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ACTOS Y LETRAS
En línea desde el 11 de abril de 2016
Patrias. Actos y Letras is a digital imprint of Communis
Año VI / Vol. 24 / enero a marzo de 2022
Veneno, o del hábito del prejuicio* Omar Pérez
El texto que sigue lo terminó de escribir su autor en La Habana a principios de 2018. Patrias. Actos y Letras tiene a bien comenzar a publicarlo hoy, 19 de octubre de 2018, por entregas de variable extensión. Una primera edición, de autor, de tres ejemplares, en encuadernación rústica cosida, fue publicada con el título original de Veneno en esa misma ciudad, también este año, bajo el sello editorial La última zafra.
Lo que se comienza a publicar ahora aquí es el texto íntegramente revisado, corregido y anotado por Rolando Prats, Editor de Patrias. Actos y Letras, revisión y corrección que hacen de la presente una edición propia y distinta, no una mera reedición del libro publicado en La Habana.
A los derechos de autor de Omar Pérez se añaden ahora los de Patrias. Actos y Letras sobre esta segunda edición de este texto, que difiere notablemente, desde la tipografía y la ortografía hasta la sintaxis y el tratamiento de las citas y la adición de referencias bibliográficas, de la ya mencionada (y primera) edición impresa. Diferencias que, valga aclararlo, por notables que sean, hacen de la presente edición digital una edición diferente, no una obra diferente.
Las opiniones expresadas en Veneno, o del hábito del prejuicio—título escogido por el Editor de Patrias.Actos y Letras con el único propósito de adelantar aquello de lo que el propio autor, en el prefacio, nos advierte que es "el verdadero tema" de la obra— son, no obstante, exclusivamente las de su autor.
*Veneno, o del hábito del prejuicio © Omar Pérez y Patrias. Actos y Letras (2018) / Foto del autor © Rolando Prats

Veneno, o del hábito del prejuicio Omar Pérez
Y en llegando a esta pasión,
un volcán, un Etna hecho,
quisiera sacar del pecho
pedazos del corazón.
¿Qué ley, justicia o razón,
negar a los hombres sabe
privilegio tan süave,
excepción tan principal,
que Dios le ha dado a un cristal,
a un pez, a un bruto y a un ave?
Calderón de la Barca, La vida es sueño
A modo de prefacio
Hace unos días, mientras limpiaba unas brochas, encontré unas hojas sueltas. Pertenecían a un libreto de un programa radial reciente, destinado a educar al público acerca de los males causados por el consumo de la marihuana.
No dejó de llamarme la atención el tono medieval (debo decir, admonitorio y casi esperpéntico), si se considera que la radio es, aún hoy, vehículo de la modernidad, orientado hacia las masas instruidas, redimidas, incluso por la luz del nuevo milenio.
Me invadió una sensación de urgencia —como de piedra en el zapato, o mendrugo atragantado. Quise escribir algo —y que no fuera espuma— acerca de uno de los tabúes mejor guardados y peor comprendidos de nuestra civilización; no bastaría con reaccionar a la ligera, teniendo en cuenta la pesadez de los castigos con que suelen hacerse acompañar semejantes tabúes. No es el caso adornar con ironías una excomunión que puede remitir a los herejes al otro lado de alguna de las rejas que proliferan en nuestros limbos sociales: de los “paraísos artificiales” que canta Baudelaire a los penales que denuncia Foucault, sin mucha transición.
Recordé entonces poseer un librito acerca del tema, ni más ni menos vetusto que el discurso del mentado libreto, a pesar de la distancia de 80 años —la edad de mi madre— que los separa. Hallé también un número de The Economist (13 de febrero de 2016), que contenía un briefing titulado “Legalising cannabis safely”, capaz tal vez, si no de enderezar, siquiera de conmover la balanza con su hálito, tan británico, de actualidad e imparcialidad.
Daré comienzo a esta narración —pues de otra cosa no se trata— apenas con esos elementos, teniendo siempre presente que el verdadero tema de este libro no es el cannabis ni su correspondiente tabú, sino el hábito del prejuicio y la adicción a manipular los datos que la realidad nos ofrece, sobre todo cuando esos datos no corresponden a nuestras expectativas e intereses.
28 de noviembre de 2016
I
Que la intelectualidad tenga como función, no decir la verdad y salvar al mundo,
sino ambicionar la capacidad de representar, escuchar y contar historias[1].
Lyotard
Expendedores y viciosos. Una fantasía antropológica
“He querido más bien que hacer una novela
con más o menos ribetes de fantasía, escribir
un libro útil para todos y en ese empeño he
tenido bastante suerte al lograr para este
propósito, interesantes datos en relación con
el tema que trato.”
Antonio Gil Carballo
Antonio Gil Carballo hizo imprimir el volumen Expendedores y viciosos. Opio, morfina, marihuana, cocaína, heroína —este es el librito del que les hablaba— en la tipografía “La Universal”, situada entonces, 1937, en la calle Habana No. 110. Abre el volumen una contribución de Enrique Serpa, a manera de prólogo, que por sí sola bastaría para apagar cualquier sed de superchería.
Serpa, cumplido cuentista, delinea el currículo del autor —de reportero a oficial de la policía secreta— y procede a colocar el cannabis en el centro del altar de todos los peligros:
“... monstruo inmisericorde, más terrible aún que el del opio, la morfina y la cocaína.”
“... despierta y exalta las pasiones más crueles y sombrías del hombre, cual si fuese un genio maléfico capaz de desencadenar las fieras agazapadas en el inconsciente humano.”
“... un niño inclusive, puede caer víctima del afán homicida que suele nacer, con el delirio, en el marihuanómano”.
Y, en fin, tras mencionar “la desenfrenada sobreexcitación nerviosa y la hipertrofia de la imaginación que provoca la marihuana”, Serpa concluye:
“Ni el opio, ni la morfina, ni la heroína, ni el éter, ni la cocaína, ningún estupefaciente, en una palabra, había conseguido mancillar la pureza de la adolescencia. Pero llegó la marihuana y conquistó esa triste y abyecta gloria.”
La contribución del propio Gil Carballo da comienzo con un prefacio aclaratorio (“No soy un teórico, soy un militante”) titulado “Escribo para al bien”, en el cual, tras descalificar a aquellos “notables escritores, entregados al vicio del Opio o a la Morfina” (léase De Quincey, Baudelaire, Coleridge, Poe & Co.)—quienes, al mostrar en sus libros “los supuestos encantos de paraísos artificiales y delicias supra-terrenas”, no hicieron más que “inmoral propaganda”—, pasa a afirmar con cierto desconsuelo que, a pesar del empeño mostrado por la policía, el ejército, la aduana, la marina de guerra, los funcionarios de sanidad, los servicios secretos y hasta la masonería, “los jóvenes fuman cada vez más”. He ahí, al parecer, la razón de este enjundioso libelo que intentaré desglosar capítulo a capítulo, pues el valor documental y antropológico que encierra va más allá de la curiosidad literaria o bibliográfica, aunque, también, incite a ambas.
Antonio Gil Carballo, quien, por su “brega policial”, recibiera del entonces “Jefe del Ejército Constitucional, Coronel Fulgencio Batista, una felicitación por escrito”, logró conformar para su libro una estructura irregular en la que se combinan el documento oficial, la anécdota callejera y la arenga precientífica. Por no hablar del bosquejo histórico; quizás, a veces, antihistórico.
El primer capítulo, “Ojeada general sobre las drogas”, comienza con un vistazo a la nefanda —me contamino con adjetivos “de época”— guerra del opio en China. “El terrible vicio fue llevado a China, para vergüenza de la civilización, por dos naciones progresistas y cultas: la liberal y democrática Inglaterra, cuna del mutuo respeto y progenitora de ilustres varones, y Francia, cuya nación posee en la historia universal, el honor de haber proclamado los derechos del hombre, trazando pautas de hermosas rebeldías”.
Aproximadamente un siglo después del Tratado de Nankín —que impuso a la China derrotada la importación del opio desde la India— continúa la guerra de, o contra el opio: “miles de viciosos y expendedores fueron ejecutados en la ciudad de Peiping[2], en el mes de diciembre del año 1936 y cuatro magníficos Hospitales con capacidad para mil enfermos cada uno de ellos, han sido los últimos pasos dados [por el gobierno chino] en su empeño de sanear la nación”. Tan marcado el empeño que “el enfermo que es considerado INCURABLE, lo ejecuta el Gobierno públicamente”. De la sala terapéutica a la plaza de los fusilamientos, ¿cómo no recordar Vigilar y castigar?
En “La intervención americana”, Gil Carballo elogia al gobierno estadounidense, que, “haciendo uso de las anteriores experiencias, extiende la esfera de acción (…) y recibe el concurso de las naciones hispanoamericanas” en la guerra contra los “envenenadores de la humanidad”. Y luego, “Cuba secunda, no obstante los graves errores que padecemos, los esfuerzos del Gobierno Americano en este problema de las drogas”.
Tras elogiar a Mr. Harry Jacob Anslinger, Comisionado General de Narcóticos, el autor declara: “Los Estados Unidos vienen sintiendo los efectos del vicio de las Drogas, desde la construcción del Ferrocarril de California a los Ángeles, en cuyas obras los obreros chinos enviciaron a los americanos.”
La estructura del libro es heteróclita, asimétrica, fragmentaria y casi digresiva alrededor de un punto fijo: acabar con las drogas y redimir a los viciosos, aunque para ello haya, primero, que ejecutarlos.
En la página 38 se revisan las “Penalidades vigentes en varios países”, que van de la multa de 600 florines en Holanda al fusilamiento en China, pasando por trabajos forzados en Suecia, arresto y multas de hasta 600 pesetas en España, “mucha vigilancia y castigo de multa y arresto a los traficantes y días de encierro al vicioso” en México, “una escala de penas” que va de 15 meses a 10 años en Nueva York, y otra escala de penas (frase digna de Calderón de la Barca) de 10 años a cadena perpetua en la Florida.
Este abanico de posibilidades represivas alienta al autor a escribir el capítulo “La debilidad de nuestro código”. Se refiere solo a expendedores, lo cual, de momento, hace pensar que los consumidores, también llamados “enfermos”, eran perseguidos, pero no penados. Las penas van de 2 meses y multa de 250 dólares a 6 meses y multa de 500 dólares en el caso de los reincidentes.
El autor lamenta que la policía no pueda encarcelar a un conocido “Expendedor”, “si no se le encuentra encima o en su residencia el cuerpo del delito: La Droga”. Tiene, sin embargo, motivos para la esperanza, pues “la Ley de Drogas está siendo objeto de un detenido estudio y las penalidades serán muy fuertes”.
En el renglón de “La sanidad cubana”, el autor advierte con orgullo que la Secretaría de Sanidad nacional trabaja en estrecho contacto con el gobierno norteamericano, de modo que “anualmente se remite por el Gobierno Cubano, un estado de las cantidades de narcóticos en existencia en las Droguerías. Ese informe es enviado al Buró de Narcóticos de la ciudad de Washington”.
Podían hallarse en ese entonces en droguerías, con prescripción facultativa, la morfina, la cocaína y el opio, así como hojas de coca, cloroformo, éter, heroína, hidrato cloral de cannabis indica, marihuana, peronina y tropococaína, elenco aprobado por decreto presidencial de 1924.
El autor distingue entre Botica (Apothecarium) o Farmacia y Droguería, a la cual aquella hace sus pedidos, “bien a granel o afectando la forma de especialidades, extractos, tinturas y demás preparaciones galénicas que las contengan [las Drogas] a excepción del Elixir Paregórico y los Polvos Dower”.
En la página 48 (“Un calvario el arresto”), se refiere a “los defectos casi inhumanos que posee nuestra Ley de 25 de Julio de 1919, cuando hay necesidad de aplicarla al vicioso que es detenido por infractor”.
Dicha ley ampara al consumidor de la cárcel y ordena su ingreso en el lazareto del Mariel. “Desde ese momento comienza el calvario del individuo. La tramitación oficial es tan lenta que ello ocasiona en el detenido un estado terrible por la ‘falta’ del ‘chivirico’ [uno de los nombres de la morfina].” Gil Carballo dice haber proporcionado droga a detenidos en crisis de abstinencia; cuando otros colegas no tenían a mano sustancia alguna con que aliviar la crisis, el autor “la tenía... y buena, porque sabía aliviar la situación de los infelices”. “En cuanto al Expendedor”, concluye, “no tengo hacia él la menor cantidad de compasión."
El autor lamenta que la policía no pueda encarcelar a un conocido “Expendedor”, “si no se le encuentra encima o en su residencia el cuerpo del delito: La Droga”. Tiene, sin embargo, motivos para la esperanza, pues “la Ley de Drogas está siendo objeto de un detenido estudio y las penalidades serán muy fuertes”.
En el renglón de “La sanidad cubana”, el autor advierte con orgullo que la Secretaría de Sanidad nacional trabaja en estrecho contacto con el gobierno norteamericano, de modo que “anualmente se remite por el Gobierno Cubano, un estado de las cantidades de narcóticos en existencia en las Droguerías. Ese informe es enviado al Buró de Narcóticos de la ciudad de Washington”.
Podían hallarse en ese entonces en droguerías, con prescripción facultativa, la morfina, la cocaína y el opio, así como hojas de coca, cloroformo, éter, heroína, hidrato cloral de cannabis indica, marihuana, peronina y tropococaína, elenco aprobado por decreto presidencial de 1924.
El autor distingue entre Botica (Apothecarium) o Farmacia y Droguería, a la cual aquella hace sus pedidos, “bien a granel o afectando la forma de especialidades, extractos, tinturas y demás preparaciones galénicas que las contengan [las Drogas] a excepción del Elixir Paregórico y los Polvos Dower”.
En la página 48 (“Un calvario el arresto”), se refiere a “los defectos casi inhumanos que posee nuestra Ley de 25 de Julio de 1919, cuando hay necesidad de aplicarla al vicioso que es detenido por infractor”.
