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Pensar lo imposible, lo innegociable Vladimir Safatle

 

12 de agosto de 2021

 

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El texto que sigue se tradujo directamente, y se adaptó, de la edición original en portugués de A esquerda que não teme dizer seu nome, São Paulo, Três Estrelas, 2012, pags. 11-19, de Vladimir Safatle, a la que sirve de introducción. Existe en español una traducción anterior, La izquierda que no teme decir su nombre (trad. Hernán Soto), Santiago, LOM Ediciones, 2014, con la cual esta nueva, de Rolando Prats, mantiene ostensibles diferencias tras haberse corregido numerosos errores y descuidos. El título “Pensar lo imposible, lo innegociable” es del traductor.

Vladimir Pinheiro Safatle (Santiago, Chile, 1973) es autor, entre más de una veintena de títulos, de Cinismo e falência da crítica [Cinismo y fracaso de la crítica], São Paulo, Boitempo, 2008; Grande Hotel Abismo. Por uma reconstrução da teoria do reconhecimento [Gran Hotel Abismo. Por una reconstrucción de la teoría del reconocimiento], São Paulo, WMF Martins Fontes, 2012 [ed. ing.: Grand Hotel Abyss. Desire, Recognition and the Restoration of the Subject, Leuven, Leuven University Press, 2016], y O circuito dos afetos. Corpos políticos, desamparo e o Ffm do indivíduo, São Paulo, Cosac Naify, 2015 [ed. esp.:  El circuito de los afectos. Cuerpos politicos, desamparo y fin del individuo, Cali, Editorial Buonaventura, 2019].

 

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Uno de los mantras predilectos de los últimos años es el que declara el presunto agotamiento del pensamiento de izquierda. Sus sacerdotes son de dos tipos. A unos les gustaría que se los considerara vencedores de una época, ya superada, de conflicto ideológico. Son quienes no se cansan de afirmar que la izquierda no ha sido sino el remedo de un autoritarismo mal disimulado, acompañado de infantiles demandas de protección, de ingenuidad respecto de una violencia animada por un radicalismo enfermizo y de incompetencia en materia de gestión.

Durante décadas, esos intelectuales no tuvieron el coraje de decir a las claras lo que pensaban. Sin embargo, alentados por el fin del socialismo real y el consiguiente derrumbe de los partidos comunistas en Occidente; por la amalgamación sistemática de las políticas de socialdemócratas y conservadores; por la paranoia securitaria de la primera década del siglo, y por dosis reforzadas de fundamentalismo cristiano, pueden hacer valer hoy todo su conservadurismo y su creencia en las virtudes curativas de la porra policial.

El segundo tipo está compuesto por un séquito heteróclito de viudas de izquierda. Con mirada triste, afirman que la izquierda ha perdido el rumbo desde la caída del Muro de Berlín y que ha llegado la hora de ingerir amargas dosis de realismo. No se puede seguir soñando con un Estado de Bienestar y cosas por el estilo, o enarbolar explicaciones angelicales con respecto a la violencia. Ponerse a hablar de nuevas configuraciones de lo político es cosa de gente que no ha entendido que la democracia parlamentaria es, como decía un líder conservador, el peor gobierno, pero el único posible. Las viejas agendas de crítica del poder y de identificación de los conflictos de clase y de las prácticas disciplinarias presentes en nuestras instituciones podrían muy bien trastocarse en buena acción social por organizaciones no gubernamentales ecológicas, y, de ellas, preferentemente las financiadas por bancos y grandes empresas.

Varias de esas viudas, principalmente en los países europeos, no han temido coquetear con lo peor del nacionalismo y del culto de la identidad, disfrazando su comportamiento de lucha del Occidente liberal contra el Oriente islámico alarmado por el ineludible proceso de modernización.

De hecho, ese mantra del agotamiento del pensamiento de izquierda encontró en Brasil terreno fértil. Desde el gobierno de Fernando Henrique Cardoso (1999-2002), tuvimos que convivir con el cinismo de los intelectuales que se amparaban en Marx para justificar el carácter inevitable de la globalización y de nuestra inserción "dependiente" y subalterna. El único resultado concreto de ese cinismo fue haber impuesto el llamado "choque de realidad", con el objetivo de acabar de una vez por todas con el presunto fantasma del "Estado getulista" y sus ineficientes tentáculos. Faltó poco para que se destruyera lo que quedaba de la capacidad del Estado para obrar políticas de intervención económica, capacidad cuya importancia se hizo evidente tras la crisis mundial de 2008.

La política es, en su fundamento, la decisión sobre lo que se ha considerar innegociable. No es simplemente el arte de la negociación y del consenso, sino la afirmación definitiva de lo que no estamos dispuestos a poner en la balanza.

