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Asya Latsis

 

Walter Benjamin

Diario de Moscú (diciembre de 1926 a febrero de 1927) Walter Benjamin

 

9 de diciembre de 2016 a 1 de febrero de 2017

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Coincidiendo con el primer centenario de la Revolución de Octubre, y cerca de cumplirse próximamente el bicentenario del natalicio de Karl Marx (1818-1883), a cuyo nombre y legado está inextricablemente ligada la tradición crítica y liberadora que Walter Benjamin, no menos crítica y liberadoramente, hizo primero suya y luego nuestra enriquecida, Patrias. Actos y Letras halla justicia y alegría en publicar en sus páginas el diario que Benjamin (1892-1940) escribió durante su visita a la URSS entre el 6 diciembre de 1926 y el 1 de febrero de 1927.

Para la publicación de este diario y de sus notas hemos cotejado entre sí el original en alemán (Walter Benjamin, Moskauer Tagebuch, Mit einem Vorwort von Gershom Scholem, Editorische Notiz von Gary Smith, Surhkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1980), y sus siguientes traducciones: en español, con el mismo título de Diario de Moscú, la de Taurus, Madrid, 1988 (traducción de Marisa Delgado, prólogo de Gershom Scholem, notas de Gary Smith), la de Ediciones Godot, Buenos Aires, 2012 (traducción de Luciano Altman, ilustraciones de Mari Tosmin) y la de Abada Editores, Madrid, 2015 (edición a cargo de Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser, traducción de Alfredo Brotons Muñoz); en francés, con el título de Journal de Moscou, la de L'Arche Editeur, Paris, 1983 (traducción de Jean-François Poirier); y en inglés, con el título de Moscow Diary, la de Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1986 (edición a cargo de Gary Smith, traducida por Richard Sieburth y con prólogo de Gershom Scholem). La versión en castellano del texto y de las notas que siguen, que se aparta del texto de las traducciones y ediciones de referencia en múltiples instancias, ya sea por haberse corregido errores obvios o por haberse preferido esta o aquella nueva variante lexical, sintáctica o idiomática, es responsabilidad Rolando Prats, Editor de Patrias. Actos y Letras.

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Diario de Moscú[1]

9 de diciembre (1926). Llegué el 6 de diciembre. En el tren, por si acaso no fuese a haber nadie en la estación, había memorizado el nombre de un hotel y su dirección. (En la frontera me habían hecho pagar, con el pretexto de no tener segunda, el suplemento de primera.) Me agradó que nadie me viera descender del coche-cama. Tampoco nadie en la barrera. No estaba nervioso. Entonces, cuando abandonaba la estación Bielorrusia-Báltico, de repente me sale al paso Reich[2]. El tren había llegado sin un segundo de retraso. Nosotros dos y las dos maletas nos apretujamos dentro de un trineo. Ese día había comenzado el deshielo; no hacía frío. Apenas hacía unos minutos que recorríamos la amplia Tverskaya[3], resplandeciente de nieve y suciedad, cuando Asya[4] nos saludó desde la calle. Reich se bajó e hizo a pie los pocos pasos que nos separaban del hotel mientras nosotros seguimos en el trineo. Asya no estaba guapa. Un gorro de piel ruso le daba un aspecto salvaje, y la cara la tenía algo hinchada por el largo tiempo que  había permanecido postrada en la cama. En el hotel no nos demoramos, y nos fuimos a tomar un té en una de esas casas que llaman aquí reposterías, cerca del sanatorio[5]. Conté algo de Bretch[6]. Luego, Asya, que se había escabullido durante la pausa de descanso, entró en el sanatorio subiendo por un acceso lateral, con la intención de pasar desapercibida, mientras que Reich y yo lo hicimos por la escalera principal. Aquí, por segunda vez, la práctica de quitarse las galochas. La primera vez en el hotel, donde no hicieron más que recoger las maletas y se nos prometió una habitación para la noche. A la compañera de habitación de Asya, una rolliza obrera textil, no la vi hasta el siguiente día; todavía no había vuelto. Allí nos quedamos por primera vez solos bajo un mismo techo durante unos minutos. Asya me miró afectuosa. Alusión a la decisiva conversación en Riga. Luego, Reich me acompañó al hotel; comimos alguna cosa en mi habitación y después nos fuimos al teatro Meyerhold[7]. Era el primer ensayo general de El inspector[8]. No conseguí hacerme con una entrada, a pesar de los esfuerzos de Asya. Así que anduve media hora Tverskaya arriba en dirección al Kremlin[9] y otra vez de vuelta, poniendo cuidado al deletrear los carteles de los comercios y al caminar sobre un hielo traicionero. Luego, muy cansado (y creo que muy triste), regresé a mi habitación.

 

El 7 por la mañana me vino a buscar Reich. Itinerario: a la Petrovka[10] (para inscribirme en el registro policial), Instituto de la Kameneva[11] (para tramitar un asiento de 1,5 rublos en el Instituto de los Instruidos; además, hablé algo con el potente alemán, un gran borrico); luego, por la ulitsa[12] Herzen hacia el Kremlin, pasando ante el realmente malhadado mausoleo de Lenin[13] hasta ver la catedral de san Isaac. Volvimos por la Tverskaya, tomando el bulevar Tverskoy hasta la Dom Herzena [14], sede de la organización de escritores proletarios VAPP[15]. Allí, buena comida, de la que el esfuerzo que me había costado la caminata en el frío apenas permitió que disfrutara. Me presentaron a Kogan [16], que me dio una conferencia sobre su gramática rumana y su diccionario de ruso-rumano. Los relatos de Reich, que en los largos paseos muchas veces solo puedo seguir a medias debido al cansancio, son en verdad vivaces, llenos de testimonios y de anécdotas, agudos y simpáticos. Historias de un funcionario de Haciendas que en Pascua se toma unas vacaciones y celebra en su pueblo el oficio religioso como pope. O las sentencias judiciales contra la modista que estranguló al marido alcohólico, y el gamberro que atacó a una pareja de estudiantes en la calle. O la historia de la obra de Stanislavsky[17] sobre la Guardia Blanca[18]; cómo llega a la censura y uno toma nota y la devuelve con la observación de que deberían introducirse modificaciones. Meses después, hechas las modificaciones, representación ante la censura. Prohibición. Stanislavsky con Stalin: que si está arruinado, que si ha invertido todo su capital en la obra. Stalin decide que «no es peligrosa». Estreno con la oposición de comunistas que son desalojados por la milicia. Historia de la novela corta en clave que trata el caso Frunze[19], al que al parecer habían operado contra su voluntad y por orden de Stalin… Luego, diversas informaciones políticas: la oposición apartada de los puestos dirigentes. Equivalente a: numerosos judíos apartados sobre todo de cargos intermedios. Antisemitismo en Ucrania.— Después de la VAPP, completamente agotado, me voy a ver a Asya, en principio a solas. Allí no tarda en estar muy lleno. Llegan una letona, que se sienta en la cama junto a ella, y después Chestakov[20] con su mujer; entre estos dos últimos y, en el otro bando, Asja y Reich se entabla, en ruso, una disputa sobre la representación de El inspector de Meyerhold. Se centra en el uso de terciopelo y seda, y en los catorce vestidos de su mujer[21]; además, la función dura cinco horas y media[22]. Después de comer, Asya viene a verme; también Reich me acompaña. Antes de marcharse, Asya me informa de su enfermedad. Reich la acompaña de vuelta al sanatorio y regresa. Yo estoy acostado; él todavía quiere trabajar. Se interrumpe muy pronto y hablamos de la situación de los intelectuales… aquí y en Alemania; también de la técnica literaria al uso actualmente en ambos países. Además, de los reparos que Reich tiene a ingresar en el partido. Su tema constante es el giro reaccionario del Partido en asuntos y cosas culturales. A los movimientos de izquierda utilizados en la época del comunismo de guerra se los deja de lado. Hace sólo muy poco que se ha reconocido oficialmente (con la oposición de Trostky[23]) a los escritores proletarios, dándoles a entender al mismo tiempo que no pueden contar con apoyo estatal. Posterirormente, el caso Lelevich[24]: las medidas contra el frente cultural de izquierdas. Lelevich acaba de escribir un trabajo sobre el método de la crítica literaria marxista.— En Rusia se da la máxima importancia a lo que es una toma de postura política rigurosamente matizada. En Alemania es bastante un trasfondo político, vago y general, pero también allí debería exigirse de modo inexcusable. — Método correcto de escribir para Rusia: exponer ampliamente el material y, en lo posible, nada más. El grado de formación del público es tan bajo que las formulaciones deben resultar fácilmente incomprendidas. En Alemania, en cambio, a lo único a que se aspira es a los resultados. Cómo se llega a ellos nadie quiere saberlo. Guarda con esto relación el hecho de que los periódicos alemanes no pongan sino un espacio mínimo a disposición del ensayista; aquí los artículos de 500 o 600 líneas no son excepción. La conversación se prolongó por un buen rato. Mi habitación está bien caldeada y es espaciosa; la estancia en ella es muy agradable.

 

8 de diciembrePor la mañana me visitó Asya. Le di sus regalos y le enseñé de refilón mi libro con la dedicatoria[25].Aquella noche no había dormido bien por causa de las palpitaciones. Le mostré (y regalé) la cubierta del libro hecha por Stone[26]. Le gustó mucho. Luego, llegó Reich. Más tarde fui con él a cambiar dinero en el Banco Estatal. Allí hablamos brevemente con el padre de Neumann[27]. Bajamos por la avenida 10 de diciembre. Luego, por un pasaje de reciente construcción, salimos a la Petrovka. En el pasaje hay una exposición de objetos de porcelana. Pero Reich no se para en ningún sitio. En la calle donde se encuentra el hotel Liverpool veo por segunda vez las reposterías. (Aquí inserto la historia de la visita de Toller[28] a Moscú que oí el primer día.) Lo recibieron con un boato enorme. Su llegada la anuncian con carteles por toda la ciudad. Se pone a su disposición todo un equipo, traductoras, secretarias, mujeres hermosas. Se anuncian conferencias suyas. Sin embargo, hay en Moscú en esta época una gran sesión del Komintern[29]. Entre los representantes alemanes se encuentra Werner[30], el enemigo mortal de Ernst Toller. Werner encarga o redacta un artículo en Pravda[31]: Toller había traicionado a la Revolución y sería culpable del fracaso de una república soviética alemana. La redacción de Pravda añade una breve nota: «Perdón, no lo sabíamos». Desde ese momento, la estancia de Toller en Moscú ya es imposible. Acude a un lugar de reunión para pronunciar una conferencia a bombo y platillo y el edificio está cerrado. El Instituto de la Kameneva le informa: «Perdón, la sala no estaba disponible hoy. Se han olvidado de telefonearle».) Luego, a mediodía, de nuevo en la VAPP. Una botella de agua mineral cuesta un rublo. Reich y yo vamos a ver a Asya. Pensando que quizá la animaría, Reich organiza, contra su voluntad y contra la mía, una partida de dominó entre ella y yo en la sala de juegos del sanatorio. Sentado a su lado, me veo como un personaje de una novela de Jacobsen[32]. Reich juega al ajedrez con un célebre viejo comunista, que perdió un ojo en la guerra o en la guerra civil y que está deshecho y agotado, como muchos de los mejores comunistas de entonces que aún no han muerto. No hace mucho que Asya y yo hemos vuelto a su habitación cuando viene Reich para acompañarme a ver a Granovsky[33]. Asja baja con nosotros un trecho de la Tverskaya. En una repostería le compro halva[34] y se vuelve. Granovsky es un judío letón nacido en Riga. Su obra consiste en un teatro bufo exageradamente antirreligioso y, en su apariencia externa, hasta cierto punto antisemita, derivado de una exageración de la opereta costumbrista. Sus maneras son inequívocamente occidentales; se muestra algo escéptico con el bolchevismo, y la conversación gira en torno al teatro y las cuestiones salariales. Hablamos después sobre las viviendas, que aquí se pagan por metro cuadrado. El precio del metro depende del nivel salarial del inquilino. Además, el precio de todo lo que excede una cuota de 13 m2 por individuo se triplica en el coste del alquiler y la calefacción. Cuando volvimos, ya no nos esperaban, y en lugar de una gran comida nos dieron una cena fría improvisada. Conversación en mi habitación con Reich sobre la Enciclopedia[35].

 

9 de diciembre. Por la mañana volvió a venir Asya. Le di algunas cosas y enseguida nos fuimos a pasear. Asya habló de mí. Dimos la vuelta en el Liverpool. Después fui a casa, donde ya estaba Reich. Trabajamos durante una hora... yo en la redacción del artículo dedicado a Goethe. A continuación, al Instituto de la Kameneva para obtener una rebaja en el hotel. Después, a comer. Esta vez, no en la VAPP. La comida fue estupenda, especialmente una sopa de remolacha roja. Después al Liverpool con su amable propietario, nuevamente un letón. Hacía más o menos 12 grados. Después de comer estaba cansado y ya no podía irme caminando, como había sido mi intención, a ver a Lelevich. Tuvimos que hacer en taxi un corto trayecto. Se llega enseguida atravesando un gran jardín o parque donde por todas partes se alzan bloques de casas. Al fondo de todo, una bonita casa de madera blanca y negra con la vivienda de Lelevich en la primera planta. Al entrar en la casa dimos con Besimensky[36], que estaba saliendo. Una empinada escalera y, tras una puerta, la cocina con lumbre. A continuación, una antesala llena de abrigos colgados, y, luego, a través de una estancia, al parecer con alcobas, se alcanza al despacho de Lelevich. Describir su aspecto es muy difícil. Bastante alto, con casaca rusa azul, se mueve muy poco (la pequeña habitación llena de gente lo retiene en la silla ante el escritorio). Lo que llama ante todo la atención es su largo rostro, aparentemente inarticulado, con anchas facciones. La barbilla se alarga tanto como no he visto en ninguna persona, dejando aparte al enfermo Grommer[37], y la tiene además muy poco hendida. Produce el efecto de ser muy tranquilo, pero en él parece detectable el corrosivo mutismo del fanático. Sobre mí se informa varias veces por Reich. Enfrente, sobre la cama están sentados dos hombres: uno de ellos, con casaca negra, es muy joven y de buen aspecto. La reunión es de miembros de la oposición literaria para pasar junto a él las últimas horas antes de su partida. Lo destierran. Primero la orden era Novosibirsk[38]. «Usted necesita», le dijeron, «no una ciudad con su radio de acción tan limitado, sino una provincia». Él consiguió evitarlo, y ahora lo mandan «a disposición del Partido» a Saratov[39], a veinticuatro horas de Moscú, sin que todavía sepa si será redactor, vendedor en una cooperativa de producción estatal o cualquier otra cosa. La mayor parte del tiempo, su esposa, un ser de expresión sumamente enérgica pero igualmente armónica y menuda, del tipo ruso meridional, atiende a otros visitantes en la habitación contigua. Lo acompaña los tres primeros días. Lelevich tiene el optimismo del fanático: lamenta no poder oir el discurso que al día siguiente pronunciaría Trostky ante el Komintern en favor de Zinoviev[40]; opina que el Partido se halla ahora a las puertas de un vuelco. Al despedirnos ya en el zaguán, hago que Reich le diga de mi parte un par de palabras amistosas. Después vamos de nuevo a ver a Asya. Puede que la partida de dominó fuera ahora. Por la noche, Reich y Asja querían venir a verme. Pero solo vino Asya. Le hice algunos regalos: una blusa, unos pantalones. Noto que en el fondo no olvida nada de lo que nos afecta. (Por la tarde me dijo que le parece que me encuentro bien. No sería verdad que yo esté en crisis.) Antes de que se marche le leo el pasaje de Calle de sentido único sobre las arrugas[41]. La ayudo a ponerse las galochas. Reich llegó al cuarto cuando yo dormía, más o menos hacia medianoche, para pedirme que por la mañana intentara tranquilizar a Asya. Había hecho los preparativos necesarios para su mudanza. Vive con un chiflado y las cuestiones del alojamiento, ya de por sí difíciles, se complican de modo intolerable.

 

10 de diciembre. Por la mañana vamos a ver a Asya. Como a primera hora las visitas no están permitidas, hablamos un minuto en el vestíbulo. Tras el baño de ácido carbónico, que ha tomado por primera vez y le ha sentado bien, está cansada. De ahí, nuevamente voy al Instituto de la Kameneva. El certificado por el que se me concede una rebaja en el hotel debería estar listo, pero no lo está. A cambio, en la antesala de costumbre, hay una conversación muy dilatada con la señorita y el señor desocupado sobre algunas cuestiones de teatro. Al día siguiente me van a recibir en la Kameneva, y trataremos de conseguir entradas para ir al teatro por la noche. Por desgracia, no queda ninguna para el Teatro de la Opereta. Reich me deja en la VAPP, donde me quedo con mi gramática rusa dos horas y media; luego reaparece, acompañado de Kogan, para ir a comer. Por la tarde voy a ver a Asya, pero sólo me quedo un rato. Ha discutido con Reich por la vivienda, y quiere que me vaya. En mi habitación leo a Proust[42] mientras devoro mazapán. Por la noche voy al sanatorio; en la entrada me encuentro con Reich, que ha salido a comprar cigarrillos. Espero en el pasillo unos minutos; luego llega Asya. Reich nos acompaña hasta el tranvía y nosotros nos vamos hasta el estudio musical[43]. Nos recibe el administrador. Éste nos muestra un escrito de agradecimiento, en francés, de Casella[44]; luego nos lleva por todas las salas (en el vestíbulo se ha congregado desde mucho antes del comienzo un numeroso público, personas que vienen directamente al teatro desde sus lugares de trabajo); también nos enseña la sala de conciertos. En el vestíbulo hay una alfombra extraordinariamente llamativa, pero no muy bonita. Probablemente, una Aubusson[45] de precio elevado. Cuadros antiguos auténticos cuelgan de las paredes (uno sin enmarcar). Aquí, como en la sala de recepción del Instituto para las Relaciones Culturales con el Extranjero, se ven muebles valiosos. Nuestras localidades corresponden a la segunda fila. Dan La novia del zar de Rimsky-Korsakov[46], que Stanislavsky ha puesto hace poco en escena. Conversación sobre Toller, sobre cómo Asya se ha ocupado de él, sobre cómo él quiso regalarle algo y ella escogió el cinturón más barato, y sobre cómo él hizo observaciones tontas. En un intermedio vamos al vestíbulo. Hay tres, son muy largos y fatigan a Asya. Conversación sobre el chal italiano amarillo ocre que lleva puesto. Le digo que me parece que se avergüenza de estar conmigo. En la última pausa se nos acerca el administrador. Asja habla con él, y él me invita al nuevo montaje (el de Eugenio Oneguin[47]. Al final, el acceso a la guardarropía es muy difícil. Dos empleados de teatro forman en medio de la escalera una cola para regular la avalancha de personas que se dirigen a las minúsculas cabinas. La vuelta a casa igual que la ida al teatro, en el pequeño tranvía eléctrico sin calefacción, con las ventanas heladas.

11 de diciembre. Algo sobre el carácter de Moscú. Ante todo, en los primeros días me condiciona la dificultad de acostumbrarme a caminar por calles totalmente heladas. He de prestar tanta atención al dar mis pasos que poco puedo mirar en torno a mí. Eso mejoró algo cuando ayer por la mañana (esto lo escribo el 12) Asya me compró unas galochas. No fue tan difícil como Reich había supuesto. De la arquitectura de la ciudad son características las casas de una y dos plantas. Le dan el aspecto de una ciudad residencial para el verano; al verlas se siente el doble de frío. Con frecuencia se encuentran repintadas en tonos apagados; ante todo rojo, pero también de azul o amarillo y (como Reich dice) verde. Las aceras son bastante estrechas; aquí se es tan avaro con el suelo como pródigo con el espacio aéreo. Además, al borde de las casas el hielo es tan denso que una parte de la acera queda inutilizable. Por otra parte, solo rara vez se distingue con claridad de la calzada: la nieve y el hielo nivelan distintos planos de la calle. Muy a menudo uno se tropieza con las colas a las puertas de las tiendas y los almacenes estatales; para comprar mantequilla y otros productos uno se pone en fila. Hay un sinnúmero de tiendas y muchos más comerciantes que no tienen otra cosa que un cesto con manzanas, con mandarinas o con cacahuetes. Para protegerla del frío, la mercancía se cubre con gamuza de lana, sobre la que se pueden ver tres ejemplares de muestra. Abundancia de panes y otros productos horneados; panecillos de todos los tamaños, rosquillas y, en las reposterías, tortas aparatosas. Con azúcar caramelizado hacen construcciones o flores fantásticas. Ayer por la tarde estuve con Asya en una repostería. Allí ofrecen copas de nata montada. Ella se tomó una copa con merengue; yo, en cambio, café. Nos sentamos uno enfrente del otro en una mesita en mitad de la sala. Me recordó mi propósito de escribir contra la psicología y hube de constatar hasta qué punto en mi caso la posibilidad de abordar esa clase de temas depende del contacto que tenga con ella. Por lo demás, la hora en la cafetería no pudimos prolongarla tanto como esperábamos. Del sanatorio no me fui a las cuatro, sino casi a las cinco. Reich quería que lo esperáramos un poco, no estaba seguro de si tendría reunión. Finalmente nos fuimos. En la Petrovka estuvimos mirando escaparates. Me llamó la atención una espléndida tienda de artículos y objetos de madera. Allí, a petición mía, Asja me compró una pipa pequeñita. Más adelante quiero comprar allí unos juguetes para Stefan[48] y Daga[49]. Tienen allí esos huesos rusos metidos unos dentro de los otros, cajitas que se insertan unas dentro de otras, animales tallados en madera muy blanda. En otro aparador podía verse una seria de puntillas rusas y pañuelos bordados en los que, según me dijo Asja, las campesinas reproducen las rosetas de escarcha que se forman sobre las ventanas. Ése era ya nuestro segundo paseo del día. Asja se acercó por la mañana; primero había escrito a su hija Daga, y luego, con buen tiempo, dimos unos pasos por la Tverskaya. De regreso nos paramos delante de una tienda donde había velas navideñas. Asja habló de eso. Después, con Reich de nuevo en la Kameneva. Consigo mi rebaja en el hotel. Por la noche me querían enviar desde allí a ver Cemento[50]. Reich creyó preferible una representación de Granovsky, pues Asya quería ir al teatro y Cemento había sido demasiado emocionante para ella. Sin embargo, cuando todo estaba arreglado, Asja no se encontró bastante bien, así que fui solo, mientras Reich y ella se quedaban en mi habitación. Se trataba de tres piezas en un acto; las dos primeras no había por dónde cogerlas y la tercera, una asamblea de rabinos, que era como una especie de comedia coral sobre melodías judías, parecía ser mucho mejor; pero yo no entendí la trama, y estaba tan cansado a causa del día y de los interminables intermedios que me dormí a ratos. — Esa noche, Reich durmió en mi habitación. — Aquí mi pelo se pone muy eléctrico.

12 de diciembre. Por la mañana, Reich y Asya salieron a caminar y más tarde vinieron a verme; yo no había acabado aún de vestirme. Asya se sentó en la cama. Me dio mucho placer verla desempacar y acomodar mis cosas; de paso se quedó con un par de corbatas que le habían gustado. Luego nos contó cómo, de pequeña, solía devorar novelas baratas. Cómo escondía los pequeños fascículos dentro los libros escolares para que no la descubriera su madre, hasta un día en que le dieron un gran libro encuadernado, Laura, que cayó en manos de su madre. En otra ocasión se escapó de casa en medio de la noche para ir a buscar a casa de una amiga el nuevo número de una novela por entregas. El padre de su amiga abrió la puerta sobresaltado y le preguntó qué hacía allí tan tarde y Asya, al ver la que había armado, respondió que ni ella misma lo sabía. — A mediodía, almorzamos con Reich en un pequeño restaurante que había abierto en un sótano. La tarde, en el desolado sanatorio, fue un suplicio. Con Asya, como siempre, de nuevo alternamos entre «tú» y «usted». No se sentía bien. Después caminamos por Tverskaya. Más tarde, sentados en una cafetería, Asya y Reich tuvieron una discusión muy fuerte, en la que Reich fue tajante en cuanto a sus planes de cortar todos sus lazos con Alemania para concentrarse en sus asuntos en Rusia. Ya por la noche, me quedé solo con Reich en mi habitación: yo estuve estudiando la guía y él avanzó en la redacción de su ensayo sobre El inspector. — En Moscú no hay camiones, ni coches de reparto, por lo cual tanto las compras más pequeñas como los envíos más importantes se han de despachar en diminutos trineos conducidos por izvozchiks[51].

13 de diciembre. Pasé la mañana agudizando mi sentido de la orientación en la ciudad dando un paseo por los bulevares interiores en dirección a la oficina central de correos y volviendo por la plaza Lubianka[52] hasta la Dom Herzena. Resolví el misterio del hombre con el tablón de letras: estas se pueden adherir a las botas para evitar que se confundan con las de otro. Me volvieron a llamar la atención durante el paseo las muchas tiendas que vendían adornos navideñoa: como una hora antes, durante un breve paseo con Asya, me las había encontrado en todas partes en la Yamskaya Tverskaya. Detrás de las lunas de los escaparates parecen más brillantes que en el árbol de navidad. Mientras bajábamos por la Amskaya Tverskaya nos cruzamos con una brigada de komsomoles[53] que marchaban y tocaban música. Música similar a la de las tropas soviéticas, parece consistir en una combinación de canto y silbido. Asja me habló de Reich. También me pidió que le llevara el último número de Pravda. Por la tarde, en la habitación de Asya, Reich nos leyó el borrador de su artículo sobre El inspector de Meyerhold. Me pareció bastante bueno. Reich ya se había quedado dormido en una silla en la habitación de Asja, cuando me puse a leerle partes de Calle de sentido único. En mi largo periplo matinal había observado otra cosa más: vendedoras del mercado, campesinas de pie junto a sus canastas de mercancías (a veces en lugar de canastas usan un trineo, como los que en invierno sirven de cochecitos de bebé). En las canastas hay manzanas, caramelos y nueces, y figuras de azúcar, semiocultos bajo el paño. Uno piensa en una abuelita afectuosa que, antes de salir, ha rebuscado en la casa todo aquello con que podría sorprender a su nieto. Lo ha empaquetado y ahora, de camino, se para a descansar un rato en la calle. Me crucé nuevamente con los chinos que andaban vendiendo flores de papel como las que le traje a Stephan de Marsella. Pero aquí parecen más frecuentes los animales de papel con forma de peces abisales exóticos. Luego hay hombres con canastas llenas de juguetes de madera, carretillas y espátulas; las carretillas de los niños son rojas y amarillas, y amarillas o rojas son las palas. Otros van caminando con haces de multicolores molinos de viento puestos sobre los hombros. Todo está trabajado de forma más sencilla y sólida que en Alemania; su origen campesino es bien visible. En una esquina me encontré a una mujer que vendía adornos navideños. Las bolas de cristal, amarillas y rojas, destellaban al sol, como un cesto de manzanas encantadas en el que rojo y amarillo se hubieran introducido cada uno en frutos diferentes. La relación entre la madera y el color es más estrecha aquí que en cualquier otra parte. Y eso se ve tanto en los juguetes más primitivos como en los esmaltados y más artísticos. — Junto al muro del Kitay Gorod[54] hay algunos mongoles. Probablemente, en su tierra el invierno no es menos crudo ni sus andrajosas pellizas peores que la de los autóctonos. Sin embargo, son los únicos de los que uno se compadece a causa del clima. Se encuentran a no más de cinco pasos de distancia el uno del otro y venden maletines de cuero; todos ofrecen exactamente los mismos maletines. Seguramente exista algún tipo de pacto al respecto, ya que es difícil pensar que se prestan a participar seriamente de una competencia tan estéril. Aquí, tal como sucede en Riga, los carteles de los negocios están pintados en un estilo primitivo muy atractivo.  Zapatos cayendo de un cest, y un lulú que huye con una sandalia en la boca. Delante de un restaurante turco dos carteles representan a unos señores tocados de fez adornado con la media luna ante una mesa servida. Asya tiene razón cuando dice que es característico cómo en todas partes, hasta en los anuncios, el pueblo quiere ver representado un acontecimiento real, sea éste cual sea. — Por la noche, con Reich en casa de Illés[55]. Luego llegó el director del Teatro de la Revolución, donde el 30 de diciembre se va a estrenar la obra Illés. El director es un antiguo general del ejército rojo que tuvo decisiva participación en el aniquilamiento de Wrangel[56] y en dos ocasiones fue condecorado con la orden del día del ejército de Trostky. Más tarde cometió una torpeza política que estancó su carrera y, como antes fue hombre de letras, se le dio este puesto de director teatral en el que sin duda no hará mucho. Me pareció bastante estúpido. La conversación no fue muy animada. Además, por indicación de Reich, fui muy cauteloso en mis palabras. Se habló de la teoría del arte de Plejanov[57]. En la habitación no hay más que unos pocos muebles; lo que más llama la atención es una cuna destartalada y una bañera. Cuando llegamos, el niño aún estaba despierto; más tarde se lo llevan a la cama llorando, pero no se duerme en todo el rato que permanecemos allí.

14 de diciembre. (escrito el 15) No vi a Asya en todo el día. La situación en el sanatorio es cada vez más delicada. Anoche la dejaron salir sólo después de arduas negociaciones y esta mañana no pasó a buscarme por el hotel como habíamos quedado. Estaba en nuestros planes comprar tela para su vestido. Apenas llevo una semana en Moscú y ya me tuve que enfrentar a lo difícil que resulta poder verla, por no hablar de verla a solas. Ayer por la mañana irrumpió en mi habitación, agitada, y, como es habitual, trastornando más trastornada, como aterrorizada por tener que pasar un minuto en mi habitación. La acompañé a la sede de una comisión a la cual había sido citada. Compartí con ella las noticias que había recibido la noche anterior: que es probable que a Reich lo convoquen como crítico de teatro de una publicación muy importante. Cruzamos Sadovaya. Yo hablé realmente poco, ella contó, muy excitada, sobre su trabajo con los niños en la guardería. Escuché por segunda vez la historia de cómo un niño de la guardería le había rajado la cabeza a otro. Curiosamente, necesité de esta segunda oportunidad para comprender una historia más bien simple (que pudo haber tenido graves consecuencias para Asya, pero afortunadamente los doctores estaban convencidos de que el menor se encontraría a salvo). Esto es algo que me sucede muy seguido: la miro de una forma tan intensa, que apenas oigo lo que dice. Ella se explayó con su idea de dividir a los niños en grupos, porque es prácticamente imposible entretener a los más bravos —a los que ella llama «los más dotados»— cuando se encuentran todos juntos. Se aburren fácilmente con las cosas que deslumbran a los niños normales. Y es también muy evidente que Asya, ella también lo afirma, tiene más éxito con los más revoltosos. Asya también habló de lo que estaba escribiendo: tres artículos para un periódico comunista de Letonia que se publica en Moscú[58]. Este diario llega a Riga por medios ilegales y le resulta muy útil ser leída en aquellas tierras. La sede de esta comisión se encuentra en la esquina del boulevard Strasnoy y la calle Petrovka. Mientras esperaba a que saliera, caminé por Petrovka, yendo y viniendo durante media hora. Cuando por fin se dignó a salir, fuimos al Gosbank[59]. Yo tenía que cambiar dinero. Esa mañana estaba lleno de energía, por lo cual pude hablar con mucha calma y de un modo conciso acerca de mi estadía en Moscú y de mis escasísimas posibilidades. Esto la conmocionó. Me contó que el médico cuyo tratamiento la había salvado le había prohibido expresamente seguir viviendo en la ciudad. También le había recomendado que se fuera a un sanatorio ubicado en algún bosque. De todas formas, ella hizo caso omiso, ya que temía enfrentarse a una triste soledad en el bosque y además tenía en cuenta mi inminente llegada. Nos detuvimos frente a una tienda de pieles en la que Asya se había parado ya en nuestro primer paseo por la Petrovka. Colgado en la pared había un maravilloso traje de piel, adornado con perlas de colores. Entramos a averiguar el precio y nos enteramos de que se trataba de una pieza de origen tungús (no era, pues, un traje «esquimal», como había creído Asya). Costaba doscientos cincuenta rublos. Asya lo quería. Yo le dije: «Si te lo compro, tendré que marcharme inmediatamente». Pero me hizo prometerle que algún día, más adelante, le haría un gran regalo que pudiera conservar toda la vida. Al Gosbank se llega desde la Petrovka a través de un pasaje en el que hay un negocio que vende antigüedades a comisión. En la vidriera había un armario estilo Imperio fascinante. Avanzando por el pasaje podía verse cómo empaquetaban, o desempaquetaban, porcelana junto a unas estanterías de madera. Mientras regresábamos a la parada del autobús, unos minutos muy buenos. A continuación, mi audiencia con el Instituto Kameneva. Por la tarde, deambulé por la ciudad: no pude ir a ver a Asya. Ella estaba con Knorin [60], un comunista letón muy importante, miembro de la junta superior de censores. Esta tarde, lo mismo: mientras escribo esto, ella está con Reich. Mi tarde termina con una taza da café en la cafetería francesa de Stolechnikov[61]. De la ciudad: la iglesia bizantina no parece haber desarrollado un estilo de ventana propio. Dan una sensación como de magia, aunque también algo inquietante; las ventanas de las torres y los salones de las iglesias, profanas y austeras, dan a la calle y pareciera que mostraran ambientes habitados. En la iglesia, el sacerdote ortodoxo vive como un monje budista en su pagoda. La planta inferior de la Catedral de San Basilio[62] bien podría pasar fácilmente por la mansión de un boyardo[63]. Pero las cruces, que cuelgan del techo de las cúpulas, parecen a veces pendientes gigantes pegados al cielo. En la ciudad, pobre y venida a menos como está, hay un lujo que se mantiene como el sarro en una boca enferma: la chocolatería de N. Kraft, una elegante boutique ubicada en la calle Petrovka, en la que enormes jarrones de porcelana, fríos y espantosos, se mezclan con abrigos de piel. La mendicidad no es tan agresiva como en el sur, donde la insistencia del vagabundo al menos implica un dejo de vitalidad. Aquí constituyen una corporación de moribundos. Las esquinas, especialmente aquellas en las cuales los extranjeros hacen sus negocios, están atestadas de harapos que funcionan de cama para los mendigos y hacen de Moscú una guardia de enfermería al aire libre. La mendicidad está organizada de otro modo en los tranvías. Ciertas líneas circulares hacen paradas más largas durante el trayecto. Entonces aparecen los mendigos o un niño canta en un rincón. Luego colecta kopeks [64]. Es muy raro que la gente les dé algo. La mendicidad perdió su base más sólida: la mala conciencia colectiva que abre más fácil los bolsillos que la compasión. Pasajes. Tienen la indigna característica de acumular varios pisos y galerías altas que suelen estar tan vacías como las de las catedrales. El gran taller de calzado de fieltro por el que se pasean los campesinos y las señoras pudientes muestra las botas ajustadas como si se tratara de una prenda íntima, con todo el embarazoso detallismo del corsé. Las valinki [65] son la ropa de gala de los pies. Algo más sobre las iglesias: en general parecen descuidadas; tan vacías y frías como encontré el interior de la Catedral de San Basilio cuando la visité. Pero el resplandor de la nieve que sólo aparece esporádicamente en algún que otro altar se conservó bien en el vecindario de cabañas de madera. En sus callejones angostos, cubiertos de nieve, reina el silencio; sólo se escucha la suave jerga de los judíos que venden telas, que tienen allí su puesto junto a la vendedora de papel. Esta última aparece tapada por cajas plateadas y con el rostro cubierto por el espumillón y las figuritas de Papá Noel del mismo modo que una oriental se cubre con el velo. Descubrí que la mayoría de los puestos más bonitos quedan sobre la ploshchad[66] Arbatskaya. Hace algunos días, conversaba con Reich acerca del periodismo. Kisch [67] le había revelado algunas de sus reglas de oro, a las cuales yo agregué otras de mi propiedad. 1) Un artículo debe incluir tantos nombres como sea posible. 2) La primera oración y la última tienen que ser buenas; lo del medio no importa. 3) Utilizar la imagen que proyecta un nombre para describir lo que lo representa como realmente es. Me gustaría redactar con Reich el programa de una enciclopedia materialista, sobre la que él tiene unas ideas magníficas. Asya vino pasadas las siete. (Pero Reich nos acompañó al teatro). Daban Los días de los Turbin, de Stanislavsky. Los decorados, de estilo naturalista, eran extraordinariamente buenos; la interpretación, sin fallos ni méritos dignos de mención; la obra de Bulgakov, una provocación totalmente repugnante. Sobre todo el último acto, en el cual la Guardia Blanca «se convierte» al bolchevismo, es tan insulso en su argumento dramático como falaz en la idea. La oposición de los comunistas a la representación está bien justificada. La cuestión de si este último acto fue añadido a instancias de la junta de censores, como sospecha Reich, o si existía originariamente, no es importante para la valoración de la obra. (El público se diferenciaba notablemente del que pude ver en los otros dos teatros. Se puede decir que no había allí ningún comunista; en ninguna parte podía verse ninguna túnica negra o azul). Nuestras butacas estaban separadas y sólo me senté junto a Asya durante el primer cuadro. Después se sentó Reich a mi lado: dijo que el irme traduciendo era algo demasiado fatigoso para ella.

15 de diciembre. Después de levantarse, Reich salió un momento y tuve por un instante la esperanza de poder saludar a Asya a solas, pero ella ni apareció. Por la tarde, Reich supo que Asya no se había sentido bien por la mañana. Tampoco quiso Reich que yo fuera a verla a esa hora. Pasamos parte de la mañana juntos; él me tradujo el discurso pronunciado por Kamenev[68] ante la Komintern. Uno no conoce un lugar hasta no haberlo vivido desde el mayor número posible de dimensiones. Para sentir como propio un lugar hay que haber entrado en él por los cuatro puntos cardinales, e incluso haberlo abandonado en esas mismas direcciones. De lo contrario, uno se lo puede cruzar, inesperadamente, tres o cuatro veces por el camino sin siquiera haber pensado en encontrárselo. En un segundo estadio, uno ya lo busca y lo utiliza como punto de orientación. Lo mismo ocurre con las casas. Recién después de mucho divagar en busca de una específica entre tantas otras puede uno comprender qué hay en ellas. Desde los arcos de la entrada; sobre los marcos de las puertas; en letras de distintos tamaños, negras, azules, amarillas o rojas; con forma de flechas o con la imagen de unas botas o de ropa recién planchada; o en un porche desvencijado o en el descanso de una escalera; se nos viene encima una vida beligerante, decidida, muda. Hay que haber recorrido también las calles en tranvía para darse cuenta de cómo esta lucha continua sube varios pisos hasta librar, en los techos, su batalla final. Hasta esa instancia sólo resisten las consignas más fuertes y venerables o los carteles publicitarios, y sólo desde el avión se logra tener a la vista la elite industrial de la ciudad (que por aquí se trata de escasos nombres). Por la mañana, visita a la Catedral de San Basilio. Los colores cálidos e íntimos de su fachada relucen en la nieve. La regularidad del terreno de la planta baja permitió alzar una construcción cuya simetría no es perceptible desde ningún punto. Siempre oculta algo y la contemplación sólo podría ser total desde una vista aérea; la percepción cenital fue la única que los constructores no tuvieron en cuenta. A la parte interior de la iglesia no sólo la vaciaron: más bien la destriparon como se hace con un ciervo cazado, para hacer de ella una especie de «museo» que atraiga al público masivo. Con la remoción del mobiliario interior, que a juzgar por los altares barrocos que sobrevivieron era de escaso valor artístico, las enredaderas de flores de tonos vivaces que engalanan las bóvedas y los pasillos cuelgan sin esperanza alguna; como si esto no fuese triste, los muros (pintados sin duda hace mucho tiempo), que en las recámaras evocan ligeramente las coloridas espirales de las cúpulas, pasaron a ser víctimas de la frivolidad rococó. Los pasillos abovedados son angostos y se ensanchan de golpe en altares o capillas redondas, donde la escasa luz que penetra desde la altura de las ventanas prácticamente impide reconocer los objetos religiosos que han quedado. Hay, sin embargo, una pequeña habitación bien iluminada, atravesada por una alfombra roja, en la que se han expuesto íconos de las escuelas de Moscú y Nóvgorod, además de algunos evangelios —probablemente de un valor incalculable— y también tapices con las imágenes de Adán y de Cristo desnudos, aunque despojados de genitales, en blanco sobre fondo verde. La encargada de vigilar la habitación es una mujer gruesa con aspecto de campesina: me hubiese gustado oír cómo explicaba esas imágenes a unos proletarios que se encontraban en la sala. Antes di un breve paseo por unos pasajes que aquí llaman «líneas comerciales superiores». Traté, sin éxito, de comprar unas figuras muy interesantes, unos jinetes de colores brillantes hechos de arcilla, que había visto en la vidriera de una juguetería. Me tomé el tranvía para ir a almorzar. El trayecto me llevó por las orillas del Moscova, pasando por la Catedral del Salvador[69] hasta cruzar la Plaza Arbatskaya. Allí volvería al caer la tarde, anduve entre las hileras de puestos de madera; luego bajé por la calle Frunze hasta llegar al Ministerio de Defensa, que se alza muy elegante, y terminé perdiéndome. Volví a casa en tranvía. Reich quería ir solo a ver a Asya. Por la noche fuimos a casa de Panski[70], sobre una capa de hielo recién caída. Nos tropezamos con él en la puerta de su casa, estaba a punto de irse al teatro con su mujer. Para tratar de arreglar el malentendido nos pidió que fuésemos a verlo a su oficina en unos días. Entonces podríamos aclarar el incidente. A continuación, nos dirigimos al edificio grande de la Plaza Strasnoy, a buscar a un conocido de Reich. En el ascensor nos encontramos con su mujer, que nos dice que su marido está en una reunión. Pero como en el mismo edificio, una especie de gigantesca boardinghouse[71], vive la madre de Sofía[72], decidimos pasar a saludar. Al igual que todas las demás habitaciones que me tocó ver hasta el momento (en casa de Granovsky, de Illés), también se trataba de una pieza con pocos muebles. Su desolado aspecto pequeñoburgués es todavía más deprimente por lo poco amueblada que está. La plenitud es un factor esencial para el pequeño burgués: las paredes deben tener cuadros colgando de ellas, el sofá debe contar con almohadones; los almohadones, funda; los aparadores, llenos de adornos; las ventanas, con cristales de colores. Y aquí sólo se conservan, indiscriminadamente, unos u otros. Si la gente se las arregla para vivir en lugares que parecen hospitales después de una inspección es porque su estilo de vida actual los despojó de cualquier posibilidad de existencia doméstica. En realidad viven en la oficina, en el club, en la calle. Basta con dar el primer paso en el interior de esta habitación para reconocer que la asombrosa estrechez, la terquedad de Sofía es legado de esta familia, de la que se ha emancipado, aunque no desprendido en su totalidad. En el camino de regreso, Reich me cuenta la historia de la familia. Sofía es hermana del general Krylenko[73], quien primeramente peleó del lado bolchevique, rindiendo servicios inestimables a la Revolución. Como sus dotes políticas eran limitadísimas, posteriormente le dieron el puesto representativo de Fiscal Superior del Estado. (Fue querellante en el caso Kindermann[74]. Parece ser que la madre también forma parte de alguna organización. Debe de tener unos setenta años y aún muestra signos de energía considerables. Ahora los hijos de Sofía han de sufrir su tutelaje, acostumbrados al trajín de ir y volver de las manos de su abuela a las de su tía. Hace ya años que no ven a su madre. Los dos son fruto de su primer matrimonio con un aristócrata que en la guerra civil estuvo del lado de los bolcheviques y murió. Cuando llegamos estaba allí la hija menor. Es bellísima, segura de sí misma y de movimientos elegantes. Parece muy introvertida. Acababa de llegar una carta de su madre y estaba discutiendo con su abuela por haberla abierto, pese a que no iba dirigida a ella. Sofía cuenta que no le permiten prolongar su estadía en Alemania. Su familia parece haberse enterado de su trabajo clandestino; es una calamidad, y su madre está visiblemente disgustada. Desde la habitación se tiene una vista magnífica de la gran hilera de luces sobre el bulevar Tverskoy.