Dicha ley ampara al consumidor de la cárcel y ordena su ingreso en el lazareto del Mariel. “Desde ese momento comienza el calvario del individuo. La tramitación oficial es tan lenta que ello ocasiona en el detenido un estado terrible por la ‘falta’ del ‘chivirico’ [uno de los nombres de la morfina].” Gil Carballo dice haber proporcionado droga a detenidos en crisis de abstinencia; cuando otros colegas no tenían a mano sustancia alguna con que aliviar la crisis, el autor “la tenía... y buena, porque sabía aliviar la situación de los infelices”“En cuanto al Expendedor”, concluye, “no tengo hacia él la menor cantidad de compasión”.
Tras describir el tratamiento de desintoxicación en el lazareto, el autor aclara:
“En el Hospital de Narcómanos de El Mariel son recluidos los viciosos de marihuana pero no existen aún planes de curación para ellos. Solo el reposo es lo que reciben allí.”
En la página 54 leemos: “Parecería una descortesía dejar de mencionar los nombres de las principales autoridades cubanas…”. El autor lo hace, desde Batista hasta el último de los Capitanes que participan en la lucha “por hacer desaparecer de sus demarcaciones a los fumadores de marihuana”. En la nómina tiene lugar especial el coronel José Eleuterio Pedraza, jefe del cuerpo policial (responsable de numerosos y notorios crímenes), quien “solo aspira a limpiar de ‘lacras’ a la sociedad”. Palabra de policía.
La página 88 da inicio a una antología de desmanes:
“En Jesús del Monte, el hijo de una respetable señora empleada en la Secretaría de Sanidad de Cuba, sufrió los efectos de un cigarrillo de marihuana y al llegar a su casa trató de matar a su madre con una pistola que con mucho trabajo se le pudo quitar.”
“En un baile celebrado recientemente en el Centro Gallego de La Habana, durante los carnavales del año 1936, un joven exmilitar, bajo los efectos del cigarrillo de marihuana, disparó su revólver y dio muerte a una pobre señorita que acudía a la fiesta.”
“... un muchacho de 17 años hizo agresión a un vigilante de policía de la calle Vives, cuando el policía trató de quitarle el revólver que portaba y con el que se dio al fin un balazo en la sien. Ese joven había poco antes comprado en el Parque El Cristo varios cigarrillos de marihuana y había fumado 2 de ellos.”
Y, en fin, en 1929, en Denver, Colorado,
“Vence Henderson, de 27 años, bajo los efectos de la marihuana, dio un tiro a su tía Eleonora Wells porque esta se demoraba en calentarle la comida...

***
La antología no precisa de comentario; por otra parte, uno podría preguntarse por qué no prohibir ante todo la producción y distribución de armas de fuego. Este sería el lado “Imagine” de la cuestión, por qué no comenzar por simplificar el mundo antes de seguir complicándolo con ulteriores leyes y armamentos superiores; se trata, sin embargo, de un razonamiento al estilo John Lennon, artista que, para colmo, fumaba hachís. ¿Qué podía saber él de regulaciones?
En la página 92 se proporcionan, en nota, algunos de los nombres propios del cigarrillo maléfico: chitín, chicharra y prajo; “díñame un prajo” sería la manera popular de pedir uno de esos cigarrillos. Desconozco el origen de la voz “prajo”, y, aunque he escuchado decir que es de procedencia eslava (“praj”, en ruso, es una de las varias palabras que en ese idioma significan ceniza), me parece singular, aunque no imposible, que haya llegado de los tugurios de Odessa a los de la Habana.
La “Descripción del marihuanero” ofrece, en la página 93, lo siguiente:
“Los tipos que se dedican al consumo de la marihuana son conocidos a un kilómetro de distancia por su porte especial. Casi todos ellos son delgados; tipo fino, no obstante producirle el humo tóxico un apetito inmenso. Cuando terminan de fumar, tienen hambre y sed. Por el contrario del vicioso de morfina, casi siempre el ‘grifo’ está elegantemente vestido y sobre todo muy bien peinado. Usan un pelado peculiar. Le dicen pelado a ‘la mota’ cuya característica consiste —según ellos— en la semejanza del pelado a ‘la mota’ que produce la mata de marihuana […] Cada ‘cachada’ les produce una nueva idea. Desean tocar guitarra; oír un tango o creerse todo un artista del cinema.”
En la página 94, “Difícil su captura”, refleja ya desde el título casi todo acerca de la actividad redentora. “He considerado”, afirma Gil Carballo, “más importante un arresto de un ‘marihuanero’ que tres servicios en otras drogas”. Menuda cábala; el tono de safari recuerda, por otra parte, aquella frase de Animal Farm: todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros. Por lo tanto, todos los animales son distintos y algunos serán más distintos que otros, ergo:
“Parece que el efecto que les produce el cigarrillo tóxico, pues casi todos los expendedores lo fuman, les dota de cierta viveza que ningún otro delincuente posee.”
Adentrémonos, si no, en este episodio de Matrix:
“Un niño de quince años fumó en la calle San Cristóbal, en el Cerro, un cigarrillo de esa yerba y cinco hombres fuertes no podíamos con él. No sé de dónde ese muchacho sacó tanta fuerza. Es a mi juicio el producto más nocivo que existe”.
¿El producto más nocivo que existe? ¿Más que el derivado de la fisión del átomo? Pues sí, tengan en cuenta que “Ed Brown, veterano Sheriff del Bosque Negro, estado de Colorado, U.S.A., declaró que prefería enfrentarse con 25 bandidos antes que con un sujeto que estuviera bajo la acción de la marihuana”.
Es el mismo estado de la Unión que diera a luz a Vence Henderson, el asesino del apetito monstruoso, hoy región pionera en la legalización y comercialización del cannabis, para consternación de los sheriffs de nuestros días. Ahora mismo, la ciudad de Denver, según uno de los artículos de The Economist que eventualmente comentaré, “es, no por coincidencia, una de las destinaciones más populares entre los estudiantes norteamericanos durante sus vacaciones de primavera”. (La traducción de citas de The Economist es siempre mía.)
Las páginas siguientes prosiguen en la misma vena, ya con sabor científico, histórico o, sencillamente, con sabor a propaganda. Tres tazas:
“He visto al doctor Sansores, médico cubano, perteneciente a la morgue de La Habana, haciendo la autopsia de un sujeto que murió bajo un ataque de locura que le produjo la marihuana y que lo llevó a tirarse desde un quinto piso a la calle en el Vedado. Ese infeliz tenía el cerebro que era ‘enormemente anormal’ —decía el doctor Sansores que ‘era algo verdaderamente raro el fenómeno que presentaba la masa encefálica en relación con la disminución observada’.”
“El general Pancho Villa castigaba con fusilamiento a los soldados que la fumaban [la marihuana] porque le repugnaba ese vicio y además, porque estimaba que, bajo la inconciencia del humo tóxico, podían igual traicionar sus principios revolucionarios que defenderlos.”
“La experiencia demuestra que en Cuba, muchos hechos delictuosos y especialmente del ‘gansterismo’, se han producido bajo el dominio de la maldita marihuana.”
Sería fascinante releer, y reescribir, la historia de la isla de Cuba a través de esa mirada. ¿Por dónde empezaríamos? ¿Por el suplicio de Hatuey o por la reconcentración de Weyler? O, mejor aún, ¿por la masacre de la calle Orfila, tal vez la primera balacera transmitida en vivo, por radio, en la historia de la república y en la cual se mezclaron policías, militares, políticos y, desde luego, gánsteres? ¿Estarían todos “under the influence”?
En la página 111, el autor introduce “Un capítulo del Dr. Castellanos” que, con gusto, citaré in extenso. Director del Gabinete Nacional de Identificación, Castellanos ofrece su visión de “Cuba ante el problema de las drogas heroicas”. Comienza por alertar sobre “La intensa corriente de viciosos y corrompidos extranjeros, que nuestro país ha recibido por oleadas en todos los tiempos”, a la que responsabiliza por la introducción en la isla de toda una variedad de productos nocivos, entre ellos,
– “el opio para soñar como los asiáticos”;
– “la morfina para olvidar penas y vislumbrar placeres supremos”;
–“la cocaína para sentir sensaciones nuevas e insospechadas”.
Last, but not least,
– “la marihuana para producir energías e impulsos desconocidos”.
Diríase un anuncio publicitario redactado por Rubén Darío; a diferencia del policía, el doctor muestra una curiosidad “científica” por el monstruo inmisericorde, según la terminología de Serpa.
Cita entre las “causas de auge de los estupefacientes entre nosotros”,
– “la inexperiencia de la juventud”;
– “la incontenible inclinación al baile”;
– “el temperamento tropical”;
– “las compañías sin selección física ni moral”;
– “la falsa intelectualización”.
Prosigue,
“Cuba, que ha sido un excelente mercado para los extranjeros, incesantes explotadores de nuestras virtudes y defectos [¿Y acaso no viceversa? ¿No han explotado los cubanos las “virtudes y defectos” de los extranjeros? El subrayado es mío.], no podía dejar de ser una fuente de riqueza para los contrabandistas de estupefacientes.”
Me pregunto adónde se remonta, en su origen, la corriente de viciosos y corrompidos extranjeros que menciona Castellanos. ¿Hasta Colón y sus seguidores? Esta corriente baña nuestros días; un artículo de The Guardian Weekly, de 18 de marzo de 2016, expresa preocupación por el interés que ciertas empresas transnacionales puedan mostrar en invertir en la isla:
“... Havana is by far the safest Latin American capital; drug consumption is minuscule and organised crime of the kind known to Mexico City, Bogotá or San Salvador is nonexistent. But no multinational corporation will be as anxious to invest in the newly open Cuban market than the Mexican narco-cartel Los Zetas, which controls the Caribbean, whose heartland territory is no farther than the short distance travelled by the tiny Granma boat that carried Castro’s revolutionary vanguard across the Gulf from Mexico in 1956 ...”
El artículo es uno de tantos que analizan el “futuro” de Cuba a partir de los más recientes eventos: restablecimiento de las relaciones diplomáticas con U.S.A., fallecimiento de Fidel Castro, aumento del turismo, sin excluir el concierto de los Rolling Stones. A modo de resumen de sus especulaciones acerca de cómo una inversión importante en materia de drogas ilegales y —para usar un término ya aceptado en este tipo de análisis— recreativas, podría afectar la estabilidad en la isla, el articulista concluye: “No one wants to talk about that how will change Havana.”
Como si quisiera, desde el siglo pasado, responder a esta ominosa probabilidad, Castellanos declara que “Cuba, más que ningún otro país, debe apresurarse a intensificar la lucha contra el vicio de los narcóticos”. De seguro, muchos otros doctores, en muchos otros países, han de haber llegado a similares conclusiones. Veamos en qué razonamientos científicos basa el doctor Castellanos su premura:
“Nuestro país, que es un territorio de tiroideos e impulsivos, acentúa más su tendencia a los delitos contra las personas, desde las simples lesiones hasta el asesinato más alevoso, con el uso de la marihuana, que al actuar sobre los centros nerviosos exacerba la agresividad en los sujetos.”
Así pues, la capacidad que, según Castellanos, tiene el monstruo inmisericorde para “producir energías e impulsos desconocidos” se dirige a la perpetración del Mal y, no solo, ni fundamentalmente, a otras acciones ya referidas por Gil Carballo en su “Descripción del marihuanero”, como “tocar guitarra; oír un tango o creerse todo un artista del cinema”; tampoco es positivo que produzca “viveza” mental o una extraordinaria capacidad física que estarían fatalmente condenadas a servir a fines delictivos; y se deduce, algo contradictoriamente, que es irrelevante en lo que concierne a “la incontenible inclinación al baile” y ni siquiera a aquello que el doctor llama “falsa intelectualización”, sea ello lo que fuere. En cuanto a la cuestión del “temperamento tropical” de los tiroideos e impulsivos habitantes de la isla y de cómo éste es afectado de modo sobremanera negativo tras su contacto con el monstruo —y no por otras drogas legales, comercializadas y publicitadas, como el alcohol— es cuestión que me permito posponer para un examen ulterior, tratándose de un elemento no de orden político o judicial, sino específicamente sicológico.
Castellanos llama en su ayuda a las socorridas estadísticas y a la, no menos socorrida, autoridad de un especialista norteamericano, el criminalista Carleton Simon, quien “demostró” que en Nueva York casi el 70% de los drogadictos tenían antecedentes penales. Y viceversa, se podría inferir. A ese respecto, uno de los autores del mencionado briefing para The Economist, apunta que, según Jonathan Caulkins, investigador y profesor de Carnegie Mellon University, los consumidores de cannabis son más propensos que los de alcohol a definir al monstruo como la causa de todos
sus problemas profesionales o familiares. Sin embargo, admite que se trata de “una comparación imperfecta”, ya que los marihuaneros son, por definición, delincuentes —no así los alcohólicos, al menos en el occidente cristiano— y, por lo tanto, más dados, quizás, a enfrentar semejantes problemas. Ahora bien, “está claro que la yerba es, en palabras de Mr. Caulkins, ‘a performance-degrading drug’”. Pregúntenle a Bob Marley.
El método, o, en este caso, el estilo estadístico —según los propios científicos, las estadísticas son en realidad uno de los datos más difíciles de interpretar y más fáciles de manipular—, por el cual alguien que ya es, por definición, un delincuente, termina por ser un delincuente, recuerda operaciones filosóficas como el sofisma o la petición de principio. La pregunta que me hago en este instante es si esas manipulaciones, léase errores metodológicos, son ingenuas o son interesadas. Si provienen de una candidez medieval o si, ya en el Nuevo Milenio, revelan incapacidad para abrirse a todos los matices (no solo políticos, económicos o jurídicos, sino además, y sobre todo, científicos, sicológicos y culturales) que ofrece un campo de estudio sobre el cual no se ha dicho aún, ni por asomo, la última palabra.