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Movimento dos Trabalhadores Rurais Sem Terra © Sebastião Salgado

Para Marx la función de la filosofía era transformar el mundo, no simplemente pensarlo. Heidegger da un paso más lejos con rara precisión: el pensamiento actúa cuando piensa (...) El pensamiento, cuando aparece, exige que se detenga toda acción que no sea eficaz, para que se manifieste la acción verdadera. En esos momentos, comprendemos cómo, muchas veces, actuamos para no pensar, pues pensar significa realmente pensar desde la radicalidad del pensamiento, utilizar la fuerza crítica y la fuerza radical del pensamiento (...) En esos momentos es como si aumentara el espectro de posibilidades, ya que, para que aparezcan nuevas propuestas, necesitamos saber, al fin y al cabo, cuáles son los verdaderos problemas. Por lo que quizás debamos volver a plantearnos esta sencilla pregunta: para una perspectiva de izquierda, ¿cuáles son los verdaderos problemas?

 

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Por si fuera poco, el soberano desprecio por los movimientos sociales y los sectores organizados de la sociedad civil —con excepción de la Federación Brasileña de Bancos (Febraban)— se convirtió en norma durante ese período. A manera de ejemplo, bastará recordar que la principal figura del gobierno de Fernando Henrique Cardoso en el Congreso no tuvo reparos en calificar de "terrorismo" las acciones del Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra (MST). Del mismo modo, la cuestión social estaba tan ausente del programa de aquel gobierno que el presidente del Banco Central no vio problema alguno en presentarse en la televisión a proponer simple y llanamente que se suprimiera el párrafo de la Constitución Federal que obligaba al Estado a garantizar la universalización del servicio público de salud.

Con el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2010), sin embargo, seguimos viéndonos obligados a convivir con el reiterado bloqueo de la reconstrucción de las bases generales del campo de lo político, como si la inmersión en la "peor política" fuese una fatalidad imposible de superar. A despecho de su capacidad para hacer que la cuestión social ocupara de una vez por todas el centro del debate político y para comprender el necesario carácter inductor del Estado brasileño en nuestro desarrollo socioeconómico, el gobierno de Lula será recordado, en el plano político, por su incapacidad para salir de los impasses de nuestro presidencialismo de coalición. Como si la gobernabilidad justificara el acomodo final de la izquierda nacional en una semidemocracia inmovilista, de baja participación popular directa y de elecciones que se ganan sólo movilizando, de manera espuria, al poder financiero con sus corruptores de siempre.

En ambos casos, el gobierno de Lula no escatimó esfuerzo a la hora de valerse de una jerga de izquierda para justificar que todo fuese business as usual. Lo que acaba por reforzar nuestra impresión de que lo político en el mundo contemporáneo es apenas la dimensión de la ausencia de creatividad y de las limitaciones de nuestras aspiraciones de cambio.

 

De ahí que nos veamos obligados a escuchar compulsivamente que "la división entre izquierda y derecha ya no tiene sentido". Aún cuando sigamos tropezándonos con posiciones políticas y lecturas radicalmente antagónicas de los impasses de la vida social contemporánea, existe una clara estrategia de evitar llamar a esos antagonismos por su verdadero nombre. Ello serviría para fortalecer la impresión de que en la agenda de la vida política no se prevé ninguna ruptura radical o, para ser más claros, que no cabe esperar de la política sino discusiones sobre la mejor manera de administrar el modelo socioeconómico hegemónico en las sociedades occidentales. La cuestión ya no estriba en pensar en el cambio de las pautas de reparto del poder, la distribución de la riqueza y el reconocimiento social, sino de gestionar modelos que se admite que son defectuosos, pero de los que al mismo tiempo se declara que son los únicos posibles.

 

La función actual de la izquierda es, por tanto, mostrar que ese vaciamiento deliberado de la vida política se hace para resignarse a lo peor, es decir, para resignarse a un modelo de vida social que hace tiempo debería haberse superado y que da señales de profundo agotamiento. Corresponde a la izquierda insistir en la existencia de cuestiones eminentemente políticas que deberían volver a estar presentes en el debate social.

 

Una forma de poner en marcha esa discusión consiste en determinar qué posiciones podrían caracterizar, hoy en día, el pensamiento de izquierda. Es importante insistir en que la plasticidad de la política exige que la determinación de los problemas del presente defina la configuración de nuestra posición. Ello significa que el pensamiento político debe tener una dimensión profundamente "estratégica", que se mueva en función de los problemas que plantea la vida social. A menudo, diversas corrientes de izquierda han ignorado esa movilidad, cayendo así en una especie de "petrificación del discurso" que terminó por alejarlas de la capacidad de orientar a la opinión pública.

 

Esa reflexión sobre las posiciones que caracterizan a la izquierda puede mostrarnos cómo la política es, en su fundamento, la decisión sobre lo que se ha de considerar innegociable. No es simplemente el arte de la negociación y del consenso, sino la afirmación definitiva de lo que no estamos dispuestos a poner en la balanza. Lo que le falta a la izquierda hoy es mostrar lo que, según su punto de vista, no es negociable. Por ejemplo, los procesos y resultados que son fundamentales para una verdadera cohesión social que no se vea sumergida por divisiones y desigualdades.