16 de diciembre. Me encontraba escribiendo en el diario y ya no creía que Asya fuera a venir. Fue entonces que llamó a la puerta. En cuanto entró, intenté besarla. Como de costumbre, no lo logré. Saqué la tarjeta postal[75] que había empezado a escribirle a Bloch[76] y se la di para que añadiera algo. En vano intenté de nuevo besarla. Leí lo que había escrito. A su pregunta respondí: «Mejor que cuando me escribes a mí». Y, ante tal «impertinencia», por fin me besó, y hasta me abrazó al hacerlo. Tomamos un trineo rumbo a la ciudad y entramos en numerosas tiendas en la Petrovka, tratando de elegir la tela para su vestido, para su uniforme. Así es como lo llamo, pues insiste en que su nuevo vestido tenga exactamente el mismo corte que el de París. Entramos primero en unos almacenes estatales; en la mitad superior de sus paredes se podían ver imágenes hechas con figuras de cartón que animaban a los obreros y a los campesinos a que se unieran. La forma de representarlo tenía ese gusto empalagoso tan extendido aquí: la hoz y el martillo, la rueda dentada y otras herramientas, todas absurdamente reproducidas en un cartón aterciopelado. En aquella tienda había sólo artículos para campesinos y proletarios. En los últimos tiempos, con el «régimen económico», es lo único que producen las fábricas estatales[77]. Hay largas colas de clientes esperando para pagar. Otras tiendas, que están vacías, venden solamente tejidos a cambio de bonos o, en venta libre, a precios exorbitantes. Asya me ayuda a comprarle una muñequita, una vanka-vstanka[78], a un vendedor ambulante, para Daga, aunque aproveché la oportunidad para comprarme yo también una. A otro vendedor le compramos una paloma de cristal para el árbol de navidad. No podría decir que hablamos demasiado durante el trayecto. Más tarde fuimos con Reich al despacho de Panski, quien nos había citado en la creencia de que se trataba de asuntos profesionales. De todos modos, ya que me encontraba allí, aprovechó para indicarme la dirección de una sala cinematográfica en la que estaban mostrándoles películas a dos periodistas norteamericanos. Desgraciadamente, cuando por fin llegué, después de innumerables preliminares, estaba terminando la proyección de Potemkin[79]: sólo pude ver el último acto. Luego pusieron Conforme a la ley[80], película basada en un relato de London[81]. El estreno, que había tenido lugar en Moscú unos días antes, había sido un fracaso. Técnicamente, la película es buena; su director, Kuleshov, tiene excelente reputación. Pero el argumento presenta tantos hechos ridículos que la historia cae en el absurdo total. Se cree que la tendencia anarquista de esta película apuntaba contra el derecho en general. Al final de la proyección, el propio Panski subió a la sala para conducirme de regreso a su despacho. La conversación se habría prolongado todavía más de no haber temido yo perder la posibilidad de ver a Asya. De todas maneras, ya se había hecho tarde para almorzar. Cuando llegué al sanatorio, Asya ya había salido. Me fui a casa, enseguida llegó también Reich y, apenas después, Asya. Habían comprado valinski y otros regalos para Daga. Estuvimos hablando en mi habitación acerca del piano como mueble, que en el hogar pequeñoburgués es el centro dinámico de la tristeza y el centro de todas las catástrofes. La idea electrificó a Asya; quería escribir conmigo un artículo sobre el tema, y que luego Reich lo adaptara en forma de sketch dramático. Asya y yo nos quedamos unos minutos a solas. Lo único que recuerdo fue haberle dicho: «preferentemente, para siempre», y ella rió tanto que me di cuenta de que finalmente lo había comprendido. Por la noche, Reich me llevó a un restaurante vegetariano cuyas paredes estaban cubiertas de rótulos propagandísticos. «Dios no existe», «La religión es un invento», »No hubo Creación». Reich no fue capaz de traducirme varias de las referencias a El Capital[82]. Luego, ya en casa, por mediación de Reich, logré por fin hablar por teléfono con Roth[83]. Me dijo que dejaría la ciudad al día siguiente por la tarde y, después de pensarlo por un momento, no me quedó otro remedio que aceptar su invitación para cenar a las once y media en su hotel. De lo contrario, difícilmente habría tenido otra oportunidad de hablar con él. Cerca de las doce menos cuarto me subí a un trineo, exhausto: Reich me había estado leyendo sus trabajos durante toda la noche. Su ensayo sobre el humanismo, del que reconoce que está en su primera fase de elaboración, descansa en el fértil planteamiento de cómo la intelectualidad francesa, precursora de la Gran Revolución, pudo ser desarmada tan rápidamente y convertirse en instrumento de la burguesía después de 1792. Durante la conversación, se me ocurrió la idea de que la historia de los «intelectuales» debería ser planteada, desde el punto de vista materialista, en función de una «historia de la incultura» y en estrecha relación con esta. Sus comienzos se sitúan en la Edad Moderna, cuando las formas medievales de poder dejan de convertirse en formas de cultura (eclesiástica) de los dominados, independientemente de cómo estén configuradas. El cuius regio, eius religio[84] derriba la autoridad espiritual de las formas seculares de poder. Semejante historia de la incultura enseñaría de qué modo, con el correr de los siglos, la energía revolucionaria tiene sus orígenes en la religiosidad de las capas incultas, y los «intelectuales» no aparecerían siempre como un simple ejército de renegados de la burguesía, sino como línea de avanzada de la «incultura». El viaje en trineo me despejó bastante. Roth ya estaba sentado en el espacioso comedor. Con su orquesta estridente, con dos palmeras gigantes cuya altura alcanza la mitad de la distancia al techo, con barras y bufetes coloridos, y con mesas dispuestas de una forma sobria y elegante, el lugar recibe a sus huéspedes como si se tratase de un hotel europeo de lujo que hubiese sido transplantado hasta aquí. Tomé vodka por primera vez en Rusia; comimos caviar, carne fría y compota. Si repaso toda la velada, Roth me ha causado peor impresión que cuando nos vimos en París. O bien —y esto es más verosímil— en París noté las mismas cosas, por entonces todavía ocultas, cuyo afloramiento esta vez ha venido a tomarmepor sorpresa. Proseguimos la charla de la cena en su habitación, donde se tornó más intensa. Comenzó leyéndome un largo artículo sobre el sistema educativo ruso[85]. Observé la habitación; sobre la mesa aún estaban los restos de lo que aparentaba haber sido una abundante merienda con té, de la que habrían debido de tomar al menos tres personas. Parece que Roth vive a lo grande; la habitación del hotel —de una apariencia tan europea como la del restaurante— ha de ser muy costosa, al igual que el viaje que lo llevó hasta Siberia, el Cáucaso y Crimea en busca de material para una crónica. Durante la conversación que siguió a su lectura lo insté a que pusiera las cartas sobre la mesa. Su opinión se puede resumir en una sola frase: llegó a Rusia como bolchevique (casi) convencido y la deja como monárquico. Como de costumbre, el país debe correr con los gastos del cambio de color en las convicciones de quienes llegan aquí como políticos de un tono rosa-rojizo (en nombre de una oposición «de izquierdas» y un necio optimismo). Su rostro aparece recorrido por numerosas arrugas y tiene el aspecto desagradable de un fisgón. De esto me di cuenta después, cuando volví a encontrármelo en el Instituto Kameneva (había tenido que aplazar su partida). Acepté su invitación de volver en trineo, y llegué al hotel cerca de las dos. A trechos, delante de los grandes hoteles y también delante de un café en la Tverskaya, todavía había vida nocturna en la calle. El frío hace que la gente se aglomere en enjambres en torno a esos puntos.

17 de diciembre. Visita a Daga. Tiene mejor aspecto que cualquiera de las otras veces que la había visto. La disciplina del hogar infantil ejerce una fuerte influencia en ella. Su mirada es tranquila y segura; su rostro, más redondo y menos nervioso. Ha disminuido el asombroso parecido que guardaba con Asya. Me estuvieron enseñando el centro. Me parecieron muy interesantes las aulas, con partes de sus paredes cubiertas enteramente de dibujos y figuras de cartón. Las paredes se asemejan a las de un templo al que los niños aportan sus trabajos como regalo para el colectivo. El rojo es el color que predomina en esas superficies, en las que se intercalan también estrellas soviéticas y cabezas de Lenin. En las aulas los niños no se sientan en pupitres sino en largos bancos de mesas comunales. Cuando entra alguien, dicen Zdravstvuytie[86]. Como la institución no tiene uniforme, muchos tienen un aspecto mísero. Cerca del sanatorio juegan otros niños que llegan de algunas granjas vecinas. El viaje de ida y vuelta a Mitishchi[87], en trineo, con el viento en contra. Por la tarde, en el sanatorio, con Asya, que estaba de pésimo humor. Partida de dominó, a seis, en la sala de juegos. Cena con Reich en una confitería: una taza de café y una tarta. A la cama temprano.

18 de diciembre. Asya vino por la mañana. Reich ya se había ido. Fuimos a comprar la tela después de cambiar dinero en el Gosbank. Antes de salir de la habitación, le hablé a Asya de su mal humor ayer. Esta mañana todo marchó bien, o tanto como podía esperarse. La tela era muy cara. En el camino de regreso, pasamos junto a un equipo de filmación. Asya me dijo que habría que describir ese fenómeno, la manera en que la gente pierde enseguida la cabeza y se pasa horas siguiendo al equipo de filmación y luego llegan aturdidos a su trabajo sin poder explicar dónde han estado. Uno se da cuenta de lo cierto que es todo eso si se observa cuántas veces se ha de convocar aquí una reunión para que finalmente tenga lugar. Nada nunca ocurre como se ha preparado o previsto —esta expresión banal de la forma en que se desenvuelve la vida se revela de una manera tan implacable y tan intensa en cada caso que uno no tarda en comprender el fatalismo de los rusos. Por paulatinos que sean los progresos de la civilización en la organización de la vida colectiva, sus efectos iniciales no harán sino complicar todavía más la existencia de cada individuo. Uno correrá mejor suerte en una casa en la que haya solamente velas que en una que disponga de bombillas que no funcionan debido a las constantes fallas del sistema eléctrico. También hay aquí personas que no se preocupan de lo que se diga sobre nada y se toman las cosas como son, tranquilamente: por ejemplo, los niños que se abrochan los patines en la calle. Lo azaroso que resulta aquí viajar en tranvía. A través de los vidrios helados, uno nunca es capaz de distinguir dónde se encuentra. Y, en el caso de hacerlo, encontrará cerrado el camino hacia la salida por una masa de gente apretujada. Pues como hay que subir por detrás, para bajarse por delante uno ha de abrirse paso a través de la multitud, dependiendo de la suerte y del uso desconsiderado de la fuerza para conseguirlo. En cambio, existen aquí comodidades que en Europa Occidental no se conocen. Las tiendas estatales de alimentación están abiertas hasta las once de la noche, y las porterías de los edificios hasta medianoche o incluso más tarde. Hay demasiados inquilinos y subinquilinos como para poderles darle una llave de la casa a cada uno. Se ha observado que la gente anda aquí por la calle en zigzag. Las aceras son tan angostas que se ven desbordadas por la cantidad de gente que por ellas transita. En ningún otro lugar, excepto aquí y en Nápoles, se encuentran aceras tan angostas. Las aceras le dan a Moscú un aire de ciudad provinciana o, mejor aún, el carácter de una metrópolis improvisada que de la noche a la mañana se ha visto elevada a tal rango. Compramos una tela marrón muy buena.  Después me fui al Instituto a pedir un pase para el Meyerhold. Allí me encontré también con Roth. Luego de almorzar estuve jugando al ajedrez con Reich en la Dom Herzena. Se nos acercó Kogan con el reportero. Me inventé que pensaba escribir un libro sobre el arte bajo las dictaduras: el arte italiano bajo el régimen fascista, y el arte ruso bajo la dictadura del proletariado. Hablé también de los libros de Scheerbart[88] y Emil Ludwig[89]. Reich se quedó muy disgustado con la entrevista y me dijo que, con esas discusiones teóricas superfluas, me había puesto peligrosamente al descubierto. Hasta ahora no han publicado la entrevista (escribo esto el día 21); habrá que esperar a ver qué efecto causa. Asya no se encontraba bien. En la habitación contigua a la suya habían ingresado a una paciente que se ha vuelto loca a consecuencia de una meningitis cerebroespinal, y a quien ella ya conocía del hospital. Por la noche, Asya organizó una protesta con las otras mujeres, logrando que trasladaran de allí a la enferma. Reich me llevó al Teatro Meyerhold, donde me encontré con Fanny Elovaya[90]. Pero el Instituto no mantiene buenas relaciones con Meyerhold: de ahí que no lo llamaran por teléfono y no pudiésemos conseguir entradas. Tras una breve parada en mi hotel fuimos a la zona de Krasnaya Vorota («Puerta Roja»)[91] a ver una película que, según me había dicho Panski, habría de superar el éxito de Potemkin. No quedaban entradas para esa función. Compramos para la función siguiente y nos fuimos a tomar un té a la habitación de Elovaya, que vive muy cerca. Era tan fría como todas las habitaciones que hasta entonces había visto. De una de las paredes, de color gris, cuelga una gran fotografía de Lenin leyendo el Pravda. En una estantería estrecha había algunos libros; en la pared divisora, junto a la puerta, dos cestas de mimbre, y junto a las dos paredes mayores, una cama, y enfrente, una mesa y dos sillas. El rato que pasé allí, con una taza de té y un pedazo de pan, fue lo mejor de la noche. Pues la película resultó ser un bodrio insoportable, y, por añadidura, la pasaron a tal velocidad que no se podía ver ni entender nada. Nos fuimos antes de que acabase. El regreso en tranvía fue como un episodio de la época de la inflación[92]. En mi habitación encontré todavía a Reich, que volvió a quedarse a dormir.

19 de diciembre. No recuerdo muy bien cómo transcurrió la mañana. Creo que vi a Asya y que luego, después de llevarla al sanatorio, quise ir a la Galería Tretyakov[93]. Pero no pude encontrar la galería y, con el frío glacial que hacía, anduve vagando por la orilla izquierda del Moscova, entre obras en construcción, campos para desfiles e iglesias. Vi a soldados del Ejército Rojo haciendo prácticas y, en medio de ellos, a niños jugando al fútbol. De una escuela salían muchachas jóvenes. Frente a la parada del tranvía que me llevaría de regreso a casa, había una iglesia de un rojo brillante con un largo muro rojo que llegaba hasta la calle, una torre y cúpulas. La caminata me resultó todavía más agotadora debido a que llevaba un incómodo paquete con tres casitas de papel de colores que había adquirido, con muchísimo esfuerzo, por el enorme precio de treinta kopeks en una tienda de las calles principales de la orilla izquierda. Por la tarde fui a lo de Asya. Salí a comprarle unos pasteles. Ya en la puerta, a punto de salir, me chocó el comportamiento extraño de Reich, quien no respondió a mi saludo. Asumí que estaba de mal humor. En un momento en que Reich se había ausentado de la habitación, le dije a Asya que seguramente había ido a comprar los pasteles, pero aquel regresó con las manos vacías y ella se sintió decepcionada. Cuando regresé, unos minutos después, con los pasteles, Reich estaba en la cama. Había sufrido un ataque cardíaco. Asya estaba muy nerviosa. Me di cuenta de que Asya lidiaba con el malestar de Reich de manera idéntica a como yo lo hacía cuando Dora[94] se enfermaba. Le reñía, tratando de ayudarlo de una forma imprudente y provocadora, y actuando como alguien que quiere que la otra persona tome conciencia de cuánta culpa tiene por haberse enfermado. Reich se fue recuperando poco a poco. Pero este incidente desafortunado implicó que yo fuera solo al Teatro Meyerhold. Más tarde, Asya llevó a Reich a mi habitación. Reich pasó la noche en mi cama, y yo en el sofá que Asya me había preparado. Pese a haber sido acortada en una hora después de su estreno, El inspector duró desde las ocho menos cuarto hasta las doce. La obra tenía tres partes, con (si no me equivoco), un total dieciséis cuadros[95]. Aunque por los numerosos comentarios de Reich me había hecho una imagen sobre los efectos visuales de la obra, me conmovió su extravagancia. Pero lo más destacable de la producción no me pareció lo suntuoso de su vestuario sino su escenografía[96]. Salvo unas pocas excepciones, las escenas se desarrollaban sobre el espacio diminuto de un plano inclinado que, con cada cambio de acto, modificaba sus decorados con diferentes mobiliarios de estilo Imperio. El efecto de todo ello fu un gran número de encantadores cuadros de género acordes con la intención fundamental de esta producción, que no era dramática, sino de análisis sociológico. Aquí se le ha dado una gran importancia como adaptación de una obra clásica al teatro revolucionario, pero se considera un experimento fallido. Tal es también la posición del Partido, que se ha manisfestado en contra de la producción, y hasta la moderada reseña del crítico teatral del Pravda fue rechazada por la redacción. En el teatro aplaudieron, pero tal vez esto tenga más que ver con la línea oficial que con la verdadera impresión causada en el público. La representación en sí fue un deleite para los ojos. Algo así está sin duda relacionado con la cautela aquí predominante a la hora de manifestar públicamente alguna opinión. Cuando se le pregunta a alguien a quien apenas se conoce acerca de su impresión sobre una obra de teatro o una película intrascendente, suele responder: «Aquí se dice que es así y asá» o «La gente opina esto o lo otro». El principio rector de esta puesta en escena, la concentración de la acción en un espacio sumamente reducido, da lugar a una densidad lujosa de los valores dramáticos, sin descuidar en absoluto la calidad interpretativa. La producción alcanza su apogeo en la escena de una fiesta que constituyó una obra maestra de dirección. En un pequeñísimo recuadro se congregaban unas quince personas, apretujadas entre columnas de papel apenas insinuadas. (Reich habló de la supresión de la disposición lineal). En su conjunto, el efecto se asemeja a la arquitectura de una torta (una torta moscovita: sólo aquí podría ser comprensible esta comparación), o, mejor aún, el agrupamiento de muñequitas que danzaran sobre un reloj musical cuya melodía la pusiera el texto de Gogol[97]. La obra tiene además mucha música, y la pequeña contradanza ejecutada al final sería un número atractivo en cualquier teatro burgués; en un teatro proletario, genera más sorpresas que otra cosa. Donde con más claridad se ponen de manifiesto las formas de este tipo de teatro es en aquel momento en el que una larga balaustrada divide la escena: por delante se encuentra el inspector, y por detrás la masa que sigue todos sus movimientos y desarrolla un juego de lo más expresivo con su abrigo... ora sujetándolo con seis u ocho manos, ora lanzándola por encima del inspector que se apoya en la barandilla. — Dormí muy bien en la dura cama.

20 de diciembre. Esto lo escribo el día 23 y ya no recuerdo nada de la mañana. En vez de escribir sobre ello, lo haré sobre Asya y nuestra relación, a pesar de que Reich se ha sentado a mi lado. Me encuentro ante una fortaleza casi inexpugnable. Me digo, no obstante, que el solo hecho de haberme aparecido y plantado frente a esa fortaleza, que es Moscú, ya constituye un primer éxito. Pero cualquier otra victoria importante me parece algo de una dificultad insuperable. Los evidentes éxitos logrados por Reich, uno tras otro, después de seis meses sumamente difíciles, a lo largo de los cuales, sin dominar la lengua, ha pasado frío y tal vez incluso hambre, hacen que tenga una posición muy fuerte. Hoy por la mañana me contaba que después de medio año tiene esperanzas de obtener un empleo aquí. Aunque con menos pasión, se acomoda más fácilmente que Asya a la situación laboral de Moscú. En los primeros tiempos, tras su llegada de Riga, Asya pensó incluso en regresar a Europa de inmediato: no tenía esperanza alguna de encontrar aquí un empleo. Cuando por fin lo consiguió, y después de trabajar algunas semanas en una guardería, la enfermedad la hizo dimitir, y de no ser porque uno o dos días antes había obtenido el ingreso al sindicato, se habría quedado sin atención médica y tal vez habría muerto. No hay duda de que aún sigue sintiéndose atraída por Europa Occidental. Y no se trata únicamente del deseo de viajar, de visitar ciudades desconocidas o del encanto de una bohemia mundana, sino también de la influencia liberadora que el desarrollo de sus ideas ha experimentado en Europa Occidental, sobre todo en su trato con Reich y conmigo. Como decía hace poco Reich, es casi un misterio cómo Asya pudo llegar en Rusia a planteamientos tan lúcidos como los que ya estaba desarrollando en Europa Occidental. En cuanto a mí, Moscú es una fortaleza: la dureza del clima que, por muy sano que me resulte, me afecta demasiado; el desconocimiento del idioma; la presencia de Reich y las limitaciones de la vida de Asya son unos cuantos bastiones. Y es sólo esa imposibilidad total de avanzar, sólo la enfermedad de Asya —o por lo menos su debilidad, que relega a un segundo plano nuestras cuestiones personales— lo que hace que toda esta situación no acabe conmigo. En qué medida podré alcanzar el objetivo secundario de mi viaje — escapar de la mortal melancolía navideña— es algo que aún está por verse. El que me mantenga bastante fuerte se debe también al hecho de que, a pesar de todo, percibo cierto apego de Asya hacia mí. Parece que el tuteo va ganando terreno entre nosotros, y su mirada, cuando me mira largo rato —no recuerdo que ninguna mujer me haya concedido nunca unas miradas y unos besos tan largos—, no ha perdido ni un ápice de su fuerza sobre mí. Hoy le he dicho que me gustaría tener un hijo con ella. Algunos gestos, raros pero espontáneos y no carentes de importancia, si se tiene en cuenta el dominio que ella se impone ahora en asuntos eróticos, me dicen que le atraigo. Así ayer, cuando para evitar una pelea quise abandonar su habitación, me agarró con fuerza y me pasó las manos por el pelo. También dice con frecuencia mi nombre. Uno de estos días me dijo que era sólo por culpa mía que no estuviésemos viviendo en una «isla desierta» y hasta tuviésemos ya dos hijos. Hay algo de verdad en ese punto. Directa o indirectamente son ya tres o cuatro las ocasiones en las que he rehuido un futuro junto a ella: cuando no «huí» con ella en Capri (¿cómo hacerlo?); cuando me negué a acompañarla, desde Roma, a Assisi y a Orvieto; cuando en el verano de 1925 no quise irme con ella a Letonia; y aquel invierno en el que no quise comprometerme a esperarla en Berlín. No estaban en juego consideraciones de tipo económico, ni tampoco mis ansias de viajar, que en los dos últimos años han disminuido; fue también por temor a elementos hostiles en ella que sólo hoy me siento capaz de afrontar. Le dije también que si entonces nos hubiéramos ligado el uno al otro, no sabría si ahora no haría ya tiempo que nos habríamos separado. Todo lo que sucede dentro y fuera de mí hace que me sea más imposible pensar en vivir separado de ella que lo que creía hasta ahora. Un factor de importancia es el temor de que más adelante, cuando Asya se ponga bien y viva aquí en una relación más afianzada con Reich, sólo pueda chocar, con grandes sufrimientos, contra los limites de nuestra relación. Y aún no sé si podría desentenderme del asunto. En este punto, no tengo ahora ningún motivo concreto para separarme de ella por completo, suponiendo que fuese capaz de hacerlo. Lo que más me gustaría sería estar ligado a ella por un hijo. Pero lo que no sé es si, incluso hoy, podría enfrentarme a una vida con ella, a su asombrosa dureza y, pese a toda su dulzura, a su desamor también. Aquí, la vida en invierno es más rica en un aspecto: el espacio se transforma literalmente, según haga frío o calor. Aquí se vive en la calle como en una gélida sala de espejos, y cualquier decisión se hace increíblemente difícil: echar una carta en un buzón requiere medio día de premeditación, y, a pesar del rigor del frío, entrar en una tienda a comprar algo es todo un logro de la voluntad. Salvo una gigantesca tienda de alimentación que hay en la Tverskaya, donde se pueden ver magníficas comidas preparadas que yo sólo conozco por las fotos de los libros de cocina de mi madre y que ni en la Rusia zarista hubiesen lucido tan suntuosas, ni siquiera los negocios lo invitan a uno a permanecer en ellos. Además, tienen un aspecto provinciano. Es muy raro encontrar carteles donde aparezca bien legible el nombre de la empresa, algo tan común en las calles principales de las ciudades occidentales; la mayoría de las veces sólo consignan el tipo de producto y, en ocasiones, acompañado del dibujo de un reloj, una valija, botas, pieles, etc. En las tiendas de cuero aparece sobre un cartel de hojalata el dibujo de una típica piel extendida. Es común encontrar dibujos de camisas sobre un pizarrón en que se lee Kitayskaya Prachechnaya: lavandería china. Se ven muchos mendigos suplicando con largos discursos a los transeúntes. Uno de ellos emite un tenue aullido cada vez que pasa a su lado un transeúnte del que espera conseguir alguna limosna. Vi también a un mendigo en actitud idéntica a la del infeliz al que San Martín le corta la mitad de la capa con su espada: arrodillado y con un brazo extendido. Poco antes de Navidad había en la Tverskaya dos niños sentados en la nieve, siempre en el mismo sitio, junto al muro del Museo de la Revolución, con su ropa hecha jirones y lloriqueando. Esto podría ser una expresión de la miseria infinita de estos mendigos, aunque también es posible que sea el resultado de una sabia organización, dado que sólo son de fiar aquellos que se ubican frente a las instituciones moscovitas, que se niegan con vehemencia a ser removidos. Todo lo demás lleva aquí el signo de la remont[98]. En las desnudas habitaciones, los muebles cambian de lugar todas las semanas; este es el único lujo que uno puede permitirse con ellos, y es al mismo tiempo un medio radical para alejar de la casa el «calor hogareño» y la melancolía que este conlleva. Organismos oficiales, museos e institutos cambian de ubicación constantemente, y hasta los vendedores ambulantes, que en otras ciudades tienen su puesto en lugares fijos, colocan su puesto cada día en un lugar diferente. Todo, crema para lustrar zapatos, libros ilustrados, papelería, pasteles y pan, e incluso toallas, se vende en plena calle, como si en vez de un invierno moscovita de 25 grados bajo cero reinase un verano napolitano. Por la tarde, de visita en la habitación de Asya, dije que quería escribir sobre teatro en la revista Die literarische Welt[99]. Tuvimos una breve discusión, pero luego le pedí que jugase al dominó conmigo. Finalmente accedió: «Bueno, si me lo pides. Me encuentro tan débil que no puedo negarme a nada de lo que me pidan». Pero después, cuando llegó Reich, Asya volvió a referirse a aquel asunto y se desató un altercado muy violento. Recién cuando me estaba yendo, mientras me levantaba de un rincón junto a la ventana para seguir a Reich hasta la calle, Asya tomó mi mano y me dijo: «No es tan grave». Por la noche, discutimos con Reich brevemente acerca de ello en mi habitación y luego él se fue a su casa.

21 de diciembre. Recorrí todo el Arbat[100] hasta llegar al mercado del bulevard Smolensk. Hacía un día extremadamente frío. Mientras caminaba iba comiendo unos chocolates que había comprado por el camino. La primera hilera del mercado, que se extendía a lo largo de la calle, estaba llena de puestos que vendían artículos navideños, juguetes y papelería. En la hilera siguiente vendían artículos de ferretería y para el hogar, zapatos, etc. Se parecía un poco al mercado de la Arbatskaya Ploshchad, aunque no creo que vendieran alimentos. Ya antes de llegar a los puestos, el camino estaba lleno de cestos de comida, adornos navideños y juguetes, tan pegados unos a otros, que es casi era imposible acceder a la acera desde la calle. En uno de los puestos compré una postal cursi; y en otro una balalaika y una casita de papel. También vi aquí rosas de navidad sobre la calle, ramos de heroicas flores que brillan en medio de la nieve y el hielo. Me resultó difícil, cargado como iba, encontrar el Museo del Juguete. Lo habían trasladado del bulevard Smolensk a la ulitsa Krapotkina, y, cuando por fin lo encontré, me sentía tan agotado que casi estuve a punto de dar media vuelta en la entrada: pensé que la puerta, que no se abrió de inmediato, estaba cerrada. Por la tarde, fui a ver a Asja. Por la noche fuimos a ver una obra muy mala (Alejandro I e Iván Kuzmich) al teatro Korsh[101]. El autor avistó a Reich en un descanso — describió al protagonista de su obra como primo espiritual de Hamlet—, y sólo a duras penas logramos burlar su vigilancia y escaparnos de los últimos actos. Después del teatro, si mal no recuerdo, compramos comida. Reich durmió en mi habitación.

22 de diciembre. En las conversaciones con Reich descubro cosas importantes. Por las noches, a menudo hablamos largo rato de Rusia, el teatro y el materialismo. Reich está muy decepcionado de Plejanov. Traté de explicarle la oposición existente entre la forma de representación materialista y la universalista. La universalista es siempre idealista porque no es dialéctica. Pues la dialéctica avanza necesariamente de tal manera que cada tesis o antítesis que se encuentra la vuelve a presentar como síntesis actualizada de estructura triádica, penetrando por este camino, cada vez más, en el interior del objeto y representando al universo sólo en sí mismo. Cualquier otro concepto de universo carecería de objeto, es decir, sería idealista. Traté además de demostrar el carácter no materialista del pensamiento de Plejanov por el papel que en este desempeña la teoría, apoyándome en la oposición entre teoría y método. En su afán por representar lo general, la teoría siempre flota por encima de la ciencia, mientras que lo  característico del método es que todo examen de un principio universal encuentra de inmediato un objeto que le es propio. (Por ejemplo, del examen de la relación entre los conceptos de tiempo y espacio en la teoría de la relatividad.) En otra ocasión, hablamos del éxito como criterio decisivo para el escritor «promedio» y de la estructura peculiar de la «grandeza» de los grandes escritores: que son «grandes» porque su influencia es histórica, pero que al mismo tiempo no influyen en la historia por sus métodos literarios. De cómo uno pone la lupa sobre estos «grandes» escritores sólo desde el siglo por el que uno transita. Y también: de cómo esto conduce a una actitud absolutamente conservadora frente a las autoridades y cómo esa actitud conservadora puede explicarse solo desde una perspectiva materialista. En otra ocasión, hablamos de Proust (le leí algo de mi traducción[102]); luego, de política cultural rusa: el «programa educativo» para los obreros a través del cual se intenta poner a su alcance la totalidad de la literatura mundial, con la exclusión de los escritores de izquierda, que en la época del comunismo heroico habían llevado la batuta; y el fomento de un arte campesino absolutamente reaccionario (la exposición de la AKhR[103]). Todo eso me pareció de suma importancia por la tarde, cuando fui con Reich a la oficina de la Enciclopedia. El proyecto comprenderá entre treinta y cuarenta tomos, uno de los cuales se reservará exclusivamente a Lenin. Cuando llegamos (la segunda vez, pues la primera visita había sido en vano), había un joven muy agradable sentado tras su escritorio, al que Reich me presentó realzando mis conocimientos. Cuando le expuse el esquema de mi «Goethe», no tardó en ponerse de manifiesto su inseguridad intelectual. Algunas cosas de mi bosquejo lo intimidaron, y acabó por decir que prefería que yo escribiera una semblanza biográfica de corte sociológico. Sin embargo, desde el punto de vista materialista es imposible caracterizar la vida de un escritor y uno puede solo describir su influencia histórica. Pues, si se abstrae su posteridad, esta existencia e incluso la obra temporal de los artistas no ofrece objeto alguno al análisis materialista. De hecho, abstrayéndose de su influencia sobre las generaciones posteriores, la existencia, e incluso la mera obra temporal de un artista, no ofrece objeto de estudio alguno al análisis materialista. Probablemente nos encontramos aquí también frente a la misma universalidad e inmediatez carentes de metodología que caracteriza a los planteamientos completamente idealistas y metafísicos de la Introducción al materialismo histórico de Bujarin[104]. Por la tarde, con Asya. Últimamente la presencia de Asya me resulta menos agradable puesto que, aun cuando Reich no se encuentra presente, ya no puedo hablar en privado con ella. Por la noche, en casa.

23 de diciembre. Por la mañana estuve en el Museo Kustarny[105]. De nuevo pude ver juguetes muy bonitos; la exposición la ha organizado el director del Museo del Juguete. Las figuras más hermosas probablemente sean las de papel maché. A menudo se encuentran montadas sobre un pequeño pedestal, o sobre un minúsculo organillo con una manivela giratoria, o si no sobre un plano inclinado que, al presionarlo, emite un sonido. También hay figuras muy grandes hechas de ese mismo material que representan a personajes que bordean en lo grotesco y que ya pertenecen un período de decadencia. En el museo había una chica pobremente vestida y sumamente atractiva, que hablaba en francés sobre los juguetes con dos niños de los que era institutriz. Los tres eran rusos. El museo se compone de dos salas. En la mayor, donde están los juguetes, hay también muestras de trabajos en madera laqueada y de tejidos; en sala más pequeña, hay antiguas esculturas talladas en madera, cajas con forma de ocas u otros animales, herramientas, etc., así como trabajos en hierro forjado. Fracasé en mi intento de encontrar algún objeto del mismo carácter que los juguetes antiguos en el almacén alojado escaleras abajo, en una gran sala anexo al museo. Lo que sí vi allí fue el más grande depósito de adornos navideños como que jamás haya visto. Luego fui al Instituto Kameneva a buscar entradas para Les[106] y allí me econtré con Basseches[107]. Caminamos juntos un rato, y ya eran las tres y media cuando llegué a la Dom Herzena. Reich llegó todavía más tarde, cuando yo ya había terminado de comer. Pedí una segunda taza de café que me prometí no tocar. Por la tarde hubo una partida de dominó entre cuatro y por primera jugué de pareja con Asya. Derrotamos con holgura a Reich y la compañera de habitación de Asya, a quien después me encontraría en el Teatro Meyerhold, mientras Reich asistía a una sesión de la VAPP. Me habló en yiddish para hacerse entender, lo qu habría dado resultado con un poco más práctica, pero dada la situación no pude entenderla demasiado. La velada fue agotadora, pues por un malentendido o por su impuntualidad llegamos tarde y tuvimos que ver el primer acto de pie desde el anfiteatro. A lo que se sumó el hecho de que la obra fuese en ruso. Asya no logró dormirse hasta que regresó su compañera de habitación. Fue entonces, según me dijo el día siguiente, que la respiración regular de su compañera la ayudó a conciliar el sueño. La famosa escena de la armónica en Les[108] es realmente hermosa, pero la imagen que me había formado de ella a partir del relato de Asya era ya tan maravillosamente sentimental y romántica, que necesité algún tiempo para familiarizarme con la realidad escénica de este episodio. La obra entera está llena de momentos magníficos: la escena en que el comediante excéntrico está pescando y simula los coletazos del pez simplemente imitándolo con su mano, la escena de amor que tiene lugar mientras sus protagonistas corren en círculo, toda la actuación sobre la pasarela, que baja de un andamio al escenario. Por primera vez, comprendí claramente la función de la disposición constructivista del escenario, y de una forma mucho más clara que cuando Tairov[109] actuó en Berlón, y mucho más aún que lo que había visto en fotografías.

24 de diciembre. Algunas palabras sobre mi habitación. Todos los muebles llevan una chapa que reza: «Hoteles de Moscú», seguida del número de inventario. La gestión de todos los hoteles corre por el Estado (¿o quizás por la ciudad?). Las ventanas dobles de mi habitación han sido cerradas herméticamente por la duración del invierno. Sólo se puede abrir una pequeña solapa en la parte superior. El pequeño lavabo es de hojalata, laqueado por debajo y muy pulido por arriba, y, encima, tiene un espejo. La pileta está provista de un desagüe de tres pequeñas bocas que no se puede tapar. De un grifo mana un hilillo de agua. La pieza se caldea desde afuera, pero debido a su partiular emplazamiento, el suelo también está siempre caliente, por lo que, aún cuando afuera este solo moderamente frío, en cuanto se cierra la ventana, el calor es agobiante. Todas las mañanas, antes de las 9, cuando ya han encendido la calefacción, un empleado llama a la puerta para preguntar si la ventana está completamente cerrada. Es lo único de lo que aquí se puede estar seguro. El hotel no tiene cocina, por lo que ni siquiera se puede pedir una taza de té. Una vez, la noche anterior al día en que fuimos a visitar a Daga, les pedimos que nos despertaran a la mañana siguiente, y entre Reich y el schweitzer (así llaman en ruso a los mozos del hotel) se entabló un diálogo shakesperiano sobre lo de «despertar». A la pregunta de si nos podrían despertar, el hombre nos respondió: «Si nos acordamos, los despertaremos. Pero si no nos acordamos, no los despertaremos. La verdad es que la mayoría de las veces nos acordamos, en cuyo caso despertamos a la gente. Claro está, a veces nos olvidamos cuando no pensamos en ello. En cuyo caso, no lo hacemos. Por supuesto que no tenemos obligación de hacerlo, pero si nos acordamos a tiempo, entonces, naturalmente, lo hacemos. ¿A qué hora quieren que los despertemos?». «A las siete». «Lo anotaremos. Como pueden ver, aquí dejo la nota, esperemos que él la vea. Lógicamente, si no la ve no los despertará. Pero en realidad solemos hacerlo». Como es lógico, al final no nos despertaron, y adujeron: «¿De qué habría servido despertarlos si ya ustedes estaban despiertos?». Parece que en el hotel hay un montón de estos schweitzers. Se alojan en una salita de la planta baja. El otro día, Reich le preguntó a uno de ellos si había llegado alguna carta para mí. El hombre dijo que «no», a pesar de tener las cartas frente a sus narices. En otra ocasión, alguien trató de localizarme por teléfono en el hotel, y le dijeron: «Ya no se aloja aquí». El teléfono está en el pasillo, y por la noche, desde la cama, puedo oír muchas veces largas conversaciones, incluso ya pasada la una. La cama tiene un gran hoyo en el medio y cruje al menor movimiento. Como a menudo por la noche Reich ronca al punto de despertarme, me resultaría muy difícil dormir de no ser porque siempre me acuesto muerto de cansancio. Cuando paso por el hotel a la tarde, suelo quedarme dormido. La cuenta del hotel ha de pagarse diariamente, ya que a cualquier factura que exceda los 5 rublos se le carga un impuesto del 10%. Va de suyo el inconcebible derroche de tiempo y energía que esto supone. Reich y Asya se habían encontrado en la calle y llegaron juntos. Asya no se sentía bien y había cancelado su cita con Birse para esa noche. Preferían pasarla conmigo. Ella había traído la tela, por lo que decidimos salir. La llevé a la modista antes de irme al museo del juguete. Por el camino, paramos en una relojería. Asya le dio mi reloj al relojero, un judío que hablaba alemán. Tras despedirme de Asya me fui al museo en trineo. Temía llegar tarde, pues todavía no me he acostumbrado a la noción que tienen del tiempo los rusos. Visita guiada al museo del juguete. Mi guía, el tov.[arisch][110] Bartram[111], me regaló su obra Del juguete al teatro infantil, que acabaría siendo mi regalo de Navidad para Asya. Luego, me fui a la Academia, pero Kogan no estaba. Había decidido regresar en autobús. Mientras esperaba en la parada, vi una puerta abierta en que podía leerse la inscripción Museo, y no tardé en darme cuenta de que me hallaba ante la «segunda colección del nuevo arte occidental». No estaba entre mis planes visitar aquel museo, pero como lo tenía delante, decidí entrar. Mientras miraba un cuadro extraordinariamente bello de Cézanne[112] me vino a la cabeza la idea de lo falaz que es hablar de «empatía», incluso desde el punto de vista lingüístico. Me pareció que, por mucho que se pueda aprehender un cuadro, no por ello se penetra en su espacio; más bien ese espacio se expande hacia afuera, particularmente en varios puntos concretos. Se nos abre así desde ángulos y rincones en los que creemos reconocer importantes experiencias del pasado; en efecto, hay en esos puntos algo inexplicablemente conocido. El cuadro se hallaba en la pared central de la primera de las dos salas dedicadas a Cézanne, enfrente de la ventana, a plena luz. Representa una carretera que atraviesa un bosque. A uno de sus lados se ve un grupo de casas. No tan extraordinaria como la de Cézanne es la colección de Renoir[113] de este museo. No obstante, también en ella hay cuadros bellísimos, en especial de su primera época. Los que más fuerte impresión me causaron en las primeras salas fueron dos cuadros de los bulevares de París, colgados, como pendientes, uno frente al otro. Uno es de Pisarro[114], y el otro de Monet[115]. Ambos cuadros representan la ancha calle desde una perspectiva elevada que, en el primero, se sitúa en el centro, mientras que, en el segundo, el punto de vista es más oblicuo. Tan oblicuo que las siluetas de dos señores asomados a la calle tras la baranda de un balcón parecen deslizarse furtivamente en el cuadro como si estuvieran junto a la ventana desde la cual se ha pintado. Mientras que la mayor parte de la superficie del cuadro de Pisarro aparece cubierta por el gris del asfalto con sus innumerables caballos y carruajes, en el de Monet la mitad del cuadro la ocupa la pared luminosa de una casa que resplandee entre unos árboles de otoñal amarillo. Al pie de la casa, casi ocultadas por el follaje, se adivinan las sillas y mesas de un café, como muebles rústicos en medio de un bosque soleado. Pero Pisarro transmite el espacio de París: la hilera de techos rematados por sus chimeneas. Sentí su nostalgia de esa ciudad. En una salita de la parte posterior, junto a dibujos de Louis Legrand[116] y de Degas[117], hay un cuadro de Odilon Redon[118]. Tras el viaje en autobús, deambulé por un buen rato antes de llegar, una hora después de la fijada, al restaurante subterráneo donde me había dado cita con Reich. Como ya eran cerca de las cuatro, hubimos de separarnos enseguida, y quedamos en encontrarnos más tarde en la gran tienda de alimentación de la Tverskaya. Sólo faltaban unas horas para la Nochebuena, y la tienda estaba abarrotada. Mientras comprábamos caviar, salmón y fruta, nos encontramos con Basseches, quien andaba cargado de paquetes y de muy buen humor. Reich, en cambio, estaba de un humor pésimo. Estaba muy enfadado con mi retraso, y un pez chino de papel que por la mañana había yo comprado en la calle y que me había visto obligado a arrastrar conmigo junto con todas las demás cosas, como testimonio de mi manía de coleccionar, no hizo sino enfadarlo todavía más. Finalmente nos procuramos unos pasteles y golosinas, así como un arbolito adornado con guirnaldas, y con todo ello me fui a casa en trineo. Hacía rato que había oscurecido. Estaba agotado de haber tenido que abrirme paso por entre la muchedumbre con el árbol y los paquetes. De vuelta en la habitación, me eché en la cama y leí algo de Proust, mientras comía algunas de las nueces azucaradas que habíamos comprado porque son las que más le gustan a Asya. Pasadas las siete llegó Reich, y algo más tarde Asya. Asya se pasó toda la velada echada en la cama, con Reich junto a ella sentado en una silla. Cuando, después de mucho esperar, por fin llegó un samovar —lo tuvimos que pedir varias veces, porque al parecer un huésped los había encerrado todos en la habitación y se había marchado— y por primera vez escuché el murmullo del samovar llenar una habitación rusa; cuando pude contemplar directamente el rostro de Asya, acostada frente a mi, solo entonces, sentado allí junto al pequeño pino navideño, sentí lo que no había podido en muchos años, una sensación de seguridad en Nochebuena. Hablamos del puesto que Asya debería aceptar y luego de mi libro sobre la Trauerspiel[119]; leí en voz alta el prólogo, dirigido contra la Universidad de Frankfurt(120). Quizás me deje llevar por la opinión de Asya de que, pese a todo, debo escribir simplemente: «rechazado por la Universidad de Frankfurt-on-Main». Esa noche estuvimos muy cerca el uno del otro. Asya se rió mucho con algunas de las cosas que le dije. Y otras, como la idea de escribir un artículo sobre la filosofía alemana como instrumento de su política interior, provocaron su vehemente aprobación. Asya no terminaba de decidir si era hora de irse; se sentía bien y cansada. No eran las once cuando por fin se fue. Me metí en la cama de inmediato, pues aunque breve, mi noche había sido plena. Comprendí que la soledad no existe para nosotros cuando la persona que amamos también está sola en ese momento, aunque se encuentre en un lugar donde no podamos alcanzarla. La sensación de soledad parecería entonces en esencia un fenómeno reflexivo que nos afecta sólo cuando alguien conocido—o, más a menudo, que amamos— se divierte en compañía de otros. Incluso aquel que siente esencialmente solo en el mundo, experimenta esa soledad sólo al pensar en una mujer, aunque sea una desconocida, o en cualquier otra persona que no esté sola y en cuya compañía también él dejaría de estarlo.

25 de diciembre. Me he resignado a arreglármelas con lo poco de ruso que soy capaz de chapurrear y, por el momento, he decidido no seguir estudiándolo, pues me es imprescindible disponer de más tiempo para otras cosas: para escribir y traducir artículos. Si alguna vez vuelvo a Rusia, será esencial que lo haga con un mayor conocimiento del idioma, que habré de procurarme con antelación. Pero como por ahora no estoy planeando ninguna ofensiva para el futuro, aún no tengo plena seguridad de hacerlo: en otras circunstancias menos favorables, podría resultarme demasiado difícil. Tendría que hacerme de una base sólida de acuerdos literarios y financieros antes de emprender un segundo viaje a Rusia. Hasta ahora, el desconocimiento del idioma no me había sido tan molesto como el primer día de las fiestas de Navidad. Estábamos cenando en casa de la compañera de habitación de Asya. Yo había aportado el dinero para comprar un ganso, lo que había sido motivo de discusión entre Asya y yo unos días antes. Ya estaban sirviendo el ganso en porciones individuales. Estaba mal cocido, duro. Comimos sentados a un escritorio unas seis u ocho personas. En la mesa se hablaba sólo ruso. El entrante, un pescado frío preparado al estilo judío, estuvo muy bueno, lo mismo que la sopa. Después de comer, me retiré a la habitación contigua y me dormí. Luego, permanecí despierto un rato, tumbado en el sofá; me sentía muy triste, abatido por las imágenes, que el recuerdo traía una y otra vez, de la época en que, siendo estudiante, me marché de Munich a Seeshaupt[121]. Más tarde, Reich y Asya intentaron irme traduciendo a ratos retazos de la conversación, lo que no hizo sino duplicar mi malestar. Durante un rato se habló de que en la Academia Militar habían nombrado profesor a un general que había pertenecido en otro tiempo a la Guardia Blanca y mandado a ahorcar a todos los soldados del Ejército Rojo que había hecho prisioneros en la Guerra Civil. Se discutió acerca de qué posición debía tomarse al respecto. Una joven búlgara se mostró la de actitud más ortodoxa y fanática. Por fin llegó la hora de marcharnos: Reich marcaba el paso con la búlgara, seguidos por Asya y por mí. Yo estaba exhausto. Ese día no había tranvías. Y dado que ni Reich ni yo podíamos ir con ellas en autobús, no nos quedó más remedio que hacer a pie el largo trayecto hasta el segundo MCHAT[122]. Reich quería ver la Orestíada[123] para recopilar material para su obra "La contrarrevolución en la escena". Nos dieron dos asientos al centro, en la segunda fila. Apenas entré en la sala me recibió un olor a perfume. No vi a un solo comunista enfundado en su casaca azul, pero sí a algunos que podrían encajar perfectamente en cualquiera de las imágenes de George Grosz[124]. La obra, de principio a fin, respondía al estilo de un teatro cortesano abandonado. El director no sólo carecía de cualquier clase de capacitación profesional, sino que ignoraba por completo cualquier tipo de información necesaria para abordar una tragedia de Esquilo. A su pobre imaginación parecía alcanzarle ese soso helenismo de salón. La música sonó casi ininterrumpidamente, e incluyó una gema de Wagner[125], Tristán[126], «la música del fuego mágico»[127].

26 de diciembre. La estancia de Asya en el sanatorio parece estar llegando a su fin. Las largas horas que en los últimos días ha pasado tumbada al aire libre le han sentado bien. Le encanta echarse sobre su manta y oír a los cuervos graznar en el aire. Está convencida de que los pájaros están perfectamente organizados y que su jefe les dice lo que tienen que hacer: dice que ciertos graznidos, precedidos por una larga pausa, son las órdenes a acatar. En los últimos días apenas he podido hablar a solas con Asya, pero en las pocas palabras que cruzamos creo sentir tan limpia y claramente su cercanía que ello me ha tranquiizado profundamente y ha mejorado mi ánimo. No creo que haya nada que surta en mí un efecto tan curativo ni tan intenso como las preguntas más insignificantes que me hace acerca de mis asuntos. Cierto que no lo hace casi nunca. Pero aquel día, por ejemplo, a mitad de la comida, en la que sólo se hablaba ruso, se interesó por las cartas que hubiera yo  recibido el día anterior. Antes de comer, tres de nosotros jugamos al dominó. Después de la comida, las cosas transcurrieron mucho mejor que el día anterior. Cantaron adaptaciones comunistas de canciones yiddish (creo que sin intención de parodiarlas). Al parecer, excepto Asya, todos los que estábamos en la habitación éramos judíos. También estaba presente un secretario sindical 

de Vladivostok[128] que había venido a Moscú para el VII Congreso Sindical. En torno a la mesa se había reunido, por lo tanto, toda una colección de judíos, de Berlín a Vladivostok. Era todavía temprano cuando llevamos a Asya a la casa. Luego, antes de marcharnos, invité a Reich a un café. Este empezó a decir que cuanto más miraba a su alrededor, más le parecía que los niños eran una plaga. En casa de la camarada había estado también de visita un niño pequeño, quien por lo demás se había comportado bastante bien, pero que al final, cuando estábamos todos jugando al dominó, y tras dos horas esperando por la comida, se había puesto a llorar. A quien en realidad tenía Reich en mente era a Daga. Habló de los ataques de ansiedad crónicos de Asya, que tenían que ver casi siempre con Daga, y después me soltó una vez más la historia de la estancia de Daga en Moscú. Yo ya había admirado muchas veces la enorme paciencia de Reich en el trato con Daga. Y tampoco esta vez afloró nada que supusiera en él disgusto ni resquemor, sino simplemente la tensión acumulada, de la cual pudo descargar buena parte en su  conversación conmigo. Lamentaba que el «egoísmo» de Asya fuera a fallar precisamente ahora, cuando para ella era todo cuestión de tomar las cosas con calma y dejar que siguieran su curso. La inquietud de Asya por su próxima residencia y la idea de un traslado casi con seguridad inminente la atormentaban. En el fondo, lo único que Asya quiere en este momento son un par de semanas de tranquila y cómoda existencia burguesa como la que, sin duda, Reich no puede procurarle en Moscú. Lo cierto es que estaba realmente ansiosa. No me daría cuenta de esto hasta la mañana siguiente.