Ah, cuánto me gustaría recomendar a los especialistas la lectura del cuento “Los tragadores de hachís”, según lo relata Scherezada en una de sus mil y una noches, pero lo dejaré también para más adelante. Y me conformaré con seguir la rima del doctor Castellanos, quien ahora advierte que, dado que el monstruo “acrecienta los impulsos innatos en los oriundos de la gran isla antillana”, aquellos, o aquestos “descendientes de los que realizaron la epopeya emancipadora”, podrían terminar siendo unos meros “enajenados en libertad”. Algo menos edificante que enajenados presos. He aquí que el dilema “sólo se resolverá por una armónica cooperación del Médico y la Policía”. Y una esperanza más:
“Cuando caiga la demanda, cuando el mercado sea limitado, pobre y estéril, el contrabandista, el expendedor, no será tan peligroso como en la actualidad, que escapa, resiste, medra y florece por los infelices adictos, por los infortunados viciosos.”
No deseo ni imaginar qué consideraciones se harán, por ejemplo, Los Zetas, respecto a la posibilidad de que caiga la demanda; tampoco comentar una frase tan fascinante como “escapa, resiste, medra y florece”, que no sabría si aplicar a un contrabandista, a un guerrillero o a una planta trepadora. Queda muy claro, no obstante, que, varias décadas más tarde, ha tenido lugar un cambio, y no precisamente la caída de la demanda: los infelices adictos, los infortunados viciosos de 1936, no son hoy mucho mejor considerados que un miembro de Los Zetas.
***
En busca de aire fresco para las ideas sobre el monstruo, ansiando tal vez descubrir en el tema “energías e impulsos desconocidos”, al mismo tiempo que intento evitar todo viso de “falsa intelectualización”, abro Sonetos en Cuba, antología de Samuel Feijóo[3], tras la huella de ciertos “arabescos mentales”, de un momento en el que estos monstruos tuvieran otros nombres, otros sabores. Hurgo entre “fulgores orientales, plectros, amibas”, un “árbol adicto”, de Poveda, para llegar allí donde, al decir de Regino Boti,
Vibra empero una pulsación imperceptible
que une lo personal con lo invisible.
Encuentro este soneto de Rubén Martínez Villena, escrito en 1924, dedicado al opio.
Página de la droga celeste
Semilla del Ensueño, la gota milagrosa
en una falsa muerte la Paz nos anticipa,
y orna la paz de imágenes. El alma, que reposa
la secular fatiga, ve cómo se disipa
su gran Dolor en una voluta caprichosa.
Humo que de la torpe materia la emancipa:
ensaya el vuelo ansiado la triste mariposa
a la crepitación caliente de la pipa…
¡Oh, la espiritualísima sensualidad del opio!
En el laboratorio del universo propio
se aduerme al fin la vieja demencia del análisis,
y el fumador, que a ratos su embriaguez desintegra,
hace brotar, luchando con la dulce parálisis,
un vasto ensueño rosa de la píldora negra.
Gracias, Samuel. Gracias, Rubén. Como, de costumbre, los poetas ofrecen un punto de vista autónomo, en sí mismo científico contra toda corriente. Este es el oasis en el que la vida, ante todo, se ve como cultura, como cultivación, y no como ejercicio de la culpa ni alimento de las leyes.
Prosigo con Expendedores y viciosos, y esta vez lo hago ofreciendo un somero índice razonado de los temas que trata el autor, agotada mi curiosidad sobre su punto de vista:
“Los contrabandos en Cuba” (pág. 120) trata del modus operandi y casos ejemplares.
“Expendedores” (pág.123): “En mi concepto cualquier homicida, por criminal que sea [digamos, digo yo Adolf Hitler], merece más compasión que un EXPENDEDOR DE DROGAS [todo en mayúsculas en el original].” Gil Carballo distingue, todavía, entre expendedor, merecedor de “fuerte pena”, y vicioso, “enfermo de la voluntad” digno de ser “sometido a un plan de curación”. Subsiguientes legislaciones habrían de complacerlo, en cuanto a la primera parte, extendiendo la severidad a la segunda, sin resultado terapéutico alguno; terapéutico, valga la aclaración, en el sentido de curar a la sociedad, los individuos que la integran y las costumbres resultantes.
“El barrio chino, meca de la droga” (pág. 129). Con perdón de los musulmanes; describe “barrios propicios a las drogas heroicas”, en especial el chino, y procede a ofrecer más casos ejemplares. Por ejemplo,
– en la página 137, el de menores y mujeres usados como “alcanzadores” o “sujetadores”, es decir, asistentes del traficante;
– en la página 141, “El Chinito Lima”, “Condenación de un expendedor cantonés” (digno título para una obra del Teatro Shanghái);
– en la página 144, “Los mayores servicios hechos en Cuba”;
– en la pág. 149, “Un informe importante”, reproduce un informe dirigido al Jefe de la Policía Secreta Nacional sobre el “descubrimiento” de un laboratorio clandestino: “Que dicho sujeto mediante cierto procedimiento químico extraía del OPIO, MORFINA, y hojas de COCA, los distintos productos heroicos que le han sido ocupados, pudiendo resultar que desde el PERU, importara las hojas de Coca, para realizar estos experimentos químicos que le facilitaran la manera de confeccionar en nuestro país, productos que hacía pasar como DROGAS HEROICAS de marcas extranjeras”.
El tema alquímico, que aparece subrepticiamente en el soneto de Villena, se muestra aquí bajo otras luces.
En la página 153, “La captura de Ángel Caraduly”. Venturas y desventuras de un traficante griego en La Habana.
En la página 159, “Ocupación de 800 gramos de cocaína”. Servicio entre los considerados como de “gran importancia”.
En la página 161, “Dos servicios, en Camagüey y Santa Clara”.
En la página 161, “Dos servicios, en Camagüey y Santa Clara”.
En la página 163, “Cómo terminaría el vicio en Cuba”. Tras alertar de “lo acontecido en China, donde millones de hombres, dormidos en sus sentidos todos por el opio, convierten a la nación en un país desprovisto de progreso y bienestar”, Gil Carballo alienta a los cruzados, precisando que “nuestra cultura es muy superior a esos hombres de tez amarilla y ojos oblicuos”. Tras desechar la peregrina pregunta de “qué habría pensado el Jefe de Escuadra Gil Carballo acerca de la Revolución Cultural”, hago notar, porque se hace notar, la relación entre racismo y tabú. Llegaremos ahí. Por el momento, las recetas:
– Se necesitan policías de “preparación y cultura, cuyas plazas deben estar sujetas a buenos sueldos y a una completa inamovilidad”;
– “La Secretaría de Sanidad, debe ser la encargada de tener bajo el control del Departamento de Narcóticos, una Escuadra destinada a la persecución de los infractores”; dicha escuadra estará integrada por miembros de varios cuerpos policiales dirigidos por un “Jefe capacitado”, instruido, a su vez, por un médico o Doctor en Farmacia;
– El plan de curación de los “enviciados” ha de ser ampliado en lo que se refiere a “la estancia del enfermo”, con tal de que éste permanezca alejado el mayor tiempo posible del “ambiente rutinario”;
– “En las casas de Socorro, los médicos deberán poseer dosis de morfina [no menciona otras drogas] para proporcionar en casos de absoluta e indispensable necesidad al individuo”; es decir al consumidor enfermo-vicioso;
– La escuadra colaborará con funcionarios dedicados a “hacer campaña de persuasión, por medio de conferencias, circulares, prensa y boletines, con el fin de que los padres de familia puedan cooperar con las autoridades a evitar la propagación del vicio en la juventud”. ¿Utopía o 1984? Dejemos, por el momento, abierta la interrogante.
Antes de llegar al clímax de esta odisea antropológica que es el libro de Gil Carballo, algunas precisiones.
– Al marihuanero se le llama “grifo”.
– Al expendedor se le llama “gibarito”.
– Un cigarrillo cuesta de 5 a 10 centavos de la época.
Para terminar, el autor reproduce, a partir de la página 171, “El Convenio de Ginebra”, que merita algunas consideraciones. El “Convenio para limitar la fabricación y reglamentar la distribución de los estupefacientes” fue firmado en Ginebra, en 1931, tras reuniones celebradas entre el 27 de mayo y el 13 de julio; entre
otros, y por este orden, por el presidente del Reich alemán, el presidente de U.S.A. y, ahora siguiendo el alfabeto, los presidentes de Argentina, Austria, su majestad el rey de los Belgas, los presidentes de Bolivia, Brasil, Britain and Ireland y dominios británicos “allende los mares”, así como el emperador de las Indias, los presidentes de Chile, Costa Rica y Cuba, su majestad el rey de Dinamarca e Islandia, el presidente de Polonia (por la ciudad libre de Danzig), el presidente de la República Dominicana, su majestad el rey de Egipto, el presidente del gobierno provisional de la república española, el rey de reyes de Etiopía, los presidentes de Francia, Grecia, Guatemala, el rey del Hedjaz, el Nedjed y Dependencias[4], el rey de Italia, el emperador de Japón, el presidente de Liberia, el presidente de Lituania junto a la duquesa de Luxemburgo, el presidente de México, su alteza serenísima príncipe de Mónaco, los presidentes de Panamá, Paraguay, Polonia (se presentó con 2 presidentes) y Portugal, de la mano de la reina de los Países Bajos, el sha de Persia, los reyes de Rumanía, Siam, Suecia, el Consejo Federal Suizo, y los capitanes regentes de la república de San Marino, cerrando el cortejo los presidentes de Checoeslovaquia, Uruguay y Venezuela. El enviado por Cuba fue Guillermo de Blanck, extraordinaria y plenipotenciariamente[5].
Espero que el lector no se haya aburrido con la pasarela. En cuanto a las “definiciones”, se entienden por “drogas” las siguientes:
a) morfina y sus sales;
b) diacetylmorfina y otros éteres, es decir, heroína;
c) cocaína y sus sales, incluyendo preparaciones hechas directamente con la hoja;
d) dihydrooxycodeinona y sustancias afines, sus éteres y sus sales;
e) codeína;
f) opio “bruto” y “medicinal”.
Se podrá tener alguna idea de lo detallado del convenio cuando se nos dice que “[p]or hoja de coca se entiende la hoja del Erythroxylon Coca Lamarck, del Erythroxylon novogranatense (Morris) Hyeronimus y de sus variedades de la familia de los Erythroxylaceos”, mientras que por “cocaína debemos entender un ‘éter methylico de la benzoylegnonina levogyra’”, etc.
Se explica en detalle también qué debemos entender por “fabricación”, “transformación” y “evaluación”. Hasta ahí la alquimia. Después se habla de “stocks del Estado”, “stocks de reserva”, “exportación”, “reexportación”, y así, hasta que las “Altas Partes contratantes” se pongan de acuerdo sobre el tráfico legal de drogas. Ni más, ni menos.
Cabe observar que el monstruo inmisericorde no aparece mencionado en el convenio. Y que la conferencia emitió un voto para “atribuir premios como recompensa por los resultados de las investigaciones emprendidas con el objeto de descubrir medicamentos cuyos efectos terapéuticos, siendo los mismos que los de las drogas, no den lugar al hábito de la toxicomanía”. Quién sabe cuántos caramelos, cuántos programas de televisión, han sido fruto de esas investigaciones.
El Secretario de Estado, Orestes Ferrara, y el presidente de la república de Cuba, Gerardo Machado, dieron curso a esos acuerdos, firmándolos en el Capitolio habanero.
Como se diría en un programa de televisión, el libro que escribo no sería posible, ni siquiera imaginable, sin el de Antonio Gil Carballo; tal es la suerte de los libros y las investigaciones que giran alrededor de ellos. Al reportero-jefe de escuadra debo agradecer, además del caudal de información antropológica, y no solo, haber mostrado una estructura libresca que no está ni enajenada de su fin, ni sujeta a una línea discursiva fijada de antemano. Con los errores que podamos señalar, el libro de Gil Carballo cumple la tarea de evacuar un “trabajo de campo”. En un campo que, como dijo Félix Varela, han dejado crecer mucha maleza.
¿Legalizar el cannabis o canabisar la ley? Acerca de un briefing de The Economist
Antes de pasar revista al material de The Economist, debo mencionar un artículo que he hallado en estos días; el lector comprenderá que, a medida que un investigador se aproxima a su objeto (y la antropología no puede garantizar que el objeto real de la investigación sea el mismo que el antropólogo ha determinado de antemano), varias “energías e impulsos desconocidos”, para utilizar la terminología del doctor Castellanos, comienzan a contribuir de manera espontánea. He aquí que, en un número reciente de La Gaceta de Cuba —que encuentro en un cajón de revistas—, la documentalista Rebeca Chávez narra, en un artículo sobre el músico Chano Pozo[6], su encuentro con Isolina Carrillo, compositora de “Dos gardenias”:
“Un día me preguntó si estaba ‘castigada’ y si se me ‘imponía’ hacer esta película, en su lógica ella ponía en primer plano al ‘guapo’ marginal y no al músico, y no me hizo ningún comentario respecto [a] la reconocida maestría de Chano con los tambores.”
Rebeca Chávez observa que la relación Chano-Manteca puede ser incomprendida; “Manteca” no es solo el título de la pieza más célebre de Chano, es también uno de los nombres vulgares del monstruo inmisericorde. Tata Güines, en el citado artículo, recuerda haber conocido a Chano en la orquesta de Dizzy Gillespie, “independientemente de su número ’’Manteca’”. Qué quiso decir Tata con “independientemente” no es cosa que pueda definirse. Sin embargo, el artículo de Rebeca Chávez cita la siguiente frase: “Todos los que fuman ‘manteca’ antes o ahora no tocan las congas como Chano.”
A medida que progresa esta investigación, los genios locales tienen algo que reportar. Así como los planetarios. El discurso de The Economist parte de ciertas preguntas generadas por un período de “post-legalización”. Para muchos lectores del planeta, antes o después (Chano Pozo no sería hoy una excepción), puede parecer ciencia ficción. Imaginen “hileras de plantas lujuriantes y florecientes atendidas por técnicos en traje blanco que solo son molestados por las autoridades cuando llega el momento de pagar los impuestos”.