 

Hablar, pues, de lo que no es negociable, es decir, de aquello que suele ser lo primero que la izquierda olvida cuando se hace con el gobierno y se deja fascinar por los ladrones que la reciben en sus mansiones de la Costa Azul o por invitaciones a vernissages de publicistas disfrazados de artistas plásticos o por la oportunidades de pasar más tiempo leyendo sobre vinos caros que sobre la alienación del trabajo en las cadenas de montaje de la Ford.

 

Conviene insistir en este punto, porque el principal problema que aqueja a la izquierda hoy es su dificultad para ser una izquierda popular. Ello significa dos cosas: saber exponer los problemas sociales desde la perspectiva de quienes son más vulnerables a esos problemas y, sobre todo, ser capaz de enunciar mensajes dignos de crédito para esas capas populares. En el primer caso, la izquierda debe mostrarse capaz de encarnar la urgencia de quienes sienten más claramente el sufrimiento social derivado de la precariedad laboral, el empobrecimiento y las múltiples formas de exclusión. Sólo que es difícil encarnar esa urgencia cuando se empieza a vivir en apartamentos de 6,5 millones de reales.

 

En el segundo caso, la izquierda debe demostrar que es capaz de gobernar sin producir nuevos modos de sufrimiento e inseguridad social. Debe ser capaz de ir hasta el último detalle de sus acciones y los posibles escenarios que estas engendrarían. Debe demostrar que es consciente de las dificultades y de la mejor manera de superarlas, sin tener que apelar a ideas vagas como la de que "todo se resuelve con voluntad política". En otras palabras, debe ser, al mismo tiempo, capaz de sentir el sufrimiento social y poseer la inteligencia técnica para resolverlo en lo cotidiano.

 

 

 

Actuar para no pensar

 

Sin embargo, el lector impaciente podría preguntarse para qué perder el tiempo con teorías o debates sobre los principios si las urgencias prácticas de la política parecen tan apremiantes. En ese sentido, valdría la pena recordar los párrafos iniciales de la Carta sobre el humanismo, en los que Martin Heidegger se sitúa frente a la pregunta acerca de la relación entre el pensamiento y la praxis. Marx ya había dicho que la función de la filosofía era transformar el mundo, no simplemente pensarlo. Heidegger da un paso más lejos con rara precisión: el pensamiento actúa cuando piensa.

 

De hecho, ese actuar propio del pensamiento es quizás el más difícil y decisivo. No se trata de la vieja creencia de que, en el fondo, el pensamiento no es sino un subterfugio para la inacción, una compensación por no ser capaces de actuar. Si podemos decir que el pensamiento actúa cuando piensa, es porque el pensamiento es la única actividad que tiene el poder de modificar nuestra comprensión de lo que es realmente un problema, cuál es el verdadero problema que tenemos ante nosotros y lo que nos impulsa a actuar. Es el pensamiento el que nos permite comprender cómo toda una serie de acciones no son otra cosa que jugadas de un juego cuyo resultado está decidido de antemano.

 

La sociedad capitalista contemporánea procura dar a los sujetos la impresión de disponer de infinitas posibilidades, de poder decidir por encima de todo en todo momento. Un poco como las decisiones de los consumidores, cada vez más "personalizadas" y particularizadas. Sin embargo, tal vez lo correcto sea decir que ese tipo de acción no constituye una actuación real, pues se muestra incapaz de cambiar las posibilidades de elección, que ya han sido previamente determinadas. Ese tipo de acción no produce sus propios objetos, sino que sólo selecciona los objetos y las alternativas que se han puesto con antelación sobre la mesa. Por lo tanto, ese tipo de acción no es libre.

 

Cuando de verdad pensamos, conseguimos superar esa reducción de la libertad a un simple libre albedrío que nos hace elegir en el interior de un marco que se nos impone sin que podamos producirlo. Por eso el pensamiento, cuando aparece, exige que se detenga toda acción que no sea eficaz, para que se manifieste la acción verdadera. En esos momentos, comprendemos cómo, muchas veces, actuamos para no pensar, pues pensar significa realmente pensar desde la radicalidad del pensamiento, utilizar la fuerza crítica y la fuerza radical del pensamiento.

 

Cuando la fuerza crítica del pensamiento comienza a actuar, entonces todas las respuestas comienzan a ser posibles, y sobre la mesa aparecen nuevas alternativas. En esos momentos es como si aumentara el espectro de posibilidades, ya que, para que aparezcan nuevas propuestas, necesitamos saber, al fin y al cabo, cuáles son los verdaderos problemas. Por lo que quizás debamos volver a plantearnos esta sencilla pregunta: para una perspectiva de izquierda, ¿cuáles son los verdaderos problemas?

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