27 de diciembre. La habitación de Asya en el sanatorio. Casi todos los días los pasamos aquí, de cuatro a siete. Habitualmente, hacia las cinco una paciente de una habitación vecina se pone a tocar la cítara durante una o media hora. Apenas consigue hacer sonar unos tristes acordes. La música no encaja demasiado con unas paredes tan desnudas, pero el monótono rasgueo no parece molestar a Asya. Por lo general, cuando llegamos Asya está tumbada en la cama. Ante ella, en una mesita, suele haber leche, pan y un plato con azúcar y huevos que la mayoría de las veces se lleva Reich. Hoy le dio uno para mí, en el que escribió «Benjamin». Encima del vestido, Asya lleva una bata de lana gris del sanatorio. En la parte más cómoda de la habitación, reservada para ella, hay tres sillas de diferentes tipos, entre las cuales el sillón bajo en que suelo sentarme, así como una pequeña mesita de noche con revistas, libros, medicamentos, un pequeño cuenco de colores que probablemente sea suyo, la cold cream[129] que le traje de Berlín y el espejo de mano que una vez le regalé; por un tiempo sobre la mesita también estuvo el proyecto de cubierta de Calle de sentido único que Stone había diseñado. Asya trabaja a menudo en una blusa que se quiere hacer entresacando los hilos de una tela. Fuentes de luz de las calles de Moscú: la nieve, que refleja la iluminación a tal punto que en casi todas las calles hay claridad; las potentes lámparas de carburo en los puestos callejeros; y las luces delanteras de los automóviles, que proyectan su luz a cientos de metros de distancia sobre la calle. En otras grandes ciudades, este tipo de faros están prohibidos: aquí cuesta pensar en algo más irritante que ese selecto número de miembros de la NEP[130] (y otros pejes gordos) moviéndose en unos pocos automóviles a su entera disposición y entorpeciendo aún más la ya dificultosa tarea de desplazarse. De este día poco hay que destacar. Pasé la mañana trabajando en casa. Después de comer, jugué al ajedrez con Reich y perdí las dos partidas. Asya estaba del peor humor posible; nunca había presenciado con tanta claridad la malévola acritud que hace que su interpretación de Hedda Gabbler[131] sea tan convincente. No toleraba la más mínima pregunta sobre su estado de salud, y al final no quedó más remedio que dejarla sola. Nuestra esperanza —la mía y la Reich— de que se nos uniera para jugar al dominó resultó inútil. En vano nos voltéabamos cada vez que entraba alguien en la sala de juegos, buscándola. Tras la partida volvimos a su habitación, pero yo no tardé en regresar con un libro a la sala de juego, y no volví a la habitación hasta poco antes de las siete. Asya me despidió de una manera muy poco amigable, pero luego me envió con Reich un huevo sobre el cual había escrito «Benjamin». No llevábamos mucho en mi habitación cuando se apareció. Su humor se había transformado, volvía a verlo todo a una luz más favorable y hasta parecía lamentar su comportamiento de la tarde. Pero si hago un repaso general de los últimos tiempos, me doy cuenta de que su mejoría, al menos en lo que hace a su estado nervioso, ha sido casi nula desde mi llegada. Por la noche, Reich y yo mantuvimos una larga conversación sobre mi actividad literaria y hacia dónde debería apuntar. En su opinión, tiendo a exprimir mis escritos hasta agotarlos. En ese mismo contexto, dijo muy acertadamente que en las grandes obras literarias la proporción entre el número de frases y el de las frases formuladas de manera exacta y elocuente sería de aproximadamente de 30 a 1, pero que en mi caso era de 2 a 1. Todo eso es cierto. (En esto último tal vez haya todavía un residuo de la fuerte influencia que ejerció sobre mí en otro tiempo Phillip Keller[132].) Sin embargo, tuve que discrepar con Reich sobre algunas ideas de las que nunca he dudado desde que tiempo atrás escribí uno de mis primeros ensayos, "La lengua en general y el lenguaje humano"[133]. Mencioné la polaridad propia de toda entidad lingüística: ser expresión y comunicación al mismo tiempo. Aquí se hubo de evocar aquello que habíamos tocado muchas veces sobre la «destrucción de la lengua» como una tendencia de la literatura rusa actual. Pues el desarrollo del aspecto comunicativo de la lengua sin un contexto que lo incluya conduce inevitablemente a su destrucción. A su vez, la exaltación total de su carácter expresivo deriva en un silencio místico. Creo que de ambas tendencias, la que apunta a la comunicación es la más vigente, sólo porque considero que de una forma u otra, siempre es necesario comprometerse con alguna opción. Reconocí, no obstante, que estoy atravesando una situación crítica en lo que concierne a mi condición de autor. Le dije que no encuentro ninguna salida aquí, que ni meras convicciones ni decisiones abstractas bastan para abrirme camino, y que preciso en cambio de tareas y de desafíos concretos. En este punto, Reich mencionó mis ensayos sobre las ciudades[134]. Esto me resultó alentador y comencé a pensar con más confianza en una descripción de Moscú. Para concluir, le leí mi retrato de Karl Kraus[135], pues también habíamos estado hablando de él.

28 de diciembre. No creo que exista otra ciudad con tantos relojes como Moscú. Esto es tanto más extraño cuanto que aquí la gente no le da mucha importancia al tiempo. Sin duda, habrá motivos históricos. Si se observa cómo se mueve la gente en la calle, rara vez se ve a alguien con prisa; tendría que estar haciendo mucho frío. Y es que aquí la costumbre es andar en zigzag. (Me parece significativo el hecho de que, según me ha contado Reich, en cierto club cuelgue de la pared un letrero en el que se lee: «Lenin dijo que el tiempo es oro». Para expresar tal banalidad, tuvieron que recurrir a la más alta autoridad.) Fui a buscar mi reloj a la relojería. Por la mañana nevó, y también con frecuencia a lo largo del día. Más tarde hubo algo de deshielo. Comprendo que en Berlín Asya echara de menos la nieve y la hiciera sufrir el asfalto desnudo. Aquí el invierno pasa, como un campesino envuelto en lana blanca de oveja, bajo una espesa piel de nieve. Por la mañana nos despertamos tarde y luego fuimos a la habitación de Reich. Como ejemplo de casa pequeñoburguesa, no se puede imaginar algo más espantoso. A la vista de los cientos de fundas, consolas, muebles tapizados y cortinas, uno apenas si puede respirar del sofoco; el aire debe de estar saturado de polvo. En el rincón formado por una ventana se elevaba un gran árbol de Navidad. Incluso éste era feo, con sus magras ramas y un informe muñeco de nieve coronándolo. El fatigoso camino desde la parada de tranvía y el espanto propio de esta estancia me privaron de perspectiva sobre la situación, y de forma algo precipitada acepté la propuesta que hizo Reich de mudarme a esta habitación con él en enero. Tales habitaciones pequeñoburguesas son auténticos campos de batalla sobre los que ha pasado victorioso el devastador asalto del capital mercantil; nada humano puede ahí prosperar. Pero, dada mi fuerte propensión a los espacios cavernosos, tal vez no llevaría mal a cabo mi trabajo dentro de esta estancia. Sólo me queda pues meditar si debo renunciar a la excelente posición estratégica de mi actual habitación o conservarla aun a costa de disminuir el contacto diario que tengo con Reich, muy importante por sus informaciones. Estuvimos andando luego un rato por las calles de los arrabales: habían de enseñarme determinada fábrica en la que ante todo se producen los adornos navideños. La «pradera de la arquitectura», que es así como llama Reich a Moscú, tiene en estas calles un carácter aún más agreste que en el centro. A ambos lados de la amplia avenida, construcciones hechas al estilo propio de las casas de madera de los campesinos en los pueblos alternan con ciertas villas modernistas o la sobria fachada de un edificio de seis plantas. Se había acumulado mucha nieve y de repente se hizo tal silencio que uno podía creer que estaba pasando el invierno en un pueblo de la Rusia más profunda. Por detrás de una hilera de árboles se alzaba una iglesia de cúpulas azules y doradas, y, como siempre, ventanas enrejadas en el muro dando hacia la calle. Por lo demás, aquí las iglesias todavía conservan en su fachada imágenes de santos, tal como en Italia actualmente sólo se ven en las más antiguas (San Frediano de Lucca[136], por ejemplo.) Como la obrera que allí trabajaba se acababa de ausentar, al final no pudimos ver la fábrica. No tardamos después en separarnos. Bajé por Kusnetzky Most[137] y curioseé por las librarías. En esta calle se encuentra la librería más grande de Moscú (si se ha de juzgar por la apariencia). En los escaparates vi también literatura extranjera, aunque a precios del todo escandalosos. Casi sin excepción, los libros rusos hoy se publican sin encuadernar. Aquí el papel es el triple de caro que en Alemania; principalmente es de exportación, de manera que tratan de ahorrar en las otras partes del proceso. De camino compré —tras haber cambiado algo en el banco— una de las calientes empanadas que por doquier se venden en las calles. Tras haber dado unos pocos pasos, se me abalanzó de pronto un niño al que le di un pedazo cuando por fin hube comprendido que no quería dinero sino pan. A mediodía le gané a Reich una buena partida de ajedrez. Por la tarde, en casa de Asya, donde todo fue casi incoloro, como sucede en los últimos días, pues Asya, por sus estados de ansiedad, ahora está muy apática, cometí frente a ella el gran error de defender a Reich contra reproches que eran bastantes tontos. Luego, este me dijo que al día siguiente se acercaría solo a ver a Asya. Por la noche, en cambio, se comportó amistosamente. Para ir al ensayo general de la obra de Illés, tal como lo habíamos planeado, se había hecho demasiado tarde y, dado que Asya no venía, fuimos a un «debate judicial» en el Club Krestansky[138]. Cuando llegamos a las ocho y media, nos enteramos de que hacía una hora que el debate había comenzado. La sala estaba llena hasta los topes y no dejaban entrar a nadie más. Pero una mujer muy avispada sacó provecho de nuestra presencia. Advirtiendo que yo era forastero, nos presentó a Reich y a mí como extranjeros de cuya guía se ocupaba, y así se introdujo con nosotros. Entramos en una sala guarnecida de rojo que ocupaban unas trescientas personas. Estaba a rebosar, y muchos estaban de pie. Dentro de un nicho ví un busto de Lenin. El debate tenía lugar en un estrado que habían construido sobre el escenario, flanqueado a uno y otro lado por un par de figuras de proletarios pintadas: eran un campesino y un obrero. En el marco superior de un escenario, los emblemas soviéticos. La admisión de pruebas había terminado cuando llegamos; un perito tenía la palabra. Sentado con un colega ante una mesita, tenía frente a él la mesa del defensor, ambas con el lado estrecho hacia el escenario. La mesa del colegio de jueces estaba situada frontalmente con respecto al público, ante ella, vestida de negro y sentada sobre una silla, con un grueso bastón entre las manos, una campesina, la acusada. Todos los participantes iban bien vestidos. Se la acusaba de ejercicio ilegal de la medicina con consecuencias fatales. La campesina había prestado asistencia en un parto (o en un aborto) y provocado el infausto desenlace a causa de un error. La argumentación se movía por derroteros extremadamente primitivos en torno al suceso. El experto presentó su informe: la culpa de la muerte de la mujer sólo era imputable a la intervención. El defensor alegó ausencia de mala voluntad y que en el campo faltaba información y recursos sanitarios. El fiscal pide entonces la pena de muerte. La campesina alega en su parlamento: siempre hay algunas personas que mueren. A continuación, el presidente se dirige al público: «¿Hay alguna pregunta?». Sobre el estrado aparece un komsomol que aboga en favor de un severo castigo. El tribunal se retira a deliberar... se hace una pausa. Todos escuchan en pie el veredicto. Dos años de cárcel por reconocimiento de circunstancias atenuantes. Por lo tanto, se excluye el aislamiento. El presidente alude por su parte a la necesidad de centros de prevención y formación sanitaria en el mundo rural. Luego, nos dispersamos. Hasta ahora no había visto nunca reunido a un público tan sencillo aquí en Moscú. Probablemente había muchos campesinos, pues este club está especialmente puesto y concebido a su servicio. A continuación me mostraron las dependencias. En la sala de lecturas me llamó la atención, de idéntica manera que en el sanatorio infantil, que las paredes se encontraran totalmente cubiertas de material visual. Aquí exhibían muchas estadísticas que, en parte ilustradas con pequeñas imágenes en color, habían elaborado los propios campesinos (se consignaban la crónica rural, el desarrollo agrario, las condiciones de producción y las instituciones culturales), pero  también por todas partes se veían colgar de las paredes esquemas de componentes de herramientas y piezas de máquina, retortas con productos químicos y cosas semejantes. Movido por la curioidad, me acerqué a una consola desde la que sonreían burlonamente dos máscaras de negros. Pero al aproximarme se revelaron como máscaras antigas. Finalmente me llevaron a los dormitorios del club. Este espacio se encuentra destinado a campesinos y campesinas, individuos y comunidades enteras que vienen a la ciudad a hacer una «kommandirovka»[139]. En la mayoría de las habitaciones hay seis camas; por la noche, cada uno pone su ropa encima de la suya. Los cuartos de aseos deben estar dispuestos en otro lugar. Las habitaciones no tienen lavabo. En las paredes hay imágenes de Lenin, Kalinin[140], Rykov[141] y otros. El culto a la imagen de Lenin llega aquí a extremos sin duda imprevisibles. En Kusnetsky Most hay un comercio especializado en el que se lo puede encontrar en todos los tamaños, materiales y posturas. En la sala de recreo, donde se oía un concierto radiofónico, hay un cuadro en relieve bastante expresivo en que se lo muestra en tamaño natural, hasta el pecho y como orador. Pero también en todas las cocinas, roperías, etcétera, de casi todos los institutos oficiales cuelga de él un cuadrito más modesto. El edificio tiene capacidad para algo más de cuatrocientos huéspedes, con el acompañamiento cada vez más cargante de la guía que nos había ayudado a entrar  al principio, nos fuimos del club y decidimos, cuando nos quedamos solos, acudir todavía a una pivnaya[142] donde había espectáculo nocturno. En la puerta, cuando entramos, algunas personas se ocupaban de expulsar a un borracho. En el local, no demasiado grande y sin embargo no del todo lleno, se veían sentadas personas aisladas entre pequeños grupos bebiendo cerveza. Nos sentamos cerca del estrado de tablas, cuyo telón mostraba una dulce pradera algo borrosa que daba la sensación de ruinas disolviéndose en el aire. Pero este foro no bastaba para la longitud del escenario. Tras dos números de canto llegó al fin la atracción de la velada, una inszenirovka, material procedente de otra parte, la épica o la lírica, adaptado al teatro. Ahí parecía darse el marco dramático para una serie de canciones de amor y tonadas campesinas. Primero apareció una mujer escuchando a un pájaro. Luego, salió un hombre de entre bastidores, y así sucesivamente hasta que el escenario estuvo enteramente lleno, y todo terminó con un canto coral acompañado de baile. Todo lo cual no difería mucho de una celebración familiar en sociedad, pero con su progresiva desaparición en la realidad estas anticuadas ceremonias no han hecho sino volverse aún más atractivas para el pequeñoburgués sobre el escenario. Para la cerveza hay un particular acompañamiento: diminutos trocitos secos de pan blanco o negro, rebozados con una costra de sal y guisantes secos en agua salada.

29 de diciembre. Rusia empieza a tomar forma para el hombre del pueblo. Se anuncia una gran película propagandística: La sexta parte del mundo[143]. En la calle, sobre la nieve, hay mapas de la URSS apilados para su venta por los vendedores callejeros. Meyerhold utiliza uno de esos mapas en Dayosh Evropu[144], en que Occidente aparece representado como un complejo sistema de penínsulas rusas. Este mapa está tan cerca de convertirse en el centro de la nueva iconografía rusa como los retratos de Lenin. Mientras tanto, las iglesias continúan con su antigua práctica. Hoy, durante mi paseo, entré en la iglesia de Nuestra Señora de Kazán[145], de la que Asya me había dicho que le encantaba. Está situada en una esquina de la Plaza Roja. Primero se entra en una amplia antesala con algunas imágenes de santos. El conjunto parece estar al servicio de una mujer que lo custodia. Es un lugar sombrío; su penumbra invita a las conspiraciones. En lugares así se puede deliberar sobre los asuntos más turbios y sospechosos, incluso pogromos, si se diera la ocasión. El lugar para el culto propiamente dicho se encuentra pegado a ese lugar. Al fondo hay un par de escaloncitos para subir al estrado, estrecho y bajo, por el que uno desfila ante las imágenes de los santos. Los altares se suceden uno tras otro a muy corta distancia, cada uno de ellos señalado por la  tenue luz de una lámpara roja. Las superficies laterales están ocupadas por enormes imágenes de santos. Todas las partes del muro no ocupadas por esas imágenes aparecen recubiertas de oro brillante. Del techo, pintado con colores que empalagan, pende una araña de cristal. Contemplé la ceremonia sentado en una silla junto a la entrada de la sala. A las imágenes grandes se las saluda haciendo la señal de la cruz, seguida de una genuflexión en la que la frente ha de tocar el suelo, y, tras persignarse de nuevo, el orante, o penitente, se dirige a la imagen que sigue. Ante los íconos más pequeños, que se hallan tras un cristal, solos o en hileras, se omite la genuflexión; hay que inclinarse hacia ellas y besar el cristal. Me acerqué a ella y vi que, sobre el mismo atril, al lado de estas piezas antiguas de un valor incalculable, había cantidades industriales de baladíes oleografías. Moscú tiene muchas más iglesias de lo que inicialmente uno cree. El europeo occidental las localiza por las torres, que se elevan sobre el horizonte. Requiere cierta práctica asociar los largos muros con un montón de pequeñas cúpulas para hacerse la idea de que uno está frente a grandes complejos de monasterios o capillas. Es entonces cuando uno comprende por qué, en algunos lugares, Moscú se asemeja tanto a una fortaleza: las torres bajas son en Occidente características de la arquitectura civil. Venía de la oficina de correos; había enviado un telegrama y dado un largo paseo por el Museo Politécnico[146], donde en vano busqué la exposición de dibujos realizados por enfermos mentales. Me desquité dando un buen paseo por los puestos que están junto al muro de Kitay Gorod. Aquí se encuentra el centro del mercado de libros usados. Resultaría sin duda infructuoso tratar de encontrar aquí algún hallazgo que no esté relacionado con la literatura rusa. Pero también es muy raro encontrar ediciones antiguas en ruso (si nos guiamos por la encuadernación). Sin embargo, en el curso de estos últimos años se han debido de vaciar inmensas bibliotecas. ¿O tal vez haya ocurrido sólo en Leningrado, y no en Moscú, donde no eran tan comunes esas bibliotecas? En uno de los tenderetes de Kitaysky Proyezd[147] le compré a Stefan una armónica.  Algo más acerca de la venta callejera. Todos los artículos navideños (espumillón, velas, candelabros, adornos para el árbol e incluso árboles de Navidad) siguen a la venta incluso después del 24 de diciembre. Quizás los vendan hasta la segunda de esas festividades religiosas. Relación de precios entre los puestos callejeros y  las tiendas estatales. Compré las ediciones del Berliner Tageblatt[148] del 20 de noviembre y el 8 de diciembre. En el Kusnetzky Most hay un muchacho que se dedica a golpear vasijas de arcilla, platos y cuencos diminutos unos contra otros para demostrar su solidez. En la Ojotny Riad[149] veo una curiosa aparición: mujeres que ofrecen a los transeúntes trozos de carne cruda, o pollo, o cosas por el estilo sobre una capa de paja, en la palma de sus manos. Se trata de vendedoras sin licencia. No tienen el dinero para pagar la concesión de un puesto ni tiempo para la cola que hay que hacer por todo un día o una semana. Si se acerca un miliciano, echan a correr con su mercancía.  De la tarde ya no recuerdo nada. Por la noche, con Reich, fuimos a ver una película muy mala, no muy lejos de mi hotel, en la que actuaba Ilinsky[150].

30 de diciembre. El árbol de Navidad aún está en mi habitación. Poco a poco he conseguido identificar los ruidos de mi entorno. La obertura comienza por la mañana temprano con toda una serie de leitmotivs: primero, las pisadas en la escalera que hay frente a mi habitación y que conduce al sótano. Probablemente el personal que llega al trabajo. Luego, empieza a sonar el teléfono del pasillo, y sonará todo el día ininterrumpidamente, hasta la una o las dos de la madrugada. La telefonía en Moscú es excelente, mejor que en Berlín o en París. No se tarda más de tres o cuatro segundos en obtener tono. Bastante a menudo oigo una voz infantil hablando muy alto por teléfono. Las largas cifras hacen que el oído que las escucha se acostumbre a los números rusos. Después, hacia las nueve, un hombre va de puerta en puerta preguntando si la ventana está completamente cerrada. A esa hora encienden la calefacción. Reich cree que, aunque la ventana esté cerrada, por ella pasan a mi habitación pequeñas cantidades de monóxido de carbono. Es muy posible, pues por la noche, el aire de mi habitación es realmente asfixiante. Por si fuera poco, el piso también despide calor, y en algunos puntos parece suelo volcánico. Si uno se queda en la cama, el sueño se ve perturbado por un golpeteo rítmico, como si estuviesen preparando unos bistecs gigantescos: parten leña en el patio. Y pese a todo, mi habitación respira tranquilidad. Rara vez he vivido en un lugar en el que me resulte tan fácil trabajar. Notas sobre la situación en Rusia. En las conversaciones con Reich he insistido en las disparidades que se observan actualmente en la situación rusa. En política exterior, el Gobierno busca la paz para firmar tratados comerciales con los Estados imperialistas, mientras que fronteras adentro trata sobre todo de suspender la actividad del comunismo militante, empeñándose en lograr una paz social libre de conflictos de clase, en despolitizar la vida de sus ciudadanos en la medida de lo posible. Por otra parte, en las organizaciones de pioneros, en el Komsomol, se da a la juventud una educación «revolucionaria». Lo cual significa que lo revolucionario no les llega como experiencia, sino en forma de consignas. Se intenta suprimir la dinámica del proceso revolucionario dentro de la vida estatal: queriendo o sin querer, se ha iniciado un período de restauración, y sin embargo tratan de almacenar en la juventud la desacreditada energía revolucionaria como energía eléctrica dentro de una pila. Y eso no funciona. El orgullo comunista, para designar el cual incluso existe ya una palabra propia en Rusa, tiene que ser infundido en los jóvenes, que en su mayoría forman parte de la primera generación a la que se dio una formación superior a la pobre educación que recibieron sus antecesores. Las extraordinarias dificultades que conlleva la restauración se manifiestan también, de una forma palpable, en el problema educativo. Para afrontar la tremenda incultura imperante, se ha dado la consigna de difundir el conocimiento de los clásicos rusos y de Europa Occidental. (Ésta es la principal razón, dicho sea de paso, por la que se ha otorgado tanta importancia al montaje, y al fracaso, de El inspector, de Meyerhold). La importancia dada a esta consigna se puede apreciar cuando se oye que, recientemente, en un debate, Lebidinsky [151] le dijo a Reich, hablando de Shakespeare[152], que el dramaturgo inglés había vivido antes de que se inventara la imprenta. Por otra parte, al descomponerse la sociedad burguesa, estos mismos valores culturales han entrado en una fase crítica. En su estado actual, y tal como se han ido configurando a lo largo de los últimos cien años en manos de la burguesía, no se puede expropiar estos valores sin que estos pierdan, por el camino, su significado último, por cuestionable, o incluso nefasto, que este pueda ser. Estos valores, como los cristales, han de someterse a un largo transporte al que no podrán resistir si no van convenientemente embalados. Ahora bien, embalarlos implica hacerlos invisibles, cosa que en definitiva se opone a la popularización de esos valores, fomentada oficialmente por el Partido. En la Rusia Soviética se pone ahora de manifiesto que estos valores se están popularizando justamente en esa forma adulterada y lamentable que, en último término, deben al imperialismo. A un hombre como Walzel[153] lo nombran miembro de la Academia, y su presidente, Kogan, escribe un artículo en el Vecherniaya Moskva[154]sobre literatura occidental en el que establece conexiones tan arbitrarias como ignorantes (¡Proust y Bronnen[155]!) y en el que pretende, apenas con un puñado de nombres, «informar» a sus lectores sobre literatura extranjera. Probablemente, las únicas manifestaciones culturales de Occidente por las que Rusia muestra una comprensión tan viva como para que merezca la pena ocuparse de ellas, son las de Estados Unidos. Este entendimiento cultural entre los pueblos que no se basa en relaciones comerciales concretas es propio de la técnica imperialista, y en el caso de Rusia constituye un fenómeno de la restauración. Por otra parte, la desvinculación de Rusia del extranjero hace que se acrecienten las dificultades de acceso a la información. Dicho de un modo más preciso: el contacto con el extranjero, en lo esencial, pasa por el Partido y atañe principalmente a cuestiones políticas. La alta burgesía ha sido aniquilada y la pequeña burguesía incipiente no está, ni material ni espiritualmente, en condiciones de hacer de mediadora en las relaciones con el exterior. En la actualidad, un visado para realizar un viaje al extranjero que no se haga por encargo estatal, o del Partido, cuesta 200 rublos. No hay duda de que en Rusia se sabe del exterior mucho menos de lo que en el exterior (exceptuando, tal vez, a los países románicos) se sabe de Rusia. Aunque la mayor preocupación que aquí se tiene es la de establecer dentro del propio territorio, que es inmenso, el contacto entre las distintas nacionalidades y, sobre todo, entre obreros y campesinos. Con lo poco que en Rusia se sabe de cultura foránea, se podría decir lo que del chervonetz[156]: dentro de Rusia es una moneda muy apreciada, pero en el extranjero ni siquiera se cotiza. Algo sumamente significativo es el hecho de que un actor de cine ruso bastante mediocre, Ilinsky, imitador sin escrúpulos y sin gracia de Chaplin [157], tenga aquí fama de gran cómico sólo porque las películas de Chaplin son tan caras que no las importan. Pues, en general, el Gobierno ruso invierte muy poco en películas extranjeras. Cuenta a su favor con el interés de industrias fílmicas rivales por conquistar para sí el mercado ruso, por lo cual compra las películas a bajo precio, casi regaladas, como si fuesen muestras publicitarias. El propio cine ruso, exceptuando las grandes obras maestras, tampoco es, en conjunto, demasiado bueno. Tiene que luchar por sus temas. Contrariamente a lo que ocurre con la censura teatral, la censura cinematográfica es muy severa, y al cine ruso se le recorta la esfera temática, presumiblemente por consideraciones con el extranjero. Es imposible encontrar una película en la cual se critique seriamente a los políticos soviéticos, cosa que no sucede con el teatro. Tampoco es posible describir la vida burguesa. También escasea aquí el espacio dedicado a la comedia grotesca americana, dado que ésta se basa en un juego desinhibido con la técnica. Aquí, todo lo técnico es sagrado: no hay nada que se tome más en serio que la técnica. Y sobre todas las cosas: el cine ruso desconoce por completo el erotismo. Es bien sabido que la trivialización del amor y de la vida sexual es algo inherente al credo comunista. Presentar en el cine, o en el teatro, enredos amorosos trágicos sería considerado como propaganda contrarrevolucionaria. Queda la posibilidad de realizar una comedia social de carácter satírico cuyo blanco sería esencialmente la nueva burguesía. La importante cuestión que se plantea es hasta qué puento pueda, sobre esta base, expropiarse el cine, uno de los avances tecnológicos más importantes para el dominio imperialista de las masas. Por la mañana estuve trabajando; más tarde me fui con Reich a Gosfilm[158], pero Pansky se había ausentado. Fuimos todos al Museo Politécnico. La entrada a la exposición de pintura de enfermos mentales resultó encontrarse en una calle lateral. La exposición en sí misma era más bien mediocre; desde el punto de vista artístico el material, casi sin excepción, era poco interesante, aunque estaba bien presentado y, sin duda, es útil desde el punto de vista científico. Mientras estábamos allí tuvo lugar una breve visita guiada, aunque lo único que se pudo averiguar fue lo que aparecía ya reseñado en pequeñas tarjetas que acompañaban las obras expuestas. De allí, Reich se marchó al Dom Herzena; yo fui más tarde, pues antes pasé por el Kameneva a buscar entradas para ir por la noche a ver a Tairov. La tarde con Asya, nuevamente monótona. Reich consiguió que un ucraniano del sanatorio le prestara un abrigo de piel para el día siguiente. Llegamos a tiempo al teatro. Daban Deseo bajo los olmos, de O’Neill[159]. La representación era muy mala, la Koonen[160], particularmente decepcionante y carente por completo de interés. Lo que sí resultó interesante (aunque también equivocado, como señaló acertadamente Reich) fue la fragmentación de la obra en diferentes escenas (filmización) mediante la bajada del telón y el cambio de iluminación. El ritmo era mucho más rápido del que es habitual aquí, y el dinamismo de los decorados hacía que se acelerara todavía más. La escenografía consistía en tres espacios superpuestos: a ras de suelo, una gran sala con vista al exterior y una salida. En ciertas partes de la obra, las paredes se alzaban en un ángulo de 180º, de forma tal que uno tenía la visión de puertas para afuera. Había dos habitaciones más en el primer piso, al cual se llegaba a través de una escalera que se encontraba separada de la vista del público por un enrejado. Era fascinante seguir con la mirada las subidas y bajadas de los personajes a través de ese enrejado. Del telón de asbesto cuelgan seis apartados que muestran el programa de la semana siguiente (los lunes descansa la compañía). A pedido de Reich, pasé la noche en el sofá, y prometí despertarlo a la mañana siguiente.

31 de diciembre. Hoy Reich fue a visitar a Daga. Asya llegó cerca de las diez (yo aún no estaba listo) y fuimos a lo de su modista. Toda esta excursión resultó insulsa y deslucida. Comenzó con sus reproches: que llevo a Reich de un lado para otro y lo canso. Después me confesó que había estado furiosa conmigo durante todo el día por la blusa de seda que le había llevado. Se desgarró la primera vez que se la puso. Encima cometí la idiotez de decirle que la había comprado en Wertheim[161] (mentira blanca y estúpida). Aparte, me sentía aún menos capaz de decir nada debido a que la permanente espera de noticias de Berlín ya comenzaba a afectarme. Finalmente nos sentamos unos minutos en un café. Pero fue como si no lo hubiéramos hecho. Asya no pensaba en otra cosa que en volver a tiempo al sanatorio. No tengo idea de por qué en los últimos días desapareció todo lo que había de vivo en los momentos que compartimos y en las miradas que intercambiamos. Pero mi estado de inquietud me impide disimularlo. Y para ser honestos, no me siento capaz de prestarle la atención exclusiva que Asya demanda si no hay ningún estímulo o signo de amabilidad de su parte. Ella tampoco se encuentra bien, a causa de Daga: las noticias que trajo Reich sobre ella no colaboraron mucho que digamos con su tranquilidad. Estoy considerando en limitar mis visitas de las tardes. Estos días hasta encuentro opresiva su pequeña habitación, en la que siempre hay no menos de tres o cuatro personas, y el número es aún mayor cuando la compañera de habitación de Asya tiene visita. Escucho hablar tanto ruso sin entender nada que termino leyendo o durmiendo. A la tarde le llevé pasteles a Asya. No hizo más que irritarse, estaba con el peor humor posible. Reich había llegado media hora antes (yo había querido terminar de escribir una carta a Hessel[162]), y lo que contó de Daga la exaltó sobremanera. El ambiente permaneció bastante sombrío durante todo el rato que estuvimos juntos. Me fui temprano al Teatro Meyerhold a sacar entradas para ella y para mí, donde aquella noche se representaba Dayosh Evropu. Antes fui un momento al hotel para informar de que la obra comenzaba a las ocho menos cuarto. Aproveché la ocasión para ver si tenía correo: no había llegado nada. Al mediodía, Reich me había puesto en contacto con Meyerhold, que me había prometido entradas. Con enorme dificultad logré llegar hasta donde estaba el asistente de dirección para recogerlas. Para mí sorpresa, Asya llegó puntual. Se había vuelto a poner la bufanda amarilla. Su cara tiene un brillo que asombra por estos días. Cuando nos encontrábamos delante de un póster, antes de que empezara la obra, le dije: «La verdad es que Reich es un tipo fabuloso». «¿?». «Si esta noche hubiera tenido que quedarme solo, me habría ahorcado a causa de semejante tristeza». Pero ni siquiera estas palabras sirvieron para animar nuestra charla. La revista era bastante interesante, y por un momento —ya no recuerdo en qué parte de la obra fue— nos volvimos a sentir más cerca. Ya recuerdo. Fue en la escena del «Café Riche»[163], con la música y los bailes apaches[164]. «Hace ya quince años —le dije a Asya— que este romanticismo apache recorre toda Europa, la gente sigue cayendo a sus pies una y otra vez». En los descansos hablamos con Meyerhold. En el segundo de estos, le pidió a una señora que nos acompañara al «museo», donde se guardan las maquetas de sus decorados. En él vi el excelente mobiliario de Le cocu magnifique [165], los famosos decorados de El profesor Bubus [166] , con su revestimiento de bambú (las cañas acompañan la entrada y la salida en escena de los actores, también lo hacen en todas las partes importantes de la obra, con golpes de diferente intensidad), la proa de Rychi Kitay[167], con el agua situada al frente del escenario, y varias otras cosas. Me hicieron firmar un registro de visitas. A Asya le disgustó el tiroteo del último acto. Durante el primer intervalo, cuando estábamos buscando a Meyerhold (al que no encontramos hasta el final de este), me adelanté un poco al subir las escaleras. Entonces sentí en el cuello la mano de Asya. La solapa de mi saco se había dado vuelta y ella me la estaba colocando en su lugar. Al sentir aquel contacto, me di cuenta del tiempo que había estado yo sin sentir el roce amable de una mano. A las once y media estábamos nuevamente en la calle. Asya me reprochó no haber nada; dijo que si lo hubiera hecho, ella habría venido a casa a festejar la noche de Año Nuevo conmigo. Propuse ir a un café, pero no accedió. Ni tampoco aceptó la posibilidad de que tal vez Reich hubiera comprado comida. La acompañé a casa, triste y taciturno. Esa noche la nieve brillaba como las estrellas (en algún momento de la noche vi cristales de nieve sobre el abrigo de Asya, algo muy poco probable en Alemania). Al llegar a la puerta de su casa le pedí, más por despecho y para tantearla que por un sentimiento real, que me diera un último beso antes de acabar el año. Pero no me lo dio. Me di vuelta, ya casi era Año Nuevo, y me fui solo, sí, pero no tan triste. Después de todo, sabía que Asya también estaba sola. Al llegar al hotel escuché que una campana empezaba a sonar. Me detuve un momento a escucharla. Reich estaba decepcionado al abrirme la puerta. Había comprado muchas cosas: oporto, halva, salmón y salchichas. Ahora me sentía mucho más disgustado ante el hecho de que Asya no hubiera vuelto conmigo a casa. Pero rápidamente una animada conversación nos hizo pasar el rato. Y mientras yacía en la cama, seguí comiendo mucho y bebiendo unos buenos tragos de oporto, por lo que, al final, ya sólo pude mantener la conversación de manera maquinal y con no poco esfuerzo.

1 de enero. En las calles venden ramos de Año Nuevo. Al pasar por la Plaza Strasnoy vi a alguien que llevaba unas varas muy largas con flores de papel (verdes, blancas, azules y rojas) pegadas en la punta; cada rama de un color diferente. Me gustaría escribir sobre las «flores» de Moscú, refiriéndome no sólo a las heroicas rosas de Navidad, sino también a las inmensas malvarosas de las tulipas de las lámparas que los vendedores transportan por la ciudad, orgullosamente alzadas. Y de los dulces adornos de azúcar de las tartas. Aunque también hay tartas con forma de cornucopias de las que salen bombones y pralinés envueltos en papel de colores. Tortas en forma de lira. El «repostero» de los viejos cuentos infantiles parece haber sobrevivido sólo en Móscú, pues en ningún otro lugar se encuentran figuras hechas exclusivamente de azúcar hilada, conos de caramelo con los que la lengua se venga del horrible frío. También habría que hablar de todo a lo que la escarcha le sirve de fuente de inspiración; de los pañuelos de las campesinas cuyas cenefas, cosidas con lana azul, reproducen las rosetas de hielo de las ventanas. El inventario de las calles es inagotable. Observé las gafas de las ópticas, a través de las cuales de repente el cielo se tiñe de color meridional. Y los anchos trineos, con sus tres casillas para maníes, avellanas y semechki (semillas de girasol que ahora, por disposición del Soviet, ya no se pueden comer en lugares públicos). Luego, vi a un vendedor de pequeños trineos para muñecas. Y por último, los cestos de basura de aluminio: está prohibido tirar nada a la calle. Algo más acerca de los letreros de los negocios: hay algunos escritos en alfabeto romano: café[168], tailleur[169]. Los letreros de las cervecerías son todos iguales: pivnaya, pintado sobre un fondo en el que un verde descolorido en el borde superior se desvanece paulatinamente en un amarillo sucio. Muchos de los letreros de los negocios dan hacia la calle en ángulo recto. Me quedé en la cama durante buena parte de la mañana de Año Nuevo. Reich no se levantó tarde. Debimos de haber hablado por más de dos horas, pero ya no recuerdo de qué. Salimos hacia el mediodía. Al encontrar cerrada la pequeña taberna subterránea en la que solemos comer los días festivos, fuimos al hotel Liverpool. Hacía muchísimo frío, tanto que me costaba trabajo andar. En la mesa me senté en un rincón muy acogedor, en la esquina, donde tenía a mi derecha una ventana que daba a un patio cubierto de nieve. Ya he logrado no echar de menos la bebida en la mesa. Pedimos el menú corto. Lástima que lo sirviesen tan de prisa, pues me habría gustado quedarme un rato más sentado en aquel recinto recubierto de madera y con pocas mesas. En el establecimiento no había ni una sola mujer, lo cual encontré bastante tranquilizador. Descubro cómo esa gran necesidad de calma que ahora me invade por haberme librado de la agobiante dependencia de Asya encuentra fuentes donde saciarse en todas partes. Por supuesto, en la comida y la bebida por sobre todas las cosas. La idea misma de mi largo viaje de regreso ha adquirido un efecto tranquilizador en mí (siempre y cuando no empiece a preocuparme por las cosas de casa, como me ha ocurrido durante los últimos días), como también lo hacen la idea de leer una novela policial (algo que ya casi no hago, pero que me ronda la cabeza) y la partida diaria de dominó en el sanatorio, que de vez en cuando me ayuda a eliminar la tensión que siento cuando estoy frente a Asya. Partida que hoy, que recuerde, no jugamos. Le pedí a Reich que me comprara unas mandarinas que le quería llevar a Asya. No tanto porque Asya me las hubiera pedido la noche anterior (en aquel momento, incluso me había negado a hacerlo), cuanto por tener una excusa que me permitiera tomar un poco de aire en medio de nuestra apresurada marcha a través del frío. Pero Asya tomó la bolsa (sobre la que, sin decírselo, yo había escrito «Feliz Año Nuevo») a regañadientes (y sin fijarse en la inscripción). Por la noche, en casa, escribiendo y hablando. Reich comenzó a leer el libro sobre el Barroco.

2 de enero. Tuve un desayuno más que abundante. Como no íbamos a almorzar, Reich había comprado varias cosas para comer. A la una estaba prevista la presentación a la prensa, en el Teatro de la Revolución, de la obra de Illés, Atentado[170]. Dejándose llevar erróneamente por la avidez sensacionalista del público, le habían agregado el subtítulo «Compre un revólver», estropeando así, desde el principio, el giro del final, en que un terrorista de la Guardia Blanca que es descubierto por los comunistas cuando está a punto de perpetrar su atentado, intenta al menos encajarles su revólver. La obra tiene una escena muy efectista al estilo del Grand Guignol[171] y también tiene grandes ambiciones político-teóricas, ya que intenta describir la desesperanza en la que se halla sumida la pequeña burguesía. Pero ningunas de esas intenciones se veían plasmadas sobre el escenario, la obra carecía de principios, se percibía insegura y estaba repleta de pequeños guiños al público. La producción incluso tiró por la borda las cartas ganadoras que le aseguraba el sugestivo entorno en que se desarrollaba: un campo de concentración, un café y un cuartel en la decadente, sucia y desolada Austria de 1919. Nunca había visto un espacio escénico cuya disposición fuese tan inconsistente: las entradas y salidas perdían inevitablemente todo su efecto. Se podía ver claramente en qué se convierte el escenario de Meyerhold cuando trata de hacerse cargo de él un director incompetente. Las entradas se habían agotado. En esta ocasión se podía ver, incluso, algo parecido a vestidos de gala. Hicieron salir a Illés al escenario. Hacía mucho frío. Yo llevaba puesto el abrigo de Reich, debido a que, por razones de prestigio, él quería dar una impresión respetable en el teatro. En el intervalo nos presentaron a Gorodetsky[172] y a su hija. Por la tarde, en la habitación de Asya, me vi envuelto en una interminable discusión política en la que también participó Reich. El ucraniano y la compañera de habitación de Asya formaban causa común contra ésta y con Reich. El asunto fue, una vez más, la oposición interna del Partido. Pero en aquella discusión no fue posible llegar a entendimiento alguno; mucho menos a un acuerdo; los otros no se mostraron nada comprensivos con la opinión de Asya y de Reich respecto a la pérdida de prestigio que supondría la salida del Partido por parte de los opositores. No fue hasta que bajé a fumar un cigarrillo con Reich que logré enterarme de qué trataba realmente toda la discusión. La conversación de cinco personas hablando en ruso (también estaba una amiga de la compañera de habitación de Asya), de la cual estaba excluido, me había vuelto a deprimir y a agotar. Estaba decidido a marcharme si la situación continuaba. Pero cuando volvimos a subir se decidió que jugaríamos al dominó. Reich y yo jugamos contra Asya y el ucraniano. Era el domingo siguiente a Año Nuevo. Estaba de guardia la enfermera «buena», por lo que nos quedamos hasta después de la cena y jugamos varias partidas muy reñidas. Me sentía muy bien en ese momento; el ucraniano había dicho que yo le caía muy bien. Cuando finalmente nos marchamos, paramos en la confitería a beber algo caliente. Una vez en casa, seguimos hablando largo rato acerca de mi situación de escritor independiente, al margen de cualquier partido o profesión. Lo que Reich me dijo era cierto; yo le habría respondido lo mismo a cualquiera que hubiese adherido a la postura que yo había tomado. Y se lo manifesté abiertamente.