Los impuestos, y otras regulaciones, guían la reflexión de los columnistas. En el editorial, “The right way to do drugs”, se preguntan acerca de cómo “someter a impuesto, qué variedades permitir, quién debe vender y a quién” un producto que, según Gil Carballo, se vendía en farmacia en el siglo pasado. Es el mismo espíritu del antes citado convenio, y la letra bien poco varía. Como si Margaret Thatcher, tras escuchar “Lucy in the Sky with Diamonds”, decidiera reunirse con los especialistas.
En vez de hablarse de legalizar, debería, en propiedad, hablarse de re-legalizar, es decir, devolver a la cualidad ordinaria, cotidiana, un producto que, gracias a una guerra fallida, fuera excomulgado; se deja ver además la falta de una visión cultural del asunto; como si fuera solo cuestión de “regular” o “prohibir” (vigilar y castigar), de impuestos o penalidades, de industria o guerra. O guerra de la industria, y viceversa; el monstruo inmisericorde entra a jugar en un juego prefabricado en el cual participan lo mismo un jabón antibacteriano que una píldora anabólica. Este modelo de “o esto o aquello”, característico del pensamiento autoritario, se resuelve en una falsa disyuntiva. No hay sino una salida, someterse a las armas o al dinero; este efectivo tornillo de banco es el que cumple, entre otros muchos triunfos políticos, la función de vaciar de su elemento cultural la cuestión.
Según los articulistas, no se trata de to be or not to be, sino de legalise or not to legalise. Es obvio que, si las drogas pudieran limitarse a un asunto de impuestos y educación pública, no tendría sentido alguno que existieran; en otras palabras, la droga es mucho más antigua que la ley. El ser humano, como otros muchos seres vivos, conoció la experiencia de la droga

mucho antes que la experiencia de la ley. Así como una lectura de los evangelios, expurgados, de Jesús, puede brindarnos una idea de una vida humana más allá y más acá de la ley, la droga no es mero asunto de drogas, ni de leyes.
Para un columnista de The Economist, comprometido con la sustentación de un mecanismo de cambalache que, de los días de Karl Marx a los nuestros, no ha cambiado mucho, el monstruo inmisericorde no es más que otra mercancía y, como tal, la trata y la describe. Quienes promueven la legalización son pues una mezcla de “libertarios que quieren maximizar la libertad personal y comercial, y conservadores, que comprenden que la prohibición es menos efectiva que la legalización pragmática”. Paréceme estar presenciando un debate acerca de la esclavitud en la cámara de los lores en el siglo XVIII. Sin embargo, ya que en el editorial de The Economist se presentan razones para andarse con cautela respecto a la liberación del monstruo, las citaré con cautela similar,
– El cannabis “parece provocar dependencia en una minoría de usuarios”;
– “La ilegalidad del cannabis significa que la investigación acerca de sus efectos a largo plazo es vaga [hazy]. Hablábamos de petitio principii y de los sofismas como herramienta filosófica; he aquí un ejemplar formidable. Si interviene un procedimiento de ilegalización preventiva, paso previo a una guerra, como sabemos los habitantes del Nuevo Milenio, ello querrá decir que el enemigo lo es porque así ha ha sido declarado. Ergo, war. “Parece” y “significa” no tendrían valor jurídico alguno si se tratara de evaluar, por ejemplo, un caso de fraude cometido por un ejecutivo del FMI. En el caso de la yerba, parece bastar. El editorial, que precede un texto más largo que a continuación examino, no se decide entre la publicidad, de corte científico, de productos elaborados con cannabis (cremas, chocolatines e, incluso, cigarrillos) y ese tipo de especulación intelectual que suele preceder la especulación financiera, acerca de las regulaciones arancelarias, presupuestarias y publicitarias, sin caer, eso sí, en la “falsa intelectualización”. ¿Cuáles son los tecnicismos de rigor?
– prohibir la publicidad;
– prohibir los productos canábicos con paquetes o envolturas atractivas.
Y lanza este llamado: “El estado debe usar el sistema de impuestos y la educación pública para promover los modos menos dañinos de ‘getting high’”, o arrebatarse, como se dice hoy en Cuba, “ponerse”, entre otros. En pocas palabras, esa condición indefinible que permite que los seres humanos, como dice Regino Boti, conecten “lo personal con lo invisible” ¿ha de estar sometida a un regateo de penas e impuestos? No en balde clama Calderón que, a fin de cuentas, la trascendencia siempre estuvo penalizada o vigilada. Por otra parte, que el principio del libre albedrío esté consagrado por las constituciones no lo hace más albedrío sino menos. Como vemos, no es solo cuestión de yerba.
El artículo de fondo de The Economist, “Reeferegulatory challenge”, o el desafío marihuano-regulatorio, si cabe la traducción, no va mucho más lejos. Puede leerse como un desenvolvimiento casi coreográfico, décadas más tarde, del convenio antes citado. “America, and the world, are going to see a lot more such establishments”, proclama el articulista refiriéndose a una boutique, a pocos minutos del aeropuerto de Denver (¿recuerdan al veterano sheriff del Bosque Negro?), donde se comercializa el cannabis, ya sea en su variante vegetal, o como chocolatines y refrescos. Se mencionan los estados de Colorado, Washington, Oregón y Alaska en U.S.A, así como, más allá del territorio norteamericano, Jamaica, Uruguay y Canadá, como espacios en los cuales el cannabis va mutando de monstruo inmisericorde en mercancía regulada.
El articulista se permite citar a Bob Dylan, “to live outside the law you must be honest”, solo para reprenderlo con un “to live inside the law, you must be regulated”. No sé si alguna vez los hippies se hayan percatado de que sus abuelos podían adquirir la marihuana en la farmacia, simplemente advierto la tensión entre “honest” y “regulated” que, obviamente, no es la misma cosa. The Economist, que es la biblia periodística de un hegemonismo ancestral enconado en formas democráticas, con sus aspiraciones a la imparcialidad y el cientificismo más mercenario que imaginarse pueda de Da Vinci a nuestros días, no puede menos que defender una visión pragmática del asunto. Estadísticas ad hoc, y no menos ad hoc especialistas, intentan doblegar la relación entre droga, comercio y crimen como si no hubiera, en la cuestión, ningún otro elemento a tener en cuenta. El tornillo de banco del “o esto o aquello” suele ponerse al rojo vivo cuando se trata de regular “energías e impulsos desconocidos”.
Hastiado de semejantes razonamientos me encontraba, cuando llega a mis manos otro artículo. Nada que ver con drogas, sí con legislaciones. Resulta que, no hace mucho, quiero decir, en el siglo pasado, operaba en algunos países, como los Estados Unidos o Gran Bretaña, una regulación prohibitiva de la obscenidad en temas artísticos o literarios. Por solo citar un ejemplo célebre, el Ulysses, de James Joyce, no pudo ser publicado en Inglaterra o los Estados Unidos, por haber sido considerado impropio según esas reglas de decencia e indecencia que suelen caracterizar a los grupos humanos más civilizados. Ulysses fue publicado en París en 1922, pues allí tales convenios no operaban, por una de varias casas editoriales que supieron “escapar, resistir, medrar y florecer” gracias a la prohibición existente en otras tierras. Que la prohibición es un negocio redondo no es tema de estas páginas. Ni para quién. Baste decir que una editorial guerrillera publicó un libro, menos conocido que el del irlandés, que había sido judicialmente vetado en Gran Bretaña.
El libro en cuestión, The Well of Loneliness, de Radclyffe Hall, historia de amor entre mujeres en la que la mención más próxima a la intimidad sexual es la frase “y esa noche no estuvieron divididas” (“And that night they were not divided”), fue prohibido en Inglaterra cuando el magistrado a cargo del caso dictaminó que el problema, en sí, no era la leve presencia de lesbianismo, sino que este, “queda descrito como fuente, para estas mujeres, de reposo extraordinario, contentamiento y placer, y no solo eso, sino que, en realidad, se lo propone como algo que mejora su equilibrio mental y su capacidad”.
Inadmisible para el juez que dos personas fuera de la corriente pudieran no solo ser felices, sino incluso funcionales, en una sociedad íntima, aparte de la nunca íntima sociedad, a la vez intrusiva y solitaria, a la que nos hemos habituado.
Este y otros datos similares nos brindarán la posibilidad de comprender que las prohibiciones casi nunca tratan de aquello que directamente prohíben. Si más de dos mil años de investigaciones acerca de la intolerancia, al menos desde la muerte de Sócrates hasta nuestros días, no han bastado para hacerlo comprender, espero que los lectores puedan tomar en consideración el hecho de que, tal como se ha dicho en algún momento acerca de la economía, las leyes no son racionales, no son coherentes con ningún estamento ideológico inscrito, ad aeternum, en el proceso de la racionalidad humana; son coherentes, sí, con un enjambre de limitados, con frecuencia contradictorios, intereses locales, que pretenden, tan pronto como se les dé la oportunidad, convertirse en universales. No hay que olvidar, por otra parte, que los imperios no son más que una sobreacumulación de aldeas.
"Cree el aldeano vanidoso”, como decía José Martí, “que el mundo entero es su aldea” no es solo una magnífica oración, es una explicación de cómo opera el pensamiento que se atrinchera ante lo desconocido. Y luego ataca. Leyendo The Economist, en un otoño habanero de atmósfera dorada y aires frescos, rodeado de una turística solemnidad que apenas me permite deducir qué estoy haciendo aquí, si es que estoy haciendo algo más que escribir estas páginas, no me queda otra alternativa que inquirir. Toda la evolución humana ¿podría, eventualmente, reducirse a un puñado de leyes y a una serie de tornillos de banco?
Con la relación entre droga y ley sucede algo parecido a lo acontecido con la poesía y la literatura. Los saberes que han llegado después, mucho después, quieren descontar tiempo a fuerza de fuerza; necesitan imponerse. Las leyes y regulaciones contra, o a expensas de, las drogas necesitan ser impuestas; las drogas, en cambio, no precisan de ninguna imposición. ¿Qué será lo que nos querrá decir esa relación tan desigual?
Medioevo y Nuevo Milenio. Un libreto radial
Como ya decía, un día, mientras limpiaba unas brochas y otros enseres, me encontré entre las manos el siguiente libreto radial. Reproduzco el fragmento tal como llegó a mis manos, con las interrupciones de rigor y sin fecha de transmisión. Supongo que es de este propio 2016 y reconozco el programa, “Por nuestros campos y ciudades”, dramatizado divulgativo-científico en materia de salud pública que se transmite por Radio Progreso, cadena nacional:
“… cambia su comportamiento con alteraciones de la personalidad. Sucede también con otras drogas ilegales como la cocaína, la heroína, el alcohol, que sí es legal, por ejemplo, pero también transforma la personalidad.”
Él: Doctor, en algún momento del pasado, ¿se utilizó la marihuana para alguna dolencia o trastorno de la salud?
Médico: Antiguamente se indicaba para el reumatismo, las mialgias, la migraña y también como analgésico. Hoy sabemos que es una droga ilegal muy peligrosa.
Ella: ¿Es cierto que afecta la vida sexual del hombre?
Médico: Es cierto, Lilia, y esta afectación se debe a su potente efecto vagolítico, lo que significa que inhibe las funciones parasimpáticas, bloquea la erección, altera la forma, la movilidad y la información de los espermatozoides.
Él: Doctor, hemos escuchado decir que la marihuana puede determinar malformaciones corporales o del comportamiento en los hijos. ¿Qué puede decirnos al respecto, por favor?
Médico: Que es cierto, Valles, y se debe a la transmisión hereditaria de padre, aunque la madre no sea o haya sido consumidora.
Ella: ¿Qué otra consecuencia puede derivarse del consumo de marihuana, doctor?
Médico: Bueno, también es desencadenante de esquizofrenia, y al igual que otras drogas ilegales, reduce el nivel de las hormonas masculinas, origina el síndrome amotivacional o arreactivo, ya que el individuo deja de interesarse por el estudio, el trabajo, las relaciones familiares, y algo terrible es la manifestación de pérdida de valores.
Él: ¿Se considera la marihuana una droga distorsionante, doctor?
Médico: Sí, y sus efectos son somnolencia ligera, euforia, despersonalización, fuga de ideas y falsa percepción del tiempo. También crisis de pánico, alucinaciones, delirios y estados paranoides que terminan en crisis depresivas.
Ella: ¿En el caso del fumador, el consumo de marihuana tiene algún efecto especial?
Médico: Mire, en el caso de los fumadores de dosis altas, pueden desarrollar síntomas pulmonares como de episodios de bronquitis aguda, tos y aumento de la expectoración, así como una alteración de la función pulmonar manifestada por cambios importantes en el sistema respiratorio.
Él: Nos gustaría que mencionara, doctor, las señales de alerta que deben considerar los padres y otras personas cercanas al toxicómano.
Médico: Sed intensa, sequedad de mucosa, midriasis, dilatación de la pupila, rechazo a la luz, fotofobia, apetito voraz, quemaduras, risas inmotivadas, uso de gafas oscuras aun en días nublados y disminución del interés sexual.
Ella: Doctor, ¿qué son los hábitos tóxicos?
Médico: Es el consumo frecuente de alguna sustancia que actúa sobre las funciones psíquicas, originando efectos muy dañinos para la salud. Esta acción negativa en el organismo se hace evidente cuando el médico o especialista —según el caso— atiende a un paciente, por determinada causa.
Él: ¿Y el concepto de tóxico o droga, doctor?
Médico: Ya sean legales o ilegales, como el cigarro y el alcohol, una vez que se consumen las sustancias tóxicas, producen algún efecto sobre las funciones psíquicas de la persona...”
