiento de lo real. Algo así como una ficción de más, una ficción que rebasa la ficción. Ballard (siguiendo a Borges) hablaba de reinventar lo real como la más definitiva y las más temible de las ficciones.

 

Esa violencia terrorista no representa, pues, un contragolpe de la realidad, y mucho menos de la historia. Esa violencia terrorista no es “real”. En cierto sentido es peor: es simbólica. La violencia en sí puede ser perfectamente banal e inofensiva. Sólo la violencia simbólica es capaz de generar una singularidad. Y en este acontecimiento singular, esta película de desastres de Manhattan se conjugan, en el más alto grado, los dos elementos que fascinan a las masas del siglo XX: la magia blanca del cine y la magia negra del terrorismo. La luz blanca de la imagen y la luz negra del terrorismo.

 

A posteriori, nos empeñamos en imponerle cualquier sentido, en encontrarle cualquier interpretación; pero carece tanto de uno como de otra, y es la radicalidad del espectáculo, la brutalidad del espectáculo, lo único original e irreductible. El espectáculo del terrorismo impone el terrorismo del espectáculo. Contra esa fascinación inmoral (incluso si desencadena una reacción moral universal) nada puede el orden político. Es ese nuestro teatro de la crueldad, el único que nos queda —extraordinario desde el momento en que en él se reúnen el punto más álgido de espectacularidad y el punto más álgido del desafío—. Al mismo tiempo, es el micromodelo fulgurante de un nudo de violencia real con cámara de eco de máxima resonancia —la forma más pura de lo espectacular—, y un modelo sacrificial que opone al orden histórico y político la forma simbólica más pura del desafío.

 

Cualquier otra masacre se les perdonaría, a condición de que tenga sentido, de que pueda interpretarse como un acto de violencia histórica —es ese el axioma moral de la buena violencia—. Cualquier forma de violencia se les perdonaría, a condición de que no se transmita por los medios (“el terrorismo sin los medios no sería nada”). Pero todo eso es ilusorio. No existe el buen uso de los medios, los medios son parte del acontecimiento, son parte del terror y juegan en uno y otro bando.

 

El acto represivo sigue la misma espiral imprevisible que el acto terrorista, ninguno de los dos sabe dónde va a detenerse ni conoce los vuelcos que habrán de producirse. En el plano de las imágenes y de la información, no es posible distinguir entre lo espectacular y lo simbólico, no es posible distinguir entre el “crimen” y la represión. Y es ese desencadenamiento incontrolable de la reversibilidad la verdadera victoria del terrorismo. Victoria visible en las ramificaciones y las infiltraciones subterráneas del acontecimiento —no sólo en la recesión directa, económica, política, bursátil y financiera, del conjunto del sistema, ni en la recesión moral y psicológica que de ella resulta, sino también en la recesión del sistema de valores, de toda ideología de la libertad, de la libre circulación, etc., que eran el orgullo del mundo occidental, y de que este se vale para ejercer su control sobre el resto del mundo.

 

Al punto de que la idea de libertad, idea nueva y reciente, ya está en vías de borrarse de las costumbres y las conciencias y de que la globalización liberal está a punto de consumarse en forma exactamente inversa: una mundialización policíaca, de control total, de terror securitario. La desregulación desemboca en un máximo de constreñimientos y restricciones equivalentes a las de una sociedad fundamentalista.

 

Disminución de la producción, del consumo, de la especulación, del crecimiento (pero ciertamente ¡no de la corrupción!): todo sucede como si en el sistema mundial se operara un repliegue estratégico, una revisión desgarradora de sus valores —en reacción defensiva, al parecer, al impacto del terrorismo, aunque en el fondo no se trate sino de una respuesta a sus disposiciones secretas—, regulación forzada desde el desorden absoluto, pero que se impone a sí mismo, interiorizando de algún modo su propio fracaso.

 

Otro aspecto de la victoria de los terroristas es que las demás formas de violencia y desestabilización del orden juegan a su favor: terrorismo informático, biológico, terrorismo del ántrax y el rumor, todos se los imputan a Bin Laden, quien podría incluso reivindicar como de su propia mano los desastres naturales. Todas las formas de desorganización y de circulación perversa le son útiles. La estructura misma del intercambio mundial generalizado juega a favor del intercambio imposible. Como una suerte de escritura automática del terrorismo, (re)alimentada por el terrorismo involuntario de la información, con todo el pánico que provoca: si en toda esa historia del ántrax, la intoxicación se produce por cristalización instantánea, por el simple contacto entre una solución química y una molécula, es porque todo el sistema ha alcanzado una masa crítica que lo hace vulnerable a cualquier agresión.

 

No existe una solución para esta situación extrema, y mucho menos la guerra, que no ofrece sino escenarios manidos, con el mismo diluvio de fuerzas militares, de información falsa, de golpes inútiles, de discursos hipócritas y patéticos, de despliegue tecnológico y de intoxicación. En resumen, como en la guerra del Golfo, un no-acontecimiento, un acontecimiento que en verdad no ocurrió.

 

Es esa su razón de ser: sustituir un acontecimiento real y formidable, único e imprevisible, por un pseudo-acontecimiento repetitivo y trillado. El atentado terrorista correspondía a una precedencia del acontecimiento con respecto a todos los modelos de interpretación, mientras que esa guerra estúpidamente militar y tecnológica corresponde, por el contrario, a una precedencia del modelo con respecto al acontecimiento, y por lo tanto, a una apuesta ficticia y a un no-lugar. La guerra como continuación, por otros medios, de la ausencia de política.

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