3 de enero. Salimos temprano de casa para ir a la fábrica donde trabaja la casera de Reich. Había mucho que ver; nos quedamos allí unas dos horas. Comenzaré con el rincón de Lenin. Una salón pintado con cal blanca, con la pared del fondo en rojo y, colgando del techo, una borla roja con flecos dorados. A la izquierda, sobre ese fondo rojo, un busto de yeso de Lenin: tan blanco como la cal de las paredes. Una correa de transmisión se introduce en esta primera sala, proveniente de la sala contigua, en la cual se fabrica el espumillón. Los engranajes y las correas de cuero se deslizan por un agujero hecho en la pared. En las paredes hay carteles propagandísticos y retratos de revolucionarios famosos, o estenografías que resumen la historia del proletariado ruso. Al período comprendido entre 1905 y 1907 se lo representa como una gigantesca tarjeta postal, en la que se muestran, superpuestas, las luchas en las barricadas, las celdas de las cárceles, la revuelta de los ferroviarios[173] y el «Domingo negro»[174] frente al Palacio de Invierno[175]. Muchos de los carteles condenan el alcoholismo. El mural de novedades también se ocupa de este tema. Este mural debería actualizarse mes a mes, según lo programado, pero en realidad su periodicidad es algo más amplia. En general, su estilo se asemeja a las coloreadas revistas de tiras cómicas para niños: con imágenes y texto en prosa que se mezclan con un poco de poesía, todo distribuido de una forma muy variada. Pero, por sobre todas las cosas, el mural de novedades sirve para informar sobre los acontecimientos diarios de la gente que confluye en esta fábrica. De ahí que, además de registrar satíricamente diferentes acontecimientos escandalosos, presente también estadísticas ilustradas del progreso educacional que ha tenido lugar en los últimos tiempos. Otros carteles en la pared tratan el tema de la higiene: aconsejan la utilización de gasas contra las moscas y señalan las ventajas del consumo de leche. En la fábrica trabajan (en tres turnos) cerca de 150 personas. Los principales productos son cintas elásticas, carreteles de hilo de coser, cordones, cuerdas plateadas y adornos navideños. Es la única fábrica de Moscú de tales características. Pero su estructura no es tanto el resultado de una organización «vertical» sino más bien evidencia de los niveles primitivos en lo que se refiere a especialización industrial. Separados por unos pocos metros, y en una misma sala, uno puede observar aquí un mismo proceso de trabajo realizado mecánica y manualmente. A la derecha, una máquina enrolla hilos larguísimos en pequeños carreteles, a la izquierda, la mano de una obrera hace girar una gran rueda de madera: dos formas distintas de realizar la misma tarea. Entre los obreros son mayoría las mujeres campesinas, y muy pocas son miembros del Partido. No llevan uniforme ni delantales de trabajo, y están sentadas en sus lugares como si estuviesen realizando algún trabajo doméstico. De un modo casi maternal, con la cabeza inclinada y el pelo recogido por un pañuelo de lana, se encuentran plácidamente enfrascadas en sus tareas. Se hallan rodeadas de carteles que advierten sobre los horrores del trabajo mecánico. En ellos se ve a un obrero en el momento en que su brazo queda atrapado entre los dientes de un engranaje; otro con la rodilla atrapada entre dos pistones; un tercero que provoca un cortocircuito al presionar el interruptor equivocado por culpa de su estado de embriaguez. La fabricación de los adornos navideños más finos se hace en su totalidad de manera artesanal. En un taller con mucha luz hay tres mujeres. Una de ellas corta hilos plateados en tiras pequeñas, arma un paquete con ellas y las ata con un alambre que va devanando lentamente de un carretel. El alambre pasa por sus dientes como si estos tuviesen una ranura. Luego dispone estos paquetes brillantes de manera tal que forman una estrella, y se los pasa a una compañera que le pega encima una mariposa, un pájaro o un Papá Noel de papel. En otro de los rincones de la sala se encuentra una mujer que fabrica, mediante un proceso similar, estrellas de espumillón, a razón de una por minuto. Al inclinarme para observarla mientras giraba la rueda, ella no puede contener la risa. En otro lugar se fabrican ribetes plateados, producto destinado a las regiones exóticas de Rusia; son utilizados para turbantes persas. (Escaleras abajo, la elaboración del espumillón: un hombre trabajando el alambre con piedra de afilar. Los trozos de alambre quedan reducidos a unas dos o tres centésimas partes de su espesor y luego se recubren con plata o con algún otro color metálico. Acto seguido, los transportan al piso superior del edificio, donde se secan a alta temperatura). Luego pasé por la bolsa de trabajo. Cerca del mediodía se instalan en la entrada puestos de comida en los que venden panqueques y rodajas de salchichas fritas. Desde la fábrica nos fuimos a ver a Gnedin[176]. Indudablemente, ya no tiene el mismo aspecto juvenil de hace dos años, cuando lo conocí aquella noche en la embajada rusa. Pero sigue siendo una persona inteligente y simpática. Fui sumamente cuidadoso al responder sus preguntas. No sólo porque la gente aquí suele ser muy susceptible ni porque Gnedin en particular es muy afecto a las ideas comunistas, sino porque la única forma de ser tomado en serio como interlocutor aquí es si uno evalúa el peso de cada palabra con sumo cuidado. Gnedin es el encargado de la cancillería para Europa Central. Se dice que su notable carrera (ya ha rechazado oportunidades de mejoras), se encuentra relacionada con el hecho de ser hijo de P.[177] Lo que más me elogió fue que yo destacara la imposibilidad de una comparación en detalle de las condiciones de vida rusas con las de Europa Occidental. Fui a la Petrovka a solicitar una extensión de seis semanas de mi permiso de estadía. Por la tarde, Reich quiso ir a ver a Asya sin mi compañía, por lo cual me quedé en casa; comí algo y escribí. Reich llegó cerca de las siete. Fuimos juntos al Teatro Meyerhold, donde nos encontramos con Asya. El evento principal de la noche iba a ser el discurso que Reich, a pedido de Asya, pronunciaría durante el debate, al menos eso opinaban ambos. Pero la cosa resultó ser diferente. De cualquier modo, él esperó más de dos horas en el podio con el grupo de los otros participantes. Sentados en una larga mesa verde se encontraban Lunacharsky[178], Pelche[179], el director del departamento artístico del Glav-Polit-Prosvet[180] como moderador, Mayakovsky[181], Andre Biely[182], Levidov[183] y varios más[184]. En la primera fila de butacas estaba sentado el propio Meyerhold. Asya salió en el descanso y yo la acompañé parte de su trayecto, ya que estando solo no podía comprender de qué estaban hablando. Cuando volví estaba hablando con gran fervor demagógico un orador de la oposición, quien, a pesar de que estaban en la sala la mayoría de los adversarios de Meyerhold, no logró ganarse al público. Y cuando finalmente intervino Meyerhold, fue acogido por una calurosa ovación. Para su propio infortunio, éste se dejó llevar enteramente por su temperamento locuaz, evidenciado en una impronta de rencor que repugnó a todos. Cuando finalmente acusó a uno de sus críticos de haberlo atacado únicamente por las diferencias que, como antiguo empleado suyo, había tenido con su jefe, el contacto con la audiencia desapareció por completo. Cuando recurrió a sus archivos para intentar justificar algunos de los aspectos criticados de su producción, era demasiado tarde. Ya eran muchos los que se habían marchado durante su discurso, y el propio Reich comprendió que ahora sería ya imposible intervenir, por lo que se vino a mi lado antes de que Meyerhold finalizara. Una vez que lo hizo, los aplausos fueron mínimos. Ya que no había mucho más por ver, ni nada nuevo, decidimos irnos en lugar de esperar la continuación del debate.

4 de enero. Mi cita con Kogan estaba prevista para hoy. Pero Nieman me llamó por la mañana para decirme que a la una y media me llegara por el Instituto, ya que organizaban una visita al Kremlin. La mañana la pasé en casa. En el Instituto nos juntamos cinco o seis personas; al parecer, todos ingleses menos yo. Nos dirigimos a pie al Kremlin, guiados por un señor más bien simpático. Se andaba a paso acelerado y me costó muchísimo seguir el ritmo; al final, me tuvieron que esperar a la entrada del Kremlin. Lo primero que llama la atención una vez que se transponen las murallas del recinto es el aspecto excesivamente cuidado de los edificios del Gobierno. Para mí sólo comparable a la impresión que producen esas construcciones parecidas a las de los libros de cuentos que se dejan ver en el Principado de Mónaco, urbanización privilegiada en la proximidad más inmediata de las autoridades gobernantes. Se le asemeja hasta en los colores claros que ilustran sus fachadas, pintadas de blanco o de amarillo crema. Pero mientras allí todo participa en el juego violento y contrastado de luces y de sombras, aquí en cambio domina la claridad uniforme del suelo nevado contra el que los colores se destacan más serenamente. Más tarde, a medida que iba oscureciendo, el suelo parecía ensancharse cada vez más. Cerca de las ventanas encendidas de los edificios administrativos, las torres y las cúpulas se alzan al cielo de la noche como monumentos derrotados que hacen guardia ante las puertas de los vencedores. La oscuridad se ve atravesada por los haces de luz de los faros de los vehículos. Su resplandor espanta a los caballos de los soldados de caballería, que aquí en el Kremlin tienen un gran campo de entrenamiento. Los peatones han de abrirse paso con esfuerzo por entre los vehículos y los caballos. Hay largas hileras de trineos acarreando nieve; y algún que otro jinete. Sobre la nieve se han posado silenciosas bandadas de cuervos. Los guardias custodian las puertas del Kremlin en medio de esa luz cegadora, ataviados con sus ostentosas pellizas de color amarillo. Sobre ellos refulge la luz roja que regula el tráfico de la entrada. Todos los colores de Moscú convergen aquí como en un prisma, en pleno centro del gran poder ruso. El club de los soldados del Ejército Rojo da a esta explanada. Entramos en él antes de abandonar el Kremlin. Sus salas son limpias y claras y parecen más sencillas y austeras que las de otros clubes. En la sala de lectura hay muchas mesas de ajedrez. Gracias a Lenin, quien también lo practicaba, el ajedrez se ha fomentado de manera oficial en Rusia. En la pared hay un mapa-relieve de Europa tallado en madera, con un contorno esquematizado de manera simplista. Al girar una manivela que hay junto a él, van iluminándose, uno tras otro, en estricto orden cronológico, los lugares de Rusia y del resto del continente en los que vivió Lenin. Pero el aparato estaba estropeado y siempre se iluminaban varios lugares a la vez. El club tiene también una biblioteca de la que se pueden sacar libros a préstamo. Me maravilló un anuncio en que se explicaba con palabras y hermosos dibujos de colores de cuántas maneras se puede evitar que un libro se deteriore. La visita estuvo mal organizada. Cuándo llegamos al Kremlin, ya eran cerca de las dos y media, y cuando, al entrar por fin en las iglesias, después de haber visitado la Oruzheynaya Palata[185], la oscuridad en su interior era tal que ya no se podía distinguir nada. Sin embargo, como las diminutas ventanas están tan altas, de cualquier modo se necesita iluminación interior adicional. Visitamos dos catedrales: la catedral del Arcángel[186] y la de Uspensky[187]. Esta última es el templo donde se coronaba a los zares. En sus numerosas pero pequeñísimas salas, el poder de estos debió de haberse representado en su máximo despliegue. La tensión con que debieron celebrarse esas ceremonias es difícil hoy de imaginar. Aquí, al entrar en las iglesias, el tedioso guía se retiró, y unos viejos y simpáticos custodios fueron iluminando lentamente las paredes con velas. Pero aún así no se veía mucho. La gran cantidad de imágenes, todas ellas a simple vista idénticas, tampoco le dicen nada al lego. De cualquier modo, aún había claridad suficiente para ver desde fuera todavía algo de las espléndidas iglesias. Recuerdo, en particular, una galería muy cercana al Gran Palacio del Kremlin[188], densamente cubierta por un un gran número de pequeñas cúpulas de colores brillantes; creo que en ella se encontraban los aposentos de las princesas. En otro tiempo, el Kremlin fue un bosque: el nombre de la más antigua de sus capillas es «Iglesia del Redentor del Bosque» [189]. Más tarde se convirtió en un bosque de iglesias y, pese a que los últimos zares continuaron talando para hacer sitio a nuevas construcciones desprovistas de interés, aún quedó más que suficiente lugar para crear un laberinto de iglesias. También aquí hay numerosas imágenes de santos que montan guardia en las fachadas, desde las cornisas más elevadas, mirando hacia abajo como pájaros que encontraron refugio bajo el tejado. Sus cabezas, inclinadas como retortas químicas, expresan congoja. Desgraciadamente, la mayor parte de la tarde se dedicó a las grandes colecciones de la Oruzheynaya Palata. Su esplendor es deslumbrante, pero sólo sirven para distraer, cuando lo que uno desearía es concentrar todas sus energías en la magnífica topografía y en la arquitectura del Kremlin. Es fácil que permanezca inadvertida una de las causas fundamentales de su belleza: no hay un solo monumento en toda su extensión. En Europa, en cambio, apenas existe plaza alguna que no haya sido profanada y vulnerada en su estructura más íntima, a lo largo del siglo XIX, con algún monumento. De las colecciones me llamó especialmente la atención un carruaje, regalo que el príncipe Rasumovsky[190] le había hecho a una de las hijas de Pedro el Grande. Su ampulosa y ondulante ornamentación podría marear a cualquiera sin necesidad de moverse, antes siquiera de imaginarse su balanceo por carretera, y si uno se entera además de que fue enviada desde Francia por mar, el malestar ya es completo. Toda esta riqueza se adquirió de una forma que ya no tiene futuro: no sólo ha muerto su estilo, sino también la manera misma de adquirirla. Deben de haber sido un peso para sus últimos propietarios y cabe imaginar que la sensación de disponer de todo ello pudiera volverlos casi locos. Pero ahora, en la entrada a estas colecciones se ha colgado un retrato de Lenin de la misma manera que unos paganos conversos habrían podido colocar una cruz en el lugar donde antes se ofrecían sacrificios a los dioses. El resto del día fue bastante desafortunado. Ya no quedaba tiempo para comer, eran cerca de las cuatro cuando salí del Kremlin. A pesar de ello, cuando fui a ver a Asya, todavía no había vuelto de la modista. Sólo estaban Reich y la siempre presente compañera de habitación de Asya. Pero Reich no podía esperar más, y poco después apareció Asya. Desgraciadamente, la conversación fue a parar luego al libro sobre el Barroco, y ella hizo los comentarios de siempre. Después le leí un poco de Calle de sentido único. Por la noche nos habían invitado a casa de Gorodinsky (¿?). Pero, al igual que en casa de Granovsky, también aquí nos perdimos la cena. Antes de salir vino Asya para cruzar algunas palabras más con Reich, y cuando llegamos al lugar en cuestión, con una hora de retraso, sólo encontramos a la hija. Esa noche fue imposible hacer algo con Reich. Anduvimos vagando por un rato en busca de un restaurante en el que yo pudiera comer algo, pero primero caímos en un establecimiento sumamente primitivo, con tabiques de madera áspera, y al final terminamos entrando en una desagradable pivnaya cerca de la Lubianka, donde nos sirvieron una comida horrible. Luego, media hora en casa de Illés (él no estaba pero su mujer nos contentó con un té excelente), y luego de regreso a casa. Me habría gustado ir al cine con Reich a ver La sexta parte del mundo, pero se encontraba muy cansado.

5 de enero. Moscú es la más silenciosa de todas las grandes ciudades y, cuando está nevada, lo es el doble. El instrumento principal de las orquestas callejeras, la bocina de los coches, se escucha poco aquí; son pocos los automóviles. En comparación con otros centros, hay muy pocos periódicos; de hecho, sólo un gran tabloide, que es el único vespertino y que está en la calle a diario a eso de las tres[191]. Por último, los gritos de los vendedores ambulantes son aquí bastante apagados. La venta callejera es ilegal en su mayor parte y por tal motivo trata de pasar inadvertida. Para dirigirse a los transeúntes los vendedores se sirven menos de gritos que de palabras comedidas, cuando no susurradas, en las cuales subyace un residuo del tono suplicante de los mendigos. Sólo hay un grupo que pasa haciendo ruido por las calles: el de los traperos con sus bolsas colgadas a la espalda; su llanto melancólico recorre todas las calles de Moscú una o varias veces por semana. Ocurre algo curioso con estas calles: la aldea rusa juega en ellas a las escondidas. Cuando uno atraviesa cualquiera de los grandes portones —a menudo disponen de verjas forjadas en hierro, aunque hasta ahora no me topado con ninguno que estuviera cerrado—, se encuentra uno a la entrada de un espacioso asentamiento con frecuencia tan amplia y extensamente trazado que parecería que el espacio en la ciudad no costara nada. Se aparece así ante uno una granja o una aldea. El suelo es bastante disparejo; se ve a niños en trineo, quitando la nieve con palas; hay cobertizos para la leña, y las herramientas o el carbón llenan casi todos los rincones; los árboles crecen por todas partes; las casas, que de frente son de un estilo muy urbano, adquieren cierto aire de casa de campo gracias a las escaleras u otras construcciones primitivas hechas de madera adosadas a sus lados laterales o a la parte trasera. De este modo, la calle se prolonga en una dimensión propia del paisaje. De hecho, no hay lugar de Moscú que se parezca a la ciudad que es, sino, más bien, a su periferia. El suelo húmedo, los puestos de madera, los transportes de materias primas, el ganado camino al matadero y los viejos antros son figuras que se repiten a lo largo de los lugares más céntricos de la ciudad. Esto es algo que vi con bastante claridad hoy mientras recorría la Sujarevskaya. Quería ver el famoso Parque Sujarev que, con sus más de cien puestos, es descendiente de una antigua feria muy importante. Entré en él desde el barrio de los chatarreros, a continuación de la iglesia (la catedral de San Nicolás) cuyas cúpulas azules se alzan por encima del mercado. Aquí la gente se limita a dejar su mercancía sobre la nieve. Hay cerraduras viejas, cintas métricas, herramientas de mano, utensilios de cocina, artefactos eléctricos y muchas cosas más. En el mismo lugar se realizan también reparaciones; vi cómo soldaban algo con un soplete. No hay asientos por ningún lado; todo el mundo está de pie, chismorreando o negociando. El mercado baja hasta la Sujarevskaya. Al avanzar por los numerosos pasillos que forman los puestos, vi con claridad cómo la disposición interna del mercado es réplica fiel de gran parte de las calles de Moscú. Hay distritos de relojeros y de venta de ropa, centros de artefactos eléctricos y de piezas de máquinas, y luego tramos de calle donde no se encuentra ni un solo puesto. Aquí, en el mercado, la función arquitectónica de la mercadería se percibe con facilidad: los pañuelos y las telas forman columnas; los zapatos y las valinkis cuelgan sobre los mostradores y, sujetados por sus cordones, forman el techo de los puestos; enormes garmoshkas[192] crean paredes de sonido, como si se tratara de las murallas de Memnón[193]. Fue aquí, en los bazares de juguetes, donde finalmente encontré un samovar para el árbol de Navidad. Fue aquí también donde por primera vez que vi en Moscú puestos vendiendo imágenes de santos. Están en su mayoría cubiertas por aluminio, selladas por los pliegues del manto de la Virgen, como marca el estilo tradicional. Las únicas superficies coloridas son la cabeza y las manos. También hay cajitas de cristal en las que se puede ver la cabeza de San José (¿?) decorada con flores de papel. Aparecen estas mismas flores, formando grandes ramos, a cielo abierto. La nieve las hace brillar mucho más que a las mantas de colores o a la carne cruda. Pero como esta negocio pertenece al comercio del papel y de las pinturas, los puestos de venta de imágenes de santos se encuentran situados junto a los puestos de papelería, por lo que siempre aparecen secundados por retratos de Lenin, casi como prisioneros escoltados por sus guardias. Rosas navideñas hay también aquí. Al no tener un lugar propio, pueden aparecer rodeadas de productos comestibles, de vajilla o de elementos textiles. Pero ellas lo eclipsan todo: ya sea carne cruda, mantas de colores o platos relucientes. Al llegar a la Sujarevskaya, el mercado se estrecha hasta quedar reducido a un angosto pasadizo entre paredes. Allí hay niños que venden artículos para el consumo hogareño, como cubiertos, toallas y otras cosas; vi a dos de ellos de pie, cantando junto al muro. En ese lugar me crucé, por primera vez desde Nápoles, con alguien que vendía objetos para hacer trucos de magia. Tenía frente a sí una pequeña botella en cuyo interior se hallaba sentado un gran mono de trapo. No se entendía cómo había podido meterlo allí. En realidad, sólo había que introducir en la botella un animalito de trapo como los que vendía aquel hombre, y el agua lo haría crecer. Un napolitano solía vender ramos de flores del mismo tipo. Caminé un rato por la Sadovaya, y luego, cerca de las doce y media, fui a ver a Basseches. Tenía mucho por decir, algunas cosas ciertamente instructivas, pero sus constantes repeticiones y las sugerencias irrelevantes lo único que hacen es resaltar su afán de reconocimiento. Pero no deja de ser alguien amable y la información que comparte conmigo me es de enorme utilidad, como también lo son las revistas alemanas que me presta y su ofrecimiento de proporcionarme una secretaria. Por la tarde no fui de inmediato a ver a Asya: Reich quería hablar con ella a solas y me pidió que fuera después de las cinco y media. En los últimos tiempos, apenas si he podido intercambiar alguna palabra con Asya. En primer lugar, porque su estado de salud había vuelto a empeorar considerablemente. Está con fiebre. Aunque esa circunstancia tal vez la hubiera podido predisponer a una conversación tranquila, si no fuese porque además de la discreta compañía de Reich contamos también con la presencia paralizadora de su compañera de habitación que, por si fuera poco, además de hablar con voz muy fuerte y acalorada y de dominar todas las conversaciones, entiende tanto alemán que absorbe toda la energía que pudiera quedarme. En uno de los pocos momentos en que nos quedamos a solas, Asya me preguntó si alguna vez regresaría a Rusia. Yo le dije que no lo haría sin conocimientos de ruso. E incluso dependía también de algunas otras cosas: del dinero, de mi estado de salud, de sus cartas. Éstas dependerían —dijo ella, evasiva, aunque bien sé cuán evasiva puede ser con gran frecuencia— a su vez, de cómo se encontrase ella. Me fui y regresé con las mandarinas y el halva que me había pedido, y que le entregué abajo a la enfermera. Reich me solicitó la habitación para pasar la noche trabajando con su traductora. No pude decidirme si ir solo a ver Dyen i Noch [194], de Tairov. Fui a ver La sexta parte del mundo (en el cine del Arbat), pero hubo muchas partes que se me escaparon.

6 de enero. La tarde anterior le había enviado un telegrama a Dora para felicitarla por su cumpleaños. Luego subí por la Myasnitskaya hasta llegar a la Puerta Roja, y a continuación doblé por una de las amplias calles laterales que allí nacen. Durante este paseo, cuando ya había anochecido, descubrí el paisaje que forman los patios de Moscú. Hacía un mes que estaba en Moscú. El día transcurrió sin sucesos dignos de mención. Mientras desayunábamos en la confitería, lugar que muy probablemente recordaré a menudo, Reich me explicó el contenido de la cartelera de cine que le había llevado la noche anterior. Luego fui a dictar a casa de Basseches. Puso a mi disposición a una mecanógrafa bonita y simpática, y muy competente. Pero cuyos honorarios son de tres rublos la hora. Todavía ignoro si podré afrontar ese gasto o no. Después del dictado, Basseches me acompañó a la Dom Herzena, donde comimos los tres juntos. Ni bien terminó de comer, Reich se fue a ver a Asya. Yo me quedé un rato con Basseches, y hasta logré convencerlo de que fuéramos a ver Shtorm[195] a la noche siguiente. Finalmente me terminó acompañando hasta el sanatorio. El panorama que me encontré al subir era desolador. Todo el mundo se abalanzó sobre las revistas alemanas que yo tuve la imprudencia de llevar hasta allí. Por último, Asya fue clara en sus intenciones de ir a la modista, y Reich anunció que la acompañaría. Le dije «adiós» a Asya a través de la puerta y me eché a rodar hacia casa. Mi esperanza de verla aparecer por la noche en mi habitación no tuvo eco en la realidad.

7 de enero. El capitalismo de Estado ha conservado en Rusia muchos de los rasgos de la etapa inflacionaria. Sobre todo, la inseguridad jurídica en los asuntos domésticos. Por un lado, la NEP ha sido autorizada; por otro, se aplica solamente cuando está de por medio el interés del Etado. Cualquier «nepista» puede convertirse, de un día para otro, en víctima de un vuelo repentino de la política económica e, incluso, del capricho propagandístico de turno. No obstante, en algunas manos se acumulan, visto desde la perspectiva rusa, increíbles fortunas. He oído hablar de gente que tiene que pagar más de 300.000 rublos de impuestos. Estos ciudadanos son el contrapunto del heroísmo del comunismo de guerra, son los nepistas heroicos[196]. En la mayoría de los casos se ven abocados a seguir estos derroteros con total independencia de sus intenciones personales. Pues la característica distintiva de la época de la NEP en lo que se refiere al comercio interior es justamente la limitación de las inversiones estatales a los artículos de primera necesidad. Esto da lugar a una coyuntura favorable a las operaciones del nepista. Otro de los rasgos de la era inflacionaria son también las cartillas de racionamiento, único medio de adquirir muchos productos en los almacenes estatales; de ahí las enormes colas. La moneda es estable pero el papel sigue ocupando un espacio muy importante en la vida económica, dado que los precios de muchos de estos productos aparecen en la forma de estos vales. Incluso la actitud indiferente para con la vestimenta es algo que sucedió en Europa Occidental sólo bajo el signo de la inflación. Hay que reconocer que la convención que indica que no importa cómo uno se vista comienza a tambalearse. Lo que alguna vez fue uniforme de la clase dominante, amenaza con convertirse en el símbolo de los más débiles. En los teatros, los primeros vestidos de gala comienzan a asomar tímidamente, como la paloma de Noé después del diluvio. Pero el aspecto de la gente aún permanece bastante homogéneo, de aspecto proletario. Al parecer, ha desaparecido por completo la costumbre europea occidental de cubrirse la cabeza, ya no se ven sombreros rígidos ni flexibles. Lo que predomina son los gorros rusos de piel o las gorras deportivas, utilizadas también por algunas jóvenes en variantes tan atractivas como provocativas (con unas viseras muy grandes). En general, la gente no suele sacárselos en público. Ni se ve tan a menudo como antes el saludo formal levantando el sombrero. En cuanto al resto de la indumentaria, predomina ya la variedad oriental. Tanto en hombres como en mujeres se observa una mezcolanza de camisetas de piel, camperas de cuero y de terciopelo, elegancia cosmopolita y trajes aldeanos. De vez en cuando, como ocurre también en otras grandes ciudades, aparece alguna mujer vistiendo el traje nacional campesino. Este día me quedé la mayor parte de la mañana en casa. Luego, fui a ver a Kogan, el presidente de la Academia. No me sorprendió su comportamiento incoherente; todo el mundo me había advertido de ello. Fui al Kameneva a buscar entradas para el teatro. Durante la interminable espera me dediqué a hojear un libro sobre los pósters de la Revolución Rusa, con numerosas y excelentes ilustraciones, algunas en color. Me llamó la atención el hecho de que por muy efectivos que resulten estos pósters, no hay nada en ellos que no pueda extrapolarse fácilmente de los elementos estilísticos del arte decorativo burgués y no precisamente de uno muy elaborado. No encontré a Reich en la Dom Herzena. Fui a lo de Asya y al principio estuve a solas con ella. O estaba muy decaída, o sólo lo fingía para evitar tener una conversación conmigo. Después apareció Reich. Me marché para arreglar con Basseches nuestra salida al teatro y al no poder localizarlo por teléfono tuve que ir a su casa. Pasé toda la tarde con dolor de cabeza. Después fuimos con su novia, una cantante de opereta, a ver Shtorm. La novia parecía muy tímida y, además, no se encontraba bien, por lo que volvió a su casa una vez finalizada la obra. Shtorm expone situaciones del comunismo de guerra agrupadas en torno a una epidemia de tifus desatada en el campo. Basseches tuvo la atención de traducirme todo y la interpretación fue mejor de lo habitual, de modo que le saqué un gran provecho a la velada. La obra carece de trama, algo que, según palabras de Reich, sucede con todas las obras rusas. A mi parecer, tenía el interés informativo de una buena crónica; interés que, sin embargo, no es de índole dramática. Hacia la medianoche fui a cenar con Basseches al kruzhok[197] de la Tverskaya. Pero como era día de celebración navideña según el antiguo calendario, el club no estaba demasiado animado. La comida fue excelente. Al vodka ya le habían añadido una esencia de hierbas aromáticas que le daba un color amarillo y lo hacía mucho más fácil de beber. Conversamos sobre el proyecto de escribir un informe sobre arte y cultura franceses para algunas publicaciones rusas.

8 de enero. Por la mañana fui a cambiar dinero y, luego, a dictar. La reseña sobre el debate en el Meyerhold creo que me salió más o menos bien; en cambio no logré avanzar con mi informe sobre Moscú para el Diario. Por la mañana temprano había discutido con Reich por haber ido con Basseches a la Dom Herzena (de una manera algo irreflexiva). Me volvió a aleccionar sobre la gran cautela que hay que tener aquí. Este es uno de los síntomas más evidentes de la fuerte politización de la vida. Fue un gran alivio no encontrarme a Basseches en la legación cuando fui a dictar; estaba todavía en la cama. Para no tener que ir a la Dom Herzena, me compré caviar y jamón y comí en casa. Cuando llegué a lo de Asya, cerca de las cuatro y media, Reich no había llegado aún. Tardó todavía una hora más. Al llegar me contó que, de camino al sanatorio, había sufrido otro ataque cardíaco. La salud de Asya había empeorado y estaba tan perdida en sus propios pensamientos que apenas se percató del retraso de Reich. Le volvió a subir la temperatura. Su compañera de habitación, a quien a estas alturas encuentro insoportable, estuvo presente todo el rato y también tuvo una visita. A decir verdad, es una persona amistosa, si no fuese porque está todo el tiempo encima de Asya. Le estuve leyendo a Asya el borrador del Diario, sobre el cual hizo algunas observaciones muy acertadas. Al final en la conversación se dejó entrever cierto tono amable. Luego, estuvimos jugando al dominó en su habitación. Llegó Reich y seguimos jugando los cuatro. Reich tenía reunión por la noche. Hacia las siete tomamos un café en la confitería de siempre y después me fui a casa. Cada vez veo con más claridad cuan necesario será armar una sólida estructura para mi rabajo. La traducción, desde luego, no me ofrece esa posibilidad. La construcción de esa solidez depende ante todo de una toma de postura. Lo único que me detiene a la hora de afiliarme al K.P.D.[198] son dudas externas. Parece ser éste el momento indicado y tal vez sea peligroso dejarlo pasar. Precisamente, el hecho de que mi pertenencia al Partido sea, posiblemente, apenas un simple episodio hace que no sea aconsejable seguir posponiéndolo. Ha sido y sigue siendo la presión de las dudas externas lo que me obliga a preguntarme si no existe la posibilidad consolidar, tanto en la práctico como en lo económico, una posición de izquierdas al margen del Partido mediante un trabajo exhaustivo que me siga garantizando la posibilidad de una producción más amplia dentro del que hasta ahora ha sido mi ámbito de trabajo. La cuestión es hasta qué punto esta producción puede avanzar a un nuevo estadio sin provocar una ruptura. Y si así sucediera, la «estructura» debería contar con alguna apoyatura externa que la sustente, como, por ejemplo, un empleo de redactor. Sea como fuere, la etapa venidera parece diferenciarse de las anteriores en que empieza a estar menos condicionada por lo erótico. A tomar conciencia de ello me ha ayudado, en cierta medida, observar la relación de Reich y Asya. Me doy cuenta de que Reich se muestra más firme frente a la inestabilidad de Asya y rara vez se altera (o al menos eso parece) ante ciertos comportamientos de Asya que a mí me enfermarían. Incluso si su tranquilidad fuese sólo aparente, ya esto sería mucho. Todo esto se lo debe a la «estructura» que ha encontrado aquí para su trabajo. A los contactos reales que le propporciona su ámbito laboral se suma el hecho de que aquí él forma parte de la clase dominante. Esa transformación total de la estructura del poder es, en definitiva, lo que hace que la vida aquí sea tan extraordinariamente rica en contenido. Está tan aislada, tan llena de acontecimientos, tan empobrecida y, al mismo tiempo, tan llena de posibilidades como la vida de los buscadores de oro de Klondike[199]. La búsqueda del poder está presente desde la primera hora del día hasta la última de la noche. Todas las posibilidades combinatorias en la existencia de los intelectuales de Europa Occidental son extremadamente pobres comparadas con las innumerables constelaciones con que se encuentra aquí un solo individuo a lo largo de un mes. Hay que reconocer que esto puede derivar en una especie de estado de embriaguez que hace que sea imposible concebir una vida sin reuniones y comités, debates, resoluciones y votaciones (todas estas son pequeñas guerras o, por lo menos, maniobras de la ambición del poder). Pero es este [...][200] el [objetivo final][201] que insta de manera tan categórica a tomar postura ante el dilema de saber hasta qué punto se está dispuesto o bien a permanecer en la hostil, expuesta, inhóspita e indefensa platea, o bien a aceptar de un modo u otro el papel que se ha de interpretar en el estruendoso escenario.

9 de enero. Sigo reflexionando sobre si ingresar o no en el Partido. Ventajas decisivas: una posición sólida, o un cargo siquiera virtual. Garantía de contacto organizado con otras personas. Argumentos en contra: ser comunista en un Estado dominado por el proletariado supone renunciar completamente a la independencia personal. La tarea de organizar la propia vida se delega, por así decirlo, en el Partido. Pero en países donde se oprime al proletariado, eso significa ponerse del lado de la clase oprimida, con todas las consecuencias que, tarde o temprano, esto pueda acarrear. Lo tentadora que resulta la posición de pionero... si no estuvieran en ella compañeros cuya actuación demostrase a cada paso lo dudoso de tal posición. Dentro del Partido: la tremenda ventaja de poder proyectar las propias ideas en un campo de fuerzas preestablecido. Sobre la posibilidad de mantenerse al margen y su admisibilidad decide en último término la cuestión de si uno puede quedarse fuera y a la vez obtener un provecho personal y objetivo demostrable, sin pasarse a la burguesía o en detrimento del propio trabajo. De si podré dar en lo sucesivo cuenta precisa de mi propio trabajo, principalmente del científico, con sus bases formales y metafísicas. Qué hay de «revolucionario» en su forma y en qué medida. De si mi situación de incógnito ilegal entre los autores burgueses tiene algún sentido. Y de si es absolutamente imprescindible para mi trabajo evitar ciertos extremos del «materialismo», o si debo afrontarlos dentro del Partido. Lo que aquí se debate son, en definitiva, las restricciones inherentes al trabajo especializado que hasta ahora he llevado a cabo. Y tiene que acabar en el ingreso en el Partido —al menos con carácter experimental—, si sobre esa  base tan reducida este trabajo no puede seguir el ritmo de mis convicciones ni organizar tampoco mi existencia. Aunque, mientras siga viajando, no podré plantearme el ingreso en el Partido. Era domingo. Por la mañana estuve traduciendo. Al mediodía, en un pequeño restaurante de la Bolshaya Dimitrovka. Por la tarde, con Asya, que se sentía muy mal. Por la noche, solo en mi habitación, traduciendo.

 

10 de enero. Por la mañana tuve una discusión muy desagradable con Reich. Éste volvió sobre mi sugerencia de leerle la reseña acerca de la discusión en el Meyerhold[202]. En ese momento, yo ya no necesitaba hacerlo, pero me avine a ello con una resistencia instintiva. Después de nuestras conversaciones anteriores sobre las reseñas enviadas al Literarische Welt, era evidente que de ello tampoco podía salir nada bueno. La leí, pues, muy de prisa. Pero me había sentado en la silla en una posición tan desafortunada, a contraluz,  que esa mera circunstancia debería haberme permitido prever el resultado. Reich me escuchaba con una actitud de tensa calma y, cuando hube terminado, no necesitó de muchas palabras. El mero tono en que las pronunció bastó para que al instante se desencadenara el altercado, tanto más insoluble cuanto que ya no era posible aludir a su motivo. En medio de la discusión, llamaron a la puerta, y era Asya, pero se volvió a marchar enseguida. Durante el tiempo que Asya estuvo presente, hablé muy poco, y me puse a traducir. Me fui de un pésimo humor a dictar unas cartas y un artículo a casa de Basseches. La secretaria me resulta muy simpática, aunque también bastante «señorita». Cuando la oí decir que quería volver a Berlín, le di mi tarjeta. Como no tenía ningún deseo de encontrarme con Reich al mediodía, compré algo y comí en la habitación. Camino del sanatorio me tomé un café y luego otro de vuelta a casa. Asya no se sentía bien, y enseguida le dio sueño; de modo que la dejé sola para que durmiese. Pero estuvimos un par de minutos  a solas en la habitación (o al menos ella hizo como si lo estuviéramos). Me dijo que, si alguna vez yo volviera de nuevo a Moscú y ella estuviese bien de salud, no tendría entonces yo que andar dando vueltas por ahí tan solo. Pero que, si aquí no se curaba, iría a Berlín, y que entonces yo tendría que darle un rincón en mi habitación detrás de una mampara, y ella se haría tratar por médicos alemanes. Por la noche estuve solo en casa. Pero una cosa había quedado clara después del incidente de la mañana: ya yo no podría contar con Reich para nada más relacionado con mi estancia y, puesto que sin él no me podía organizar de manera provechosa, lo único sensato era marcharse.

11 de enero. A Asya tienen que volver a ponerle inyecciones. Quería ir a la clínica ese día, y el día antes habíamos quedado en que pasaría por casa a recogerme para que la llevara en trineo. Pero no llegó hasta cerca de las doce. La inyección se la habían puesto ya directamente en el sanatorio. Estaba muy agitada a consecuencia de ello y, al salir solos al pasillo (los dos teníamos que telefonear), se agarró a mi brazo en un arrebato de antigua espontaneidad. Reich estaba escribiendo cartas en la habitación y no mostraba intención de marcharse. Y aunque Asya había vuelto de nuevo a mi habitación esa mañana, resultó completamente inútil. De nada sirvió que yo retrasara por unos minutos mi salida. Dijo que no quería venir conmigo. Los dejé, pues, solos, a ella y a Reich, y me fui a la Petrovka (donde, sin embargo, todavía no pude recoger mi pasaporte) y luego al Museo de la Cultura Pictórica. Este pequeño incidente me llevó a decidir definitivamente mi partida, cuya hora de todos modos ya se aproximaba. En el museo no había gran cosa que ver. Más tarde me enteré de que Larionov[203] y Goncharova[204] son nombres conocidos. Pero sus cosas carecen de interés. Al igual que las otras cosas que hay en las tres salas, parecen totalmente influidas por los cuadros parisinos y berlineses contemporáneos, que copian sin ninguna habilidad. Al mediodía me pasé unas cuantas horas en la Oficina de Cultura esperando conseguir entradas para el Teatro Malyi[205], con la idea de ir con Basseches y su novia. Me habría gustado ir al cine, pero como él quería comer lo acompañé al Savoy. Es un lugar mucho más modesto que el Bolshaia Moskovskaya[206]. Por lo demás me aburrí mucho con él. No sabe hablar de otra cosa que no sean sus asuntos personales; y lo hace con la clara conciencia de demostrar lo muy informado que está y lo bien que sabe informar a los demás. No paró de hojear y leer Bandera Roja[207]. Tras acompañarlo un trecho en coche, me marché a casa, donde me puse a traducir. Hoy por la mañana me compré la primera caja lacada (en la Petrovka). Hacía un par de días que, como suele ocurrirme, al andar por las calles sólo me fijaba en una cosa; en este caso, en las cajas lacadas. Un enamoramiento breve pero apasionado. En principio querría comprar tres, aunque aún no tengo muy clara la adjudicación de las dos que ya tengo. Ese día compré la cajita de las muchachas sentadas junto al samovar. Es muy bonita; aunque sin que ese negro intenso que es con frecuencia lo más bello de estos trabajos aparezca por ninguna parte.

12 de enero. Hoy compré en el Museo Kustarny una caja más grande, en cuya tapa aparecía pintada, en fondo negro, una vendedora de cigarillos. A su lado hay un arbolito muy delgado y, junto a éste, un niño. Es invierno, pues en el suelo hay nieve. La de las dos jóvenes también podría hacer pensar en un ambiente nevoso, pues la pieza en la que están sentadas tiene una ventana por la que parece verse un aire azul helado. Pero no es seguro. La nueva caja me ha resultado mucho más cara. La elegí de entre un gran surtido; había también muchas cosas feas: copias serviles de antiguos maestros. Especialmente caras parecen ser las cajas de tapa dorada (que al parecer se remontan a modelos más antiguos), pero a mí no me gustan. El motivo de la caja más grande parece ser bastante reciente; al menos, en el delantal de la vendedora se lee «Mosselprom»[208]. Recuerdo que en otra ocasión, hace ya tiempo, vi en el escaparate de una tienda muy elegante de la Rue du Faubourg Saint-Honoré[209] cajas como estas y me quedé un buen rato contemplándolas. Pero entonces rechacé la tentación de comprar una con la idea de que fuese Asya quien me la regalase, o de que, incluso, la caja procediese de Moscú. Esta pasión mía proviene de la fuerte impresión que siempre me causó una caja semejante que había en la casa que Bloch compartía con Else en Interlaken[210]; desde entonces puedo imaginarme la huella tan indeleble que dejan en los niños esas imágenes dispuestas sobre un fondo lacado de color negro. Pero el motivo de la caja de Bloch ya lo he olvidado. Ese mismo día encontré también unas magníficas postales que llevaba buscando desde hacía mucho tiempo, viejo género invendible de la época zarista; principalmente imágenes impresas en cartulina prensada de colores, junto a vistas de Siberia (con una de las cuales me propongo deslumbrar a Ernst). Fue en una tienda de la Tverskaya; como el propietario sabía alemán, me ahorré el esfuerzo que de ordinario me cuesta comprar aquí, y hasta pude tomarme mi tiempo. Por lo demás, hoy me levanté y salí de casa temprano. Hacia las diez, se apareció Asya y había encontrado en la cama a Reich. Se quedó una media hora, caricaturizando a algunos actores y parodiando al cantante que había compuesto una canción de cabaret titulada San Francisco, y del que ella muy probablemente había oído hablar a menudo. Yo ya conocía la canción de cuando estuvimos en Capri, donde Asya a veces la cantaba. En principio, yo había esperado poder acompañarla toda la mañana e ir luego juntos a algún café. Pero se hizo demasiado tarde. Salí con ella, la dejé en el tranvía y me fui solo. Esta visita matutina ejerció un efecto benéfico sobre el resto del día. Primero, es cierto, quedé algo insatisfecho en la Galería Tretyakov. Las dos salas que más me apetecían estaban cerradas. En cambio, las otras salas reservaban una más que espléndida sorpresa: pude recorrer el museo como nunca hasta entonces lo había hecho ante una colección desconocida; completamente relajado y entregado al disfrute de una suerte de contemplación infantil de lo que los cuadros narraban. La mitad del museo consiste en cuadros de pintura rusa de género; su fundador comenzó a hacer adquisiciones hacia 1830 (?), interesándose casi exclusivamente en sus contemporáneos. Posteriormente, el ámbito de la colección se amplió hasta 1900. Y como las cosas más antiguas—exceptuando los íconos— parecen ser de la segunda mitad del siglo XVIII, la colección presenta en su conjunto toda la historia de la pintura rusa a lo largo del siglo XIX. Fue esa una época dominada por el cuadro de género y la pintura paisajística. Lo que vi me hace suponer que, de todos los pueblos europeos, han sido los rusos quienes han cultivado con mayor intensidad la pintura de género. Y esos muros llenos de cuadros narrativos, de representaciones de escenas de la vida de los estamentos más diversos, hacen de esta galería un gran libro ilustrado. Por otra parte, había aquí también muchos más visitantes que en las otras colecciones. Basta con ver cómo se desplazan por las salas, en grupos, a veces en torno a un guía o, también, solos, con advertir la gran desenvoltura  en la que no se nota en absoluto el triste abatimiento de los escasos proletarios que pueden verse en los museos occidentales, para darse cuenta, en primer lugar, de que aquí el proletariado ha comenzado a tomar realmente posesión  de los bienes culturales acumulados por la burguesía, y, en segundo lugar, de que precisamente esta colección le resulta muy familiar y amena. En ella encuentra temas de su historia: por ejemplo, «La pobre institutriz llega a la casa del rico comerciante», «Conspirador sorprendido por los gendarmes» y otras pinturas de este tipo; por otro lado, el hecho de que tales escenas estén enteramente imbuidas del espíritu de la pintura burguesa no sólo no es perjudicial, sino que además se la hace así más accesible. La educación artística (como ya a veces lo da a entender Proust) no se fomenta exactamente con la contemplación de las «obras maestras». Antes bien, el educando, trátese de un niño o de un proletario, considera, con razón, como obras maestras cosas muy diferentes de las consideradas como tales por el coleccionista. Tales cuadros tienen para él un valor pasajero pero sólido, mientras el criterio riguroso sólo se legitima aplicándolo al arte actual que hace referencia a él mismo, es decir, a su clase social y a su trabajo. En una de las primeras salas me detuve un largo rato frente a dos cuadros de Schedrin[211]: el puerto de Sorrento y otro lienzo sobre el mismo lugar; ambos mostraban la inefable silueta de Capri, que para mí estará siempre ligada a Asya. Quise escribirle unas líneas, pero había olvidado el lápiz. Esta inmersión en el tema desde el comienzo de mi recorrido determinó el espíritu de mi ulterior contemplación. Vi retratos muy buenos de Gogol, Dostoyevsky [212], Ostrovsky[213] y Tolstoy[214]. En una planta inferior adonde se bajaba por unas escaleras, podían verse muchas cosas de Vereschaguin[215]. Pero a mí no me interesaban. Salí muy alegre del museo. La verdad es que había entrado en él con ese estado de ánimo, más que nada gracias a la iglesia de color ladrillo que se encuentra junto a la parada del tranvía. Era un día frío, aunque quizás no tan frío como aquel en que estuve aquí por primera vez, caminando en busca del museo, que no pude encontrar a pesar de estar solo a dos pasos. Al final del día, pasé algunos buenos momentos con Asya. Reich se había marchado poco antes de las siete; ella lo había acompañado abajo y se había quedado allí un buen rato, y, cuando por fin volvió, a pesar de que yo seguía estando solo, ya no nos quedaban sino unos pocos minutos. Ya no recuerdo lo que ocurrió después; de pronto fui capaz de mirar a Asya con mucho afecto y noté que se sentía atraída por mí. En apenas un instante le conté lo que había estado haciendo a lo largo del día. Pero tenía que marcharme. Le di la mano y ella la retuvo entre las suyas. Le habría gustado seguir hablando conmigo, y yo le dije que si podíamos quedar con seguridad en encontrarnos en mi casa, lo prefería a ver la obra de Tairov a la que había planeado ir. Pero al final dudó de que el médico la dejara salir. Quedamos en que vendría a visitarme a casa una de las noches siguientes. La obra de Tairov era Día y noche, basada en la opereta de Lecocq[216]. Me encontré con el americano con quien me había citado, pero su traductora no me sirvió de mucho, porque solo se dirigía a él. Como la trama era muy compleja, tuve que conformarme con seguir las bonitas escenas de ballet.