Hasta aquí las clases; en otro programa, de febrero de este año, con el título “Actualidad sobre drogadicción y testimonios”, se aborda el tema del monstruo inmisericorde, ya lo comentaremos. Antes escucharemos la “Historia de los dos tragadores de haschisch”, según la cuenta Scherezada durante dos noches (797 y 798):
He aquí un pescador que vivía de su trabajo; media paga la empleaba en provisiones de boca, y la otra en esa hierba alegre de que se extrae el haschisch. Tres veces al día tomaba la yerba: al amanecer, en ayunas, al mediodía y al ponerse el sol. Y esto no le impedía ir a su trabajo.
Una tarde, tras una dosis más fuerte que de costumbre…
PESCADOR: (consigo mismo) Eh, amigo, la calle está silenciosa, la brisa es fresca, la luna invita a pasear. ¡Sal a tomar el aire!
… sale y encuentra la luna llena reflejada en la calle.
PESCADOR: Por Alá, hemos llegado a la orilla del río, haría bien en ponerme a pescar.
Así lo hace. Atraído por el olor de la carnada, un perro enorme traga el anzuelo; se genera un tira-y-encoge hasta que el pescador rueda por tierra. Creyendo ahogarse en el río de la luna, como Li Po, grita,
PESCADOR: Socorro, musulmanes, ¡ayúdenme a sacar del agua este pez monstruoso!
Acudieron los guardas de barrio; primero rieron de la extravagancia del tragador de haschisch, pero cuando este reaccionó de esta manera…
PESCADOR: Pero, ¿se van a burlar de mí, hijos de perra? Ayúdenme a salir del río.
Se arrojan sobre él y le dan una paliza. Luego, lo conducen a casa del cadí, o juez de barrio... [aquí calla Scherezada hasta la noche 798] Y cuando a la primera ojeada que dirigió al pescador, comprendió que el hombre estaba bajo el poder de la alegre droga que tanto consumía él mismo, echó a los guardias y se dispuso a ofrecer hospitalidad al amigo recién aparecido.
A la noche siguiente, tras un día de calma y reposo, el cadí convidó al pescador a consumir haschisch. Y entre ambos consumieron una dosis capaz de derribar con las cuatro patas en alto a un elefante de cien años. Lo cual exaltó las disposiciones naturales de sus caracteres. Y quitándose la ropa, se quedaron completamente desnudos y empezaron a bailar, a cantar y a hacer mil extravagancias.
A esas horas, paseaban por la ciudad el sultán y su visir, disfrazados de mercaderes. Percibiendo el jolgorio, al pasar por las puertas abiertas de la casa del cadí, entran y ven a los dos amigos “en el delirio de la alegría”.
CADÍ Y PESCADOR: Adelante, pasen y siéntense.
El sultán, al observar que el pescador tenía un miembro “de longitud interminable, negro y revoltoso”, dice a su visir:
SULTÁN. ¡Por Alá! No está nuestro cadí tan bien provisto como su negro compañero.
PESCADOR: ¿Qué están murmurando ahí? Siéntense, se los ordeno. ¿O no saben que soy el sultán en persona? Y éste es mi visir.
El sultán y el visir advierten que se trata de dos “comedores de haschisch de la variedad más extraordinaria”.
VISIR: ¿Desde cuándo, oh señor, eres el sultán? Y, dime, ¿qué le sucedió a tu predecesor?
PESCADOR: Lo destroné.
VISIR: ¿Y no protestó?
PESCADOR: Ni siquiera. Incluso se alegró de pasarme la carga del reinado. Oh, qué ganas tengo de mear.
Y, enarbolando su interminable herramienta, se dispone a descargarla sobre el sultán, al tiempo que el cadí pretende hacer lo mismo con el visir. El sultán y el visir huyen riendo.
SULTÁN: (risueño) ¡Alá maldiga a los comedores de hashchisch de su especie!
A la mañana siguiente, el sultán ordena que el cadí y su huésped se presenten en palacio.
SULTÁN: Te he hecho venir con tu compañero, oh, representante de la ley, a fin de que me enseñes cuál es el método más cómodo de mear.
El cadí, dándose cuenta de la situación, se arroja al piso, suplicante.
CADÍ: Amán, amán, oh mi señor, fue el haschisch lo que me indujo a la grosería y la descortesía.
PESCADOR: Bueno, si el sultán se encuentra ahora en su palacio, nosotros nos encontrábamos anoche en el nuestro.
SULTÁN: Oh, divertido parlanchín, ya que eres sultán, y yo también, te suplico que en lo sucesivo me hagas compañía en palacio.
PESCADOR: De todo corazón, no sin que antes hayas perdonado a mi visir, que está a tus pies.
El sultán le pide al cadí que se levante y al pescador…
SULTÁN: Puesto que sabes contar historias, por qué no nos endulzas los oídos con alguna.
La historia de los “tragadores” de hachís parece pertenecer, y pertenece, a otro momento de la enrevesada evolución de las costumbres sociales. El propio cadí es un marihuanero, el pescador es un trabajador más y no un enfermo ni mucho menos un delincuente, el sultán y su visir observan con risueña benevolencia sus “mil extravagancias”. Podrá decirse que Las mil y una noches es un libro de historias, pero no de historia y que los legisladores del Nuevo Milenio no están obligados a escuchar a Scherezada. Sin embargo, aquí está el elemento ausente en el razonar de los sultanes de hoy, aquel que encontramos en el poema de Villena, en “Manteca” de Chano Pozo y en otros muchos poemas, canciones, danzas, pinturas e incluso investigaciones científicas que, como las de Huxley, Gordon Wasson, Castaneda y McKenna, no aspiraban a regular ni a prohibir, sino a comprender, “trazando pautas de hermosas rebeldías”, como diría Gil Carballo. Ese elemento ausente es el de la cultura. A fin de cuentas, las únicas armas que el pescador y el cadí enarbolan ante la autoridad son las de la alegría.
“Actualidad sobre drogadicción y testimonios”. Un comentario
De esta emisión del programa radial “Por nuestros campos y ciudades” sí tenemos algunos datos; transmitido el 23 de febrero de 2016, comienza con un bloque dramatizado en el que unos viciosos de marihuana, contemplando su mísera situación, ponderan la posibilidad de continuar delinquiendo para satisfacer las exigencias de la adicción. Al final, uno de ellos concluye:
PEDRO: (para sí) Ni un facho [robo] más. Y a mi viejo muchísimo menos. Pero... tengo que buscar dinero de alguna manera; ya estoy alterado, me siento mal y es porque necesito la yerba.
Seguidamente, el habitual trío Ella, Él y el Especialista (en este caso “nuestra amiga la doctora”), conversan acerca del consumo ilícito de drogas en tanto que “flagelo para la humanidad”. La doctora ofrece algunos datos:
– Según el Informe Mundial sobre las Drogas de 2015 de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, en 2013 alrededor del 5% de las personas de 15 a 64 años, es decir 246 millones de personas, consumieron drogas ilícitas. De ellas, unos 27 millones son “consumidores problemáticos”;
– Los hombres son tres veces más propensos que las mujeres a consumir cannabis, así como cocaína y anfetaminas, mientras que las mujeres tienden a abusar de los opioides, “con prescripción médica y de los tranquilizantes”;
– También en 2013, 1,65 millones de personas que se inyectan drogas padecían de VIH.
Al tratar la situación específica de la drogadicción en Cuba en tanto que problema de salud pública, la doctora menciona la Ley 41, “donde aparecen los lineamientos para el control de estupefacientes y psicotrópicos”, recuerda la creación, en 1998, de la Comisión Nacional de Drogas, integrada por los ministerios del interior, salud pública, educación superior y relaciones exteriores, así como por la Fiscalía General de la República y señala que Cuba ha firmado acuerdos bilaterales “para la lucha contra las drogas” con 36 países, de los cuales menciona a Argentina, Bahamas, Bolivia, Gran Bretaña, Guatemala, Italia, Panamá y Venezuela.
Nuestra amiga la doctora tiene a bien recalcar que “la columna vertebral” de la “voluntad política” en esta lucha denodada es la prevención. Dicha labor preventiva está basada en “una cultura del rechazo al consumo”, el enfrentamiento al tráfico, y la “rehabilitación social de los adictos”, quienes cuentan con la atención especializada de los servicios de siquiatría. Hasta aquí el Foucault nuestro de cada día.
No es frecuente que los promotores de una cultura del rechazo al consumo de drogas –y hay que decir que ninguna cultura del rechazo es verdadera cultura – admitan, siquiera como punto de vista, la posibilidad de que ese consumo sea síntoma y no causa de problemáticas sociales. La prevención se limita a actuar entre los límites del rechazo, mientras que el castigo bien poco puede prevenir. ¿Cómo prevenir un fenómeno que no se comprende de antemano? Sería como intentar prevenir un tsunami o, peor, actuar como aquellos que pretenden prevenir una guerra con otra.
La hipocresía de quienes se acomodan al derecho de “rehabilitar” a los hijos e hijas de una sociedad inhabilitada, condenándolos, por principio, a todas las variantes posibles del rechazo, no es, desde luego, una característica nacional. Es, sí, uno de los rasgos básicos de este acuerdo inconsistente que llamamos civilización. Solo una cultura de la comprensión puede prevenir el tsunami social que se avecina.
II
—Hipócrita lector—,
mi semejante
Charles Baudelaire
3 de enero de 2017
Volviendo a esa sensación de urgencia ya mencionada al inicio, mientras escribo y pienso en lo que escribo y en por qué lo hago, dos amigos guardan prisión por el delito de tráfico de estupefacientes, al habérseles ocupado en su domicilio tres plantas y algunas semillas de cannabis. Viciosos trastocados en cultivadores de su propio monstruo inmisericorde, serán juzgados (en realidad ya lo han sido) con la dureza que espera a quienes pretenden resquebrajar la caverna del sentido común.
Un hombre y una mujer, padres, ya abuelos; artesanos, ella de tela y papel, él panadero que toca la guitarra, la cual extraña en prisión. Les envío un libro que traduje hace años, Recluso, de Hugh Lewin[7], periodista sudafricano, blanco, que decidió disentir de la discriminación que condenaba, de antemano y para siempre, a sus compatriotas negros. Lewin cumplió siete años de condena. El apartheid adopta muchas formas, la inocencia también.
No así para los Gil Carballo o los Serpa, para ellos la inocencia es genérica; una virtud, un valor, no una condición específica en un momento concreto. Quien fume cannabis, independientemente de dónde, cómo o por qué lo haga, se convierte automáticamente en un depravado y si osara manifestar su experiencia —como lo hicieron con las suyas Baudelaire, Poe o Villena— será un propagandista, a diferencia de los emisarios de la verdad interesada, los evangelistas de una decencia abstracta.
Por ello, mientras mis amigos esperan ser juzgados por traficantes, en sus respectivos barracones penales, quiero volver a aquellas dos páginas manchadas de pintura que estimularon estas otras. Esto, no sin antes confesar que acusar a alguien de tráfico de estupefacientes basándose solo en la posesión de dos plantas de cannabis, y en ausencia de pruebas, testimonio o siquiera indicio de venta o lucro, me parece tan forzado como acusar a cualquiera de tentativa de homicidio porque posea un cuchillo de cocina. No obstante, ya habíamos convenido —o al menos yo conmigo mismo— que las leyes no son racionales y mientras más se esfuerzan por construir una ilusión lógica más se asemejan al sueño de la razón del que hablaba Goya.
Si en un inicio deseché comentar aquel trozo de libreto, se debió a que la tarea se me aparecía insidiosamente fácil, demasiado grande la tentación de refugiarse en la ironía, de martirizar uno por uno los disparates. Bastaba mostrarlos, tal cual, y el lector comprendería.
Sin embargo, es un hecho que millones, es más, miles de millones de personas creerán cualquier tontería si se la repite por la radio, la prensa plana, o algún personaje “bien informado” la declara en televisión. Pueden creer que hay armas de destrucción masiva en Iraq, que los judíos (o los palestinos, o los negros, o los mexicanos) son una raza inicua, que el próximo presidente cambiará sus destinos o que pueden, como último recurso, enviar un S.O.S. a Dios o a otros habitantes del espacio exterior y, todo esto, no porque hayan tenido alguna experiencia concreta al respecto, sino porque alguien importante lo ha afirmado. A fin de cuentas, las personas importantes nunca mienten sino que se limitan, con paternal o maternal cuidado, a decirnos solo aquello que podemos asimilar.
Creemos cualquier superchería porque estamos hechos al hábito vital de creer; no se trata de la creencia instantánea, en el momento dado, ante una evidencia, digamos, de causa y efecto, sino de aquella creencia que se arrastra, como una tara, de día a día, de generación en generación, y que no es, a la larga, diferente de una droga o, más bien, de un placebo.
De ahí que surjan, como efímeros antídotos, ideas como las del “opio de los pueblos”, aplicable a tantos y tan variados fenómenos —de la religión a la política al deporte—, o aquella desesperada frase de Cesare Pavese: el amor es la más barata de las religiones. Más formidable, y graciosa, me resulta la afirmación de aquel, quienquiera que fuese, que dijo: sabemos que existen la causa y el efecto, pero no sabemos cuál es cuál.
Es así cómo la catequesis radial acerca de la marihuana y los marihuaneros trastoca causas y efectos como en una fiesta de disfraces. Examinemos los elementos sin esperanza alguna de objetividad, ni creencia en la creencia, más sí con algo de paciencia.
El primero de estos elementos, que la marihuana tenía usos medicinales en la antigüedad, pero que “hoy sabemos” que es solo una droga nociva más es muestra de deliberada ignorancia; una breve estancia en Google puede aliviar cualquier ignorancia, deliberada o no, respecto a los usos medicinales del cannabis, aceptados hoy por la comunidad médica, que son, obviamente, los mismos que la antigüedad ya había determinado. El tema de la relación causa-efecto, tal como se muestra en el estilo facultativo hasta ahora analizado, es más fascinante.
¿Qué tal si hiciéramos interactuar las “Causas del auge de los estupefacientes entre nosotros” que propone el Dr. Carballo en 1936 —así como las motivaciones para el consumo que pueden fungir como “causas probables”— en correspondencia con los efectos descritos por el anónimo doctor en el libreto radiado 80 años después?
Las causas serían, recordémoslo: la inexperiencia de la juventud, la incontenible inclinación al baile, el temperamento tropical, las compañías sin selección física ni moral (en fin, las “malas compañías”) y la falsa intelectualización. A esto se suman los motivos del consumidor, quien consume para “soñar como los asiáticos” (el opio), “olvidar penas y vislumbrar poderes supremos” (la morfina), “sentir sensaciones nuevas e insospechadas" (la cocaína) y “producir energías e impulsos desconocidos” (la marihuana), en un contexto idiosincrático de “tiroideos e impulsivos”.
Y, del otro lado del espejo, los resultados: impotencia, malformaciones y deformaciones congénitas (de padres a hijos), síndrome amotivacional (responsable por la “pérdida de valores”), somnolencia ligera, euforia, despersonalización, fuga de ideas, falsa percepción del tiempo, crisis de pánico, alucinaciones y delirios, estados paranoides, esquizofrenia, crisis depresivas, bronquitis aguda y otros “síntomas pulmonares”, sed intensa, apetito voraz, fotofobia y risas inmotivadas. Es decir, una antipanacea.
Sin embargo, ¿cuántos de estos efectos son nocivos, cuáles son específicos y cuáles son, en realidad, efectos?
Está claro que la somnolencia ligera, la euforia, la sed intensa y el apetito voraz no son fenómenos, en sí mismos, ni nocivos ni específicos de causa o sustancia alguna, por ilegales que sean. Más bien podrían considerarse elementos de naturaleza benéfica, cuando menos inocua, que pueden obedecer a un sinnúmero de causas. La frase “risas inmotivadas” (que lleva implícito un reproche) es paradigmática: la risa debe exhibir una causa y un motivo concretos, de lo contrario es sospechosa de algún tipo de impropiedad.
Tampoco son la fotofobia y la bronquitis aguda tan específicas como lo parecen, aunque podrían verificarse en “fumadores de dosis altas” (esos enfermos reincidentes dignos de reclusión), sin que por ello pasemos por alto la constitución fisiológica de cada individuo. No olvidar la máxima médica: no hay enfermedades sino enfermos.
Es, no obstante, en el capítulo de desastres psicosociales donde se dan los hechos, si de hechos puede hablarse, más estimulantes para el análisis. Paranoia, esquizofrenia, pánico y apatía (traduzco así el “síndrome amotivacional”) merecen, cada uno, capítulo o libro aparte. de la paranoia diré, primero, que un extenso elenco de tiranos, de Robespierre a Stalin, la han padecido sin que jamás se haya demostrado que sus crímenes se debieron a la ingestión de droga alguna; en cuanto al marihuanero —no sé de ninguno que haya organizado ejecuciones masivas ni dispuesto campos de concentración— que experimente estados de delirio persecutorio al consumir una sustancia perseguida por la ley y estigmatizada por la opinión social, es, cuando menos, un síntoma comprensible. Ahora bien, si tuviera que ofrecer una lista de dictadores de “temperamento tropical” adeptos a la paranoia, sencillamente no cabría en estas páginas.
La mención de la esquizofrenia, que me lleva a recordar a Nijinsky —tal vez por aquello de la “incontenible inclinación al baile”—, a Vincent Van Gogh y a Antonin Artaud, me recuerda que “esquizofrenia” (o mente escindida) es un enigma encubierto por palabras y prescripciones facultativas. Tengo la convicción de que ningún estudio científico que combine la bioquímica con la sicología puede mostrar, mucho menos demostrar, el nexo causal entre ese padecimiento y la acción perturbadora del monstruo inmisericorde.
Que el pánico y la apatía sean, de modo exclusivo, efectos y no también posibles causas del consumo de drogas, no me queda claro en absoluto. Y lo mismo diré respecto de la “pérdida de valores”, cualesquiera que estos sean. Los estados de angustia, ansiedad, depresión —que son consustanciales al modo de vida actual— suelen ser contrarrestados con tratamientos medicamentosos que conducen al paciente a una condición no muy lejana de la drogadicción, si es que no se trata de drogadicción a secas. Los efectos secundarios de muchas de esas drogas legales harían palidecer a los del propio monstruo inmisericorde, en el caso de que médicos y científicos tuvieran la delicadeza de compararlos en la esfera pública y no solo en los laboratorios.
En cuanto a la fuga de ideas y la falsa percepción del tiempo, entramos, de lleno, en la física cuántica. ¿Quién define hacia dónde se fugan las ideas y en qué período de tiempo relativo a un canon predeterminado, es decir, esa fantasía que llaman tiempo? Sin embargo, la idea de que las ideas puedan fugarse es ya motivo de preocupación, después veremos adónde se escapan.
Pondría en relación este “efecto” con aquella “causa” denotada por Carballo como “falsa intelectualización”; es decir, la falsa intelectualización conduce a la fuga de ideas, cannabis mediante. Ahora bien, ¿en qué medida es esta fuga un problema? O ¿no es la civilización un resultado de numerosas fugas de ideas? El concepto resuena con la “hipertrofia de la imaginación” de la que hablaba Serpa; no puedo evitar pensar en el Jardín de las delicias, del Bosco, o en Alicia en el país de las maravillas. Admite también 1984, de Orwell.
La idea del “efecto vagolítico”, por otra parte, es difícil de asimilar si se consideran los casos de Bob Marley y Fela Kuti, conocidos patriarcas que no hacían secreto alguno de su afición al cannabis. En fin, de todos estos disparates el más opresivo me sigue pareciendo el referido a la fuga de ideas; lo relaciono con aquella liberación, mal vista por el magistrado, que se experimentaba en la novela The Well of Loneliness, finalmente prohibida. Las ideas pueden no solo fugarse, sino además pasarlo muy bien fuera de la prisión. Si las ideas pueden hacerlo, los seres humanos también, proposición inadmisible.
En Recluso, Hugh Lewin cuenta cómo unos presos organizan una representación de La tempestad. Es una de las expresiones de fuga de ideas más claras que he encontrado; como son pocos y, además, no hay mujeres, deben traducir el texto original —un texto teatral, a fin de cuentas— a su exigua realidad: trabajar con los materiales, físicos y mentales, de la prisión a fin de producir una imagen poética. Shakespeare no habría sabido pedir más.
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Aun cuando el cauteloso articulista de The Economist advierta que el cannabis “parece provocar dependencia en una minoría de usuarios”, es cierto que el rango entre albedrío y adicción en el cual se mueve el marihuanero está muy lejos de haber sido delimitado. Este es un asunto de antropología antes que un asunto de leyes.
En entrevista concedida a Rolling Stone[8], el presidente saliente Barack Obama responde a la siguiente pregunta, traduzco yo:
“R. S.: Ahora se puede comprar marihuana legal en toda la Costa Oeste. Entonces, ¿por qué estamos librando todavía la Guerra contra las Drogas? Es un fracaso colosal. ¿Por qué seguimos dándole vueltas al asunto y tratando a la marihuana como una droga de Programa 1?
Obama: Mire, he dejado bien clara mi creencia en la necesidad de desalentar el abuso de las drogas (substances). Y no soy de los que cree que la legalización es una panacea. Pero sí creo que tratarlo como un asunto de salud pública, como lo hacemos con los cigarrillos y el alcohol, es la manera mejor (smarter) de lidiar con ello (deal with it). Usualmente, estas clasificaciones no se cambian por edicto presidencial, sino mediante legislaciones o a través de la DEA [Drug Enforcement Administration]. Usted puede imaginar que la DEA, cuya labor ha sido, históricamente, aplicar las leyes contra la droga, no siempre va a estar a la vanguardia (in the cutting edge) en estos asuntos.
R. S.: (risas): Y usted, ¿se va a situar a la vanguardia?
Obama: Mira, ahora mismo estoy en situación de Presidente cesante (lame-duck status). Y tendré la oportunidad, como ciudadano privado, de describir hacia dónde pienso que debemos dirigirnos. Pero, a la luz de la aprobación de estos referendos, como el de California, ya he dicho que […] para el Departamento de Justicia o la DEA es insostenible a largo plazo continuar aplicando un remiendo de leyes (patchwork of laws) según las cuales lo que es legal en un estado podría costarle a alguien 20 años de prisión en otro. Así que este es un debate que ahora está en su punto (ripe), del mismo modo en que logramos progresar en la cuestión del matrimonio homosexual. Hay algo en todo esto de que los estados son como laboratorios de democracia y de un enfoque evolutivo. Ahora tienes alrededor de una quinta parte del país donde el matrimonio homosexual es legal.”
¿Llama o no la atención que en un diálogo acerca de la yerba se termine hablando del matrimonio homosexual? A fin de cuentas, ¿acaso no se trata de salir del closet, de fugarse, de idea en idea, hasta que el cuerpo alcance un cierto goce de albedrío? O ¿no es de esto de lo que habla Calderón?
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Un grupo de científicos asociados a la John Hopkins University y a la revista Lancet, en un llamado a las Naciones Unidas para que reviertan “las políticas represivas impuestas por la mayoría de los gobiernos”, según informa un artículo de The Guardian Weekly (1 de abril de 2016), declara que “la severidad de las leyes contra las drogas ha provocado miseria, fracasado en reprimir el uso de las drogas, alimentado la violencia criminal y contribuido a diseminar las epidemias de VIH y la hepatitis C”. Esta comisión internacional de expertos hace, entre otras, las siguientes recomendaciones:
– Minimizar las penas de prisión a aquellas mujeres involucradas en delitos no violentos que son explotadas como “mulas” en el tráfico de drogas;
– Moverse gradualmente hacia un mercado legal y regulado de las drogas;
– Garantizar el acceso a agujas limpias, así como antídotos tales como la metadona y el naloxeno;
– Poner fin a los riegos aéreos con pesticidas tóxicos en los sembrados de plantas ilícitas.
La página de The Guardian Weekly menciona también algunos casos ejemplares, en uno u otro sentido, de legislaciones en materia de drogas, desde que Inglaterra introdujera en su código penal, en 1964, la primera de varias leyes destinadas a convertir el consumo individual en delito (“según algunos estimados, el Reino Unido exhibe ahora uno de los niveles más altos de dependencia en toda Europa”), hasta que Portugal, en 2001, dejara de tipificar como delito la posesión para uso personal, considerándolo una infracción punible con multa y trabajo comunitario. Canadá, por su parte, ha sido el primer país en legalizar, también en el 2001, el uso de cannabis en pacientes terminales.
Perú, uno de los más grandes productores de hoja de coca, nación que “tradicionalmente adoptara políticas de prohibición y castigo”, a partir de 2003 “relajó esta política”, dejando de perseguir la posesión de cantidades mínimas de algunas drogas ilegales.
La noción de “dosis mínima personal”, tan vinculada al mundo del consumo, no ha tenido por ello menos vicisitudes en su afán por sobrevivir, incluso, en el mundo de la droga, legal o ilegal. Parecería que hasta el consumo, cuando se acerca peligrosamente al mundo de las ideas, dejara de ser cuestión de albedrío. El sueño de la razón produce monstruos que, para ser acallados, precisan de otros monstruos, por ejemplo, drogas que, a su vez, generan nuevos sueños. La vida es sueño, lo advirtió Calderón y lo confirmó Arsenio Rodríguez, aunque no muchos científicos ni legisladores se hayan dado cuenta aún.
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Mientras dirigía una puesta en escena de Esperando a Godot en el sótano de un teatro —es el verano de 1993 en Sarajevo—-, Susan Sontag observó: “War is noise”, la guerra es ruido. Puede decirse que el verdadero fin de la guerra no es la justicia ni la injusticia, ni la ganancia ni la destrucción, sino provocar esa suficiente cantidad de ruido que nos impida pensar, que nos distraiga de manera imperiosa de todas las preguntas fundamentales. Ser humano es preguntar.
Si sustituyo “guerra” por “ruido”, puedo hablar de ruido civil, ruido de liberación, ruido imperialista y antimperialista, para llegar al ruido contra las drogas, pasando por el ruido mediático.
¿No es ese ruido, él mismo, estupefaciente, en el sentido de que nos deja estupefactos, incapaces de aportar otra cosa que más ruido? A través de los televisores, radios, periódicos, blogs y celulares, el ruido llena las prisiones y, eventualmente, decora las calles con cadáveres. Muchos más que los que el consumo de todas las drogas ilícitas en su conjunto podría provocar.
Y, sin embargo, es un proceso al cual se alían no solo políticos y hombres de negocios, sino también religiosos, científicos y otros intelectuales; así como un buen sector de eso que llaman “personas decentes”. Es la mejor prueba de que el ruido funciona.


Ruinas de la Biblioteca Nacional de Bosnia y Herzegovina, Sarajevo.
Susan Sontag en Sarajevo, durante su puesta en escena de Esperando a Godot, verano de 1993.
En 2014, según un artículo aparecido en el primer número de ese año de la revista The Atlantic, la administración Obama se comprometió a revertir los efectos de la guerra contra las drogas, haciendo uso del derecho presidencial a la conmutación de sentencias judiciales; se propuso conmutar las penas de unos 10.000 presos. En noviembre de 2016, se habían conmutado solo 944 sentencias.
Por otra parte, esa exigua cifra es una suerte de récord: es la mayor cantidad de conmutaciones en casi un siglo, superior a la cifra alcanzada por las once administraciones anteriores en su conjunto.
Tampoco se ha podido hacer mucho respecto a la venta de armamentos. En un ensayo que recoge The Nation (en su número del 11 al 18 de abril de 2016[9]), Enrique Krauze dice creer que un tercio de los mexicanos apoyaría una legalización plena de las drogas, empezando por la marihuana, traduzco yo: “No es improbable que, dada la incapacidad del gobierno norteamericano para controlar la venta de armas de asalto, México emule a Uruguay y dé ese paso”. Por su parte, Gabriel Zaid, otro intelectual mexicano a quien cita Krauze, piensa que la reforma debe comenzar en las prisiones. En este momento hay, en México, cerca de 240.000 prisioneros, muchos de los cuales no han sido siquiera sentenciados. Otras medidas que propone Zaid son la liberación de los reclusos que hayan cometido delitos de menor gravedad, una inspección independiente de las prisiones, chequeos semanales al personal e inspecciones sistemáticas por parte de comisiones de derechos humanos.