 

13 de enero. Exceptuando la noche, el día fue un completo fracaso. Ahora, además, hace mucho frío: la temperatura media es de unos —26º Réamur[217]. Pasé un frío espantoso. Ni siquiera los guantes me sirvieron de nada, pues  están agujereados. Al comenzar la mañana las cosas iban todavía bien: encontré la agencia de viajes de la Petrovka cuando ya no esperaba conseguirlo, y me informé de los precios. Luego, quise acercarme en el autobús 9 al Museo del Juguete. Pero como el vehículo tuvo una avería en el Arbat y creí (equivocadamente) que se quedaría allí parado mucho tiempo, decidí bajarme del autobús. Acababa de ver con añoranza, al pasarle por delante, el mercado de la Arbatskaya, donde había visto por primera vez los hermosos tenderetes navideños de Moscú. Pero en esta ocasión, la suerte me sonrió de otra manera. Cuando la noche anterior había llegado a casa cansado y abatido, con la esperanza de hacerlo antes que Reich, éste ya había llegado. Me contrarió no estar de nuevo solo (desde la discusión que se entabló a propósito de mi artículo sobre Meyerhold, la presencia de Reich me irritaba), y me precipité sobre la lámpara a fin de colocarla en una silla pegada a mi cama, como ya había hecho muchas veces. El empalme provisional con el enchufe volvió a deshacerse; impaciente, me incliné sobre la mesa para, en tan incómoda postura, tratar de volverlo a conectar, pero al cabo de un rato maniobrando con los cables provoqué un corto circuito. Que viniesen a arregrarlo era algo impensable en este hotel. Con la luz del techo era imposible trabajar, y así volvió a cobrar actualidad la cuestión de los primeros días. Ya tumbado en la cama, se me encendió «la vela». Pero también esto era muy difícil. Hacerle encargos a Reich se estaba haciendo más que inoportuno; él mismo tenía un sinnúmero de cosas por hacer y estaba además de mal humor. No me quedaba más remedio que ponerme solo en camino, armado de un vocablo. Sin embargo, para obtener hasta ese vocablo tendría que ir a preguntarle a Asya. Por eso fue una verdadera suerte que, en el escaparate de una tienda, encontrara de forma inesperada unas velas que podía comprar simplemente señalándolas con el dedo. Ahí concluyó la parte feliz del día. Quise entonces ver la exposición de obras gráficas que había en la Dom Pechat[218], pero estaba cerrada. Y lo mismo en el Museo Iconográfico. Entonces caí en cuenta: era Nochevieja conforme al antiguo calendario. Nada más descender del trineo que había tomado para ir al museo, que estaba realmente  lejos y en una zona que yo no conocía, y porque apenas podía yo caminar por la calle con tanto frío, vi que estaba cerrado. En casos así, en los que sólo por impotencia lingüística se tienen que hacer cosas absurdas, se da uno doblemente cuenta de la pérdida de tiempo y energía que comporta esta situación. El tranvía en la otra dirección lo encontré más cerca de lo que creía, y me fui a casa. En el Dom Herzena estuve antes que Reich. Cuando llegó, me saludó diciendo: «¡Tiene usted mala suerte!». Había ido a la oficina de la redacción de la Enciclopedia a entregar mi artículo sobre Goethe. Radek[219], que acababa de llegar, vio el manuscrito sobre la mesa y lo cogió. Desconfiado, quiso saber de quién era: «En cada página aparece "lucha de clases" por lo menos diez veces». Reich le demostró que no era cierto y le dijo que, por otra parte, era imposible estudiar la obra de Goethe, que coincidió con una época de grandes luchas sociales, sin eoplear esa palabra. Radek respondió: «Lo único que importa es que aparezca en el sitio adecuado». Tras lo cua, las esperanzas de que acepten mi artículo son bastantes escasas, pues los infelices directores de este proyecto se encuentran sin duda demasiado inseguros para permitirse siquiera la posibilidad de expresar una opinión propia ante el peor chiste de cualquier autoridad. El incidente le resultó más desagradable a Reich que, de hecho, a m mismo. Para mí lo fue mucho más por la tarde, cuando hablé de ello con Asya, que enseguida empezó a reprocharme que en lo dicho por Radek debía de haber algo de cierto; que seguro yo había hecho algo mal, que yo no sabía cómo se deben abordar aquí las cosas, y cosas por el estilo. Entonces le dije a la cara que sus palabras no eran más que el producto de su cobardía y de su necesidad de ponerse, a cualquier precio, en la dirección en que soplase el viento. Tras la llegada de Reich no tardé en dejar la habitación. Pues, como sabía que hablaría del asunto, no quería que lo hiciese en mi presencia. Aquella noche esperaba la visita de Asya, por lo que, pese a la presencia de Reich, aún hice alusión a ello desde la puerta. Compré de todo: caviar, tarta, dulces; también para Daga, a quien Reich iría a ver al día siguiente. Luego, me senté en mi habitación, cené y escribí. Poco después de las ocho ya había renunciado a la esperanza de que Asya llegara. Pero hacía mucho tiempo que no la esperaba con tantas ansias (dadas las circunstancias, desde la última vez que la había esperado a secas). Y no había hecho más que empezar a esbozar una imagen esquemática de esta espera, cuando llamaron a la puerta. Era ella, y lo primero que me dijo fue que no habían querido dejarla pasar. Al principio creí que se refería a mi hotel, pues al parecer han instalado a un nuevo sovietdushi[220] que se comporta muy estrictamente. Pero se refería a Iván Petrovich[221]. Con lo que también esa noche, o, mejor dicho, esa hora escasa, quedó recortada por todos lados, y me vi enzarzado en un combate contra el tiempo. En el primer asalto, evidentemente, salí vencedor. Rápidamente tracé todo el esquema que tenía en la cabeza, y, una vez que se lo expliqué, ella apretó con fuerza su frente contra la mía. Luego, le leí el artículo; y también eso resultó muy bien: le gustó, e incluso lo encontró extraordinariamente claro y objetivo. Hablé con ella de lo que en realidad constituye para mí lo más interesante del tema «Goethe»: cómo un hombre así, cuya vida estuvo siempre sujeta a tantos compromisos, había conseguido sin embargo realizar algo tan extraordinario. A lo que añadí que algo similar sería impensable para un autor proletario. Pero la lucha de clases de la burguesía había sido radicalmente diferente de la del proletariado. «Deslealtad» o «compromiso» son conceptos que no es posible equiparar esquemáticamente en ambos movimientos. Mencioné la tesis de Lukács[222], según la cual, en el fondo, el materialismo histórico puede aplicarse solo a la historia del movimiento obrero. Pero Asya se cansó muy pronto. Eché mano del Diario de Moscú y le leí al azar lo primero en lo que se posaban mis ojos. Pero eso fue peor. Había ido a parar a los pasajes en que yo comentaba la educación comunista. «Todo eso es absurdo», dijo Asya. Estaba molesta y replicó que yo no conocía Rusia en absoluto. Naturalmente, no se lo discutí. Entonces comenzó a hablar ella; lo que dijo era sin duda importante, pero hablar le causó gran agitación. Me contó que, al principio, tampoco ella había entendido en lo absoluto a Rusia; durante las primeras semanas después de su llegada había deseado volver a Europa y pensado que, en Rusia, todo había acabado, que la oposición tenía razón. Pero, poco a poco, se había ido dando cuenta de lo que aquí se estaba produciendo: la transformación del trabajo revolucionario en trabajo técnico. En la actualidad se le inculca a cualquier militante comunista que el trabajo revolucionario de esta hora no es la lucha ni la guerra civil, sino la electrificación, la construcción de canales y la creación de fábricas. Repliqué mencionando a Scheerbart, por cuya causa ella y Reich me habían hecho ya pasar aquí tan malos ratos: ningún autor había sabido plasmar tan bien el auténtico carácter revolucionario del trabajo técnico. (Es una pena que no me haya valido de esta fórmula durante toda la entrevista.) Con todas estas cosas pude retrasar su partida por unos minutos. Pero finalmente se marchó y, como suele ocurrir cuando se siente más unida a mí, no me pidió que la acompañara. Me quedé en la habitación. Durante todo ese tiempo habían estado sobre la mesa las dos velas que, desde la noche del cortocircuito, tengo siempre encendidas en la habitación. Reich llegó cuando ya yo me había acostado.

 

14 de enero. Este día y el siguiente fueron desagradables. El reloj marca la «hora de partir». Cada vez hace más frío (la temperatura se mantiene por debajo de los veinte grados bajo cero) y cumplir con las obligaciones pendientes se me hace cada vez más  difícil. También se han vuelto más pronunciados los síntomas preliminares de la reciente enfermedad de Reich (lo que tiene es cosa que aún no sé), de modo que cada vez puede hacer menos por mí. Bien abrigado, fue a ver a Daga. Pasé la mañana visitando las tres estaciones que hay en la plaza Kalanchevskaya: la estación de Kursk[223], la estación de Octubre, de la que salen los trenes a Leningrado, y la estación de Yaroslavsky, que es de donde salen los trenes a Siberia. El comedor de la estación está lleno de palmeras y desde su interior puede verse una sala de espera pintada de azul. Uno se siente en él como en el zoo, en el pabellón de los antílopes. Tomé allí té y pensé en mi partida. Tenía delante una bonita bolsa roja con un estupendo tabaco de Crimea que me había comprado en uno de los tenderetes que hay abiertos delante de la entrada de la estación. Luego, estuve comprando más juguetes. En la Ojotny Riad había un puesto de un vendedor de juguetes de madera. Me da la impresión de que aquí ciertos artículos salen a la venta en la calle en tandas. Por ejemplo, era esta la primera vez que veía unas hachas de madera para niños decoradas con pirograbados, de las que vi al día siguiente una canasta repleta. Compré una miniatura en madera de una pequeña máquina de coser, más bien graciosa, cuya «aguja» se pone en movimiento cuando se gira una manivela, y una muñeca de papel maché que se columpia encima de una caja de música, mediocre imitación de un tipo de juguetes que había encontrado en los museos. Incapaz de aguantar más el frío, me metí con paso vacilante en el interior de una cafetería. Parecía ser un establecimiento de un tipo muy particular: en la pequeña sala había algunos muebles de junco; a través de una ventana corredera abierta en la pared se introducían los alimentos desde la cocina, y sobre un  amplio mostrador se veían sakuskas[224]: embutidos, pepinos, pescado. Había también una vitrina, como en los restaurantes franceses e italianos. No conocía el nombre de ninguna de las cosas que me hubiesen apetecido, y me calenté con una taza de café. Luego, salí y me puse a buscar en las líneas comerciales altas la tienda donde me habían llamado la atención, uno de los primeros días, las hermosas muñecas de arcilla. Aún estaban allí. En el pasaje que comunica la Plaza de la Revolución con la Plaza Roja me fijé mejor en los vendedores ambulantes tratando de hallar algo que hasta ahora me hubiera pasado inadvertido: venta de ropa interior de mujer (corsés), de corbatas y chales, de perchas para la ropa. Finalmente, hacia las dos, totalmente agotado, llegué a la Dom Herzena, donde no sirven de comer hasta las dos y media. Para deshacerme del paquete de juguetes, después de comer me marché a casa. Llegué al sanatorio hacia las cuatro y media. Cuando subía por la escalera me encontré con Asya, lista para salir. Quería ir a la modista. Por el camino le conté lo que ya me había dicho Reich (que se había aparecido en mi habitación inmediatamente después de que yo llegara) sobre Daga y su estado de salud. Las noticias eran alentadoras. Caminábamos uno junto a otro cuando, de pronto, Asya  me preguntó si podía darle algo de dinero. Pero el día anterior yo había estado hablando precisamente con Reich para pedirle que me prestase la cantidad de 150 marcos para el viaje de vuelta, así que le contesté a Asya que no lo tenía, sin saber para qué lo necesitaba. Me dijo que para asuntos de dinero no se podía jamás contar conmigo, y empezó a hacerme cientos de reproches y habló de aquella habitación en Riga que debería yo haberle alquilado. Además de estar muy fatigado, me había irritado mucho la conversación que con tan poco tacto había ella iniciado. Resultó que el dinero lo quería para alquilar un piso que, por lo que había oído, estaba disponible. Quise tomar otro camino, pero ella me retuvo, agarrándose a mí como casi nunca lo había hecho, pero sin dejar de hablar del mismo tema. Terminé por decirle, llevado por la cólera, que me había mentido, pues por carta me había prometido reembolsarme inmediatamente el dinero de los gastos en Berlín, y ni ella ni Reich habían dicho hasta ahora una palabra del asunto. Eso la afectó mucho. Me puse todavía más violento y seguí atacándola hasta que ella, acelerando el paso, me dejó con la palabra en la boca. No la seguí; me di media vuelta y me fui a casa. Me había dado cita para por la noche con Gnedin. Éste vendría a recogerme para llevarme a su casa. Y efectivamente vino, mas nos quedamos en mi habitación. Se disculpó por no llevarme a su casa: su mujer estaba preparándose para un examen y no tenía tiempo. La conversación se prolongó por espacio de unas tres horas, hasta cerca de las once. Empecé por manifestarle mi pesar y mi disgusto por haber aprendido de Rusia aún menos de lo que esperaba. Y no tardamos en ponernos de acuerdo en que la única manera de hacerse una idea de la situación era hablar con el mayor número posible de personas. Por otra parte, mostró mucho empeño en facilitarme tal o cual cosa antes de mi partida. Y así concertó conmigo una cita para dos días después —un domingo al mediodía— en el Teatro de la Proletkult[225]. Pero cuando llegué, no lo encontré, y me tuve que volver a casa. También me prometió invitarme a una representación en el club, pero aún no se había fijado la fecha. El programa previsto consistía en una especie de exhibición experimental de nuevas ceremonias de imposición del nombre, casamiento, etcétera. Aquí desearía añadir lo que Reich me contó hace algún tiempo sobre los nombres de los bebés dentro de la jerarquía comunista. Desde el momento en que pueden señalar el retrato de Lenin se los llama oktyabrs. Esa noche aprendí otro vocablo raro, la expresión «los de antes», que se emplea para referirse a los grupos de ciudadanos desposeídos por la Revolución que no se han podido adaptar a la nueva situación. Gnedin habló además de la incesante transformación organizativa que habría de prolongarse durante años. Todas las semanas se introducen nuevas modificaciones en la organización con el afán de encontrar los métodos idóneos. También hablamos de la desaparición de la vida privada. Por falta de tiempo. Gnedin me contó que durante la semana no ve a nadie más que a las personas con que se relaciona en el trabajo, y a su mujer y su hijo. Y la vida social, que se reduce a los domingos, es muy fluctuante, pues con sólo estar tres semanas sin contacto con los conocidos uno ya puede estar del todo convencido de no volver a saber nada de ellos durante mucho tiempo, pues entretanto nuevos conocidos habrán ocupado el lugar de los antiguos. Luego, acompañé a Gnedin al tranvía, y en la calle estuvimos hablando aún de cuestiones aduaneras.

 

15 de enero. Paseo en vano hasta el Museo del Juguete. Estaba cerrado, a pesar de que, según la guía, abre los sábados. Por la mañana me llegó por fin el Literarische Welt —gracias a Hessel— que yo había estado esperando con tanta impaciencia que cualquier día habría telegrafiado a Berlín pidiendo que me lo enviasen. Asya no entendió el Almanaque[226], y a Reich no pareció gustarle demasiado. Por la mañana, volví a vagabundear: por segunda vez, inútilmente, intenté penetrar en la exposición gráfica y, finalmente, medio congelado, me metí en la Galería Schukin[227]. El fundador, al igual que su hermano, había sido un magnate multimillonario de la industria textil. Ambos eran mecenas. A uno se le debe la construcción del Museo de Historia (así como una parte de sus colecciones); al otro, esta magnífica galería de arte francés moderno. Cuando, completamente congelado, uno sube las escaleras, se vislumbran en lo alto de la escalinata los famosos murales de Matisse[228]: figuras desnudas en disposición rítmica, sobre un fondo rojo intenso, tan cálido y luminoso como el que se encuentra en los íconos rusos. Matisse, Gauguin[229] y Picasso[230] eran las tres grandes pasiones de este coleccionista. De Gauguin hay, en las paredes de una sala, veintinueve cuadros apretados como sardinas. (Por mi parte, volví a comprobar, una vez más —y en la medida en que el fugaz recorrido por esta gran colección permite emplear la expresión— que los cuadros de Gauguin me provocan hostilidad y que en ellos percibo todo lo que de aborrecible un no judío pueda sentir hacia los judíos.) Probablemente, en ninguna parte se pueda seguir como aquí la trayectoria de Picasso, desde sus primeros cuadros de veinteañero hasta 1914. A menudo, quizás durante meses, por ejemplo durante el «periodo amarillo»[231], debió de pintar sólo para Schukin. Sus cuadros llenan tres cuartos contiguos. En el primero de ellos, su primera época, y de esta obra temprana había, por lo menos, dos cuadros que me llamaron la atención: un hombre vestido de pierrot que sostiene en la mano derecha algo parecido a un vaso, y el cuadro de la Bebedora de absenta. Luego, el período cubista, en torno a 1911, mientras Montparnasse se gestaba, y, por último, el período amarillo, con la Amitié[232] y esbozos de ésta, entre otras cosas. No lejos de allí hay una sala entera dedicada a Derain[233]. Junto a cuadros muy bellos, en su estilo habitual, vi uno del todo desconcertante, Le samedi[234]. Este cuadro, grande y sombrío, muestra, reunidas en torno a una mesa, a mujeres vestidas con el atuendo típico de Flandes entregadas a tareas domésticas. Las figuras y la expresión recuerdan sobremanera a Memling[235]. Salvo la pequeña sala donde se exhiben los cuadros de Rousseau[236], las salas son muy luminosas. Las ventanas, de grandes vidrios de una hoja, dan a la calle y al patio del edificio. Aquí me pude hacer por vez primera una idea somera de pintores como Van Dongen[237] o Le Fauconnier[238]. En un pequeño cuadro de Marie Laurencin[239] —una cabeza de mujer con la correspondiente mano femenina introduciéndose en el cuadro y de la cual emerge una flor— me recordó, por su conformación fisiológica, a Münchhausen[240] y me hizo evidente su  amor de antaño por Marie Laurencin. Al mediodía, me enteré por Niemen de que había salido mi entrevista. Así que, provisto de la Vechernyaya Moskva y del Literarische Welt, fui a ver a Asya. La tarde, sin embargo, no resultó agradable. Reich  no llegó hasta mucho después. Asya me tradujo la entrevista. Ya yo me había dado cuenta no de que pudiera parecer «peligrosa», como había creído Reich, pero sí de que su conclusión resultaba un tanto endeble; y no tanto por mencionar a Scheerbart cuanto por la manera tan insegura e imprecisa de hacerlo.  Por desgracia, esa endeblez se ponía de manifiesto, mientras que el comienzo, la confrontación con el arte italiano, sí había quedado bien. No obstante, creo que, en conjunto, ha sido útil que apareciera. A la propia Asya la cautivó el comienzo, pero el final le desagradó, y con razón. Lo mejor es que ha salido en lugar destacado. En el camino, por causa de la pelea del día anterior, le había comprado a Asya una tarta. La aceptó. Luego, me dijo que ayer, después de habernos separado, no había querido saber nada más de mí; y había pensado que ya no nos veríamos (o por lo menos no en mucho tiempo). Pero por la noche, y para asombro suyo, su estado de ánimo había cambiado y descubrió que no podía enfadarse  conmigo por mucho tiempo. Cada vez que algo sale mal entre nosotros, la cosa acaba en que al final se pregunta si no  habrá sido ella la que me ha ofendido. Lamentablemente, más tarde, ya no sé cómo, a pesar de esas palabras, terminamos peleándonos.

 

15 de enero (continuación)[241]. En resumen: tras mostrarle a Asya tanto el periódico como la revista, la conversación volvió a recaer sobre el fracaso de mi estancia aquí, y, al surgir de nuevo el tema de mis asuntos en Berlín y empezar  Asya a hacerme reproches al respecto, perdí el dominio de mí mismo y salí corriendo de la habitación como un desesperado. Pero en el pasillo recapacité; o, mejor dicho, no tuve la fuerza de marcharme, y regresé de nuevo y le dije: «Me gustaría quedarme un rato más aquí, tranquilamente sentado, sin discutir». Luego, hasta pudimos, poco a poco, reanudar la conversación, y cuando Reich llegó, los dos estábamos agotados, pero calmados. Me propuse no permitirme, bajo ningún pretexto, que se produjese otra pelea. Reich nos dijo que no se encontraba bien. La contracción en la mandíbula persistía o había empeorado, y de hecho ya no podía masticar. Tenía las encías muy inflamadas y no tardó en formársele una úlcera. A pesar de ello, dijo, tenía que ir aquella noche al club alemán. Lo habían nombrado mediador entre el grupo alemán de la VAPP y los delegados culturales en Moscú de los alemanes del Volga. Al encontrarnos a solas en el vestíbulo, me dijo que también tenía fiebre. Le toqué la frente y le dije que de ningún modo podía ir al club. Me envió a mí, pues, para disculparlo. El edificio no quedaba lejos, pero soplaba un viento tan cortante que apenas podía avanzar. Al final no encontré el lugar, por lo que regresé extenuado y me quedé en casa.

 

16 de enero. El viaje de regreso lo había fijado para el viernes 21. La proximidad de la fecha hizo mis días muy agotadores. Eran muchas las cosas que debía aún resolver, una tras otra y sin apenas intervalo. Para el domingo me había propuesto dos: encontrarme con Gnedin hacia la una en el Teatro del Proletkult, y, antes, ir al Museo de Pintura e Iconografía (Ostrouchov[242]). Logré, finalmente, mi primer propósito, pero no el segundo. Volvía a hacer mucho frío; los cristales del tranvía estaban completamente cubiertos por una espesa capa de hielo. Para empezar, me pasé por un largo trecho de la parada en que debía bajarme. Tuve que volver atrás. En el museo se dio la feliz circunstancia de que uno de los guardas hablara alemán y me acompañara en el recorrido. A la planta baja, donde hay pintura rusa de finales del siglo pasado y comienzos de éste, le dedicamos sólo un par de minutos, ya al final. Hice bien en ir antes que nada a contemplar la colección de íconos. Está en el primer piso del edificio más bajo, en salas muy bien iluminadas. Aún vive el propietario de la colección. La revolución no ha introducido ningún cambio en el museo; ha expropiado el museo, pero ha dejado de director de la colección a su antiguo dueño. El tal Ostrouchov es pintor e hizo sus primeras adquisiciones hace ya cuarenta años. Era multimillonario y viajaba sin cesar por todas partes, y cuando al final quiso empezar a coleccionar escultura rusa hecha en madera, estalló la guerra. La pieza más antigua de la colección es una imagen de un santo bizantino pintado a la encáustica sobre una tabla de madera del siglo XVI. La mayor parte de los cuadros son de los siglos XV y XVI. Por las indicaciones de mi guía averigüé las diferencias principales entre las escuelas de Stroganov y de Novgorod, y obtuve no pocas explicaciones sobre iconografía. Por primera vez me percaté de la alegoría de la muerte vencida al pie de la cruz, aquí tan frecuente en los íconos. Sobre un fondo negro (como reflejada en un charco de lodo) aparece una calavera. Unos días más tarde, en el Museo de Historia, vi otras representaciones iconográficas muy curiosas; por ejemplo, un bodegón de instrumentos del martirio; sobre el altar en torno al cual se encuentran agrupados, se pasea el Espíritu Santo en forma de paloma, sobre un paño pintado en un maravilloso color rosa. Y dos feas figuras con sus aureolas a los lados de Cristo: sin duda, los dos ladrones, que, se supone,, han entrado en el Paraíso. Otra representación —la de tres ángeles a la mesa—, que aparece a menudo y que siempre muestra en primer plano, en tamaño reducido y, por así decir, representado a modo de emblema, el sacrificio de un codero, no me resultó igual de clara. A ello hay que añadir que, en cuanto al tema, las leyendas pintadas me resultan totalmente incomprensibles. Cuando volví a bajar de aquella planta tan fría, habían encendido un fuego en la chimenea, alrededor del cual el escaso personal pasaba esa mañana de domingo. Me habría gustado quedarme, pero tuve que salir de nuevo al frío. El último tramo desde la oficina de Telégrafos —donde me había apeado— hasta el Teatro del Proletkult fue horrible. Luego, estuve una hora apostado en el vestíbulo, pero mi espera fue del todo inútil. Unos días más tarde me enteré de que Gnedin había estado esperándome en ese mismo lugar. Cómo pudo haber sucedido tal cosa resulta casi inexplicable. Es posible que yo, cansado como estaba y con mi mala memoria para las fisonomías, no lo reconociera bajo el abrigo y el gorro, pero parece increíble que a él le ocurriese exactamente lo mismo. Regresé, por tanto, con la intención de comer, en principio, en nuestra tabernita de los domingos, pero me pasé de parada y, al final, me sentí tan decaído que preferí renunciar por completo a la comida a tener que recorrer a pie el trecho. Luego, en la Plaza Triumfalnaya, hice por fin acopio de ánimos y abrí la puerta de una stolovaya[243] que no conocía. Tenía un aspecto muy acogedor y la comida que me hice servir no estuvo nada mal; sin duda el borsch[244] no podía compararse con aquel que solíamos comer los domingos. Había ganado algo de tiempo para descansar por un buen rato antes de ir a ver a Asya. No me sorprendió que me dijese, nada más yo entrar en la habitación, que Reich estaba enfermo. La noche anterior ya no había regresado conmigo al hotel, sino que se había ido a la habitación de la compañera de Asya en el sanatorio. Estaba, pues, postrado, y Asya no tardó en ir a verlo escoltada por Manya[245]. Me separé de ellas al salir del sanatorio. Asya me preguntó entonces qué pensaba hacer por la noche. «Nada», le dije, «me quedaré en casa». No me dijo nada más. Fui a ver a Basseches, pero no estaba; me había dejado una nota en la que me pedía que lo esperara, lo que me vino muy bien; me senté en el sillón de espaldas a la estufa vecina, me hice servir un té y me puse a hojear revistas alemanas. Basseches no regresó sino al cabo de una hora y me invitó a que me quedara a pasar la velada. Hice entonces mis cálculos, inquieto. Por un lado, me apetecía ver cómo trascurriría la velada, para la que Basseches esperaba a otro invitado. Por otro lado, Basseches me estaba dando un par de informaciones útiles sobre el cine ruso. Por último, esperaba poder cenar algo. (Esta expectativa se vería frustrada.) Fue imposible avisar a Asya por teléfono de que me quedaría en casa de Basseches; nadie cogía el teléfono en el sanatorio. Finalmente enviamos a un mensajero. Yo temía que llegase demasiado tarde, aunque sin saber, lógicamente, si a la postre Asya iría a mi casa. Al día siguiente me dijo que había pensado hacerlo, pero que había recibido la carta a tiempo. El mensaje decía: «Querida Asya, pasaré la noche en casa de Basseches. Mañana iré hacia las 4. Walter». Al principio había escrito «noche» (abends) y «con» (bei) como una sola palabra, y luego tracé una diagonal de separación entre las dos, por lo que en un primer instante Asya entendió que yo «estaría libre esa noche» (abends frei). Luego, apareció un tal Dr. Kroneker, un astríaco que trabajaba aquí en una importante sociedad austro-rusa. Basseches me dijo que era socialdemócrata, pero me pareció una persona inteligente; además de que ha viajado mucho y habla con bastante objetividad. La charla recayó sobre el tema de la guerra química. Lo que dije al respecto causó a ambos una gran impresión.

17 de enero. De mi visita a Basseches el día anterior lo más importante fue convencerlo de que me ayudara con las formalidades necesarias para mi viaje de regreso. Me pidió que fuese a buscarlo ese lunes (día 16) a primera hora. Cuando llegué, todavía estaba en la cama. Costó lograr que se levantara. Eran las doce y cuarto cuando por fin llegamos a la Plaza Triumfalnaya, aunque me había presentado en su casa a las once. Antes de irme a casa de Basseches, había estado tomando café y tarta en la pequeña cafetería de costumbre. Hice bien, pues con todos los trámites que hube de hacer, al final me quedé sin almorzar. Primero, fuimos a un banco en la Petrovka, pues Basseches tenía que sacar dinero. Yo también cambié, quedándome con solo 50 marcos. Después, Basseches me condujo a un pequeño gabinete para presentarme a un director de banco conocido suyo. Un tal Dr. Schick[246], director del Departamento del Exterior, quien había vivido mucho tiempo en Alemania, donde había estudiado; procedía, sin duda, de una familia muy rica, y, paralelamente a su formación en los asuntos de su profesión, siempre había cultivado intereses artísticos. Había leído mi entrevista en Vechernyaya Moskva. De su época de estudiante en Alemania había conocido personalmente a Paul Scheerbart. El contacto se estableció, pues, de inmediato, y la breve charla concluyó con una invitación para almorzar el 20. Luego, en la Petrovka, recibí por fin mi pasaporte. A continuación, en trineo, al Narkompros[247], donde hice que me sellaran los papeles para poder cruzar la frontera. Ese día logré también, por fin, mi principal propósito: convencer en efecto a Basseches de que se subiese de nuevo en un trineo y me acompañara al almacén estatal «GUM», en las «líneas comerciales altas», donde vendían las muñecas y los jinetes que tanto ansiaba tener. Entre los dos compramos todos los que había y yo elegí los diez mejores ejemplares. Cada uno costaba solamente 10 kopeks. Mi agudo sentido de la observación no me había fallado: en la tienda nos dijeron que aquella mercancía, fabricada en Vyatka[248], ya no la enviaban a Moscú, pues han dejado de tener aquí un mercado. Los que habíamos comprado eran, por tanto, los últimos ejemplares. Basseches compró también tela campesina. Luego, se fue, con sus paquetes, a comer al Savoy, pero yo no tenía sino el tiempo justo para dejarlo todo en casa. Pronto fueron las cuatro y ya tenía que ir a ver a Asya. No nos quedamos mucho tiempo en su habitación, pues nos fuimos a ver a Reich. Manya ya estaba allí. De otro modo, Asya y yo volvimos a disponer de un par de minutos para estar a solas. Le pedí que fuese luego a visitarme por la noche —yo estaría libre hasta las diez y media—, y me prometió que, de poder hacerlo, lo haría. Reich se encontraba mucho mejor. Ya no recuerdo de qué hablamos. Nos fuimos hacia las siete. Después de cenar estuve esperando a Asya inútilmente, y a eso de las once menos cuarto me dirigí de nuevo a casa de Basseches. Pero allí tampoco había nadie. Me dijeron que no había vuelto en todo el día. Las revistas que había allí las conocía ya o me causaban repugnancia. Tras media hora de espera, y cuando estaba a punto de bajar las escaleras, se apareció su novia, quien  —no sé muy bien por qué: tal vez porque no quería ir al club sola con Basseches— insisitió en que siguiera esperando. Lo hice. Por fin llegó Basseches; había tenido que asistir a la conferencia de Rykov[249] en el congreso de la Aviachim[250]. Le pedí que me rellenara el cuestionario para la solicitud del visado y nos marchamos. En el tranvía me presentaron a un dramaturgo, un comediógrafo que también se dirigía al club. Apenas acabábamos de encontrar una mesa en el local, que estaba a punto de rebosar, y de sentarnos los tres a ella, cuando apagaron las luces en señal de que el concierto iba a comenzar. Tuvimos que levantarnos nuevamente. Yo me senté con Basseches en el vestíbulo. A los pcos minutos —vestido de smoking y recién llegado de un banquete que una importante sociedad inglesa había ofrecido en la Bolshaya Moskovskaya— se apareció el cónsul general de Alemania. Se había dado cita con dos señoras a las que había encontrado en el banquete, pero, como éstas no aparecían, se quedó con nosotros. Una señora —al parecer una antigua princesa—, de voz muy bella, cantó canciones populares. Yo o bien permanecía de pie en el oscuro comedor, junto a la puerta que daba a la iluminada sala de conciertos, o bien me sentaba en el vestíbulo. Intercambié algunas palabras con el cónsul general, que se mostró muy cortés. Pero su rostro era tosco y la inteligencia parecía haberlo pulido solo de un modo muy superficial, por lo que encajaba por entero con la imagen que yo me había hecho de los representantes alemanes en el extranjero desde mi viaje por mar[251] y a través de las figuras gemelas de Frank y Zorn. Para cenar nos juntamos cuatro, pues también se sentó con nosotros el secretario de la embajada, a quien pude observar a mis anchas. La comida era buena; volvieron a servirnos vodka aromatizado, entremeses, dos platos y helado. Lo peor fue el público. Pocos artistas —independientemente de la clase que fueran— y muchísima burguesía NEP. Llama la atención hasta qué punto toda esta nueva burguesía es absolutamente despreciada incluso por los representantes extranjeros, a juzgar por las palabras y expresiones del cónsul general, que en este caso me parecieron sinceras. Toda la pobreza de espíritu que distingue claramente a esta clase se puso de manifiesto en el baile que siguió a la cena, que hacía pensar en un repugnante baile de candil provinciano. Bailaban muy mal. Desgraciadamente, las ganas de bailar que tenía la amiga de Basseches hicieron que la diversión se prolongara hasta las cuatro. A mí, el vodka me había dado muchísimo sueño, el café no me había reanimado y sentía, además, dolores de estómago. Me senti feliz cuando me vi por fin sentado en el trineo con rumbo al hotel; me fui a la cama a eso de las cuatro y media.

18 de enero. Por la mañana fui a ver a Reich, quien sigue quedándose en la habitación de Manya. Tenía que llevarle algunas cosas, aunque también fui con el propósito de suavizar con mi amabilidad las fricciones que habíamos tenido los días antes de que cayera enfermo. Logré ganármelo siguiendo con atención la lectura del esbozo de un libro suyo sobre política y teatro que quiere publicar en una editorial rusa[252]. Hablamos también del proyecto de un libro sobre arquitectura teatral como el que habría podido escribir con Poelzig[253] y que ahora, sin duda, después de las múltiples investigaciones teatrales realizadas sobre escenografía y vestuario, despertaría un gran interés. Antes de marcharme, incluso, salí a la calle a comprarle cigarrillos y convine en hacerle una gestión en la Dom Herzena. Luego, fui al Museo de Historia. Me quedé más de una hora viendo la colección de íconos, extraordinariamente rica, en la que encontré también un gran número de obras tardías de los siglos XVII y XVIII. Pero ¡cuánto tiempo necesita el Niño Jesús para tener en brazos de su Madre la libertad de movimientos de que goza por fin en esas épocas tardías! Del mismo modo, habrían de pasar siglos antes de que se encontraran las manos del Niño y de la Madre de Dios, pues los pintores de Bizancio sólo las pintan unas frente a las otras. Después recorrí rápidamente el departamento de arqueología, deteniéndome tan sólo frente a algunas tablas anteriores a las pinturas del monte Athos [254]. A la salida del museo, comprendí algo mejor el misterio que emana del sorprendente efecto de la Catedral Blagoveshchensky[255], que había sido mi primera gran impresión en Moscú digna de destacar. Su efecto se deriva del hecho de que la Plaza Roja, cuando se accede a ella desde la Plaza de la Revolución, queda un poco más elevada, por lo que las cúpulas de la catedral van emergiendo paulatinamente como si salieran de detrás de una montaña. Hacía un hermoso día soleado, y volví a divisar la catedral con particular alegría. En la Dom Herzena no me dieron el dinero para Reich. Cuando, a las cuatro y media, llegué a la puerta de la habitación de Asya, dentro estaba todo muy oscuro. Llamé dos veces con suavidad y, como no respondía nadie, me fui a esperar a la sala de juegos, donde estuve leyendo las Nouvelles Litteraires[256]. Al seguir sin obtener respuesta un cuarto de hora más tarde, abrí la puerta de la habitación de Asya y no encontré a nadie. Disgustado de que Asya se hubiera marchado tan pronto sin esperarme, me fui a ver a Reich para, pese a todo, quedar con Asya para esa noche. De mis planes de irme con ella al  Maly me hizo desistir Reich, quien ya por la mañana se había mostrado contrario a ello. (Y cuando luego hube conseguido entradas para aquella noche, no pude hacer uso de ellas.) Al llegar arriba, ni siquiera me quité el abrigo y permanecí callado. Manya se puso a explicar de nuevo no sé qué con suma vehemencia y en una voz horriblemente alta. Le enseñó a Reich un atlas estadístico. De pronto, Asya se volvió hacia mí y me dijo sin rodeos que la noche anterior no había venido a verme porque había tenido fuertes dolores de cabeza. Yo me había echado en el sofá, todavía con el abrigo puesto, fumando de la pequeña pipa que utilicé todo el tiempo en Moscú. Finalmente encontré la forma de convencer a Asya de que viniese a verme después de cenar y que iríamos a algún lugar o yo le leería mi traducción de la escena lésbica[257]. Luego, me quedé un par de minutos más para no dar la impresión de que había venido sólo para decirle eso. No tardé, pues, en levantarme y le dije que me iba. «¿Adónde?». «A casa». «Pensaba que me acompañarías al sanatorio». «¿Pero no os vais a quedar aquí hasta las siete?», pregunté un tanto hipócritamente, pues por la mañana había oído que la secretaria de Reich no tardaría en llegar. Al final me quedé, pero no fui con Asya al sanatorio. Pensé que era más probable que fuese a verme por la noche si ahora le daba tiempo para descansar. Entretanto compré caviar, mandarinas, dulces y pasteles. Paradas sobre el alféizar de la ventana en el que voy apilando los juguetes tenía dos muñecas de barro, de las cuales quería que eligiese una. Y, en efecto, vino. Lo primero que dijo fue: «Sólo me puedo quedar cinco minutos; tengo que volver enseguida». Pero esta vez se trataba sólo de una broma. Yo había notado que en los últimos días —inmediatamente después de nuestras violentas discusiones— se había sentido más atraída hacia mí. Pero no sabía hasta qué punto. Yo estaba de muy buen ánimo cuando llegó, pues acababa de recibir numerosas cartas, con algunas noticias agradables, de Wiegand[258], Müller-Lehning[259], Else Heinle[260]. Las cartas estaban aún sobre la cama, donde yo las había estado leyendo. También había escrito Dora diciéndome que me había enviado dinero, por lo que decidí prolongar un poco mi estancia. Se lo dije a Asya y se me colgó del cuello. Por el conjunto de circunstancias tan difíciles que se habían dado a lo largo de toda la semana, me encontraba a leguas de distancia de esperar aquel gesto, y tuvo que transcurrir algún tiempo para que me hiciera feliz. Me sentía como una jarra de cuello estrecho en el que se vierte líquido de un cubo. Me había ido cerrando deliberadamente de tal modo que apenas era sensible a todo el poder de las impresiones exteriores. Pero ello desapareció en el curso de la velada. En medio de sus protestas habituales, primero le pedí que me diera un beso. Pero, de pronto, fue como si se hubiese accionado un interruptor de la luz, y ahora era ella, mientras yo hablaba o intentaba leerle, la que no dejaba de pedir que la besara de nuevo. Resurgió una ternura casi ya olvidada. Entretanto, le ofrecí lo que de comer yo había traído, y las muñecas; eligió una que ahora tiene en el sanatorio, frente a su cama. También volví a referirme a mi estancia en Moscú. Y como la víspera, cuando íbamos a ver a Reich, me había dicho en efecto las palabras decisivas, sólo tuve que repetirlas: «El lugar que ahora ocupa Moscú en mi vida es uno que sólo puedo vivir a través tuyo: y ello es cierto con total independencia de cualquier historia amorosa, cualquier interés romántico». Pero, desde luego, y esto también me lo había dicho ya al principio, seis semanas son apenas tiempo suficiente para empezar a familiarizarse con una ciudad, sobre todo si, como en mi caso, no se conoce la lengua y, como resultado, se tropieza a cada paso con barreras. Asya me hizo apartar las cartas y se acostó en la cama. Nos besamos mucho. Pero la emoción más intensa me la hizo sentir el roce de sus manos, de las que ya me había dicho alguna vez que todo el que había estado ligado a ella había sentido cómo de ellas emanaba una fuerza de un poder extraordinario. Puse la palma de mi mano derecha sobre la de su mano izquierda, y así permanecimos un buen rato. Asya recordó entonces la hermosa y diminuta carta que yo le había entregado una noche en Via Depetris, en Nápoles, sentados a una mesa frente a un pequeño café, en una calle casi desierta. Debería tratar de encontrarla en Berlín. Luego, le leí la escena lésbica de Proust. Asya captó su salvaje nihilismo: cómo de algún modo Proust penetra en la bien ordenada cámara interior que, en el pequeño burgués, lleva en la puerta la inscripción «sadismo», para luego, despiadadamente, hacerlo todo añicos, de manera que no quede nada de toda esa inmaculada e inequívoca concepción de lo perverso, y de que, en cambio, en cada fractura, la maldad revele con toda claridad la «humanidad» y hasta la «bondad» que constituye su verdadera sustancia. Mientras le explicaba esto a Asya, se me hizo evidente hasta qué punto todo esto concordaba con la idea motriz de mi libro sobre el barroco. Igual que la noche anterior, mientras leía solo en la habitación y llegué al extraordinario pasaje sobre La Caritá de Giotto[261], se me había revelado que en él Proust desarrolla una concepción que coincide punto por punto con lo que yo mismo había tratado de subsumir en el concepto de alegoría.

19 de enero. De este día apenas hay nada que destacar. Como se había pospuesto mi viaje de regreso, pude recuperarme un poco del sinfín de gestiones y visitas de los últimos días. Reich volvió a dormir en mi habitación. Por la mañana vino Asya. Pero se tuvo que marchar muy pronto para asistir a una reunión relacionada con su empleo. En el corto intervalo que estuvo con nosotros, se entabló una conversación sobre la guerra química. Primero me contradijo con vehemencia, pero Reich intervino. Al final me dijo que yo debería escribir lo que había dicho, y me propuse redactar un artículo sobre la cuestión para la Weltbühne[262]. Poco después que Asya me fui yo y me reuní una vez más con Gnedin. La conversación fue esta vez muy breve: tras constatar el contratiempo del domingo, me invitó a ir al día siguiente por la noche al Vajtangov[263] y me dio algunas indicaciones sobre la declaración del equipaje en la aduana. En el camino de ida y vuelta a casa de Gnedin pasé por delante del edificio de la Cheka[264], ante el cual se pasea siempre un soldado de guardia con la bayoneta calada. Después fui a Correos: telegrafié para pedir dinero. Al mediodía, almorcé en la tebernita de los domingos, tras lo cual me fui a casa a descansar. En el vestíbulo del sanatorio me salieron al encuentro, por un lado, Asya, y,  luego, por el otro, Reich. Como Asya tenía que bañarse, aproveché para jugar en su habitación al dominó con Reich. De vuelta en la habitación, Asya nos habló de las perspectivas que se le habían abierto por la mañana, de la posibilidad de obtener un puesto de ayudante de dirección en un teatro de la Tverskaya en el que, dos veces por semana, se representan obras para niños proletarios. Por la noche, Reich fue a casa de Ilés, pero yo no lo acompañé. Hacia las once se apareció en mi habitación, pero ya no había tiempo para ir al cine, como teníamos pensado. Tuvimos una breve conversación, muy poco fructífera, sobre el cadáver en el teatro preshakesperiano.

20 de enero. Por la mañana me quedé un buen rato escribiendo en mi habitación. Quise aprovechar que a la una Reich tenía algo que hacer en la Enciclopedia, para ir yo también; no tanto para tratar de ejercer ninguna presión en relación con mi texto sobre Goethe (respecto de lo cual no me hacía ninguna clase de ilusiones) cuanto para acceder a una propuesta de Reich y no aparecer indolente a sus ojos. Pues, de lo contrario, Reich podría haberle echado la culpa del rechazo del texto sobre Goethe a la falta de celo de mi parte. Casi no pude contener la risa cuando por fin me vi sentado frente al catedrático en cuestión. Nada más oír mi nombre, se levantó de un salto y fue a buscar mi texto, regresando acompañado de un secretario que le sirviera de apoyo. Empezó a hacerme ofertas de artículos sobre el barroco, pero puse como condición para cualquier otra colaboración que se aceptase mi entrada sobre Goethe. Enumeré entonces mis publicaciones, haciendo hincapié en mis credenciales, como me había indicado Reich, quien se apareció en ese preciso instante. Pero éste se sentó lejos de mí y se puso a hablar con otro funcionario. Prometieron contestarme en pocos días. Tuve que esperar un buen rato a Reich en la antesala. Finalmente, cuando nos íbamos, me contó que se estaba considerando la posibilidad de ofrecerle el artículo sobre Goethe a Walzel. Desde allí fuimos a ver a Panski. Resulta inverosímil —aunque sea posible— que, tal como Reich me dijo luego, tenga sólo veintisiete años. La generación que fue activa durante el período revolucionario está envejeciendo. Es como si la estabilización de la situación del estado hubiera traído a su propia vida un sosiego o una ecuanimidad como la que, de ordinario, no se alcanza sino en la vejez. Panski, por cierto, no es nada amable, como en general no parecen serlo los moscovitas. Me dejó entrever que el lunes siguiente se proyectarían algunas películas que realmente yo deseaba ver antes de escribir el artículo contra Schmitz[265] que me había pedido el Literarische Welt. Nos fuimos a almorzar, tras lo cual me marché a casa, porque primero Reich quería hablar a solas con Asya. Más tarde, estuve en lo de Asya por una hora, y a continuación me fui a ver a Basseches. La gran decepción de la velada en casa del director de banco Maximilian Schick fue que no hubo cena. Apenas había comido nada al mediodía y estaba muerto de hambre. Así que cuando por fin sirvieron té, me atraganté de tarta descaradamente. Schick procede de una familia muy rica. Estudió en Múnich, Berlín y París, y prestó servicios en la guardia rusa. Ahora vive con su mujer y un hijo en una habitación de la que, por supuesto, mediante cortinas y tabiques, han hecho tres. Probablemente él sea un buen ejemplo de lo que aquí llaman «los de antes», y no sólo en el aspecto sociológico (en el que ni siquiera lo es del todo, por cuanto ocupa un puesto para nada desdeñable). Lo que es «de antes» es su período productivo. Llegó a publicar algunos poemas, por ejemplo en Zukunft[266], y artículos en revistas hace tiempo olvidadas. Pero se aferra a sus viejas pasiones y en su despacho tiene una biblioteca no muy grande pero selecta de obras alemanas y francesas del siglo XIX. El precio que, según contó, pagó por algunos de estos libros demuestra que el librero los tenía por papel de desecho. Durante el té traté de recabar, a través de él, información sobre la nueva literatura rusa, pero mis esfuerzos fueron totalmente inútiles, pues sus conocimientos apenan van más allá de Briusov[267]. Todo el tiempo estuvo sentada con nosotros una mujer pequeña y muy atractiva  cuyo aspecto dejaba adivinar que no trabajaba. Pero a ella tampoco le interesaban los libros, por lo que me vino bien que Basseches se ocupara un poco de ella. A cambio de algunos favores que espera de mí en Alemania, me llenó de libros infantiles sin ningún valor ni interés que no pude rechazar en su totalidad. Me agradó solamente uno, también de escaso valor, pero muy bonito. Al marcharnos, Basseches me arrastró hasta la Tverskaya con la promesa de enseñarme un café de putas. No vi allí nada digno de mención, pero, en cualquier caso, pude comer algo de pescado y cangrejo. Luego, en un trineo de gala, me llevó de vuelta hasta el cruce de la Sadovaya y la Tverskaya.

 

21 de enero. Hoy es el aniversario de la muerte de Lenin. Todos los lugares de diversión permanecen cerrados, pero para tiendas y oficinas, en correspondencia con el «régime économique», la conmemoración es al día siguiente, que es sábado, día en que, de todos modos, se trabaja sólo media jornada. Fui temprano al banco a ver a Schick, y allí me enteré de que éste había fijado para el sábado la visita a Muskin[268], en cuya casa yo debía ver una colección de libros infantiles. Cambié dinero y me fui al Museo del Juguete. En esta ocasión logré, por fin, avanzar un paso más. Me prometieron que el martes me darían información sobre las fotografías que quería que me hiciesen, pero luego me enseñaron las fotos de las que existen negativos. Como éstas cuestan mucho menos, encargué una veintena. En esta ocasión también estudié, especialmente, las cerámicas de Vyatka. La noche antes, cuando ya me iba, Asya me había animado a ir con ella a las dos del día siguient al teatro infantil cuyas representaciones tienen lugar en la Tverskaya, en el edificio del cine Ars. Pero, cuando llegué, el teatro estaba completamente desierto; comprendí que ese día era difícil que hubiera función. Finalmente, alegando que el teatro estaba cerrado, el celador me echó de un vestíbulo donde me disponía a entrar en calor. Después de un buen rato esperando afuera, llegó Manya con una nota en la que Asya me decía que en realidad se había equivocado y que la función no era el viernes sino el sábado. Manya me ayudó entonces a comprar velas. Yo ya tenía los ojos hinchados por la luz de las velas. Como quería ganar algo de tiempo para trabajar, esta vez no fui a la Dom Herzena (que, por otra parte, era probable que estuviese cerrada), sino a la stolovaya que está cerca del hotel. La comida resultó cara, pero no estuvo mal. Ya en la habitación, no trabajé en lo de Proust[269], como me había propuesto, sino en una respuesta a la pésima y desvergonzada nota necrológica que Franz Blei[270] había escrito sobre Rilke[271]. Más tarde se la leí a Asya, y sus observaciones me dieron pie para reelaborarla aquella misma noche y al día siguiente. Asya, por lo demás, no se sentía bien. Luego, cené con Reich en el mismo restaurante en el que yo había estado al mediodía. Era la primera vez que Reich iba allí. Después nos fuimos a hacer algunas compras. Esa noche se quedó conmigo hasta cerca de las once y media, y nos enfrascamos en una conversación en la que nos contamos en detalle todo lo que recordábamos de nuestras lecturas infantiles. Él estaba sentado en el sillón, y yo echado en la cama. Durante la conversación caí en la cuenta del curioso hecho de que, de joven, me había mantenido siempre al margen del material de lectura al uso. El Neuer Deutscher Jugendfreund, de Hoffmann[272], es prácticamente la única obra de literatura juvenil típica de entonces que yo también leí. Además, por supuesto, de los excelentes libros de Hoffmann, Lederstrumpf[273] y las leyendas de la antigüedad clásica de Schwab[274]. Pero de Karl May no leí más que un tomo, ni tampoco conozco Kampf um Rom[276] ni las novelas de aventuras en el mar de Wörishöffer[277]. De Gestäcker tampoco leí más que un tomo, Die Regulatoren von Arkansas[278], que debió de haber contenido una historia de amor un tanto « tórrida» (o quizás lo haya leído tan sólo por haber oído eso de otro libro del autor). Descubrí también que casi todos mis conocimientos de literatura dramática clásica datan de la época del círculo de lectura[279].

22 de enero. No me había lavado todavía, pero ya estaba sentado a la mesa, escribiendo, cuando por fin llegó Reich. Esta mañana, me sentía aún menos dispuesto que otras a la sociabilidad. No me dejé distraer demasiado de mi trabajo. Pero cuando me disponía a salir, a eso de la una y media, y Reich me preguntó que «adónde», supe que también él iba al teatro infantil al que Asya me había invitado. Toda la ventaja que Asya me había concedido habían, pues, consistido en pasarme media hora el día antes esperando en vano delante de la entrada. No obstante, me fui antes que Reich para poder beber algo caliente en el café de siempre. Pero hoy también los cafés estaban cerrados y, además, este estaba en «remont». Así que, con paso lento, me dirigí por la Tverskaya al teatro. Más tarde llegó Reich, y después Asya en compañía de Manya. Devenidos así en un cuarteto, mi interés por el asunto era ya muy escaso. De cualquier modo no podía quedarme hasta el final, pues había quedado en ver a Schick a las tres y media. Tampoco hice ningún esfuerzo por sentarme al lado de Asya, sino que me senté entre Manya y Reich. Asya le pidió a Reich que me tradujera lo que se decía. La obra parecía tratar de la creación de una fábrica de conservas y tener un fuerte sesgo chauvinista anglófobo. Me marché durante el entreacto. Para que me quedara, Asya me había ofrecido que me sentara a su lado, pero yo no quería ni llegar demasiado tarde ni tampoco agotado a mi cita con Schick. La verdad es que éste aún no estaba listo. En el autobús me habló de sus años en París, de que en una ocasión había visitado a Gide[280]. La visita a Muskin sí que valió la pena. En realidad no vi sino un solo un libro infantil interesante, un calendario suizo de 1837, un delgado tomito con tres láminas hermosamente coloreadas, aunque vi libros infantiles rusos en número más que suficiente para hacerme una idea del estado de sus ilustraciones, que dependen en alto grado de la escuela alemana. Las ilustraciones de muchos libros han sido, incluso, hechas en talleres litográficos alemanes, y se han copiado muchos libros alemanes. Las ediciones rusas de Struwwelpeter[281] que allí vi eran bastantes toscas y nada bonitas. Muskin puso en los distintos libros notas con los datos que yo le había dado. Dirige el departamento de literatura infantil de la Editora Estatal. Me enseñó algunos ejemplares de su producción, entre los cuales había un libro cuyo texto lo había escrito él mismo. Le expuse mi gran proyecto sobre la obra documental Die Phantasie[282]. No pareció entender demasiado el asunto, y, por lo demás, me produjo una impresión de mediocridad. Fue una verdadera tortura ver cómo tiene su biblioteca. No había sitio para colocar debidamente los libros, que estaban hacinados, en cualquier orden, en unas estanterías en el pasillo. La mesa del té estuvo muy bien surtida, y comí bastante sin necesidad de hacerme rogar, pues no había comido ni al mediodía ni a la tarde. Nos quedamos unas dos horas y media. Al final, todavía me regaló dos de los libros de la editorial que yo, para mis adentros, prometí a Daga. Por la noche, estuve en casa trabajando en Rilke y el diario. Pero —al igual que en este momento— con un material para escribir tan malo que no se me ocurría nada.

23 de enero. (Hace mucho que no escribo en el diario y tendré que resumir.) Ese día, Asya hizo todos los preparativos para dejar el sanatorio. Se mudó a casa de Rachlin, y con ello, por fin, a un ambiente agradable. En el curso de los días siguientes, pude darme cuenta de las posibilidades que se me habrían ofrecido en Moscú si se me hubiesen abierto las puertas de una casa como esa. Pero ya era demasiado tarde para aprovechar cualquiera de esas posibilidades. Rachlin vive en el edificio del Archivo Central, en un cuarto espacioso y muy limpio. Está sentimentalmente unida a un estudiante que, según dice ella misma, es muy pobre, pero se niega a vivir gratis con ella por orgullo. Ya al segundo día de conocernos —cosa que había ocurrido el miércoles— me regaló una daga del Cáucaso, un trabajo muy hermoso en plata, aunque no de mucho valor, y pensado para niños. Asya dijo que era a ella a quien le debía el regalo. En cuanto a mis encuentros con Asya, los días de su estancia en casa de Rachlin apenas fueron mucho mejores que durante sus días en el sanatorio. Pues en casa de Rachlin siempre estaba presente un general del ejército rojo que, a pesar de llevar sólo dos meses casado, no dejaba de hacerle la corte a Asya de todos los modos concebibles, pidiéndole que se fuera con él a Vladivostok, adonde lo habían destinado. A su mujer, decía, pretendía dejarla aquí en Moscú. Uno de esos días—el lunes, para ser exactos—, Asya recibió de Tokyo una carta de Astajov, que Elvira había reexpedido desde Riga. El jueves, tras dejar los dos a Reich, me contó en detalle el contenido de la carta, y por la noche volvió a hablar conmigo del asunto. Parece que Astajov sigue pensando mucho en ella, y como ella le había pedido un chal con flores de cerezo, lo más probable —dije yo— era que durante el medio año que llevaba en Tokyo no se hubiera dedicado a otra cosa que a buscar en los escaparates de las tiendas chales con flores de cerezo. Ese mismo día de mañana, estuve dictando la nota contra Blei y varias cartas. Por la tarde me sentí de muy buen humor; estuve hablando con Asya, pero ya solo recuerdo que, cuando me disponía a dejar su habitación para irme a casa con su maleta, Asya volvió a acercarse a la puerta y me dio la mano. No sé qué esperaba de mí, tal vez nada en absoluto. No fue hasta el día siguiente que caí en la cuenta de que Reich había urdido toda una intriga para que fuese yo quien se llevase la maleta de Asya, puesto que él no se sentía bien. Dos días después de que Asya se mudara, Reich tuvo que meterse en cama en la habitación de Manya, aunque no tardó en reponerse de la gripe. En todo lo concerniente a mi viaje de regreso seguí, por tanto, dependiendo totalmente de Basseches, con quien me encontré en la parada del autobús un cuarto de hora después de que saliera yo del sanatorio. Me había citado para esa noche con Gnedin en el Vajtangov[283], pero antes tenía que pasar con Reich por la casa de su traductora para preguntarle si podía acompañarme a la mañana siguiente a ver unas películas en el Goskino[284], a lo que respondió afirmativamente. A continuación, Reich me puso en un trineo y me fui al Vajtangov. Un cuarto de hora después de haber comenzado la función llegaron al fin Gnedin y su esposa. Yo ya estaba a punto de tomar la decisión de marcharme definitivamente y, al recordar lo sucedido el domingo anterior en el Teatro del Proletkult, me había empezado a preguntar si Gnedin no estaría loco. Ya no quedaban entradas. Al final logró conseguir algunas, pero no pudimos sentarnos juntos, y en los distintos actos hicimos todas las permutaciones imaginables, pues dos de las localidades estaban juntas, y una separada. La mujer de Gnedin era de proporciones anchas, amable y callada, y, a pesar de sus facciones demasiado planas, tenía cierto encanto. Al salir del teatro, me acompañaron hasta la ploshchad Smolensk, donde tomé el tranvía.

24 de enero. El día resultó sumamente agotador y enojoso, a pesar de haber logrado en casi todas partes mis objetivos. Comenzó con una espera interminable en las oficinas del Goskino: dos horas para que se iniciara la proyección. Vi Mat [285], Potemkin y una parte de El proceso de los tres millones[286]. La cosa me costó un chervonets, pues, por consideración con Reich, quería darle algo a la traductora que éste me había presentado, la que no había hablado de suma alguna, pero quien, después de todo, había estado cinco horas a mi disposición. Fue agotador ver pasar sin ningún acompañamiento musical tantas películas en la pequeña sala, en la que, casi en todo momento, fuimos los únicos espectadores. Me encontré en la Dom Herzena con Reich, quien, después de almorzar, se fue a ver a Asya; los esperé a los dos en casa para acompañarlos luego a lo de Rachlin. Pero, en principio, sólo vino Reich. Entonces me fui a Correos, que está muy cerca, a recoger la carta con el giro. Aún así, ello me tomó casi una hora. La escena merita describirse.  La funcionaria se comportó con la carta como si yo quisiera quitarle al hijo de sus entrañas, y de no haberse acercado a la ventanilla una mujer que hablaba algo de francés, me habría tenido que marchar con las manos vacías. Llegué exhausto al hotel, pero al cabo de unos minutos tuvimos que dirigirnos, cargados con abrigos, manta y maleta, a casa de Rachlin, a la que mientras tanto Asya se había ido directamente. Terminamos juntándonos un grupo numeroso: además del general, había una amiga de Rachlin que quería darme cierto encargo para una amiga parisina, una pintora. Aquello siguió siendo agotador, pues Rachlin —quien no deja de ser una persona simpática— estuvo hablándome todo el tiempo, mientras yo, vagamente consciente del interés del general en Asya, me pasé todo el rato vigilando lo que sucedía entre los dos. A todo lo cual se sumaba la presencia de Reich. Había renunciado a toda esperanza de cruzar siquiera unas palabras a solas con Asya; las pocas que intercambié con ella cuando me iba fueron insustanciales. Luego, pasé un momento a ver a Basseches para discutir con él algún que otro detalle técnico relativo a mi partida, y finalmente, llegué a casa. Reich se quedó a dormir en lo de Rachlin.

25 de enero. La escasez de viviendas produce aquí un efecto curioso: al andar de noche por las calles, a diferencia de lo que ocurre en otras ciudades, en Moscú casi todas las ventanas, tanto de las casas pequeñas como de las grandes, se ven iluminadas. De no ser por el hecho de que la luz que sale de esas ventanas varía en intensidad, se podría hasta pensar que se trata de un caso de iluminación decorativa. En los últimos días he observado además otra cosa: no es sólo la nieve la que podría hacer que uno añore Moscú, sino también el cielo. En ninguna otra gran ciudad se tiene tanto cielo sobre uno. Esta sensación se debe a la altura de las casas, que suelen ser muy bajas, lo que hace que se sienta el amplio horizonte de la llanura rusa. Algo nuevo y divertido fue el muchacho que andaba por la calle con una tabla sobre la cual había pájaros disecados. Así pues, aquí también se venden en la calle pájaros disecados. Todavía más curioso me resultó ese día encontrarme en la calle con un entierro «rojo». Tanto el féretro como el coche y las bridas de los caballos eran en efecto de color rojo. En otra ocasión pude ver un vagón de tranvía pintado con imágenes de propaganda política; pero me pasó tan rápido por el lado que no pude distinguir los detalles. Sigue siendo asombroso el grado en que lo exótico te sale al encuentro en esta la ciudad. Todos los días veo en mi hotel tantos rostros mongoles como quisiera. Pero hace poco vi, delante del hotel, en la calle, a unos personajes con capas rojas y amarillas que, según me dijo Basseches, eran sacerdotes budistas que en ese momento celebraban un congreso en Moscú. Las cobradoras del tranvía me recuerdan, en cambio, a los pueblos primitivos del norte. Van de pie en su sitio del tranvía, cubiertas con sus pieles, como las samoyedas[287] en sus trineos. Ese día pude resolver algunos asuntos. La mañana se me fue en preparativos para el viaje. Había cometido la estupidez de mandar que me sellaran las fotos de mi nuevo pasaporte, pot lo que tuve que repetirlas con un fotógrafo de servicio rápido del boulevard Strasnoy. Luego, hice otras diligencias. La noche anterior había llamado a Ilesh desde casa de Rachlin y había quedado con él en pasar a buscarlo, hacia las dos, al Narkompros. Lo encontré, no sin antes algún esfuerzo. Perdimos mucho tiempo yendo a pie desde el Ministerio hasta el Goskino, donde Ilesh tenía que hablar con Panski. Poco antes se me había ocurrido la infeliz idea de conseguir a través del Goskino algunas fotos de La sexta parte del mundo, y le expuse a Panski mis intenciiones. Tuve que oír entonces las cosas más abstrusas: que la película no debía mencionarse para nada en el extranjero; que en ella se habían insertado fragmentos de películas extranjeras, y que ni siquiera se sabía cuáles, por lo que era de temer que surgieran contratiempos; en resumen, hizo una montaña del asunto. A todo lo cual se añadió que quería que Ilés se pusiera de inmediato en camino con él por el asunto del rodaje de Atentado. Pero Ilés perseveró cortésmente en su negativa, gracias a lo cual, finalmente, pudimos seguir conversando en un café cercano (Lux) y yo logré el resultado apetecido. Me proporcionó un esquema muy interesante de los grupos literarios que existen actualmente en Rusia sobre la base de la orientación política de los distintos autores. A continuación, me fui directamente a ver a Reich, y por la noche me fui de nuevo a casa de Rachlin, pues así me lo había pedido Asya. Como me encontraba muy cansado, esta vez tomé un trineo. Encontré arriba al inevitable Ilyusha[288], que había comprado un montón de dulces. Yo, en cambio, no llevé el vodka que Asya me había pedido, pues no lo había podido conseguir, pero sí oporto. Ese día, y, sobre todo, el siguiente, Asya y yo mantuvimos largas conversaciones telefónicas muy parecidas a las de Berlín. A Asya le encanta decir cosas importantes por teléfono. Me habló de su deseo de vivir conmigo en Grunewald[289] y se mostró muy desilusionada cuando le dije que la cosa no funcionaría. Esa noche llegó el sable del Cáucaso que Rachlin me había prometido. Me quedé hasta que se marchó Ilyusha. Yo no estaba del mejor de los ánimos. Me sentí más a gusto después, cuando Asya se sentó a mi lado en uno de esos canapés de dos plazas en los que cada uno se da la espalda. Ella se arrodilló en su sitio y se puso alrededor del cuello mi bufanda parisina. Por desgracia, yo ya había cenado en casa, de modo que no pude probar gran cosa de los muchos dulces que había sobre la mesa.

26 de enero. Todos estos días estuvo haciendo un tiempo maravillosamente cálido. Moscú me vuelve a resultar más familiar. Al igual que en los primeros días de mi estancia, he sentido deseos de aprender ruso. Ha calentado mucho, pero el sol no enceguece, y puedo observar más fácilmente en las calles lo que ocurre a mi alrededor, y cada día me parece un regalo, que se me ha ofrecido el doble o el triple por ser tan hermoso, porque en estos días a Asya la tengo a menudo cerca y porque cada día yo también me lo he dado al prolongar un poco más mi estancia. Veo, pues, muchas cosas nuevas. Sobre todo, vuelvo a ver a otros tipos de vendedores, como a uno al que le cuelga de los hombros un manojo de pistolas de juguete y dispara de vez en cuando la que lleva en la mano, y el disparo resuena por toda la calle, atravesando el aire diáfano. Pero también hay muchos vendedores de cestos de mimbre, con toda clase de piezas multicolores que se parecen algo a las que en Capri pueden adquirirse por doquier, sobre todo unos cestos de dos asas y minuciosos diseños geométricos, en el centro de los cuales aparecen cuatro figuras de colores. Vi, además, a un hombre que llevaba una gran cesta de viaje cuyo entramado recorrían hebras de paja de tonos verdes y rojos; pero éste no era un vendedor. Por la mañana traté inútilmente de consignar mi maleta en la aduana. Como no llevaba el pasaporte (pues lo había entregado para solicitar el visado de salida), se hicieron cargo de la maleta, pero no me la consignaron. Por lo demás, no pude resolver nada en toda la mañana; almorcé en el pequeño restaurante que se encuentra por debajo del nivel de la calle, y por la tarde fui a ver a Reich, a quien Asya me había pedido que le llevara unas manzanas. Ese día no pude ver a Asya, pero por la tarde y por la noche tuve con ella dos largas conversaciones por teléfono. Por la noche estuve trabajando en la réplica al artículo de Schmitz sobre Potemkin[290].

27 de enero. Todavía ando con el abrigo de Basseches. Fue un día importante. Por la mañana volví al Museo del Juguete, donde al parecer existe ahora la posibilidad de resolver por fin el asunto de las fotografías. Vi los objetos que Bartram tiene en su despacho. Me llamó mucho la atención un mapa rectangular, estrecho y alargado, que representaba la historia en forma de alegoría como una serie de ríos en bandas sinuosas de diversos colores. En cuanto a las fechas y los nombres, aparecían en orden cronológico en el lecho de cada uno de los ríos. El mapa databa de comienzos del siglo XIX, pero yo lo habría situado siglo y medio antes. Al lado había un interesante mecanismo de relojería: un paisaje colgado en la pared dentro de una gran caja de cristal. El mecanismo estaba partido, y también se había desprendido el reloj a cuyas campanadas, tiempo atrás, se habrían puesto en marcha molinos de viento, norias, batientes de ventana y personajes. A ambos lados, protegidos también por un cristal, había composiciones parecidas en relieve, como el incendio de Troya o Moisés haciendo brotar agua de la roca. Pero no eran móviles. Había, además, libros infantiles, una curiosa colección de naipes y muchas otras cosas. El museo no abría ese día (jueves), y yo accedí a donde estaba Bartram a través de un patio. Al lado hay una antigua iglesia particularmente bella. Entre los estilos de torres de iglesia se observa aquí una variedad en verdad sorprendente. Supongo que las estilizadas y más gráciles, en forma de obelisco, se remonten tal vez al XVIII. Estas iglesias se erigen en los patios de modo similar a las iglesias de los pueblos en medio de un paisaje arquitectónicamente sobrio. Acto seguido, me fui a casa, a fin de deshacerme de un panel gigantesco: una hoja volante bastante singular, aunque muy deteriorada, y, por desgracia, pegada sobre un cartón, que Bartram me había regalado por tenerla duplicada en su colección. Después, fui a ver a Reich, y allí me encontré con Asya y con Manya, que acababan de llegar. (A la encantadora Dascha, una judía ucraniana que por esos días le hacía la cocina a Reich, la conocí en la visita siguiente.) Me encontré con un ambiente tenso, que sólo con algún esfuerzo de mi parte pude evitar que se descargara sobre mí. Llegué a percibir los motivos, pero me parecieron tan triviales que no me apetece recordarlos. Por lo mismo, la cosa no tardó en estallar entre Reich y Asya cuando esta, refunfuñando y disgustada, le estaba haciendo la cama. Por fin nos marchamos. En su fuero interior, lo que en realidad le preocupaba a Asya eran las gestiones que estaba haciendo para conseguir trabajo, y estuvo hablando de ello durante todo el camino. Por lo demás, fuimos juntos solamente hasta la parada del tranvía. Había una cierta esperanza de verla de nuevo por la noche, pero esto lo decidiría tras una conversación telefónica por la que se sabría si se iría a visitar a Knorin. Yo ya me había acostumbrado a poner tan pocas esperanzas como fuera posible en sus promesas. Por la noche me llamó para decirme que se había disculpado con Knorin por estar muy cansada, pero que ahora, inesperadamente, había recibido un recado de la modista para que fuese esa misma noche a recoger su vestido porque al día siguiente no habría nadie en casa —la modista iba a ser ingresada en el hospital—, y perdí toda ilusión de verla esa noche. Pero las cosas sucedieron de forma muy distinta: Asya me pidió que nos encontrásemos frente al edificio de la modista, y me prometió que luego iríamos juntos a alguna parte. Habíamos pensado en un local del Arbat. Llegamos casi al mismo tiempo a casa de la modista, que está junto al Teatro Revoluzie[291]. Tuve que esperarla fuera casi una hora; al final, llegué a estar casi convencido de no haberla visto ver salir por haberme ausentado brevemente para inspeccionar uno de los patios del edificio, que por lo menos tenía tres. Llevaba diez minutos repitiéndome que mi espera no tenía ya ningún sentido, cuando por fin se apareció Asya. Nos fuimos al Arbat en tranvía. Una vez allí, tras un momento de vacilación, finalmente entramos en el restaurante «Praga». Subimos por la amplia escalera que, describiendo una curva, conducía de la planta baja al primer piso, y entramos en un salón muy iluminado, con muchas mesas, casi todas vacías. Al fondo, a la derecha, se alzaba un estrado desde donde, a grandes intervalos, nos llegaba música de orquesta, la voz de un animador o canciones de un coro ucraniano. Volvimos a cambiar de mesa, pues a Asya le apetecía sentarse junto a la ventana. Se sentía avergonzada de haber ido a un sitio tan «elegante» con los zapatos rotos. En casa de la modista se había puesto el vestido nuevo, hecho de una vieja tela negra devorada ya por las polillas. Le sentaba muy bien; se asemejaba en todo al azul. Al principio hablamos de Astajov. Asya pidió shashlik[292] y yo un vaso de cerveza. Nos habíamos sentado uno frente al otro; de vez en cuando pensábamos en mi partida, y hablábamos de ello y nos mirábamos. Fue entonces que me dijo, por primera vez, quizás, de forma rotunda, que, durante algún tiempo, le habría gustado casarse conmigo. Y que si no había sucedido, en su opinión quien salía peor parado no era ella sino yo. (Puede que no empleara una expresión tan fuerte como «salir peor parado»; pero, a decir verdad, ya no lo recuerdo.) Le dije que en su deseo de casarse conmigo habían entrado en juego sus demonios. Ella ya había pensado, dijo entonces, en lo curioso que habría sido presentarse ante mis amistades como esposa mía. Pero ahora, tras la enfermedad, ya no tenía demonios. Se sentía completamente pasiva. Pero en este momento ya no existía ninguna posibilidad en ese sentido. Le dije: «Pero yo no puedo desprenderme de ti y, si estuvieras en Vladivostok, iría a verte a Vladivostok». «¿Es que quieres seguir haciendo el papel de amigo de la casa en casa del general? Si es tan tonto como Reich y no te echa, por mi parte no tengo nada en contra. Y si te echa, tampoco tendría nada en contra». En otro momento dijo: «Me he acostumbrado muchísimo a ti». Pero al final le dije: «Nada más llegar aquí, en los primeros días, te dije que me casaría contigo de inmediato. Pero no sé si lo haría. Creo que no lo aguantaría». Entonces dijo algo muy hermoso: «¿Por qué no? Yo soy un perro fiel. ¡Sé que me comporto de una forma muy bárbara cuando vivo con un hombre, y que eso está mal, pero no puedo evitarlo. Si estuvieras conmigo, no conocerías toda esa angustia o tristeza que sientes tan a menudo». Y así seguimos hablando de muchas cosas. De si yo querría estar siempre contemplando la luna y pensando en Asya mientras tanto. Dije que esperaba que la próxima vez que nos viéramos las cosas fuesen mucho mejor. «¿Para pasarte de nuevo las veinticuatros horas al día encima de mí[293]?». Le dije que no era en eso en lo que estaba pensando en ese momento, sino en estar más cerca de ella, en hablar con ella. Y que sería entonces, cuando estuviera cerca de ella, que volvería ese deseo. «Qué bonito», me respondió. Esta conversación me hizo sentirme inquieto todo el día y la noche siguientes. Pero mis deseos de viajar eran, sin duda, más fuertes que los deseos que sentía por Asya, aunque, probablemente, sólo por las muchas trabas con que éstos últimos habían tropezado. Las mismas que de hecho siguen enfrentando. La vida en Rusia, dentro del Partido, me resulta muy difícil, y fuera del Partido, con muy poco futuro y todavía menos opotunidades. Asya, sin embargo, ha echado muchas raíces en Rusia. No hay duda de que también siente nostalgia de Europa, lo cual está estrechamente vinculado con lo que pueda encontrar de atractivo en mí. Y vivir con ella en Europa podría convertirse, algún día, si pudiera convencerla de ello, en lo más importante, y también en lo más tangible para mí. En Rusia, no lo creo. Nos fuimos en trineo hasta su casa, apretados uno contra el otro. Estaba muy oscuro. Fue ese el único momento que compartimos en la oscuridad en Moscú, en plena calle y sentados en el estrecho asiento de un trineo.

28 de enero. Salí temprano, con un maravilloso tiempo de deshielo, a recorrer las calles del lado derecho del Arbat, como me había propuesto desde hacía tiempo. Llegué, pues, a la plaza en la que en otros tiempos se hallaban las perreras de los zares. La forman unas cuantas casas bajas, algunas de las cuales tienen soportales sostenidos por columnas. Pero en uno de los lados se alzan entre ellas unas edificaciones feas y altas, de construcción mucho más reciente. Aquí se encuentra el «Museo de la Vida Cotidiana de los Años 40», una casa de tres plantas, cuyas salas están decoradas con muy buen gusto en el estilo propio de las casas de la alta burguesía de la época. En ellas hay bellos muebles que recuerdan el mobiliario estilo Louis Philippe[294], cajitas, candelabros, trumeaus[294a] y mamparas (una de ellas, muy peculiar, con un vidrio muy grueso en el que se encastra la armazón de madera). Todas esas salas aparecen dispuestas como si aún estuviesen habitadas: sobre las mesas, o colgando de las sillas, hay papeles, notas, camisones, chales. En cualquier caso, todo se puede recorrer muy deprisa. Me asombró no ver ninguna habitación para niños (y, por lo mismo, tampoo juguetes). ¿Será que en esa época no tenían ningún cuarto de juegos? ¿O simplemente faltaba aquí? ¿O estaba cerrado al público, en el último piso? Seguí luego paseando por las calles laterales. Por último, regresé al Arbat, donde me detuve ante un puesto de libros y encontré uno de Victor Tisott del año 1832, La Russie et les Russes[295]. Lo compré por 25 kopeks, pues, en cualquier caso, me ofrecía la oportunidad de conocer algunos datos y nombres que me podrían ser de utilidad para mi conocimiento de Moscú y para el artículo que pensaba escribir sobre esta ciudad, que tenía ya bien planeado. Dejé el libro en casa y me fui a ver a Reich. Esta vez, la conversación resultó mucho mejor, pues me había propuesto firmemente evitar que surgiesen tensiones. Estuvimos hablando de Metrópolis[296] y del rechazo que la película había provocado en Berlín, al menos entre los intelectuales. Reich quería echarles toda la culpa del fallido experimento a las exageradas expectativas de los intelectuales que incitan a tales aventuras. Discrepé de él. Asya no vino: no llegaría hasta la última hora de la tarde. Manya estuvo un rato en la habitación con nosotros. Algo después apareció Dascha, una pequeña judía ucraniana que vive allí y cocina para Reich. Me cayó muy bien. Las dos muchachas hablaron yiddish entre sí, pero no entendí lo que decían. Ya de vuelta en casa, llamé a Asya y le pedí que viniera a verme una vez que dejara a Reich. Y, en efecto, así lo hizo, pero se encontraba muy cansada y enseguida se tumbó en la cama. Al principio, me sentí muy cohibido y apenas me salían las palabras por temor a verla marcharse de inmediato. Fui a buscar la gran lámina con mordidas de ratones que Bartram me había regalado y la estuvimos viendo juntos. Después hablamos del domingo: le prometí acompañarla a ver a Daga. No volvimos a besar y hablamos de vivir juntos en Berlín, de casarnos, de viajar juntos al menos una vez. Asya me dijo que nunca le había costado tanto despedirse de una ciudad como de Berlín. ¿Guardaría aquello relación conmigo? Tomamos juntos un trineo para ir a casa de Rachlin. En la Tverskaya no había suficiente nieve para que el trineo avanzara rápido. Pudimos avanzar mucho mejor por las calles laterales: el trineo tomó una ruta que yo no conocía y pasamos por delante de unos baños y vimos un rincón maravilloso y bastante escondido. Asya me habló de los baños rusos, que son los verdaderos centros de prostitución, como lo fueron en Alemania durante la Edad Media, lo cual ya había oído. Le hablé a ese respecto de Marsella. En casa de Rachlin no había nadie de visita cuando llegamos, poco antes de la diez. Disfrutamos de una hermosa y tranquila velada. Rachlin contó toda clase de detalles sobre el archivo. Entre otros, que entre los pasajes cifrados de la correspondencia de algunos miembros de la familia de los zares se había descubierto la pornografía más indescriptible. Hablamos de si debía publicarse. Comprendí cuánta verdad había en la aguda observación de Reich, según la cual Manya y Rachlin pertenecían a la categoría de los comunistas «morales», que siempre habrán de ocupar los puestos intermedios y a los que nunca se les presentará la posibilidad de acceder a los puestos propiamente «políticos». Yo me había sentado en el diván grande, muy cerca de Asya. Tomamos sémola con leche y té. Me marché hacia las once menos cuarto. Por la noche también hizo un tiempo de lo más templado.

29 de enero. El día resultó un fracaso en casi todos los sentidos. Por la mañana, hacia las once, me presenté en casa de Basseches y, contrariamente a lo esperado, lo encontré ya despierto, trabajando. A pesar de ello, no pude librarme de la consabida espera en la antesala. En esta ocasión el retraso se debió a que le habían extraviado el correo; transcurrió por lo menos media hora antes de que lo encontraran. Después, aún tuvimos que esperar a que estuviera lista una copia a máquina; mientras tanto, me dieron para leer, como de costumbre, los manuscritos recién acabados algunos editoriales. En resumen, que las formalidades de por sí ya difíciles de la partida se volvieron aún más engorrosas por la forma de despacharlas. A lo largo de estos días, se me reveló co claridad lo desacertado que había sido el consejo de Gnedin de realizar los trámites aduaneros en Moscú. Y cuando más tarde pensé en él, en medio de todas aquellas trabas y dificultades inimaginables dificultades y complicaciones a las que me veía expuesto por su culpa, me reafirmé más que nunca en mi antigua máxima de viaje: no seguir nunca el consejo de nadie que lo dé sin que se lo hayas pedido. Lo cual, naturalmente, implica como complemento la práctica, cuando uno ha puesto sus asuntos en manos de otra persona (como yo hice) sus asuntos, de seguir estrictamente sus consejos. Y así ocurrió que, finalmente, Basseches me dejó plantado el día último y decisivo de la partida, lo que me obligó, el 1 de febrero, pocas horas antes de mi partida, a realizar un tremendo esfuerzo para facturar la maleta con la ayuda de un ordenanza que el propio Basseches me había conseguido. Esta mañana no pudimos hacer casi nada. Fuimos a la milicia a recoger el pasaporte con el visado de salida, y ya era demasiado tarde cuando caí en la cuenta de que era sábado y muy poco probable que la aduana estuviera abierta más allá de la una. Cuando llegamos al Narkomindel[297], ya eran más de las dos. Habíamos bajado paseando por la Petrovka con toda tranquilidad, y luego aún hasta habíamos pasado por el edificio de la administración del Teatro Bolshoi, donde, por mediación de Basseches, me prometieron entradas para el ballet del domingo, y por último habíamos ido al Banco Estatal. Cuando a las dos y media llegamos poir fin a la Plaza Kalanchevskaya, nos dijeron que los funcionarios se acababan de marchar. Me subí a un taxi con Basseches hasta una parada de tranvía para de allí ir a casa de Rachlin. Habíamos quedado en que yo la iría a recoger a las dos y media para subir juntos a las montañas de Lenin. Ella y Asya estaban en casa. La noticia de que conseguiría entradas para el ballet no puso a Asya tan contenta como había esperado. Dijo que sería más importante conseguirlas para el lunes, pues, en el «Gran Teatro»[298], esa tarde ponían El inspector. Yo estaba tan agotado e irritado por los fracasos de aquella mañana que ni siquiera pude responder. A todo esto, Rachlin me invitó a comer a su casa al regresar de nuestro paseo. Acepté la invitación, no sin asegurarme de que Asya estuviera, pero el paseo resultó como sigue: cerca de la casa, se nos fue el tranvía en nuestras propias narices. Continuamos a pie hacia la Plaza de la Revolución;  Rachlin tal vez decidió que esperáramos allí, donde tendríamos más líneas a nuestra disposición, de lo que, a decir verdad, yo no estaba seguro. Caminar aquellos pocos pasos ciertamente no me fatigó, sí en cambio nuestra conversación con sus equívocos y malentendidos, hasta el punto de cuando ella me preguntó si no debíamos subirnos a un tranvía en marcha que en ese momento pasaba le dije que «sí» solo por debilidad. Mi error había sido desviar su atención al fijar la mirada en aquel vehículo en que, de otro modo, ni siquiera ella se habría fijado. Cuando Rachlin se subió a la plataforma y el tranvía aumentó, acto seguido, la velocidad, la seguí todavía algunos pasos, pero no salté. Me gritó «Le espero allí», y yo atravesé a paso lento toda la Plaza Roja en dirección a la parada de tranvía que se encuentra en su centro. Rachlin debió de haber pensado que yo llegaría antes, pues cuando llegué allí ya no estaba. Por lo que luego supe, me había estado buscando con la vista por lugar. Mientras tanto, me quedé allí sin entender dónde podría estar ella. Al final, llegué a la conclusión de que lo me había gitado desde el tranvía era que me esperaría en la última parada; me subí por tanto en el siguiente tranvía de esa misma ruta e hice el trayecto, de una media hora, que atraviesa en dirección bastante recta la parte de la ciudad situada del otro lado del Moscova, donde estaba la última estación. Es posible que, en el fondo, me apeteciera aquel viaje en solitario. Lo cierto es que, probablemente, me habría resultado menos placentero hacerlo en su compañía, independientemente de adónde me hubiera podido conducir. Me sentía demasiado cansado para eso. Pero en aquel momento, ese viaje impuesto, y casi sin meta, a través de una parte de la ciudad que me era totalmente desconocida me hizo muy feliz. Sólo entonces me di cuenta de la total similitud de ciertos arrabales de Moscú con las viejas calles del puerto de Nápoles. Vi también la gran emisora de radio de Moscú, de estructura muy distinta a la de las que ya conocía. La calzada por donde circulaba el tranvía tenía, a la derecha, algunas casas señoriales; y, a la izquierda, casitas o cobertizos aislados, pero en su mayor parte discurría por pleno campo. Todo lo que Moscú tiene de pueblo aparece de pronto enteramente al desnudo, y de manera clara y categórica, en las calles de las afueras. Tal vez tampoco exista ninguna otra ciudad donde las enormes plazas sean de un aspcto tan amorfo como las de los pueblos, y siempre como descompuesto por el mal tiempo, el deshielo o la lluvia. En una de esas plazas que, sin embargo, no era ni urbana ni apenas tampoco aldeana, llegaba a su final el trayecto, delante de una taberna; como es lógico, Rachlin no estaba allí. Di media vuelta de inmediato con la energía justa para volver a casa, en vez de dirigirme a casa de Rachlin respondiendo a la invitación a almorzar que me había hecho. En vez de almorzar, me comí algunas galletas estatales. Nada más llegar a casa, Rachlin me llamó. Yo estaba enfadado con ella, sin motivo, y adopté, en cierto modo, una actitud defensiva; por lo que me vi doble y gratamente sorprendido por sus palabras amables y contemporizadoras y que, sobre todo, me hicieron intuir que el incidente no llegaría a oídos de Asya de una forma que me hiciera qudar en ridículo. Decliné enseguida su oferta de ir a su casa a almorzar; para eso estaba muy cansado. Quedamos en que iría a eso de las siete. Para mi sorpresa, me encontré a solas con ella y con Asya, pero ya no recuerdo de qué estuvimos hablando. Tan sólo recuerdo que, al marcharme —Rachlin había salido de la habitación antes que yo—, Asya me tiró un beso con la mano. Luego, intenté en vano comer algo caliente en un restaurante del Arbat. Quería pedir sopa y me trajeron dos lonchitas de queso.

30 de enero. Añadiré algo sobre Moscú de lo que no me había dado cuenta hasta ahora, aquí, en Berlín (donde acabo, con el día 29 de enero, las anotaciones iniciadas el 5 de febrero). Para el que llega de Moscú, Berlín es una ciudad muerta. Las personas que van por la calle le parecen a uno andar inconsolablemente solas, a gran distancia unas de las otras, y solas en mitad de un amplio trecho de la calle. Es más, la zona que tuve que atravesar para ir de la Estación del Zoo a Grunewald me pareció muy limpia y reluciente, excesivamente pulcra y excesivamente confortable. Con la imagen de la ciudad y de la gente ocurre lo mismo que con la imagen de los estados de espíritu: la nueva óptica con las que uno las percibe es el resultado más incuestionable de la estancia en Rusia. Por muy poco que se llegue a conocer este país, uno aprende a observar y a enjuiciar a Europa con el conocimiento consciente de lo que acontece en Rusia. Esto es lo primero que le llega de Rusia a cualquier europeo inteligente. Por eso también, la estancia en Rusia es, por otro lado, una piedra de toque tan precisa para el visitante extranjero. Cada día se ve uno allí obligado a elegir y precisar con toda exactitud su punto de vista, que, en general, será tanto más fértil en la producción de sus precipitadas teorías cuanto más marginal y circunscrito a la esfera personal e inadecuado al ámbito del acontecer en Rusia. Quien penetre más profundamente en lo concreto de la situación rusa se sentirá mucho menos impulsado a las abstracciones a las que tan fácilmente llega un europeo. En los últimos días de mi estancia tuve la impresión de que los vendedores mongoles de artículos multicolores de papel volvían a aparecer con más frecuencia. Vi a un hombre —aunque era mongol, sino ruso— que, además cestos de mimbre, ofertaba pequeñas jaulas hechas de un papel muy brillante y con pajaritos de papel en su interior.  Pero también vi un papagayo de verdad, mejor dicho, un aro[299] blanco; me lo encontré en la Miasnitskaya, tranquilamente posado sobre un cesto en el que una mujer guardaba unos artículos de lencería para venderlos a los transeúntes. En otro lugar, vi columpios infantiles puestos a la venta en la calle. Puede decirse que Moscú se ha librado, por así decir, del tañer de las campanas que hace que las grandes ciudades se sientan invadidas, de costumbre, por una irresistible tristeza. Esto es también algo que sólo se nota y se aprende a apreciar después de haber regresado. Cuando llegué a la estación de Yaroslavsky, Asya ya estaba allí. Me había retrasado al haber tenido que esperar un cuarto de hora el tranvía, y los domingos por la mañana no hay autobuses. Ya no nos quedaba tiempo para desayunar. El día, o por lo menos la mañana, transcurrió entre accesos de ansiedad. Sólo al regresar del sanatorio pude disfrutar enteramente del maravilloso recorrido en trineo. Hacía una temperatura muy suave y no nos daba el sol en la espalda; al posar la mano en la de Asya, pude incluso sentir cómo calentaba. Nuestro istvoschik[300] era hijo de aquel otro que solía llevar a Reich. Fue esta vez que me enteré de que las preciosas casitas por delante de las cuales pasamos al principio en realidad no eran dachas[301], sino casas de campesinos acomodados. Asya estuvo feliz durante el recorrido, lo que hizo que fuera más doloroso lo que la esperaba al llegar. Daga no estaba afuera, con los otros niños que jugaban bajo el cálido sol, sobre la nieve que se fundía. La llamaron adentro. Con el rostro lloroso y los zapatos y las medias rotos, poco menos que descalza, Daga bajó al vestíbulo por las escaleras de piedra. Resultó que no había recibido el paquete con medias que se le había enviado y que, en las últimas dos semanas, apenas se habían ocupado de ella. Asya estaba tan nerviosa, que apenas acertaba a hablar, ni tampoco a enfrentarse a la doctora, como habría deseado. Se pasó casi todo el tiempo sentada junto a Daga sobre un banco de madera, a la entrada, mientras cosía desesperadamente los zapatos y las medias. Pero también eso se lo estuvo reprochando más tarde a sí misma: el haber intentado remendar los zapatos. Eran unas zapatillas totalmente deshechas que ya no podían abrigar a la niña y temía que ahora la obligaran a volvérselas a poner en lugar de dejarla correr en zapatos o en valinki. Teníamos pensado dar un paseo de cinco minutos en trineo, con Daga, pero al final no se pudo. Hacía rato que ya éramos los últimos visitantes del lugar, y Asya seguía sentada cosiendo, cuando llamaron a Daga a almorzar. Nos fuimos. Asya estaba totalmente desconsolada. Como llegamos a la estación unos minutos después de la salida de un tren, tuvimos que esperar casi una hora. Estuvimos jugando un rato a ver dónde nos sentábamos. Asya se empeñó en hacerlo en un sitio en el que yo, desde luego, no quería sentarme. Pero después, cuando por fin cedió, me puse muy terco e insistí en quedarme en el primer asiento que había escogido ella. Pedimos huevos, jamón y té. En el viaje de vuelta estuve hablando del tema del drama que me había sugerido la obra de Illés: la historia de un transporte de mercancías en la época de la revolución (un envío de víveres destinado a los prisioneros, por ejemplo). Desde la estación, en trineo, nos fuimos directamente a ver a Reich, que entretanto se había mudado a su nuevo alojamiento. Al día siguiente, también se mudó Asya. Nos quedamos mucho tiempo arriba, esperando a que trajeran la comida. Reich me volvió a preguntar por el artículo sobre el humanismo, y yo le expliqué por qué, en mi opinión, debía prestarse especial atención al hecho de que con la victoria propiamente dicha de la burguesía y el declive de la posición de los literatos coincidiera también la separación de estos dos tipos que en otra época formaban una unidad (al menos en la figura del erudito): el erudito y el literato. Se ha de tener en cuenta que, en la época en que se fraguaba la revolución, los literatos más influyentes eran, en la misma medida, eruditos y escritores. En efecto, e incluso es probable que fuesen los eruditos quienes tuvieran un papel preponderante. Comencé a sentir los dolores de espalda que en mis últimos días en Moscú no dejaron ya de importunarme. Por fin llegó la comida, que nos trajo una vecina, y que me supo muy bien. Luego, Asya y yo nos fuimos cada uno a su casa y, por la noche, para encontrarnos por la noche en el ballet. Pasamos junto a un borracho tendido en la calle fumando un cigarrillo. Dejé a Asya en el tranvía y me fui al hotel. Allí me dieron las entradas para el teatro. El programa de esa noche consistía en Petrushka, de Stravinsky[302], Las sílfides —ballet de un compositor poco importante[303] — y Capricho español, de Rimsky-Korsakov[304]. Llegué muy temprano y, mientras esperaba en el vestíbulo —con la conciencia de que aquella era la última noche de mi estancia en Moscú en la que ella y yo íbamos a poder hablar a solas—, mi único deseo era sentarme con ella en el teatro y esperar largo rato hasta que el telón se levantara. Asya llegó tarde, pero a pesar de ello pudimos hacernos a tiempo de nuestros sitios. Detrás había unos alemanes, y en la misma fila que nosotros un matrimonio japonés con sus dos hijas, quienes llevaban su brillante pelo negro peinado al estilo japonés. Nos encontrábamos en la séptima fila de butacas. En el segundo ballet apareció la famosa bailarina Gelzer[305], ya algo mayor, a quien Asya había conocido en Orel[306]. Las sílfides es un ballet a menudo insípido, pero que sirve para hacerse una idea excelente del estilo que en otros tiempos tenía este teatro. La pieza data tal vez de los tiempos de Nicolás I. Hay un divertimento que se asemeja muchísimo al de los desfiles militares. Para concluir el programa, el ballet de Rimsky-Korsakov, maravillosamente escenificado, y ejecutado a una velocidad vertiginosa. Hubo dos intermedios. En el primero, me separé de Asya para todavía tratar de conseguir un programa delante del teatro. Al volver,  la vi hablando con un hombre, de pie y apoyada en la pared. Me dije a mí mismo con horror con cuánto descaro lo había mirado cuando supe, por Asya, que se trataba de Knorin. Este se empeña en tutearla, y a ella no le queda más remedio que tutearlo por su parte. A la pregunta si había ido sola al teatro, ella le había dicho que «no», que había ido con un periodista de Berlín. Ya le había hablado de mí en otra ocasión. Esa noche Asya llevaba el vestido nuevo cuya tela le había regalado yo. Se cubría los hombros con el chal amarillo que le había llevado a Riga desde Roma. Como su rostro también tenía ese día un tinte amarillo, en parte por naturaleza, y en parte por su enfermedad y por la agitación de todo aquel día, con el que no se mezclaba ni la menor sombra de rojo, todo su aspecto trazaba la frontera de tres tonalidades cromáticas muy próximas. Una vez terminada la función no tuve tiempo sino para quedar con ella en vernos la noche siguiente. Como iba a estar ausente todo el día, si quería realmente hacer la proyectada excursión a Troitse[307], tan solo disponíamos de la noche. Pero ella no quería salir de casa, ya que al día siguiente, muy temprano, se proponía ir de nuevo a ver a Daga. Quedamos, pues, en que yo me iría a su casa sin falta por la noche, pero hasta eso se acordó a duras penas. En mitad de la conversación, Asya quiso subirse a un tranvía en marcha... pero terminó desistiendo. Estábamos en medio del bullicio de la gran plaza del teatro. En mi interior se turnaban vertiginosamente sentimientos de enojo y amor hacia ella. Finalmente, nos despedirnos: Asya, desde la plataforma del tranvía y yo, en la calle, sopesando más bien si en realidad no debía seguirla saltando yo también a la plataforma.