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Dado que la guerra es la derrota de la comprensión —Von Clausewitz la vería, en famosa frase, como la continuación de la política por otros medios—, conviene descartar, de antemano, su pertinencia en un terreno que atañe, ante todo, a la salud y a la educación; en otras palabras, a la así llamada “salud mental”. Si bien la desastrosa cópula de guerra y drogas se remontaría, cuando menos, a la ya mencionada Guerra del Opio, le cabe a la administración de Richard Nixon, en 1971, la primacía de haber entronizado el concepto en el vocabulario público y mundial. Antes de emprender la cruzada se hizo necesario presentar la drogadicción (drug abuse) como Enemigo Público No. 1; como se sabe la creación de un “enemigo público” suele ser necesaria para el mantenimiento de los Estados, el que ese enemigo sea No. 1 es, desde luego, cuestión de propaganda. En caso típico del espejismo causa-efecto, se le da prioridad a cualquier elemento que convenga para distraer la observación de las raíces de un problema social dado; en tal sentido, la guerra, el ruido, es el procedimiento radical del anti-radicalismo. Como ya advertía Bertolt Brecht,
Llegado el momento de marchar, muchos no saben
que su enemigo marcha a la cabeza.
La voz que les da órdenes
es la voz del enemigo
y el hombre que habla del enemigo
él mismo es enemigo.[10]
Kafka ha presentado dos ideas claves que, tal vez de manera oblicua, tienen no obstante una conexión íntima con el tema. La primera es que la expulsión del paraíso no ocurrió en una época remota, está ocurriendo ahora mismo; la segunda, no existe ningún juicio final ubicado en el futuro, lo que existe es un perpetuo estado de sitio.
Los conceptos de “prisión a cielo abierto” y “mundo administrado” con los que Adorno intentaba describir la modernidad después de Auschwitz son dolorosamente eficaces para analizar un nuevo milenio caracterizado por la adicción (abuse) de la guerra preventiva, una brutal metáfora médica. Podría decirse incluso que la imposición de un capítulo marcial ante el ejercicio del albedrío individual ha sido una de las victorias más rotundas del llamado complejo militar-industrial; una victoria perfectamente acomodada en una derrota: la conflagración no consigue revertir el paso del consumo, pero sí aumentar el número de prisioneros y la (re)producción de herramientas de control, represión y muerte y ha dado paso a la más medieval de las innovaciones, la prisión privada.
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Paso a citar, textualmente, los artículos que el código penal cubano dedica al castigo de los “expendedores y viciosos” de nuestro tiempo:
“ARTICULO 190.1.- (Modificado) Incurre en sanción de privación de libertad de cuatro a diez años, el que:
a) sin estar autorizado, produzca, transporte, trafique, adquiera, introduzca o extraiga del territorio nacional o tenga en su poder con el propósito de traficar o de cualquier modo procure a otro, drogas, estupefacientes, sustancias sicotrópicas u otras de efectos similares;
b) mantenga en su poder u oculte sin informar de inmediato a las autoridades, los hallazgos de drogas, estupefacientes, sustancias sicotrópicas u otras de efectos similares;
c) cultive la planta "Cannabis Indica”, conocida por marihuana, u otras de propiedades similares, o a sabiendas posea semillas o partes de dichas plantas. Si el cultivador es propietario, usufructuario u ocupante por cualquier concepto legal de tierra se le impone, además, como sanción accesoria, la confiscación de la tierra o privación del derecho según el caso.
2. La sanción es de privación de libertad de ocho a veinte años si los hechos previstos en el apartado anterior se realizan con cantidades relativamente grandes de las drogas o sustancias referidas.
3. La sanción es de privación de libertad de quince a treinta años o muerte:
a) si los hechos a los que se refiere el apartado 1 se cometen por funcionarios públicos, autoridades o sus agentes o auxiliares, o estos facilitan su ejecución, aprovechándose de esa condición o utilizando medios o recursos del Estado;
b) si el inculpado en la transportación o tráfico ilícito internacional de drogas, estupefacientes, sustancias sicotrópicas u otras de efectos similares, penetra en territorio nacional por cualquier circunstancia, utilizando nave o aeronave u otro medio de transportación;
c) si el inculpado participa de cualquier forma en actos relacionados con el tráfico ilícito internacional de drogas o estupefacientes, sustancias sicotrópicas u otras de efectos similares;
ch) si en la comisión de los hechos previstos en los apartados anteriores se utiliza persona menor de 16 años.
4. El que, al tener conocimiento de la preparación o ejecución de cualquiera de los delitos previstos en este artículo, no lo denuncie, incurre en sanción de privación de libertad de dos a cinco años.
5. Los actos preparatorios de los delitos previstos en este artículo se sancionan conforme a lo dispuesto en el artículo 12.5.
6. Con independencia de lo dispuesto en el inciso c) del apartado 1, a los declarados responsables por cualquiera de los delitos previstos en este artículo, puede imponérseles, además, la sanción accesoria de confiscación de bienes.
ARTICULO 191.- (Modificado) La simple tenencia de drogas, estupefacientes, sustancias sicotrópicas u otras de efectos similares sin la debida autorización o prescripción facultativa, se sanciona:
a) con privación de libertad de uno a tres años o multa de trescientas a mil cuotas o ambas, cuando se trate de cocaína o de otras sustancias de efectos similares o superiores;
b) con privación de libertad de seis meses a dos años o multa de doscientas a quinientas cuotas o ambas, cuando se trate de la "Cannabis Indica" conocida por marihuana; y
c) con privación de libertad de tres meses a un año o multa de cien a trescientas cuotas o ambas, cuando se trate de drogas estupefacientes, sustancias sicotrópicas u otras de efectos similares no comprendidas en los apartados anteriores.
ARTICULO 192.1.- (Modificado) Se sanciona con privación de libertad de tres a ocho años:
a) al profesional que, autorizado para recetar o administrar drogas estupefacientes, sustancias sicotrópicas u otras de efectos similares, lo haga con fines distintos a los estrictamente terapéuticos;
b) al que por razón del cargo o empleo que desempeñe, y a consecuencia de infringir las disposiciones legales o reglamentarias a que está obligado, permita la introducción o tránsito en el país, o la extracción de este, de drogas estupefacientes, sustancias sicotrópicas u otras de efectos similares.
2. Si los hechos previstos en el apartado anterior se realizan en cantidades relativamente grandes de las sustancias referidas, la sanción es de privación de libertad de cuatro a diez años.
ARTICULO 193.- (Modificado) El que infrinja las medidas de control legalmente establecidas para la producción, fabricación, preparación, distribución, venta, expedición de recetas, transporte, almacenaje o cualquier otra forma de manipulación de drogas, estupefacientes o sustancias sicotrópicas u otras de efectos similares, se sanciona con privación de libertad de seis meses a dos años o multa de doscientas a quinientas cuotas, o ambas.”[11]
La mayoría de las modificaciones indicadas corresponden al Decreto-Ley No. 150, de 6 de junio de 1994, modificaciones tendientes a agravar las penas, incluyendo la confiscación de bienes; en cuanto a la de muerte, aparece con el artículo 10 de la Ley No. 87 de 1999.
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Mi conocimiento de la ley se reduce a dos aspectos: que desconocerla no justifica incumplirla, y que aquello que está prohibido y castigado aquí y ahora puede ser permitido allá y entonces. Lo poco que restaría de ese conocimiento es la conjetura de que las leyes no serían más que variaciones alrededor de los mandamientos, variaciones no terminadas y, por lo tanto, interminables.
¿En qué lugar de los mandamientos podría ubicarse la creencia de que consumir drogas es fuente de culpas? El imperativo “no tendrás otro dios delante de mí”, con su llamado a impedir que cualquier otra fuente de conciencia se interponga entre la criatura y el creador, es afín al espíritu de la “guerra contra las drogas”; sin embargo, siguiendo el sendero indicado juiciosamente por Kafka, queda claro que el primero de todos los mandamientos ocurre en un espacio supuestamente libre de ellos: el Edén; este consiste, como se sabe, en no comer del fruto de la sabiduría (o ciencia del bien y del mal), imperativo que determina la primera mentira divina: si lo comen, de seguro morirán. En cambio, la serpiente afirma: si lo comen, se les abrirán los ojos y serán como dioses. En este fruto, más parecido a una planta alucinógena que a una manzana, ha sido inscrito el primer artículo legal contra las drogas.
El padre desea mantener a sus criaturas apartadas del mundo de la dualidad; como Buda en su palacio, Segismundo en su cárcel, Eva y Adán son protegidos de la acción corrosiva de la impermanencia. Sin embargo, como se sabe, no hay unidad sin dualidad: la actitud de aquel dios impositivo, a quien Blake llamó Nobodaddy, recuerda lo del control parental o control paterno (parental protection) que se invoca en los filmes no aptos para menores. De cierta manera, en el jardín prodigioso, Eva y Adán aún no han nacido a la realidad universal; como embriones en el laboratorio de una universidad privada, han de ser expulsados hacia la realidad pública: al comer el fruto prohibido, se gradúan para la muerte.
So far, so good, lo inexplicable es la venganza del padre. Al contemplar sus móviles, no obstante, descubrimos que, gracias al fruto, el padre deja de ser un intermediario imprescindible y se convierte en un intermediario más, y esto, tal como observamos en un mundo hecho de mediaciones forzosas e interesadas, is bad for bussiness. El castigo es, pues, la típica extorsión mafiosa: padre padrino. A la vendetta original que da color eterno al “delito mayor” de haber nacido a la realidad dual del albedrío (Calderón), hay que superponer una teología cuya deidad primordial —sin excluir otras divinidades posibles e imposibles—sea el ser vivo.
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“El concepto moderno de persona no nació ya completo en la mente del hombre occidental, sino que se formó a través de un proceso fatigoso, al que no es ajena la oposición tragedia/comedia”, señala Giorgio Agamben en un ensayo dedicado a analizar “la decisión de un poeta de abandonar su propio proyecto poético ‘trágico’ en favor de un poema ‘cómico’”, es decir, la Divina Comedia. Agamben precisa que “se puede, incluso, decir que la persona-sujeto moral de la cultura moderna no es sino un desarrollo de la actitud ‘trágica’ del actor que se identifica hasta el fondo con la propia ‘máscara’”. De ahí que Dante, al presentarse más como personaje cómico que como héroe, renuncie “a toda pretensión trágica en nombre de la inocencia natural de la criatura”[12].
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El fascismo es la verdadera transgresión porque violenta las normas básicas de la vida humana, y no solo humana; luego, en típica actitud delincuencial, el fascista convierte a los demás en transgresores para poder así pasar desapercibido. Sin hipocresía, el fascismo no sería posible.
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Ahora que nos hallamos en el plano de la “fuga de ideas”, sin haber sido afectados —al menos es mi caso— por otro humo tóxico que no sea el producido por los vehículos que discurren por la avenida, es momento de retomar algunas de esas categorías caras a la propaganda marcial acerca de las drogas y sus efectos. Tan obvias y contundentes como pueden aparecer a simple vista, nociones como las de “despersonalización”, “paranoia” o “pérdida de valores”, suelen tener, en la práctica, un trasfondo enigmático.
Si la persona, y la personalidad, como advierte Agamben, son fruto de un largo y trágico proceso de enmascaramiento, no es sino natural que el individuo, exhausto por la parte que interpreta en el teatro social y político, intente desenmascararse a sí mismo y ver más allá —y más acá— de la escenografía y la pauta que le han sido impuestas desde su nacimiento. En uno de sus himnos a la noche, “Pan y vino”, plantea Hölderlin que ella nos concede “olvido y embriaguez sagrada”, así como “palabras fluidas, insomnes como los amantes y una copa más plena, y una vida más audaz”; las nociones de embriaguez sagrada y vida más audaz, tan preocupantes para los custodios de la norma, y que aquí no remiten a ninguna otra sustancia que no sea la que emana de una individualidad en contacto íntimo con el universo que la ha creado, no admiten, sin embargo, coerción alguna.
Nosotros, maestros y aprendices por igual, ocultamos nuestros corazones
En vano, y reprimimos nuestro entusiasmo sin razón.
Pues ¿quién podría detenerlo, o prohibirnos nuestro placer?
El fuego de los dioses nos impele a avanzar día
Y noche. Vamos, pues, contemplemos lo aparente
Y busquemos lo que es nuestro, ¡por distante que sea!
Algo es cierto: siempre existe una norma, a mediodía
O a medianoche, común a todos. Pero también
A cada uno de nosotros algo personal es concedido;
Cada cual va y viene adonde puede ir[13].
Es claro que lo personal, en este canto, lo es fuera de la norma y no dentro de ella; se trata de una tensión natural entre máscara y esencia, así como se abre también una tensión entre “lo aparente” y “lo que es nuestro”, lo distante de la máscara. De ahí que, a través de esta embriaguez sagrada, la despersonalización conlleve una persona real, un individuo que va y viene adonde le es concedido por la propia ley universal de la existencia.
En cuanto a la propia escritura, la despersonalización es inevitable, al apagarse —tal como apunta Foucault en su visión de la muerte del autor, traduzco yo del francés— “la desaparición (effacement) de los caracteres individuales del sujeto que escribe: mediante todos los obstáculos (chicanes) que establece entre sí mismo y lo que escribe, el sujeto que escribe desvía (déroute) todos los signos de su individualidad particular; la marca del escritor no es más que la singularidad de su ausencia”[14].