 

31 de enero. Con la reserva de asiento que había hecho el día 30, mi viaje de regreso había quedado irrevocablemente fijado para el día primero. Finalmente logré despachar la maleta en la aduana. A las ocho menos cuarto llegué, pues, según lo convenido, a casa de Basseches para dirigirnos a la oficina de aduanas con tiempo suficiente para llegar a la estación y tomar el tren que salía a las diez. Pero en realidad el tren no salió hasta las diez y media, de lo que no nos enteramos con suficiente antelación para haber aprovechado esa media hora. Aunque fue sólo gracias a ese retraso que pudimos hacer la excursión a Troitse, pues si el tren hubiese salido a las 10, ya no lo habríamos podido tomar. Las formalidades exigidas en la oficina de aduanas se prolongaron angustiosamente y ni siquiera pudieron resolverse todas ese día. De nuevo tuve que pagar un taxi. Todo aquel ajetreo no sirvió de nada, pues ni se fijaron en los juguetes, y en la frontera seguramente tampoco les habrían prestado mucha más atención que aquí. Nos acompañó el mismo sirviente para recoger en la aduana mi pasaporte y dirigirse acto seguido al consulado de Polonia a recoger mi visado. Así pues, no sólo tomamos el tren, sino que además tuvimos que esperar en el vagón unos veinte minutos a que saliera. Pero yo me dije para mis adentros, no sin enfado, que entretanto habríamos podido resolver todos los trámites en la aduana, pero como Basseches ya estaba bastante disgustado, hice un esfuerzo por no dejarlo traslucir demasiado. Por lo demás, el viaje resultó monótono. Me había olvidado de traer conmigo algo que leer, y me quedé dormido durante una parte del trayecto, que duró por espacio de dos horas. Aún no le había hablado a Basseches de mi intención de comprar allí algunos juguetes. Temía que se le agotara la paciencia. Y sucedió que, apenas dados los primeros pasos, nos encontramos delante de un almacén de juguetes, ante lo cual decidí aludir a mi intención. Pero no podía pedirle que entrásemos de inmediato en el almacén. Ante nosotros, en una cuesta no muy elevada, se alzaba el gran complejo del monasterio, similar a una fortaleza, y la vista resultó mucho más imponente de lo que había imaginado. Por su enclaustramiento de recinto fortificado podía recordar quizás a Asís, y, sin embargo, curiosamente, en un primer momento me recordó a Dachau[308], donde la montaña con la iglesia se alza como una corona sobre la ciudad, de manera semejante a como lo hacen aquí los largos tramos de edificios de viviendas con la gran iglesia en el centro. El ambiente aquel día era mortecino: los abundantes puestos de sastres, relojeros, panaderosy  zapateros que se extienden al pie de la colina del monasterio estaban todos cerrados. También aquí hacía un hermosísimo y cálido día invernal, aunque no se veía el sol. El descubrimiento del almacén de juguetes había hecho pasar a un primer plano mi deseo de comprar nuevos juguetes, por lo que desde el principio de la visita a los tesoros del gran monasterio empecé a impacientarme; yo había adquirido las manías de un tipo de viajero que a nadie le podía resultar más odioso que a mí mismo. Tanto más amable era nuestro guía, el director del museo en que habían transformado el monasterio. Pero mi prisa tenía otros motivos. En la mayoría de las salas, en las cuales se conservaban, dentro de vitrinas cuyas cortinas y paños iba retirando un empleado que nos precedía, tapices, utensilios de plata y oro, manuscritos y devocionarios de un valor incalculable, se sentía un frío penetrante, y fue probablemente a lo largo de aquella hora de recorrido cuando atrapé los gérmenes de un grave resfriado que se manifestó en Berlín, a mi regreso. Por último, toda aquella cantidad incalculable de objetos preciosas, cuyo verdadero valor artístico en la mayoría de los casos puede revelárseles solamente a especialistas y expertos, produce un cierto embotamiento y provoca, incluso, un cierto aturdimiento de la mirada. Para colmo, Basseches estaba empeñado en pasar «completamente» revista a todo lo que había que ver, y se hizo conducir incluso a la cripta, donde se encuentra, cubierta por un cristal, la osamenta de San Sergio, fundador del monasterio. No me es posible enumerar, ni siquiera del modo más incompleto, todo lo que se podía ver allí. Apoyado contra uno de los muros estaba el famoso cuadro de Rubliov[309] que ha acabado por convertirse en emblema de este monasterio. Después, también vimos, en la catedral, el lugar vacío del iconostasio donde había estado colgado anteriormente y del cual se había retirado a

efectos de su conservación. Las pinturas murales de la iglesia se encuentran seriamente amenazadas, pues, al no utilizarse la calefacción central, en la primavera se produce un súbito calentamiento de los muros, dando lugar cada año a grietas y fisuras por las que penetra la humedad. En un armario empotrado en la pared vi el gigantesco revestimiento de metal dorado, con piedras preciosas incrustadas, donado más tarde para el cuadro de Rubliov. Del cuerpo de los ángeles deja libres sólo las partes desnudas: el rostro y las manos. El resto queda cubierto por esa capa de oro macizo, y el cuello y los brazos, como comprimidos por pesadas cadenas metálicas, cuando se coloca la plantilla sobre el cuadro, deben de dar a los ángeles un cierto aspecto de malhechores chinos expiando sus fechorías en el virote. La visita vino a terminar en la habitación de nuestro guía. El anciano estuvo casado, pues nos mostró los retratos al óleo de su mujer y de su hija que colgaban de la pared de la habitación. Ahora vive solo en esta sala monacal, grande y luminosa, aunque no completamente apartado del mundo, pues son muchos los extranjeros que visitan el monasterio. Sobre una mesita había un paquete de libros científicos llegados de Inglaterra. Aquí también firmé en el libro de visitantes. Esta costumbre parece haberse conservado en Rusia, incluso mucho más tiempo que aquí, si se me permite extraer tal conclusión del hecho de que también en casa de Schick me presentaron uno de esos álbumes para que estampase mi firma. No menos magnífico, sin embargo, que todo lo que había en su interior era el emplazamiento del monasterio[310]. Antes de penetrar en el espacioso recinto amutrallado, nos detuvimos en el pórtico. A derecha e izquierda había dos placas de bronce en las que aparecían inscritos todos los datos imprescindibles sobre la historia del monasterio. Más bellas y sobrias que la iglesia, de tonos entre rosa y amarillo y estilo rococó, que se alza en mitad del patio, rodeada de edificios más antiguos y también más pequeños —entre ellos el mausoleo dedicado a Boris Godunov[311]—, más sobrias son las largas edificaciones destinadas a actividades domésticas y a alojamiento que rodean en ángulo recto la inmensa plaza abierta. La más bella es el gran refectorio polícromo. La vista desde sus ventanas da, ya a la plaza abierta, ya a fosos, ya a pasadizos entre muros que constituyen todo un laberinto de diques de piedra a modo de fortificación. Había también un paso subterráneo que dos monjes hicieron volar por los aires para salvar el monasterio una vez que se encontraba asediado, a costa de sus propias vidas. Comimos en una stolovaya que está casi enfrente de la entrada al patio del monasterio. Zakuski, vodka, sopa y carne. Había varias salas grandes llenas de gente. Se veían verdaderos prototipos de la aldea rusa o de la ciudad de provincias: Sergueievo ha sido declarada ciudad hace poco. Mientras comíamos llegó un buhonero que vendía unas estructuras de alambre que, en un abrir y cerrar de ojos, se podían transformar fácilmente en pantalla para una lámpara, en plato o en frutero. Basseches dijo que esta artesanía procedía de Croacia. Al ver aquel divertimento, más bien feo, sentí cómo surgía en mí un viejo recuerdo. Cuando yo era pequeño, mi padre debió de haber comprado algo parecido durante un veraneo (¿en Freudenstadt?[312]). Antes de terminar de comer, Basseches le preguntó al camarero por direcciones de jugueterías y enseguida nos pusimos en camino. Llevábamos andando diez minutos cuando una breve información recabada de nuevo por Basseches nos hizo darnos vuelta y, finalmente, montarnos en un trineo que pasaba vacío en ese momento. La caminata después de la comida me había fatigado, así que ni siquiera tuve ganas de preguntarle por qué no estábamos dando vuelta. Algo parecía ser seguro: que en los almacenes próximos a la estación estaban las mejores probabilidades de conseguir lo que quería. Los dos se encontraban muy cerca uno del otro. En el primero había artículos de madera. Al entrar nosotros, encendieron la luz, pues ya estaba oscureciendo. Tal como me había imaginado, un almacén de juguetes de madera no podía ofrecerme demasiadas cosas desconocidas. Compré algunas piezas, más a instancias de Basseches que por decisión propia; pero ahora me alegro de haberlo hecho. También aquí perdimos tiempo: por ejemplo, tuve que esperar mucho para que en las cercanías nos cambiaran un chervonetz. Entretanto, yo ardía de impaciencia por ver el almacén de juguetes de papier maché: temía que ya hubieran cerrado, pero no fue ése el caso. Cuando llegamos al lugar, sin embargo, el interior del edificio estaba ya completamete a oscuras, y en el almacén no había ninguna clase de iluminación. De modo que tuvimos que rebuscar al azar en las estanterías. De vez en cuando encendía una cerilla, y así me cayó en las manos alguna que otra cosa verdaderamente hermosa que de otro modo no habría conseguido, ya que, naturalmente, no logramos hacerle entender al dependiente qué era lo que yo estaba buscando. Cuando por fin nos sentamos en el trineo, cada uno de nosotros iba cargado con dos grandes paquetes; Basseches además llevaba un montón de folletos que había comprado en el monasterio a fin de reunir material para un artículo. La larga espera en el sombrío restaurante de la estación volvimos a abreviarla con té y con zakuski. Me sentía cansado, y también comenzaba a sentirme un poco mal, lo que sin duda guardaba relación con la angustia con la que pensaba en lo mucho que me quedaba todavía por resolver en Moscú. El viaje de regreso fue muy pintoresco. En el vagón había un farol encendido con una vela de estearina que alguien se robó durante el trayecto. No lejos de nuestros asientos había una estufa de hierro, y debajo de los bancos había grandes leños, desparramados sin ningún orden. De vez en cuando, algún empleado se dirigía a un asiento, lo levantaba y de aquella especie de arcón en que el asiento se convertía sacaba más combustible. Eran las ocho cuando llegamos a Moscú. Era mi última noche. Basseches tomó un taxi. Le hice parar frente a mi hotel para, antes que nada, dejar allí los juguetes que había comprado y recoger a toda prisa los manuscritos que debía entregarle a Reich una hora después. Ya en casa de Basseches, larguísimas instrucciones al sirviente, al que prometí ir a buscar hacia las once y media. A continuación tome el tranvía; por fortuna esta vez adiviné la parada en la que tenía que bajarme para ir a casa de Reich, y llegué algo antes de lo esperado. Por supuesto, habría preferido tomar un trineo, pero me fue imposible: ni sabía el nombre de la calle donde vivía Reich ni tampoco encontré en el plano de la ciudad el nombre de la plaza que está cerca de allí. Asya ya se había acostado. Me dijo que me había estado esperando un buen rato, pero que ya no contaba con que fuera. Le habría gustado salir inmediatmente conmigo para enseñarme una taberna que había encontrado cerca de allí por casualidad. No lejos de allí también había unos baños. Todo esto lo había descubierto al desviarse un poco del camino y haberse metido en patios y callejuelas laterales, hasta llegar a casa. Reich también estaba en la habitación; se estaba dejando crecer la barba. Yo estaba agotado, tanto que a una de las habituales preguntas angustiadas de Asya (por ejemplo, dónde estaba su esponjita, y cosas así) le respondí de un modo bastante brusco, haciendo gran hincapié en mi cansancio. Pero todo quedó enseguida arreglado. Le hablé de mi excursión lo mejor que pude en tan poco tiempo. Luego, me hicieron los encargos para Berlín: llamadas a los más diversos conocidos. Más tarde, Reich salió y me dejó un rato a solas con Asya y hasta oí por la radio la retransmisión de la representación de El inspector, interpretado por Chejov[313] en el Gran Teatro. A la mañana siguiente, Asya tenía que ir a ver a Daga, por lo que yo debía contar con la posibilidad de no verla más antes de mi partida. La besé. Cuando volvió Reich, Asya se fue a la habitación de al lado a oír la radio. No me quedé mucho tiempo más. Pero, antes de irme, tuve tiempo de enseñarle las tarjetas postales que me había traido del monasterio.

 

1 de febrero. Por la mañana volví a ir al café de siempre; pedí café y me tomé una empanada. Después, al Museo del Juguete. No habían hecho todas las fotos que yo había pedido, mas no me importó demasiado, porque de ese modo me encontré en posesión de 10 chervonetz en el momento en que más falta me hacía el dinero. (Las fotografías las había pagado ya.) No me entretuve mucho en el Museo de Juguete; por el contrario, me fui a toda prisa al Instituto de la Kameneva, donde me despedí del Dr. Niemen. De allí, en trineo, a casa de Basseches. Y de allí, con el sirviente, a una oficina de viajes y, después, en taxi, a la aduana. Es verdaderamente imposible describir por lo que hube de pasar de nuevo en la aduana. Me hicieron esperar veinte minutos en una ventanilla de caja en la que en ese momento estaban contando billetes de mil. En todo el edificio no había nadie que pudiera cambiarme cinco rublos. Era absolutamente necesario que aquells maleta, en la que no sólo iban los hermosos juguetes sino también todos mis manuscritos, alcanzase el mismo tren para el cual tenía yo el billete. Pues, como no era posible facturarla más allá de la frontera, era imprescindible que yo estuviese allí en el momento mismo en que llegara. Por fin se resolvió el asunto, no sin antes comprobar una vez más hasta qué punto aquí la gente tiene el servilismo metido hasta los tuétanos. Tal era el grado de indefensión de aquel sirviente frente a todas las vejaciones y la indolencia de los funcionarios de aduanas. Respiré cuando pude finalmente deshacerme de él con un chervonetz. La zozobra me había vuelto a producir dolores de espalda. Me sentía contento de poder disponer aún de unas horas de tranquilidad. Deambulé lentamente por delante de la fila de puestos de la plaza, me volví a comprar otra bolsa roja con tabaco de Crimea y almorcé luego en el restaurante de la estación de Yaroslavsky. Me quedaba también dinero suficiente para telegrafiar a Dora y comprarle a Asya un juego de dominó. Hice este último recorrido por la ciudad concentrando toda mi atención en ello; me produjo un gran placer, pues pude dejarme llevar un poco más de lo que había sido a menudo el caso durante mi estancia. Finalmente, volví al hotel poco antes de las tres. El “suizo” me dijo que había ido a verme una señora, quien había dicho que volvería más tarde. Me fui primero a mi habitación y, acto seguido, subí a pagar a la recepción. Cuando volví a bajar de nuevo al cuarto fue que me di cuenta de que sobre el escritorio había una nota de Asya. Me había estado esperando, aún no había comido nada y estaba en la stolovaya de al lado Me decía que fuese a buscarla. Me apresuré a bajar a la calle y entonces la vi venir hacia mí. No había comido nada más que un trozo de carne, todavía tenía algo de hambre y, antes de conducirla a mi habitación, volví a ir a la plaza a comprar mandarinas y golosinas. Con las prisas me llevé conmigo las llaves de la habitación: Asya se había quedado sentada en el vestíbulo. Le dije entonces: «¿Por qué no has entrado? ¡La llave está puesta en la cerradura!». Me sorprendió la rara amabilidad con que me sonrió al decirme que «no». Esta vez había encontrado a Daga bien de ánimo y Asya había tenido una conversación amarga pero fructífera con la doctora. Ahora estaba conmigo en la habitación tendida en la cama; estaba cansada, pero se sentía bien. Tan pronto me sentaba a su lado como a la mesa, donde le escribí algunos sobres con mi dirección, o me acercaba a la maleta para empacar los juguetes, mi compra del día anterior, no sin antes enseñárselos. Le gustaron muchísimo. Mientras tanto —debido, entre otras cosas, a mi gran agotamiento—, las lágrimas pugnaban por slírseme. Hablamos todavía de algunas cosas más.  De cómo podía escribirle y de cómo no. Le pedí que me hiciera una bolsa para el tabaco. Que me escribiera. Finalmente, cuando quedaban sólo unos minutos, al fin la voz comenzó a quebrárseme y Asya se dio cuenta de que estaba llorando. Me dijo: «No llores, pues si no, también yo acabaré llorando, y cuando yo empiezo a llorar no acabo tan pronto como tú». Nos abrazamos muy fuerte. Luego, subimos a la recepción, donde ya no tuvimos nada que hacer (pero yo no quería esperar al sovietdushi); entonces apareció la camarera, pero yo me deslicé con mi maleta hasta la puerta del hotel sin dejarle propina y Asya me siguió con el abrigo de Reich bajo el brazo. Acto seguido llamé a un trineo. Pero cuando fui a subirme a él, después de haberme vuelto a despedir de Asya, le rogué que me acompañara hasta la esquina de la Tverskaya. Allí se bajó y, mientras el trineo volvía a ponerse en marcha, tiré de su mano, en plena calle, y me la llevé a los labios. Asya se quedó parada un largo rato, diciéndome adiós. Le dije adiós desde el trineo. Primero me pareció que andaba de espaldas; luego, dejé de verla en la distancia. Con mi voluminosa maleta sobre las piernas me dirigí llorando a la estación atravesando calles en las que ya empezaba a anochecer.

Notas

 

[1] El título original en alemán de este diario es Moskauer Tagebuch (Diario de Moscú), que posteriormente Benjamin tachó y sustituyó por Spanische Reise (Viaje español). No se ha podido esclarecer si este cambio obedeció a motivos de seguridad, políticos o privados. Se ha especulado que Benjamin podría haber usado Spanische en la acepción peyorativa de «cosa rara o incomprensible» que puede tener ese adjetivo en alemán.

[2] Bernhard Reich (1880-1972). Dramaturgo, director y crítico teatral de origen austríaco. Desde 1926 vivió en la Unión Soviética, cuya nacionalidad adoptó. Fue compañero sentimental de Asya Latsis. Benjamin lo conoció en 1924 en Berlin, en cuyo Teatro Alemán trabajaba Reich. En 1925, escribieron juntos el artículo «Revue oder Theatre» (Revista o Teatro).

[3] La calle Tverskaya, rebautizada calle Gorki entre 1935 y 1990, es la principal y más conocida calle radial de Moscú.

[4] Asya Latsis (en ruso: Анна 'Ася' Эрнестовна Лацис) (1891-1979). Actriz y directora de teatro letona. Revolucionaria soviética, contribuyó a la difusión internacional de la obra de diversos dramaturgos, entre ellos Bertolt Brecht. En 1924 conoció a Walter Benjamin en Capri, adonde había viajado en busca de un clima más favorable para los delicados pulmones de su hija Daga, a quien se hace frecuente referencia en Diario de Moscú. Colaboró profesionalmente con Benjamin en Berlín y mantuvo con él una relación sentimental hasta 1926. Benjamin la visitó en Riga en 1925. En Moscú, fue compañera de Bernhard Reich, pero Benjamin y ella convivieron durante dos meses de los dos años (1928-1930) que Asya pasó después en Berlín. Detenida y deportada, entre 1938 y 1948 permaneció internada en Kazajstán. En 1956 fue readmitida en el Partido Comunista de la Unión Soviética. La ortografía más comúnmente usada de su nombre es la de Asja Lacis, que prácticamente coincide con la del nombre en letón: Asja Lācis. Hemos peferido, en este caso, la transliteración de su nombre en ruso, que es la que más se acerca a la pronunciación del nombre en letón, pues de otro modo el lector hispanohablante que no esté familiarizao ni con el ruso ni con alfabeto fonético internacional pronunciaría incorrectamente la "j" de Asja como una jota castellana, en vez de como una i latina, y la "c" de Lacis como una ce o una ese castellanas. 

[5] Como consecuencia de una crisis nerviosa sufrida en septiembre de 1926, Asya pasó una temporada ingresada en el sanatorio Rott, cerca de la calle Tverskaya.

[6] Bertolt Brecht (1898-1956). Poeta, novelista, dramaturgo y teórico teatral alemán. Tras colaborar con Max Reinhardt y Piscator, a la llegada de Adolf Hitler al poder emigró a los Estados Unidos. En 1948 regresó a Berlín Este, donde fundó el Berliner Ensemble. Propugnó un teatro del «distanciamiento» que, a través de la apelación a la razón, propiciara en el espectador una toma de consciencia que lo condujera a la acción política inmediata. No está claro si Benjamin y Brecht se conocieron antes del viaje del primero a Moscú, como sostiene en sus memorias (Красная гвоздика. Воспоминания, Liesma, Riga, 1984; "Clavel Rojo. Memorias"; que sepamos, no se ha traducido al español) o en la reunión que la propia Asja preparó en 1929.

[7] En 1920, las autoridades soviéticas pusieron a la entera disposición del actor y director teatral Vsevolod Meyerhold (1874-1942) un teatro que en 1923 pasó a llamarse Teatro Meyehold (TIM). Sus escenarios desnudos, sus objetos en lugar de decorados y su disposición intencional de los movimientos (en contraposición al método de Stanislavsky) influyeron en cineastas como Serguey Eisenstein, pero en la década siguiente su oposición al «realismo socialista» acabó llevándolo ante el pelotón de fusilamiento. Su memoria no se rehabilitó hasta 1955, durante la primera ola de desestanilización.

[8] Meyerhold, que hasta entonces se había distinguido por su rapidez y prolijidad, ensayó durante un año y medio su montaje de la obra escrita por Gogol  en 1836 con el título de Revizor, que Benjamin llama Revisor en alemán, conocida en español como El inspector.

[9] Kremlin significa en ruso «ciudadela». El Kremlin de Moscú se halla en el centro de la ciudad, con el río Moscova al sur, la Plaza Roja al este y el Jardín de Alejandro al oeste. Delimitado por una muralla, consta de cuatro palacios y cuatro catedrales. Desde los tiempos de la Unión Soviética su nombre ha sido sinónimo de gobierno, primero soviético y hoy ruso.

[10] La calle Petrovka, que toma su nombre del cercano monasterio de San Pedro, se extiende hacia el norte desde el centro de Moscú. En ella se encuentran tiendas caras, oficinas, clubs nocturnos, el Teatro Bolshoi y, en el número 38, la Comisaría Central de la ciudad.

[11] Como instituto Kameneva se conocía a la VOKS, acrónimo en ruso de la Sociedad Federal para las Relaciones Culturales con Otros Países (1925-1958), que desde su fundación hasta 1929 dirigió Olga Kameneva (1883-1941), hermana de Lev Trotsky y primera esposa de Lev Kamenev (1883-1936).

[12] En ruso, «calle».

[13] Vladimir Ilich Lenin (1870-1924). Revolucionario, político y teórico ruso. Líder del sector bolchevique del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia y principal dirigente de la Revolución de Octubre de 1917. Tras la toma del poder, firmó el tratado de paz con Alemania que sacó a Rusia de la Primera Guerra Mundial. En 1921, su gobierno puso fin al férreo control estatal sobre la economía («comunismo de guerra») e instauró la Nueva Política Económica (NEP), que combinaba elementos socialistas y capitalistas y que inició el proceso de industrialización y recuperación del país tras la guerra civil. En 1922 fue nombrado presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, convirtiéndose así en el primer máximo dirigente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), que zanjó el problema de las nacionalidades en el antiguo Imperio Ruso.

[14] Dom Herzena, o Casa de Herzen. Así llamada en honor del revolucionario ruso Alexandr Herzen (1814-1870).

[15] VAPP, y no VAP, como escribe Benjamin: Acrónimo en ruso de Asociación Soviética de Escritores Proletarios, fundada en 1920.

[16] Petr Kogan (1872-1932). Historiador y crítico literario, profesor de Filología Alemana y Románica en San Petersburgo y Moscú, y presidente de la Academia de Artes desde su fundación en 1921.

[17] Konstantin Stanislavsky (1863-1938). Actor, director escénico y pedagogo teatral. Creó el método interpretativo que lleva su nombre, basado en la vivencia personal de la emoción por parte del actor, contrariamente al método de Meyerhold. Lee Strassberg desarrolló en los Estados Unidos el método de Stanilavsky hasta convertirlo en «el Método».

[18] Se trata de Los días de los Turbín, adaptación teatral de la novela La Guardia Blanca (1924) de Mijail Bulgakov (1891-1940), al que la publicación en 1966 de su novela El maestro y Margarita, escrita en 1928, convertiría en un clásico moderno.

[19] Mijail Vasilievich Frunze (1885-1925). General y funcionario destacado del Partido, y también finalmente Comisario del Pueblo para Asuntos Militares y Navales. Su apoyo a Grigori Zinoviev tras la muerte de Lenin en 1924 hizo que en enero de 1925 entrara en conflicto con Stalin. Falleció en octubre de ese año a consecuencia de una insuficiencia cardíaca producida por sobredosis de cloroformo durante una operación del estómago. Fue enterrado en el Kremlin.

[20] Viktor A. Chestakov (1898-1957): Escenógrafo jefe del Teatro de la Revolución entre 1922 y 1927, luego del Teatro Meyerhold hasta su cierre en 1937.

[21] Zinaida Raich (1894-1939). Actriz. Entre 1917 y 1921 estuvo casada con el poeta Serguey Yesenin (1895-1925). Tras su divorcio, se casó con Meyerhold, de cuyos montajes fue habitual protagonista. En 1939 murió asesinada, se cree que por agentes del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (Ministerio del Interior).

[22] Tal duración se debía principalmente a la adición de escenas provenientes de otras obras de Gogol.

[23] Lev Trostky (1879-1940). Desde la revolución de 1905 en San Petersburgo defendió la idea de la «revolución permanente», según la cual la Revolución Rusa no triunfaría si por un lado no entregaba el poder al proletariado y por el otro no se propagaba a los demás países europeos. Tras ocupar puestos de primera línea en la política soviética, en 1925 fue cesado de todos sus cargos, en 1927 expulsado del Partido Comunista y en 1929 exiliado de la URSS. Sin dejar nunca de luchar contra Stalin, fundó la IV Internacional. En 1940 fue asesinado en México, por un agente estalinista.

[24] Grigory Lelevich (1901-1941). Pseudónimo de Labory Gilelevich Kalmanson. Poeta, crítico y redactor de los seis números publicados por la revista En guardia entre 1923 y 1926. En 1923 cofundó un grupo homónimo, en el que en 1926 dejó de ocupar una posición dominante. En 1928 fue expulsado del Partido. En 1945 murió en un campo de concentración.

[25] Benjamin se refiere a su libro  Einbahnstrasse (Calle de sentido único), publicado en Berlín en 1928, cuya dedicatoria decía: «Esta calle se llama calle de Asya Latsis, la ingeniera que la ha abrió en su autor».

[26] Sascha Stone (1895-1940). Fotógrafo publicitario ruso, muy popular en Berlín en los años veinte del siglo pasado. Intervino en el fotomontaje de la cubierta de la primera edición de Calle de sentido único. También fotografió la cabeza de Benjamin esculpida por Julia Radt.

[27] Franz Leopold Neumann (1900-1954). Abogado y activista político alemán de origen judío y filiación marxista. Tras destacar en el campo del derecho laboral durante la República de Weimar, cuando los nazis llegaron al poder emigró a los Estados Unidos, donde trabajó para el Instituto de Investigación Social junto a otros colegas de la Escuela de Frankfurt, realizando estudios sobre el nazismo. Tras la II Guerra Mundial, asesoró al Tribunal de Crímenes de Guerra de Nuremberg en el análisis de los veintidós acusados y de diversas organizaciones nazis.

[28] Ernst Toller (1893-1938). Dramaturgo alemán de estilo expresionista. Durante seis días fue presidente de la República Soviética de Baviera (1918-1919). En 1933 emigró a los Estados Unidos, donde se suicidó en 1939. Durante los años veinte, sus obras se representaron a menudo en la Unión Soviética.

[29] Acrónimo ruso de Internacional Comunista o III Internacional, organización fundada por iniciativa de Lenin en 1919 y disuelta en 1943.

[30] Paul Werner, pseudónimo de Paul Frölich (1884-1953). Periodista y activista alemán, fundador en 1918-19 del Partido Comunista Alemán y del periódico de éste, Bandera Roja. En 1928 fue expulsado del partido. En 1934 emigró a Francia y en 1940 a EE.UU. Regresó a Alemania en 1950. Fue el primer biógrafo de Rosa Luxemburg.

[31] En rusoi, "verdad". Periódico fundado en 1905 por un grupo menchevique de Ucrania. En Viena, desde 1908 Trostky lo dirigió y distribuyó clandestinamente por Rusia. Entre 1918 y 1991 fue la publicación oficial del Partido Comunista de la URSS.

[32] Jens Peter Jacobsen (1847-1885). Novelista y poeta danés. De formación científica, introdujo en Dinamarca las teorías darwinianas. Su fama se asentó en dos novelas que escribió animado por Georg Brandes: una histórica, La señora Marie Grubbe (1876), y la autobiográfica Niels Lyhne (1880), en que manifiesta sus convicciones ateas encarnadas en un personaje preocupado por encontrarle significado a la vida. Ambas influirían en Rilke. Escribió también relatos cortos y dejó una obra lírica en la que se funden el pensamiento y una melancolía que refleja el paisaje como elemento anímico. Sus Cantos de Gurre (Gurrensanje) fueron musicalizados por Schönberg en Gurrelieder (1911)

[33] Alexandr Granovsky (1890-1935). Director de la Academia Judía de Teatro de Moscú.

[34] Dulce de semillas tostadas de sésamo o girasol a las que se añade azúcar o miel.

[35] Antes de viajar a Moscú, Benjamin había recibido —tal vez por recomendación de Reich— el encargo de escribir la entrada «Goethe» de la Gran Enciclopedia Soviética.

[36] Alexandr Besimensky (1898-1973). Poeta y funcionario. Se distinguió por ajustarse siempre a las directrices ideológicas dominantes en el Partido. En 1926 militaba en la misma facción literaria que Lelevich en la VAPP.

[37] Jakob Grommer (1879-1933). Científico judío ruso. En Alemania fue estrecho colaborador de Einstein entre 1917 y 1928. La desfiguración de su rostro se debía probablemente a una acromegalia.

[38] Novosibirsk: «Nueva Ciudad de Siberia» en ruso. Tercera ciudad más poblada de Rusia, situada al sur de la Siberia central, a casi 3.000 km. de Moscú.

[39] Saratov: ciudad rusa a orillas del Volga a 858 km. al sureste de Moscú.

[40] Grigori Zinoviev (1883-1936): Revolucionario ruso. A la muerte de Lenin compartió el triunvirato directivo de la URSS con Stalin y Kamenev. Junto con éste murió fusilado en 1936 bajo la acusación de conspirar contra Stalin.

[41] «Quien ama no se aferra solo a los «defectos» de la amada, no solo a los caprichos y las debilidades de una mujer; mucho más duradera e inexorablemente que cualquier belleza lo atan las arrugas en el rostro y las manchas en la piel, los vestidos raídos y un andar desigual. Ha mucho que se sabe esto. Y ¿por qué? Si es cierta una doctrina que dice que la sensación no anida en la cabeza, que una ventana, una nube o un árbol no lo sentimos en el cerebro, sino más bien en el lugar en que los vemos, también al contemplar a la amada estamos fuera de nosotros. Pero aquí torturadamente tensos y embelesados. Deslumbrada, la sensación revolotea cual una bandada de pájaros en el resplandor de la mujer. Y así como los pájaros buscan protección en los frondosos escondrijos del árbol, las sensaciones huyen a las arrugas umbrosas, los gestos sin gracia y las máculas discretas del cuerpo amado, donde se acurrucan seguras como un escondrijo. Y ningún transeúnte adivina que es precisamente aquí, en lo imperfecto, censurable, donde anida, veloz como una flecha,  el ímpetu amoroso del adorador», en Calle de sentido único, Ediciones Akal, Madrid, 2015, pág. 19)

[42] Marcel Proust (1871-1922). Escritor francés. Autor de la novela en siete volúmenes En busca del tiempo perdido (1913-1927), una de las obras más influyentes de la literatura del siglo XX.

[43] Estudio musical del MCHAT, acrónimo ruso del Teatro Académico de Artistas de Moscú, compartía el Teatro Dmitrovski con el Estudio Estatal de Ópera que dirigía Stanislavsky.

[44] Alfredo Casella (1883-1947). Compositor italiano. Fusionó las respectivas tradiciones clásicas y vanguardistas francesas e italianas con un estilo personal de gan influencia en el devenir de la música contemporánea.

[45] Estilo francés de alfombras ornamentales. Suele consistir en un diseño floral y circular en el centro, enmarcado por formas oblongas cada vez más grandes. Llamado así por el pueblo del mismo nombre en el centro de Francia.

[46] La novia del zar, de Nikolay Rimsky-Korsakov (1844-1908). Ópera compuesta en 1898, se representó por primera vez en 1899. El montaje estrenado el 28 de noviembre de 1926 marcó en el interés de Stanislavsky un cambio de rumbo hacia el repertorio operístico ruso clásico.

[47] Eugenio Oneguín: ópera de Piotr Chaikovsky (1840-1993) estrenada en 1879.

[48] Stefan Benjamin (1919-1972). Hijo de Walter Benjamin y Dora Pollack (1890-1964).

[49] Daga era la hija de Asya y Juliys Latsis (1892-1941).

[50] Cemento, novela publicada en 1925 por el escritor Feodor Glabkov (1883-1958), uno de los máximos exponentes del realismo socialista.

[51] Izvozchik. En ruso, «conductor de trineo».

[52] Plaza de Moscú situada no lejos de la Plaza Roja, donde se encuentra el enorme edificio de ladrillos amarillos que fue sede del cuartel general del KGB.

[53] Miembro del Komsomol, acrónimo ruso de la Unión de Jóvenes Comunistas del Partido Comunista de la Unión Soviética.

[54] Kitay Gorod (en ruso «Ciudad China»). Antiguo barrio moscovita que circundaba la Plaza Roja y el Kremlin.

[55] Béla Illés (1895-1974). Escritor húngaro. Radicado en la Unión Soviética desde 1923, entre 1925 y 1933 ejerció el liderazgo de la Unión Internacional de Escritores Revolucionarios.

[56] Barón Piotr Wrangel (1878-1928). General ruso que apoyó el intento de Kornilov de derrocar el Soviet de Petrogrado. Al frente del Ejército Blanco, fue derrotado por el Ejército Rojo de Trostky y Stalin en la última gran batalla de la Guerra Civil. En el exilio encabezó el Movimiento Blanco. Murió en Bruselas, probablemente envenenado por un agente soviético.

[57] Georgi Plejanov (1856-1918). Revolucionario ruso, a quien se considera el introductor del marxismo en Rusia. Tras treinta y siete años de exilio, al volver tras la Revolución Rusa de 1917, se opuso al radicalismo bolchevique y abogó por la continuación de la guerra. Murió exiliado en Finlandia. Los veinticuatro volúmenes de sus Obras Completas se publicaron en Moscú entre 1923 y 1927.

[58] Puede estar refiriéndose a uno de dos periódicos, Nueva Unidad o Noticias rusas, con los que colaboraba en esa época.

[59] Acrónimo ruso de «Banco Estatal».

[60] Vilis Knorin (1890-1938). Político letón. Entre 1926 y 1927 dirigió el departamento de agitprop (propaganda política) del Comité Central del Partido.

[61] Stoleshnikov. Callejón situado en el anillo de bulevares del centro de Moscú. Une las calles Tverskaya al oeste y Petrovka al este. Es sitio famoso por las tiendas de lujo que se encuentran en él.

[62] Catedral de la intercesión de la Virgen junto al foso, más conocida como catedral de San Basilio, templo ortodoxo situado en el extremo sureste de la Plaza Roja. Construida, por orden de Iván el Terrible, entre 1555 y 1561, en 1588, el zar Féodor Yoánovich agregó una capilla en el lado este de la construcción, sobre la tumba de San Basilio el Bendito, de donde el nombre por el que popularmente es conocida. Es famosa por el color rojizo de sus muros y la forma en bulbo de sus cúpulas.

[63] Miembros de la alta nobleza en la antigua Rusia.

[64] Moneda equivalente a un céntimo de rublo.

[65] Botas de fieltro.

[66] En ruso, «plaza».

[67] Egon Erwin Kisch (1885-1938). Periodista checo de origen judío y lengua alemana. Recorrió la URSS entre el otoño de 1925 y la primavera de 1926.

[68] Lev Kamenev (1883-1936). Político ruso. Miembro del Partido Obrwero Socialdemócrata Ruso desde 1901, coalición entre mencheviques y bolcheviques, en octubre de 1917 formó parte con Stalin y Zinoviev de la troika que defenestró a Trotsky (1923), antes de volver a tener un acercamiento con este último. Definitivamente excluido del Partido en 1932, fue condenado a muerte y ejecutado como opositor al régimen en los procesos de Moscú en 1935).

[69] Catedral del Salvador: Templo de la Iglesia Ortodoxa abierta al culto en 1883 en el centro de Moscú, cerca del Kremlin y a orillas del río Moscova. Dinamitada en 1931 por orden de Stalin, se reconstruyó en los noventa y se volvió a consagrar en el 2000.

[70] Jerzy Panski (1900-1979). Político comunista polaco. Después de la II Guerra Mundial y hasta 1962 ocupó importantes cargos en la esfera de la gestión de la política cultural en Polonia.

[71] En inglés en el original.

[72] Sofía Krylenko, hermana de Nikolai Krylenko (1885-1938), Comisario de Justicia por aquel entonces. Sofía coincidió con Benjamin y Latsis durante su estadía en Capri.

[73] Nilolay Krylenko (1885-1938. Revolucionario y político bolchevique. Comisario de Justicia y Fiscal General de la República Socialista Soviética Rusa. Acusado de "actividades antisoviéticas", y tras un juicio sumario, fue ejecutado en 1938 durante las purgas estalisnistas. Esa acusación fue una de las primeras anuladas por el Estado soviético durante el "deshielo" impulsado por Nikita Jruschov.

[74] Karl Kindermann fue el principal acusado en un juicio público contra tres jóvenes alemanes acusados de conspirar para asesinar a Lenin en octubre de 1924. Kindermann fue condenado a muerte, pero la sentencia no fue ejecutada.

[75] La carta nunca llegó al destinatario por no haberlo encontrado el cartero.

[76] Ernst Bloch (1885-1977). Filósofo alemán. Atraído muy pronto por el socialismo, en 1918 publicó El espíritu de la utopía, en 1922 Thomas Munzer como teólogo de la revolución y en 1930 Sujeto-Objeto. El pensamiento de Hegel. Pasó en los Estados Unidos el período nazi, tras el cual prosiguió en Leipzig sus trabajos sobre la función social de la utopía como concepción global del devenir histórico de la sociedad; fruto de ese trabajo son: El principio esperanza (1954-1956) y su Boceto de las utopías sociales (1946-1961).

[77] Alusión, no a la Nueva Política Económica (NEP), instituida por Lenin en 1921, sino al Régimen de Austeridad, campaña llevada a cabo en la segunda mitad de los años veinte para la racionalización y reducción de los costes de las materias primas en las distintas áreas económicas.

[78] Vanka-vstanka. En ruso, «tentenpié».

[79] El acorazado Potemkin, película del cineasta soviético Serguey Eisenstein (1898-1948) estrenada en 1925. Tras trabajar como asistente de Meyerhold en el teatro, Eisenstein aprovechó en el cine los avances técnicos de Kuleshov, entre otros, para convertirse, junto con Pudovkin y Dovzhenko, en uno de los tres grandes del cine soviético. Además de El acorazado Potemkin, títulos suyos como Octubre (1929), Alexander Nevsky (1939) e Iván el Terrible (primera parte, 1945; segunda parte, 1945-46, difundida en 1958) resultan imprescindibles.

[80] Película del cineasta soviético Lev Kuleshov (1899-1970), estrenada en 1926. El cine de Kuleshov fue de importancia capital sobre todo para el desarrollo de los aspectos técnicos durante los primeros tiempos del arte cinematográfico.

[81] Jack London (1876-1916. Novelista estadounidense. Bajo el manto formal de la novela de aventuras (género en el que es considerado uno de los maestros), en obras como La llamada de la selva (1903), El lobo de mar (1904) o Colmillo blanco (1906), trata de manera más o menos simbólica temas como la confrontación entre el hombre y la sociedad, la supremacía de los más fuertes o la tendencia innata a la crueldad en el hombre.

[82] El Capital. Obra de Karl Marx (1818-1883) publicada en 1867 y 1910, en la que, mediante un análisis del sistema capitalista para descubrir sus leyes naturales (en particular el mecanismo de la plusvalía), pone de manifiesto las contradicciones inherentes a su desarrollo.

[83] Joseph Roth (1894-1939). Novelista y periodista austriaco de origen judío. Entre agosto y diciembre de 1926 realizó una visita a Rusia por encargo del Frankfurter Zeitung, periódico en el que entre septiembre de 1926 y enero de 1927 publicó Viaje a Rusia en 18 entregas.

[84] Cuius regio, eius religio: en latín, «De quien la región, de él la religión». Frase acuñada en 1612 por el jurista alemán Joachim Stephani (1544-1623) por la que se consagra el principio de la «religión del Estado».

[85] Se trata de «La escuela y la juventud», artículo aparecido en el Frankfurter Zeitung el 18 de enero de 1927.

[86] En ruso, «Buenos días».

[87] Aldea situada junto al río Ucha, en el distrito de Moscú.

[88] Paul Scheerbart (1863-1915). Ensayista y novelista alemán. Como narrador cultivó sobre todo el género fantástico. En su ensayo de 1914 Arquitectura de cristal (Glassarchitectur), elogiado por Benjamin, atacó el funcionalismo y postuló la sustitución del ladrillo por el cristal.

[89] Emil Ludwig (1881-1948). Historiador y biógrafo alemán de origen judío, nacionalizado suizo. Dentro y fuera de Alemania (donde los nazis lo consideraron especialmente peligroso), sus biografías de Beethoven, Goethe, Napoleón y Stalin, entre otros, fueron muy celebradas por su capacidad de penetrar en la psicología de los personajes y en la influencia del entorno.

[90] Fanny Elovaya. Podría tratrase de Nina Yermolaeva, que encarnó a Avdotya en la producción de Meyerhold de El inspector.

[91] En ruso, «Puerta Roja».

[92] Alusión al período de hiperinflación vivido por Alemania entre 1921 y 1923.

[93] Desde su fundación en 1856 por el comerciante ruso Pavel Tretyakov (1832-1898), la Galería Tretyakov ha sido el mayor depósito de arte ruso del mundo.

[94] Dora Sophie Benjamin (1890-1964) estuvo sucesivamente casada con el periodista Max Pollack (1912-1981), Walter Benjamin (1917-1930) y en 1938, por conveniencia, con un empresario sudamericano que le facilitó el traslado a Londres, donde falleció en 1964.

[95] En realidad los cuadros eran 15.

[96] La escenografía la diseñaron conjuntamente Meyerhold y Viktor Kiselev (1896-1981). El vestuario lo diseño de Nadezdha Lamanova (1861-1941).

[97] Nikolay Gogol (1809-1952). Novelista y dramaturgo ruso nacido en Ucrania. Mal adaptados al mundo, sus protagonistas son presa de una angustia que Gogol describe con característico equilibrio entre el realismo naturalista y la sensibilidad romántica y un crudo lenguaje que con muy a menudo recurre a lo grotesco.

[98]Vocablo ruso derivado del francés y que significa «reparación». Alusión a los muchos negocios de reparación de artículos para el hogar y, de paso, a la escasez de los bienes de consumo.

[99] Die literarische Welt (El mundo literario): revista alemana fundada en 1925 por Ernst Rohwolt (1887-1960) y Willy Haas (1891-1973), cerrada en 1933.

[100] Calle peatonal de un kilómetro de longitud en el centro de Moscú. Es famosa por los artistas y personajes de la élite intelectual rusa que han vivido en ella.

[101] TTeatro fundado en 1882 por Fyodor Korsh (1852-1923). En 1925-1926 formó parte del sistema teatral del Estado. Cerró en 1932, cuando pasó a ser escenario subsidiario del Teatro Artístico de Moscú.

[102] Benjamin se encontraba trabajando en una traducción de El mundo de Guermantes, tercer volumen de En busca del tiempo perdido. Se publicó en 1930, con Franz Hessel como cotraductor, por la Piper Verlag en Munich. Benjamin y Hessel habían colaborado previamente en la traducción del segundo volumen, A la sombra de las muchachas en flor, publicada en 1927 por Verlag die Schmiede en Berlín. Benjamin tradujo además por su cuenta el cuarto volumen, Sodoma y Gomorra, pero esa traducción se extravió. Benjamin y Hessel tenían planeado traducir toda la obra (habiendo llegado a comenzar a traducir el quinto volumen, La prisionera), pero al final el proyecto no se llevó a término.

[103] Acrónimo ruso de Assotsiatsya Judozhnikov Revolutsionnoy Rossiy (Asociación de Artistas de Rusia Revolucionaria) (1922-1932), agrupación contraria al formalismo y defensora de la pintura de género realista-naturalista.

[104] Nicolay Bujarin (1888-1938). Miembro del Comité Ejecutivo de la Komintern entre 1926 y 1930 y redactor jefe de la revista Izvestia [Noticias] entre 1934 y 1937. Su Teoría del materialismo histórico apareció en 1922. Murió ejecutado en 1938.

[105] Museo de artes y oficios, de artes aplicadas y artes decorativas.

[106] Les (El bosque), drama de Alexander Ostrovsky (1823-1886). Estrenado en 1871, la puesta en escena de Meyerhold se estrenó el 19 de enero de 1924.

[107] Nikolaus Basseches (1895-1961). Periodista e ingeniero austríaco nacido en Moscú, hijo de un cónsul austriaco. Escribía sobre asuntos rusos para periódicos austriacos y suizos, como Weltwoche y Neue Zürcher Zeitung. Vivió en Suiza en la década de 1940. Entre sus libros se encuentran La cara económica de la Unión Soviética (1925), El ejército desconocido: Naturaleza e historia de las fuerzas militares rusas (1943) y Stalin (1952).

[108] No existe tal «escena de la armónica» en la versión original de la obra. Fue añadida por Meyerhold como quinta escena del cuarto acto.

[109] Alexander Tairov (1885-1950). Actor y director de teatro ruso. En 1914 fundó su propia compañía de cámara (el teatro Kamerny), que en la senda del naturalismo de Stanislavsky y la estilización de Meyerhold practicó un teatro de vanguardia hasta que en la década de los treinta tuvo que adaptarse a unas formas más convencionales. La visita a Berlín a la que Benjamin se refiere tuvo lugar en 1923.

[110] Abraviatura de tovarich, «camarada» en ruso.

[111] Nikolai Bartram (1873-193?). Historiador y coleccionista especializado en juguetes populares rusos.

[112] Paul Cézanne (1939-1906). Pintor francés. Desde la intención de ir integrando los descubrimientos del impresionismo en la tradición de la pintura clásica, su obra sirve de punto de partida de las indagaciones pictóricas del XX.

[113] Pierre Renoir (1841-1919). Pintor francés. Liberó el color de su dependencia del dibujo, insuflando de sensualidad los principios del impresionismo.

[114] Camille Pisarro (1830-19030. Pintor francés. Cofundador del impresionismo, fue el único artista que participó en las ocho exposiciones que organizó el grupo. Desde la sobriedad de sus cuadros hasta la adopción del puntillismo, su rica paleta fue adquiriendo progresiva luminosidad, primero en la representación del mundo rural y posteriormente en las calles parisinas.

[115] Claude Monet (1840-1920). Pinto francés. La preocupación por la forma y sus variaciones lo llevó a la destrucción de su noción académica en anticipación de una pintura que contempla ya la abstracción lírica.

[116] Louis Legrand (1863-1951). Pintor, dibujante y grabador francés. Con la aguatinta como técnica preferida, sus temas evolucionaron de la muerte y la decadencia al mundo de la danza y la vida nocturna parisina.

[117] Edgar Degas (1834-1917). Maestro de la captación del gesto rápido, su factura evolucionó en el sentido de una liberación de la armonía cromática y las perspectivas académicas.

[118] Odilio Redon (1840-1916). Pintor francés. Frente a los naturalistas e impresionistas, su interés no se limitó al mundo sensible, sino que se propuso transcribir formas espirituales inconscientes, tendencia que lo convirtió en precursor de los surrealistas.

[119] Ursprung des deutschen Trauerspiel (Berlín, 1928). Publicada en español con el título de El origen del «Trauerspiel» alemán (Abada, Madrid, 2006).

[120] Benjamin proyectó el libro sobre Trauerspiel en calidad de tesis doctoral con la que ingresar en la Universidad de Francfort, pero tuvo que retirarlo ante la perspectiva de que no se aprobara.

[121] Según cuenta Gershom Scholem en Walter Benjamin: Historia de una amistad (Random House Mondadori, Barcelona, 2007, pág. 54), Benjamin comenzó a frecuentar a la que luego sería su esposa Dora Sophie (por entonces todavía casada con Max Pollack) en el pueblo donde esta vivía, Seeshaup, a orillas del lago Starnberg, a 40 kilómetros del sudoeste de Munich, a principios de 1916.

[122] Es decir, al segundo estudio del MJAT (acrónimo en ruso de Teatro de Arte de Moscú).

[123] Trilogía de obras dramáticas de Esquilo (525 a.C.-456 a.C.), compuesta por Agamenón, Coéforas y Euménides, que se representó en Atenas en 528 a.C.

[124] George Grosz (1893-1959). Pintor, dibujante y grabador alemán, naturalizado estadounidense, conocido por sus dibujos caricaturescos y obras pictóricas de la vida de Berlín en la década de 1920. Miembro destacado del grupo Dada de Berlín, al qu aportó un marcado carácter político, y Nueva Objetividad durante la República de Weimar. En sus dibujos, fotomontajes y cuadros usó frecuentes recortes de formas. Sus composiciones adquirieron un aspecto caleidoscópico, un fuerte ritmo que deformaba las proporciones y trataba los rostros de una manera intensamente expresiva. Cada vez más libre en lo formal, sus obras, especialmente sus grabados satíricos, le valieron la acusación de ofender los sentimientos de pudor y la moralidad del pueblo alemán. En 1932 se exilió en los Estados Unidos, donde combinó la crítica social con paisajes, desnudos y escenas fantásticas. Por su sentido de lo grotesco, fue uno de los dibujantes más implacables de la época.

[125] Richard Wagner (1813-1883). Compositor alemán. Uno de los grandes reformadores del lenguaje musical de su tiempo.

[126] Tristán e Isolda. Ópera de Wagner estrenada en Munich en 1865.

[127] Fuego mágico: final de la ópera de Wagner titulada La walquiria, segunda jornada de la Tetralogía estrenada en Bayreuth en 1876.

[128] Ciudad rusa del extremo oriental de Siberia, en la costa del Mar de Japón.

[129] En inglés en el original.

[130] Personas que prosperaron al amparo de la Nueva Política Económica (NEP en ruso) reformista impulsada en los años veinte y sostenida hasta la consolidación de Stalin.

[131] Personaje protagónico de la obra dramática del mismo título del noruego Henrik Ibsen (1826-1906), estrenada en Munich en 1891.

[132] Philipp Keller (1891-1973). Médico y escritor alemán. Benjamin lo conoció en 1912, cuando ambos eran estudiantes en la Universidad de Friburgo. Keller escribió una novela, Sentimientos mixtos, en 1913, y publicó en revistas expresionistas.

[133] "La lengua en general y el lenguaje humano" fue escrito en 1916 y se publicó póstumamente en el volumen Reflexiones.

[134] Cf. Nápoles, escrito conjuntamente con Asya Latsis, y los últimos textos de Benjamin sobre Weimar, Marsella o San Gimignano.

[135] Karl Kraus (1874-1936). Escritor austriaco. Próximo a ciertos poetas expresionistas, como E. Lasker-Schüler y G. Trakl, a los que apoyó. Fundó la revista La antorcha (Die Fackel) en 1899), desde la cual llegó a convertirse en el implacable juez supremo de la vida social, cultural y política de su tiempo en Austria. Polemista de estilo abrupto y terriblemente satírico, dejó varios volúmenes de versos, aforismos, traducciones y obras dramáticas. Contra la guerra escribió Los últimos días de la Humanidad (1914), y contra el nacionalsocialismo La tercera noche de Walpurgis (que no se publicó hasta 1952). En 1911 se convirtió al catolicismo apadrinado por el arquitecto Adol Loos. El retrato que en el texto se menciona está incluido en Calle de sentido único.

[136] En realidad, S. Frediano, construída en esa ciudad de la Toscana entre 1112 y 1147.

[137] Calle de Moscú. Su nombre, que significa «Puente del herrero», alude a un puente sobre el río Niguennaya, que hoy discurre por un túnel subterráneo, así como a una fundición y las casas para los obreros que en dicha empresa trabajaban. En el siglo XVIII se convirtió en una calle de lujosos comercios de ropa.

[138] Club de los Campesinos de la plaza Trubnaya.

[139] En ruso, «encargo», «comisión de servicio», «misión», «trámite».

[140] Mikhail Kalinin (1875-1946). Revolucionario bolchevique. Fundador de la Unión Soviética en representación de Rusia. Ocupó cargos cada vez más importantes en la URSS hasta llegar a la presidencia del Soviet Supremo (1938-1946).

[141] Alexei Rykov (1881-1938). Revolucionario bolchevique. Tras ocupar altos cargos en la URSS, a partir de los años veinte fue perdiendo influencia hasta ser ejecutado bajo la acusación de conspirar contra Stalin.

[142] En ruso, «cervecería».

[143] Encargado por el Gostorg (Secretaría de Comercio de la URSS) y estrenada en Moscú el 31 de diciembre de 1926, este documental contrastaba la fraternal unión entre todas las etnias que poblaban «los gigantescos espacios de la Unión Soviética» con la explotación colonial propia del capitalismo occidental. El guión y la dirección eran de Dziga Vertov (1896-1954), uno de los documentalistas de vanguardia que inventaron el llamado «cine rojo».

[144] Obra teatral firmada por M. Podgaetsky, adaptación de las novelas Trust D.E., del judío ucraniano Ilya Ehrenburg (1891-1967), y El túnel, del alemán pro-soviético Bernhard Kellermann (1879-1951). Fue estrenada por Meyerhold el 15 de junio de 1924.

[145] Iglesia (o catedral) de Nuestra Señora de Kazan. Templo ruso ortodoxo situado en el extremo noroeste de la Plaza Roja. Construido en 1636, en 1936 fue destruido por orden de Stalin. Se recostruyó en 1993.

[146] Museo Politécnico: Centro de la Asociación Federal para la Promoción del Conocimiento Político y Científico. Acogió muchos de los actos literarios organizados por el poeta y dramaturgo futurista Vladimir Mayakovsky (1893-1930).

[147] En ruso, «callejón chino».

[148] Berliner Tageblatt («Diario de Berlín»). periódico publicado entre 1872-1939. De izquierda hasta que los nazis asumieron su control en 1933. Cerró en 1939.

[149] En ruso, «Hilera de la Cacería». Plaza (hoy calle) en el centro de Moscú.

[150] Igor Ilynsky (1901-1987). Famoso actor y director ruso de teatro y de cine. En los años veinte fue actor habitual en las producciones escénicas de Meyerhold.

[151] Yuri Lebidinsky (1898-1959). Funcionario destacado en diversas asociaciones de escritores soviético, entre ellos la VAPP. Como escritor se lo conoce sobre todo por dos novelas, La semana (1922) y Los comisarios (1923), en las que trata de aspectos internos del Partido Comunista.

[152] William Shakespeare (1564-1616). Poeta y dramaturgo inglés. Desde una extraordinaria diversidad de géneros teatrales, sus obras reflejan el enfrentamiento del hombre al enigma de un mundo en el que nada es lo que parece y en el que todo poder, toda gloria y toda felicidad se pagan a alto precio de incoherencia, escarnio y destrucción.

[153] Oskar Walzel (1864-1944). Historiador austriaco de la literatura. Desde 1921 fue profesor de la Universidad de Bonn, donde siguió impartiendo clases aún después de su jubilación, hasta que en 1936 fue apartado de la universidad por no disolver su matrimonio con una judía. Esta fue llevada al un campo de concentración de Theresienstadt en 1944, año en el que él mismo muere a consecuencia de un bombardeo aliado sobre Bonn. Miembro honorario de la Academia Soviética, tras el rechazo del texto presentado por Benjamin se le encargó la redacción de la entrada que trata sobre «Goethe» en la proyectada Enciclopedia Soviética.

[154] Periódico comunista vespertino cuyo primer número apareció el 6 de diciembre de 1923.

[155] Arnolt Bronnen (1895-1959). Dramaturgo expresionista austriaco. En 1922, el montaje de su obra Parricidio por Bertolt Brecht lo lanzó a la fama. En 1933 se sometió al régimen nazi, ero después, en 1945, se pasó al bando comunista. Finalmente murió en Berlín Este.

[156] Moneda rusa de diez rublos.

[157] Charles Chaplin (1889-1977). Actor y director de cine estadounidense de origen inglés. Cómicas o trágicas, en sus películas es constante la denuncia de la injusticia, la hipocresía y la violencia de que fueron víctimas muchos millones de sus contemporáneos.

[158] GOSFILM: Comité Estatal de Cinematografía con funciones de filmoteca nacional.

[159] Eugene O'Neill (188-1953). Dramaturgo estadounidense. Del naturalismo evolucionó hacia un simbolismo teñido de pesimismo y de misticismo poético en la denuncia del materialismo y las injusticias sociales. Deseo bajo los olmos (su verdadero título), de 1924, se estrenó en el Teatro de Cámara (Kamerny Teatr) de Moscú en noviembre de 1926.

[160] Alicia Koonen (1899-1974). Actriz belga. Antigua miembro del MJAT ("Teatro de Arte de Moscú") de Stanislavsky. Estaba casada con Tairov.

[161] Nombre de unos grandes almacenes de Berlín, ubicado en la plaza de Leipzig desde 1898 hasta 1939.  Expropiados por los nazis, el edificio de la Plaza Leipzig fue destruido por los bombardeos de la II Guerra Mundial.

[162] Franz Hessel (1880-1941). Escritor, periodista y traductor alemán de familia judía. Tras conocerse en 1922, además de colaborar con Benjamin en la traducción de Proust, su vida de flaneur baudeleriano constituyó un modelo para Benjamin, varios de cuyos textos Hessel ayudó a publicar desde su puesto al frente de la editorial Rowolt (El origen del drama barroco alemán, Calle de sentido único, Pasajes) y de la revista Verso y prosa.

[163] Restaurante parisino que estuvo situado en la confluencia del Boulevard des Italiens y la rue Le Peltier. Fundado por madame Riche en 1785, se amplió en 1865 y finalmente cerró en 1916. Fue uno de los lugares más frecuentados por escritores e intelectuales entre finales del siglo XIX y comienzos del XX.

[164] Nombre dado a un tipo de música y baile muy popular en París de comienzos del siglo XX. El nombre se lo dió la prensa a las bandas de jóvenes delincuentes que dominaban con atroz ferocidad el submundo de la capital francesa en le época del llamado Fin de siécle. Dicho baile remeda una violenta discusión entre un proxeneta y una prostituta. En la película de Chaplin Luces de la ciudad (1931), el protagonista ve un baile apache dentro de un cabaret y, tomando la pelea por real, la interrumpe.

[165] Le cocu magnifique (en francés, «El cornudo magnífico»), farsa teatral del belga Fernand Crommelynk (1886-1970) publicada en 1921 y estrenada por Meyerhold en 1922 con escenografía y vestuario de la pintora y diseñadora rusa de vanguardia (sucesivamente cubista, suprematista y constructivista) Liubov S. Popova (1889-1924).

[166] Comedia del dramaturgo y libretista ruso Alexey Fayko (1893-1978), estrenada el 29 de enero de1925 por Meyerhold en colaboración con E. Slepanov.

[167] Obra teatral del periodista, escritor y dramaturgo constructivista ruso Serguey Tretyakov (1892-1937), que murió ejecutado bajo la acusación de espionaje y fue rehabilitado en los sesenta. Con escenografía de Serguey Efimenko (1896-1971) y dirección de V. Fedorov (discípulo de Meyerhold que al poco tiempo asumió la dirección), la obra se estrenó el 23 de noviembre de 1926.

[168] En fracés en el original.

[169] «Sastre» en francés.

[170] Obra estrenada el 30 de diciembre de 1926 bajo la dirección de B. D. Koroleva y con escenografía de S. Efimenko.

[171] Gran Guiñol, en francees. En el teatro francés de marionetas, Guiñol era un personaje que simbolixaba una impertinencia burlona y rebelde contra toda autoridad. En 1795, Laurent Mourget (1769-1844) se trajo de Italia este curioso títere sin hilos, un hijo tardío de la Commedia dell'arte, y lo instaló en Lyon (Francia). Junto a sus compañeros Gnafron y Madelon, fue en París sobre todo, concretamente en los cabarés y pequeños teatros de Montmartre, como en el caso de ese Théatre du Grand Guignol (1899-1962), donde sus historias salpicadas de asesinatos y crímenes sexuales lograron popularidad universal.

[172] Serguey M. Gorodetski (1884-1967). Poeta y libretista ruso. Tras unos inicios simbolistas, en 1911 pasa a formar parte del grupo opuesto a los acmeístas, hasta que en 1921 abrazó los principios y planteamientos revolucionarios. Escribió para Izvestia hasta 1932.

[173] En octubre de 1905, los trabajadores de los ferrocarriles del Imperio Ruso fueron a la huelga en apoyo del movimiento revolucionario iniciado en enero de ese mismo año.

[174] El 9 de enero de 1905, los cosacos del zar atacaron espada en mano a 20.000 personas que se manifestaban ante el Palacio de Invierno, como resultado de lo cual murieron 1.000 personas.

[175] Residencia oficial de los zares rusos en la ciudad de San Petersburgo entre 1732 y 1917. Hoy alberga el Museo del Hermitage.

[176] Yevgueny Gnedin (1898-1983). Diplomático soviético. Presunto hijo de Alexandr Gelfand (Parvus). Funcionario del KGB asignado a la embajada soviética en Berlín, más tarde sería recluído en el Gulag por actividades anti-soviéticas. Cuando en 1972 fue liberado, no renegó de su ideología comunista. Sus memorias Catástrofe y segundo nacimiento) aparecieron en Amsterdam en 1977.

[177] Se refiere a Parvus, seudónimo de Alexander Gelfand (1867-1924), socialista e industrial ruso. En Alemania, donde se instaló en 1891, destacó entre los escritores de la izquierda socialdemócrata. En 1903 intentó mediar entre mencheviques y bolcheviques, y en 1905, junto con Trotsky, formó parte del soviet de San Petersbutgo hasta que fue hecho prisionero. Posteriormente, hizo prósperos negocios en Viena y Estambul. Finalizada la Gran Guerra, fue consejero del moderado Ebert en la República de Weimar.

[178] Anatoly Lunacharsky (1875-1933). Escritor, dramaturgo, crítico literario y político ruso. Entre 1917 y 1929 fue Comisario del Pueblo para la Educación, desde cuyo puesto dirigió importantes campañas de alfabetización, defendió a dramaturgos del «teatro del arte» y salvó abundantes edificios históricos frente a los deseos del ala bolchevique que aspiraba a destruirlo. En 1918 impulsó un juicio contra Dios por sus crímenes contra la Humanidad. Tras cinco horas de audiencia, a las 6.30 de la mañana del 17 de enero de ese año, un pelotón de fusilamiento disparó cinco ráfagas al cielo. En 1933, Stalin lo nombró embajador en España, pero falleció durante el viaje a Madrid.

[179] Robert Pelche (1880-1955). Periodista, estudioso y crítico de arte comunista estonio. A lo largo de su carrera ocupó cargos importantes en instituciones culturales soviéticas. En 1926 publicó, junto con Lunacharsky, Vías del teatro contemporáneo.

[180] Glav-Polit-Prosvet. Acrónimo ruso dl Comité Central Soviético para la Política Educacional. Creado en 1920 como parte del Comisariado del Pueblo para la Educación, coordinó toda la red nacional soviética de educación política y agit-prop de los adultos. Entre 1921 y 1932 lo dirigió Vladimir Pletnev (1880-1955).

[181] Vladimir Mayakovsky (1893-1930). Poeta y dramaturgo revolucionario ruso nacido en Georgia. Iniciador allí del futurismo, fue una de las figuras más importantes de la literatura y la propaganda intelectual soviética.

[182] Andrey Biely, pseudónimo de Boris Bugaev (1880-1934). Poeta, novelista y crítico literario ruso. Máximo represenatet del simbolismo ruso. Su novela Petersburgo (1905) a menudo ha sido comparada con el Ulises de Joyce (1922) y la Berlín Alexanderplatz de Alfred Doblin (1929). Sus obras estuvieron prohibidas en la Unión Soviética enter 1940 y 1965. Su influencia se hace sentir en Boris Pasternak y Vladimir Nabokov. En el taller de Meyerhold impartió un curso sobre «El mundo literario».

[183] Mijail Levidov (1891-1941). Escritor y periodista.

[184] Otros participanres en el debate fueron S. Tretyakov, J. Grossman-Raschin, A. Slonimsky, N. Volkonsky e I. Aksyonov.

[185] Armería del Kremlin, construida entre 1844 y 1851.

[186] La Catedral del Arcángel está consagrada al arcángel San Miguel, patrón de los príncipes de Rusia, y se halla en el interior del Kremlin, en la Plaza de las Catedrales. Construida entre 1505 y 1508, hasta el siglo XVII se dio en ella sepultura a los zares y príncipes de Rusia (54 tumbas en total).

[187] Catedral Uspensky («de la Dormición» o de la Asunción). Catedral situada del lado norte de la Plaza de las Catedrales. Erigida entre 1475 y 1479, hasta 1700 fue panteón de los metropolitanos y de los patriarcas de Moscú. Considerada la iglesia madre de la vieja Rusia moscovita.

[188] Edificio erigido entre 1838 y 1850 por iniciativa del zar Nicolás I (1896-1855).

[189] Construida en 1330, es el único edificio en todo el Kremlin realizado en maderay el más antiguo monumento de Moscú.

[190] Andrey Kirilovich Razumovsky (1752-1836). Conde (y después príncipe) y diplomático ruso. Como embajador en la capital austriaca, fue uno de los principales negociadores rusos en el Congreso de Viena que en 1814 restableció la paz en Europa tras la caída de Napoleón. Beethoven le dedicó la conocida serie de tres cuartetos que llevan su nombre.

[191] Se trata de la ya mencionada Vechernyaya Moskva.

[192] Instrumento popular ruso, parecido al acordeón.

[193] Los colosos de Memnón son dos gigantescas estatuas de piedra que representan al faraón Amenhotep III (1390-1350 a. C.), situadas en la ribera occidental del Nilo, frente a la ciudad egipcia de Luxor, cerca de Medinet Habu y al sur de las grandes necrópolis tebanas.

[194] Día y noche, obra teatral representada en el Kamerny Teatr (o Teatro de Cámara).

[195] Tormenta. Obra teatral de Vladimir Bill-Belotserkovsky (1884-1970) sobre la Guerra Civil rusa. Estrenada en Moscú en 1924, tuvo como actor protagónico a E. Liubimov-Lanskoy.

[196] Juego de palabras intraducible con la sigla rusa NEP (acrónimo de Novaya Ekonomicheskaya Politika, o Nueva Política Económica] y el verbo alemán neppen («desollar», «clavársela a un cliente»).

[197] "Círculo" o "club" en ruso.

[198] Siglas del Partido Comunista Alemán (Kommunistische Partei Deutschlands), fundado en 1920.

[199] Río y región en el territorio federal del Yukón, en el noroeste del Canadá. Entre 1896 y 1899 protagonizó lo que se considera la última gran migración de la Fiebre del Oro en Norteamérica.

[200] Palabra ilegible.

[201] Scharfziel, "objetivo preciso", palabra de lectura incierta en el manuscrito original.

[202]Publicada el 11 de febrero de 1927 en Die literarische Welt con el título «Der Regisseur Meyerhold — in Moskau erledigt? Ein literarisches Gericht wegen der Inszenierung von Gogola Revisor» [«El director de escena Meyerhold... ¿despachado en Moscú? Un tribunal literario a propósito de El inspector»].

[203] Mijail Larionov (1881-1964). Pintor ruso naturalizado francés en 1938. Fue uno de los animadores de la vanguardia rusa. Junto a Natalya Goncharova, desde 1909-1910 sentó los cimientos del rayonismo. cuyo manifiesto escribió en 1912 y publicó en Moscú al siguiente año. Aunque nunca abandonó por completo la figuración, la llevó a un grado extremo en su proceso de estilización. En 1914 se instaló en París, donde colaboró en diversos montajes de los Ballets rusos de Diaghilev.

[204] Natalya Goncharova [1881-1962]. Pintora rusa y diseñadora. Compañera sentimental y artística de Larionov, en su obra combina rasgos cubistas, recuerdos del arte popular y del arte de los íconos rusos con las tendencias del expresionismo.

[205] Maly Teatr («Pequeño Teatro», por oposición al Bolshoi Teatr, o «Gran Teatro»). Teatro moscovita que durante los tiempos de la I Guerra Mundial y, después, de la Guerra Civil Rusa conservó, a contrapelo de los sectores intelectuales izquierdistas, la tradición realista del XIX frente a las innovaciones de Meyerhold, Tairov y otros.

[206] El Savoy y el Bolshaya Moskovskaya son dos famosos hoteles de Moscú.

[207] Periódico alemán fundado el 9 de noviembre del 1918 por Karl Liebknecht (1871-1919) y Rosa Luxemburgo (1871-1919) como expresión de las ideas que defendía la Liga Espartaquista. Se convirtió en órgano central del Partido Comunista Alemán desde la fundación de este el 1 de enero de 1919.

[208] Aanagrama de la Unión de Empresas para el Procesamiento de Productos Agrícolas. La poesía publicitaria de Mayakovsky y Rodchenko contribuyó poderosamente a la fama de esa institución.

[209] Rue du Fauborg Saint-Honoré. Calle de París próxima a los Campos Elíseos, considerada como una de las más exquisitas del mundo por la concentración que allí se encuentra de tiendas de las más famosas firmas de moda del mundo.

[210] Ernst Bloch y su esposa Else (1882-1921) vivieron en Interlaken (Suiza) entre 1917 y 1919.

[211] Silvestr Schedrin (1791-1830). Pintor paisajista ruso.

[212] Fyodor Dostoyevsky (1821-1881]. Novelista ruso. El tema central de su obra es el problema del hombre que se siente desgarrado entre la presencia del mal y la obsesiva búsqueda de Dios, entre lo inconsciente y lo consciente.

[213] Alexander Ostrovsky (1823-1886). Autor teatral ruso. Ahondando en una de las vías abiertas por Gogol, pinta una burguesía aún sumisa al dominio de la aristocracia.

[214] Lev Tolstoy (1828-1910). Novelista ruso. Sus dos obras más famosas, Anna Karenina y Guerra y paz, constituyen una de las cúspides del realismo literario de todos los tiempos.

[215] Vassily Vereschaguin (1842-1904). Pintor ruso conocido por sus escenas bélicas.

[216] Alexandre Charles Lecocq (1832-1918). Compositor francés de operetas. Le jour et la nuit (El día y la noche) se estrenó en París en 1881.

[217] El grado Réamur, hoy en desuso, es una unidad de temperatura que fue establecida en 1730 por el físico y naturalista francés René de Réamur (1683-1757). La temperatura indicada aquí por Benjamin equivale a -32º C.

[218] «Casa de la prensa» en ruso. Club de periodistas.

[219] Karl Radek (1885-1939). Importante funcionario del Partido, miembro del Presidium de la Komintern en 1920, desterrado bajo la acusación de trotskista en 1927-1928.

[220] Término empleado en sentido irónico por Benjamin y Asya para referirse a un portero de hotel.

[221] Iván Petrovich. Probablemente, el médico de Asya.

[222] Gyorgy Lukács (1885-1971). Filósofo, crítico y político húngaro. La tesis a la que alude Benjamin fue expuesta en Historia y conciencia de clase (1923). La acusación de desviacionismo de que fue objeto (1925) lo llevó finalmente a realizar su propia autocrítica.

[223] La estación de Kursk no se encuentra en la plaza Kalanchevskaya. Benjamin debió de confundirla con la estación de Kazan.

[224] En ruso, «entremeses», «aperitivos», «tapas».

[225] Abreviatura de Proletarskaya Kultura o «Cultura proletaria». Organización que aspiraba a convertirse en el medio de realización de las «ocultas fuerzas creativas» del proletariado. Fundada en 1917, en 1921 perdió su independencia político-organizativa y fue asimilada por el Narkompros (Comisiariado del Pueblo para la Educación). Subsistió hasta 1932.

[226] El Almanaque (Wandkalendar) de Benjamin para el año 1927 apareció en el número del 12 de diciembre de 1926 de la citada revista Die literarische Welt; sus versos estaban ilustrados por Rudolph Grossmann. Ese número incluía además la reseña de Benjamin de Cartas a Máximo Gorki, 1908-1913 (Briefe an Maxim Gorki, 1908-1913) escritas por Lenin.

[227] Serguey Ivanovich Schukin (1854-1936). Empresario y coleccionista de arte ruso. Entre 1908 y 1914 reunió 54 cuadros de Picasso, que así se sumaron a las obras de los pintores impresionistas y postimpresionistas (Cézanne, Van Gogh, Gauguin, Monet, Matisse, entre otros) que decoraban su palacio de Moscú. Tras la Revolución de 1917, el edificio se convirtió en Museo Estatal del Nuevo Arte Occidental, al tiempo que Schukin emigraba a París. Hoy, la mayoría de las pinturas se encuentran repartidas entre el Museo Pushkin de Moscú y el Hemingway de San Petersburgo.

[228] Henri Matisse (1869-1954). Pintor, dibujante y escultor francés. Máximo representante del fauvismo. La fuerza de sus colores y la fluidez de su dibujo hacen de él uno de los artistas más importantes del siglo XX.

[229] Paul Gauguin (1848-1903). Pintor, grabador y escultor francés. La originalidad de su repertorio y la rotunda rusticidad de su paleta lo convierten (junto a Van Gogh) en una de las figuras principales del período postimpresionista. Ejerció gran influencia en Picasso, el expresionismo alemán y el fauvismo.

[230] Pablo Ruiz Picasso (1881-1973). Pintor, dibujante, grabador, escultor, ceramista y escritor español. A lo largo de sus múltiples períodos y estilos, su obra representa cabalmente todo el arte del XX en su conjunto.

[231] Con «período amarillo» Benjamin se refiere evidentemente a los cuadros de la fase de Picasso comúnmente llamada «cubismo sintético» (1911/12-14), en la que predominan las tonalidades amarillas ocres.

[232]  «Amistad» en francés.

[233] André Derain (1880-1954). Pintor, dibujante y escultor francés. En su primera época, bajo la influencia de Seurat y Van Gogh, otorgó al color gran importancia. Convertido al fauvismo, trabajo en Collioure con Matisse. Más tarde volverá su atención a los estilos del pasado, que combinó con las influencias de Cézanne y de los cubistas, junto a un colorido de tono más sordo y composición más elaborada. Su obra resulta, en conjunto, muy ecléctica.

[234] «El sábado» en francés.

[235] Hans Memling (1433-1494). Pintor flamenco originario de Renania. Su obra compendia las características propias del gótico flamenco con la suavidad de formas y colores y sus respectivas transiciones como rasgo más propio y personal.

[236] Henri Rousseau, El Aduanero (1844-1910). Pintor, dibujante y escritor francés. Su original combinación de realismo e imaginación abrió el camino a la pintura «naive», influyendo en Léger y en Picasso.

[237] Cornelius Theodor Marie «Kees» van Dongen (1877-1968). Pintor franco-holandés. A comienzos del XX fue uno de los miembros del fauvismo.

[238] Henri le Fauconnier (1881-1946). Pintor francés. Perteneció a los movimientos expresionista y cubista.

[239] Marie Laurencin (1885-1956). Pintora francesa. Influida por el cubismo y por Matisse, diseñó diversos vestuarios para la Comédie Française y los «Ballets rusos» de Diaghilev.

[240] Thankmar von Münchhausen (1893-1972). Jurista, terrateniente y anticuario alemán. Tras realizar estudios secundarios en su ciudad natal, Berlín, estudió economía y derecho en París, donde mantuvo contacto con Franz Hessel, Pablo Picasso y Marcel Duchamp. A Marie Laurencin se la presentó el historiador del arte que la había «descubierto», Wilhem Uhde, y con ella compartió parte del verano del 1912. Igualmente, mantuvo correspondencia con Benjamin, a quien conoció por mediación de Hofmannsthal o quizá de Rilke.

[241] En el manuscrito aquí aparecen dos páginas en blanco. Puede que Benjamin tuviera la intención de insertar en ellas la entrevista para la Vechernyaya Moskva.

[242] Ilya Semenovich Ostrouchov (1858-1929). Pintor ruso. Entre 1905 y 1913 fue conservador de la Galería Tretyakov.

[243] «Cantina» en ruso.

[244] Sopa de verduras a base de remolacha.

[245] Manya era el nombre de la compañera de habitación de Asya en el sanatorio.

[246] Maximiliam Schick (1884-1968). Poeta, filólogo y traductor ruso-alemán. Tradujo al alemán a Briusov, Gorki, Pushkin, Lermontov, Tolstoy y otros. Entre 1892 y 1907 colaboró con la revista simbolista rusa Viesi.
[247] Acrónimo ruso de Narodny Komissariat Prosveshcheniya (Comisariado del Pueblo para la Instrucción Pública), ditigido por Lunacharsky.
[248] Ciudad en el centro de la Rusia europea, a orillas del río Vyatka y, desde 1934, rebautizada Kirov, en honor de Serguey Kirov (1886-1934), revolucionario bolchevique y político soviético asesinado en Leningrado en circunstancias no del todo aclaradas.
[249] Alexey Rykov (1881-1938). Revolucionario y político bolchevique. Sucedió a Lenin como presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo de la Unión Soviética (Consejo de Ministros) de 1924 a 1930. Acusado de conspirador trotskista, en 1938 fue ejecutado. En 1987 fue rehabilitado.
[250] Acrónimo de Obshchestvo Sodieystviya Aviyatsonno-jimicheskomu Stroitielstvu SSSR (Sociedad para el fomento del Desarrollo de la Industria Aeronáutica y Química de la URSS).
[251] Es probable que Benjamin se refiera al viaje en vapor que realizó en 1925 de Hamburgo a Italia con una escala en Barcelona.
[252] Un libro así de Reich apareció mucho más tarde: primero, en 1970, en alemán, con el título de Im Wettlauf mit der Zeit (Corriendo contra el tiempo), publicado por la editorial Henschelverlag, y posteriormente en ruso, en 1972.
[253] Hans Poelzig (1869-1936). Arquitecto, pintor y escenógrafo alemán. En los años veinte militó en el movimiento anti-expresionista Nueva Objetividad (Neue Sachlichkeit). Entre 1920 y 1935 formó parte del claustro de la Universidad Técnica de Berlín, donde dirigió el Departamento de Arquitectura de la Academia de las Artes de Prusia, escuela de arte de Berlín. Entre sus trabajos se cuenta la transformación del Circo Schumann en el Gran Teatro de Max Reinhardt (Berlín, 1919).
[254] Monte de Grecia (Macedonia) en el extremo sur de la Calcídica. La veintena de monasterios que allí se establecieron en el siglo X d.C. se convirtieron en el centro más famoso de la iglesia ortodoxa griega.
[255] Catedral «de la Anunciación». Construida entre los siglos XIV y XV, es uno de los cuatro templos de la Plaza de las Catedrales del Kremlin.
[256] En francés, «Novedades literarias». Revista literaria y artística francesa fundada en 1922 por la librería Larousse. Dirigida hasta 1936 por Maurice Martin du Gard. Desapareció en 1985.
[257] Conocida escena entre Mademoiselle de Vinteuil y su amante femenina en Por el camino de Swann, primer volumen de En busca del tiempo perdido. Para la edición alemana, en traducción de Walter Benjamin, véase Auf der Suche nach der verlorenen Zeit I. In Swanns Welt, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1967, págs. 214 y ss. Para la española, en traducción de Pedro Salinas, En busca del tiempo perdido I. Por el camino de Swann, Alianza, Madrid, 1984, págs. 193 y ss.
[258] Willy Wiegand (1884-1961). Tipógrafo y encuadernador alemán. Cofundador de Bremer Press, que publicaba la revista dirigida Hugo von Hofmannsthal Neue Deutsche Beiträge, en cuyas páginas apareció el ensayo de Benjamin sobre Las afinidades electivas de Goethe, escrito por Benjamin en 1921-1922.
[259] Arthur Müller-Lehning (1899-2000). Escritor, historiador y anarquista holandés. Publicó el periódico i 10, Internationale Revue (Amsterdam), en el que aparecieron, de Benjamin, una versión temprana de "Panorama imperial" (perteneciente a Calle de sentido único) a comienzos de 1927, y, pocos meses después de que Benjamin regresara de Moscú, el ensayo titulado «Nueva poesía rusa».
[260] Else Heinle era la esposa de Wolf Heinle (1899-1923). Benjamin fue un ferviente admirador de la poesía de Wolf Heinle y de su hermano Friedrich (1892-1914), y tuvo la intención de publicarla.
[261] Por el camino de Swann (ed. esp. cit.), pág. 103. Giotto di Bondone (1266-1377). Pintor, escultor y arquitecto italiano. Su moderna visión de los espacios, su forma de individualizar los personajes en la red de contactos de sus gestos, y su sentido de la naturaleza y de lo humano, chocan con las viejas convenciones de la percepción medieval que se mantienen todavía vigentes en su obra.
[262] Die Weltbühne [La escena mundial]. Semanario fundado como revista exclusivamente teatral en Berlín en 1905 y que hasta 1918 apareció con el nombre de Die Schaubühne [La escena teatral]. A partir de 1913 se abrió a la publicación de artículos políticos. Bajo la dirección de Kurt Tucholsky en 1926 y Carl von Ossietzky a partir de 1927, tomó un sesgo izquierdista. Los nazis cerrarían la publicación en el 1933; Tucholsky se suicidó en Suecia en 1935, y Ossietzky, premio Nobel de la Paz en 1935, murió en un campo de concentración en 1938. Benjamin no escribió nunca dicho artículo, pero sí, en 1925, el ensayo Die Waffen von Morgen [Las armas del mañana].
[263] Teatro fundado en 1921, a partir del MJAT, por Evgueny Vajtangov (1833-1922), quien también dirigió temporalmente el llamado Habimah (Teatro Hebreo).
[264] Acrónimo de Chrezvychaynaya Komissiya (Comisión Extraordinaria), agencia de la policía secreta soviética fundada en 1917. La denominación se extendió luego a los locales de las policías secretas que surgirían en otros países.

[265]Oskar A. H. Scmitz (1873-1931). Escritor alemán. Frecuentó la bohemia de Munich y, en su juventud decadentista, a partir de la Primera Guerra, escribió una gran cantidad de ensayos sobre diversos temas en que se refleja la realidad cultural de la Alemania guillermina.

[266] Die Zukunft [El futuro]. Periódico político berlinés fundado por Maximilian Harden en 1892 y cerrado en 1923. Entre sus colaboradores figuraron Fontane, Holz, Nietszche, Mann, Rilke y Hoffmannsthal.

[267] Valeri Briusov (1873-1924). Escritor simbolista ruso.

[268] Muskin. Director del departamento de libros infantiles de la Editorial del Estado.

[269] Es probable que Benjamin se refiera no a la traducción de En busca del tiempo perdido, sino a su artículo La imagen de Proust, terminado en 1929.

[270] Franz Blei (1871-1942). Escritor y editor austriaco. Tras estudiar ciencias políticas, economía y filología en las Universidades de Zürich y Ginebra, vivió sucesivamente en los Estados Unidos (1898-1900), Múnich (1901-1911), Berlín (1911-1933), Mallorca (1933-1936), Viena (1936-1938) y Nueva York, adonde llegó huyendo de los nazis luego de atravesar Italia y Francia.

[271] Rainer Maria Rilke (1875-1926). Escritor austriaco. Nacido en Praga, vivó en Alemania, Rusia, París (en distintos períodos), Italia, Escandinavia, Meudon (en casa del escultor Rodin), Egipto, España y Suiza, siempre solitario a pesar del triunfo acumulado y del amor de algunas mujeres como Lou Andreas-Salomé y Clara Westhof (alumna de Rodin, con la que se casó en 1901), que marcarían su vocación poética. Movida por la experiencia de la vida, su obra, caracterizada formalmente por el perfecto dominio en la utilización de los recursos fónicos, rítmicos, sintácticos y metafóricos de la lengua, se quiere sin embargo portadora de un cierto mensaje de salvación, aunque de salvación sobre la tierra. Junto a la de Stephan George, su influencia es esencial en la evolución de la lírica alemana contemporánea.

[272] Franz Hoffmann (1814-1882). Escritor alemán de exóticas novelas de aventuras y de Neuer Deutscher Jugendfreund für Unterhaltung und Veredlung der Jugend (Nuevo amigo alemán para el entretenimiento e instrucción de la juventud), un clásico de la literatura infantil alemana de mediados del siglo XIX.

[273] Lederstrumpf (Calcetines de cuero). Nombre con que en Alemania se conoce, por el sobrenombre de su protagonista Nathaniel Bummpo, una serie de novelas de aventuras del Lejano Oeste escritas por el estadounidense James Fenimore Cooper (1789-1851), la más conocida de las cuales es El último mohicano.

[274] Sagen des Klassischen Altertums (Leyendas de la Antigüedad Clásica), publicadas en 1838 por el escritor suabo Gustave Schwab (1792-1850), conocido sobre todo por sus baladas y canciones populares.

[275] Karl May(1842-1912). Novelista alemán. Es de los autores más leídos aún hoy en Alemania, donde sus novelas de aventuras, destinadas a un público juvenil, conocen una edición tras otra y han sido repetidamente trasladadas al cómic y al cine. Escritas en primera persona, se sitúan casi siempre en dos distintos escenarios geográficos: el Oeste americano y el Próximo Oriente. Las de la serie americana tienen como protagonistas a Old Shatherhand y a su amigo el indio apache Winnetou; las otras, a Kara Ben Nemsi y su amigo Hlef Omar.

[276] Kampf um Rom (Lucha por Roma). Novela histórica del jurista, historiador y escritor alemán Felix Dahn (1834-1912).

[277] Sophie Wörishöffer (1838-1890). Autora alemana de novelas infantiles y juveniles, por lo general aventuras en el mar.

[278] Die Regulatoren von Arkansas (Los relojes de Arkansas). Novela publicada en 1846 por el alemán Friedrich Gestärker (1816-1872), famoso autor de novelas de aventuras exóticas.

[279] Entre 1908 y 1914, Walter Benjamin y algunos condiscípulos de la escuela Kaiser Friedrich de Hanbinda (Herbert Belmore, Alfred Steinfeld, Franz Sachs y Willi Wolfradt) se reunían una vez por semana para, repartiéndose los papeles, leer obras de Shakespeare, Hebbel, Ibsen, Strindberg y Wedekind.

[280] André Gide (1869-1951). Escritor francés. Premio Nobel de Literatura en 1947. Fue uno de los fundadores de la Nouvelle Revue Francaise (1909). Sus primeras obras estuvieron marcadas por la experiencia de una rígida educación puritana y por el influjo simbolista, una doble herencia con la que luego rompió en pos de un ideal de libertad. Fineza psicológica, sobriedad estilística y extraordinaria lucidez son sin duda tres rasgos que lo adscriben a un renovado clasicismo, en una alternancia de exceso y mesura que preside el propósito moral más aún que el estético.

[281] Struwwelpeter  (Pedro Melenas). Libro de contenido moralizante publicado en 1837 por el psiquiatra y escritor alemán Heinrich Hoffmann (1809-1894).

[282] Die Phantasie (La fantasía). Proyecto nunca realizado.

[283] Como ya se indicó en la nota 263, teatro moscovita fundado en 1920 por el actor y director de escena Yevgueny Vajtangov (1883-1922), quien ocupó de algún modo un espacio intermedio entre el convencionalismo de Meyerhold y el extremismo vanguardista de Stanislavsky.

[284] Goskino. Acrónimo del nombre en ruso de Государственный комитет по кинематографии СССР (Comité Estatal de Cinematografía de la URSS.

[285] Mat (La madre). Adaptación cinematográfica realizada en 1926 por Vselovod Pudovkin de la novela homónima de Maxim Gorki (1906).

[286] El proceso de los tres millones. Comedia policíaca dirigida en 1926 por Yakov Protazanov (1881-1945).

[287] Pueblo de lengua urálica establecido en la tundra y la taiga subárticas de la Rusia europea y el noroeste de Siberia.

[288] Nombre del general del Ejército Rojo que cortejaba a Asya.

[289] Bosque del sudoeste de Berlín.

[290] Erwiderung an Oskar A. H. Schmitz (Réplica a Oskar A. H. Schmitz) se publicó junto con el artículo de Schmitz bajo el título conjunto de Un debate sobre el arte cinematográfico ruso y el arte colectivista en general en Die Literarische Welt el 11 de marzo de 1927. Según afirma Esther Leslie en su ensayo "Telescoping the Microscopic Object: Benjamin the Collector", Benjamin  introdujo el término inconsciente óptico para "describir un modo de percepción que se hizo visible en el celuloide y fue iniciado por las cámaras. La primera mención de un inconsciente óptico aparece en un artículo sobre el cine soviético, "Erwiderung an Oskar A. H. Schmitz (1927)", en el que Benjamin identifica el cine como un lugar donde 'surge una nueva región de la conciencia' a través de la cual la gente llega a entender el mundo feo y sin esperanza, exhaustiva, profunda y apasionadamente".

[291] Teatro de la Revolución. Como otras veces, Benjamin hace una transliteración equivocada del ruso. Escribe “revoluzie” en vez de revolutsii, genitivo ("de la revolución”) del ruso revolutsiya (revolución).

[292] Brocheta de carne marinada.

[293] La expresión «encima de mí» se utiliza aquí en alusión al acto sexual.

[294] Estilo artístico desarrollado en Francia durante el reinado de Louis Philippe (1830-1848) en reacción al clasicismo. Coincide en parte con el estilo español isabelino.

[294ª]Trumó, espejo de pared.

[295] Victor Tissot (1844-1917). Escritor y periodista suizo. En La Russie et les Russes (Rusia y los rusos) describe sus impresiones sobre Rusia y su gente.

[296] Película rodada en 1926 por el director alemán Fritz Lang (1890-1976).

[297] Acrónimo de Narodniy Komissiarat Inostrannij Del (Comisariado de Asuntos Extranjeros, antecesor del Ministerio de Asuntos Exteriores).

[298] En ruso, «Gran Teatro».

[299] Ara. Variedad de aves parlantes, aunque aquí Benjamin emplea por error la palabra "aron", que, traducida por «aro», designa una planta.

[300] En ruso, «conductor de trineo».

[301] En ruso, «casa de campo».

[302] Ballet del compositor ruso Igor Stravinsky (1882-1971) estrenado en París en 1911.

[303] Las sílfides (o Chopiniana). Ballet con música del compositor polaco Frédéric Chopin (1810-1949) orquestada por el compositor ruso Alexander Glazunov (1865-1936) (probablemente el «compositor sin importancia» al que se refiere Benjamin), estrenado en San Petersburgo en 1908 y en París el siguiente año.

[304] Obra orquestal compuesta en 1887 por el compositor ruso Rimsky-Korsakov (1844-1908).

[305] Ekaterina Vasilievna Gelzer (1876-1962). Bailarina rusa. Contratada en París por Diaghilev para sus Ballets Rusos en 1910, tras la Revolución de 1917 volvió a Rusia, donde fue prima ballerina del Bolshoi hasta 1938.

[306] Orel (u Oryol). Ciudad rusa al sudoeste de Moscú. En 1918-1919, Latsis realizó en su teatro municipal, como director de escena, sus primeras actividades en el teatro para la educación de los niños.

[307] Monasterio de la Trinidad y San Sergio, ubicado en Serguiev (desde 1930, Zagorsk), 72 km. al noroeste de Moscú.

[308] En la ciudad alemana de Dachau, Benjamin había pasado varios meses del año 1917 recibiendo tratamiento contra una ciática.

[309] Andrey Rubliov (¿1360?-¿1430?), religioso y pintor medieval ruso, considerado por los historiadores el más grande iconógrafo de Rusia. Su ícono La Trinidad, pintado entre 1422 y 1428 para la catedral del monasterio de la Trinidad y San Sergio en Serguiev, se halla actualmente en la Galería Tretyakov de Moscú.

[310] Lo que se lee en el texto, por error evidente, es lo contrario.

[311] Boris Godunov (1552-1605). Zar de Rusia (1598-1605). Su figura inspiró un drama de Pushkin (1825) y una ópera de Mussorgski (1874) adaptada por Rimsky-Korsakov (1896).

[312] Localidad alemana situada en la región de Karlsruhe, en el estado de Banden-Wurttemberg, en en el extremo nororiental de la Selva Negra.

[313] Mijail Alexandrovich Chejov (1891-1955). Actor, director y pedagogo teatral ruso. Marchó al exilio en 1928.

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