En su novela Gravity’s Rainbow —en que intenta desplegar una física de las ramificaciones entre droga y actividad mental, léase, también, intelectual—Thomas Pynchon escribe acerca de la paranoia autoinducida; sigo traduciendo yo: “Al igual que otros tipos de paranoia, no es más que el comienzo, el borde conductor del descubrimiento de que todo está conectado, todo en la Creación, una iluminación secundaria —aún no cegadoramente Uno, pero al menos conectado”, y es esta sensación (en su etimología griega, paranoia significa “más allá de la mente”), “otro modo de significado detrás del obvio”, una búsqueda de “otros órdenes detrás de los visibles”.
Por otra parte, un individuo que nace, vive y muere circundado de guerras, prisiones, secuestros y torturas, tratados comerciales, jurídicos y políticos injustos, contaminaciones de todo tipo, conspiraciones delirantes, que perdura (si de perdurar puede hablarse) ante el espectáculo pendular de una destrucción inminente, tiene todo el derecho de experimentar paranoia, en cualquiera de sus modalidades.
El reverso de la paranoia que proclama Pynchon ha sido ya descrito por Adorno, tras la huella, justamente, de Hölderlin, quien se preguntaba de qué servía el poeta en tiempos de indigencia:
“En la cárcel al aire libre en que se está convirtiendo el mundo ya no es tan importante saber qué depende de qué, tal es el grado en que todo se ha hecho uno. Todos los fenómenos se vuelven rígidos, se convierten en insignias del dominio absoluto de lo que es. No existen ya ideologías en el sentido estricto de falsa conciencia, sino solo propaganda del mundo mediante su reproducción y la mentira provocativa que no busca ser creída, sino que impone silencio.”[15]
En ese contexto, por así decirlo, natural de “pérdida de valores”, cabe preguntarse quiénes son los verdaderos expendedores y quiénes los verdaderos viciosos. Antonio Gil Carballo, en su condición de reportero devenido oficial de policía o, lo que es lo mismo, de policía-intelectual o policía del intelecto, nos habla de “contagio mental” como una de las causas de la drogadicción en los ciudadanos de “espíritu débil”. “La imaginación de una ‘vida nueva’”, nos dice, la aspiración a “percibir efectos raros y anormales, originan, seguramente, infinidad de viciosos”. Esta vida nueva, al mismo tiempo doblemente dantesca y afín a la “vida más audaz” de Hölderlin, ¿no es también hoy el reality show, el “deporte de alto riesgo” de la mera existencia humana en que proliferan los viciosos del control, los expendedores de la norma, a toda costa y a cualquier precio?
***
El diario Granma (31 de enero de 2017), órgano informativo oficial de la isla de Cuba, en una columna dedicada a comentar los más recientes descubrimientos científicos, nos cuenta que,
"Científicos rusos desarrollaron una molécula que bloquea el placer de los narcóticos. El nuevo fármaco, según sus creadores, podría utilizarse para prevenir la drogadicción. De acuerdo con los creadores del futuro antinarcótico, después de su introducción en la sangre del cuerpo, este comienza a producir anticuerpos que imposibilitan el efecto de las drogas en el cerebro. Producto de este efecto el paciente no recibe estimulación para consumir los narcóticos y puede perder la motivación para usarlos."
En esta noticia de apariencia inocua y razonable (“el sueño de la razón...”) se aparean todas las pesadillas. Ya no basta con evocar a Kafka y a Orwell o invocar a Foucault: en un espacio autocrático revestido de positivismo científico, en el cual el objeto de la “prevención” es ya un “paciente”, no cabe sino aguardar la militarización de la mente. Por esa vía, y sin lugar a dudas, los médicos-soldados terminarán por inocularnos una droga que nos impida hacer poesía.
III
“Toda relación hegemónica es necesariamente una relación pedagógica.”
Antonio Gramsci, Cartas desde la cárcel[16]
La cucaracha, la cucaracha
ya no puede caminar
porque le falta, porque no tiene
marihuana que fumar.
(De un corrido de la época de la revolución mexicana)
2 de enero de 2017. Excursión al penal
El Combinado del Este, prisión donde mi amigo, el panadero guitarrista, espera juicio por tráfico de cannabis, está situado a unos quince minutos, en auto, del centro de La Habana, no muy distante de las, no menos famosas, Playas del Este. Una avenida arbolada nos recibe —viajo con su hijo y su hermano—, hasta llegar a una plazoleta que sirve de parqueo, anexa al salón de espera para visitantes. En derredor, árboles, arbustos, monte; un sinsonte canta.
El mencionado salón es una nave, de unos 30 x 20 metros, piso de losas, techo a dos aguas de vigas de hierro y planchas de un metal indeterminado. Está limpio, hay bancos y plantas en canteros junto a las ventanas; no es distinto de una terminal de ómnibus, más acogedor, incluso, que muchas. Adjuntos hay servicios sanitarios y un estanquillo que solo expende cigarrillos. Junto a la puerta de entrada, un guardia grita indicaciones a los visitantes, así como los nombres de los reclusos que se va a visitar. Usa un innecesario micrófono.
Uno por uno los visitantes muestran sus tarjetas de identidad y reciben un ticket que reza “Visitante”; con el susodicho ticket se van desplazando, de banco en banco, cargando los bultos de provisiones. Toma una hora recorrer esos 30 metros. Al fin, pasamos en grupos de a docena a la habitación de requisa, con detector de metales; luego, tres custodios revisan los bultos, las carteras o mochilas. Los bultos mayores son entregados y seguirán su propio curso hasta las galeras; la miel tiene prohibido el paso, a menos que esté mezclada con limón, para evitar procesos de fermentación alcoholífera (que los reclusos intentan, de todos modos, en tanquetas plásticas, mezclando agua, pan viejo y azúcar); los bultos menores pasan con nosotros a un nuevo salón de espera donde se aguarda a que el grupo sea lo bastante grande para cruzar una puerta de aluminio y cristal.
Cuando lo hacemos, se avanza por un largo pasaje, primero cercado, después escoltado por pilotes de concreto; a lo lejos se ven los domicilios de los presos, estilo bloques de periferia, aunque, desde luego, sin balcones o ventanas, solo una suerte de celosías, siempre de concreto. Todo es, aquí, muy concreto, nada de metáforas constructivas, aun cuando el alambre de púas pueda a veces mezclarse con ciertas balaustradas.
En un puesto de control entregamos las tarjetas de identidad y cambiamos los tickets por otros, numerados. Ya estamos listos para penetrar en el salón de la reunión; su reja de entrada a la derecha del pasillo y, al final de este, a unos 20 metros, los reclusos esperan que los llamen, uno a uno. Entramos, nos sentamos en los bancos de cemento, ante una mesa de cemento; mi amigo llega en su uniforme gris, shorts y una especie de chamarreta sin mangas y, por debajo, un pullover blanco.
Lleva una inconfundible máscara de dureza, parece mayor: es mayor, con su pelado al rape que no oculta las canas. Más musculoso que de costumbre, los ejercicios son el alimento favorito del preso, su terapia de desintoxicación.
Pero al rato sonríe y ríe; la máscara de concreto desaparece paulatinamente. “No río mucho aquí dentro”, aclara, “río a veces cuando juego dominó”.
Come con buen apetito, sin avidez, la comida de casa; en especial la ensalada de col y tomate. Toma un sorbo de café de la botella plástica y fuma un cigarrillo “Criollo” (el cigarrillo es, en la prisión, una variante criolla de la moneda: un pomo pequeño de café como el que está sobre la mesa cuesta 3 cajetillas de “Criollos”; una cajetilla de “Hollywood” cuesta 5).
“Esto aquí es una píldora de la realidad de afuera, un comprimido del cubaneo. Se discute de pelota o de fútbol, de dónde empieza un barrio y termina otro, de qué es mejor, si ser proxeneta, arrebatador (asaltante), traficante o ratero y el que grita más alto tiene la razón.”
Nos cuenta un sueño que tuvo anoche: orinaba sobre plantas y las plantas, al momento, crecían. Va de planta en planta, meando, pronto lo rodea un jardín. Lo considero un buen augurio, y me lo callo, así como me parece de mal gusto preguntarle, en broma, si entre las plantas había alguna de cannabis.
Ha pedido sobres de cartas, bolígrafos y prosas de Martí; se lo hemos traído. Hace ejercicios cuando les toca “patio”: barras, paralelas, planchas. Hay un campo deportivo al cual fue llevado, casi por azar, hace unos días: allí pudo correr y dar vueltas de campana, mi amigo es un poco acróbata y juglar. El campo deportivo no es siempre accesible.
No tiene mucho espacio en la galera para practicar asanas de yoga; hace lo que puede con lo que tiene: un poco de ritos tibetanos, se para de cabeza, se sienta en zazen en su litera sobre una almohada enrollada. Aprovecha para hacerlo el amanecer o en el horario de la telenovela, cuando casi todos abandonan la galera. “A veces, sentado en zazen, como no tengo nada, digo mis oraciones”. Al principio me cuesta trabajo comprender qué quiere decir, pero luego, sin pensarlo mucho, comprendo la relación entre “no tener nada” y “decir oraciones”.
Se habla, desde luego, de la petición de sentencia fiscal para él y para su esposa: cinco años él, cuatro ella. No parece nervioso. “En algunos momentos puedo llorar por mi condición, pero otras veces siento que puedo estar aquí veinte años; comer, dormir, hacer ejercicios. Es una máquina de perder el tiempo, es de eso de lo que se trata”. Afuera, parecería que no hay tiempo que perder sino mucho tiempo que ganar.
Por otra parte, como es “primario” (sin antecedentes), tiene buenas probabilidades de salir mucho antes por los canales reeducativos del trabajo en granjas y la libertad condicional.
Hay un custodio junto a la reja de entrada que observa lo que acontece en el amplio cubículo; se hace entender mediante un silbato. Este escándalo conformado por muchas conversaciones es algo nuevo para mí; ni siquiera por haber nacido y vivido en Cuba, país famosamente bullicioso, había escuchado antes nada similar. Cuando suena el silbato, por un segundo, todos callan.
Le pregunto si hay algo de “animación cultural”. “Hay un grupo musical que toca, sobre todo, música ‘romántica’” —lo de “romántica” es dicho con una mueca—, “hay un salón de artes plásticas cerrado con un candado, de literatura ni se habla. Y hay quien hace tatuajes con una tinta que consiguen con plástico quemado”. Supongo que la “cultura” es tan remota como el campo deportivo, o un trabajo en la panadería de la prisión. “Leo mucho y a veces tocamos rumba con tanquetas de plástico, marcando la clave con tapas de pomo sobre el piso. Eso está prohibido, incluso el 31 de diciembre. Además, las rumbas son, en realidad, reguetones”.
Suena el silbato, termina la visita, nos abrazamos. Nos pide formar un triángulo de abrazos: padre, hijo, hermano, amigo. Un triángulo.
Al abrir la reja de mi casa experimento una sensación extraña, inconfundible. Comprendo que es una sensación que me va a acompañar por algún tiempo.
Breve visita a los diccionarios
Diccionario de la lengua española. Real Academia Española, Madrid, 1925.
cáñamo. (Del lat. cannâbum). Planta anual, de la familia de las canabíneas, de unos dos metros de altura, con tallo erguido, ramoso, áspero, hueco y velloso, hojas lanceoladas y opuestas y flores verdosas. Su simiente es el cañamón. Esta planta se cultiva y prepara como el lino.
cañamón. Simiente del cáñamo, con núcleo blanco, redondo, más pequeño que la pimienta y cubierto de una corteza lisa gris verdoso. Se emplea principalmente para alimentar pájaros.
droga. 1. Nombre genérico de ciertas sustancias minerales, vegetales o animales, que se emplean en la medicina, en la industria o en las bellas artes. 2. fig. Embuste. 3. fig. Trampa.
hipocresía. Fingimiento y apariencia de cualidades o sentimientos […] Dícese comúnmente de la falsa apariencia de virtud o devoción.
Brevis. Pequeño Diccionario Enciclopédico Ilustrado, Buenos Aires, 1958.
droga. Cualquier sustancia empleada en medicina, en la industria, etc. Fig. Trampa, embuste.
cáñamo. Planta textil, con cuyas fibras se fabrican tejidos y cuerdas.
marihuana. Planta narcótica, cuyas hojas secas producen, al fumarlas, alucinaciones nerviosas o terribles efectos fisiológicos.
Dizionario Garzanti della Lingua Italiana, Milano, 1980.
droga. 1. Sustancia vegetal seca usada para dar un sabor agradable a los alimentos (pimienta, canela). 2. Sustancia natural o compuesto químico con marcado efecto estupefaciente. Probablemente del holandés droog, seco, cosa seca.
farmacia. 1. Arte de preparar los fármacos siguiendo las prescripciones médicas y observando las disposiciones de la farmacopea y de la ley. 2. Local destinado a la fabricación y a la venta de las medicinas. Del griego pharmakèia, medicamento, envenenamiento, magia.
hipócrita. Que hace uso de la hipocresía. Del latín tardío hypocrita, hypocrites, del griego hypokrites, propiamente “actor”, derivado de hypokrinein, “representar un papel”, por lo tanto, “simular” (compuesto de hypo, “debajo”, y krinein, “distinguir, separar”).
Merriam-Webster. A Dictionary of the English Language, Massachusetts, 2005.
droga. 1. Sustancia usada como medicina o en la confección de medicinas. 2. Sustancia (como la heroína o la marihuana) que puede causar adicción, hábito o un cambio marcado en el estado mental.
Micro Robert. Dictionnaire du Francais Primordial, París, 1984.
cáñamo. 1. Planta textil de tallo recto, con hojas opuestas. Cáñamo indio: que produce el hachís. 2. Tejido del tallo de cáñamo. Tela de cáñamo.
droga. 1. Medicamento cuya utilidad y eficacia se pone en duda o cuyo uso se condena. Todas las drogas que le prescribe el médico le hacen más mal que bien. 2. La droga: tóxicos, estupefacientes (cocaína, morfina, L.S.D., etc.). Traficar la droga.
Esta no es más que una muestra de los diccionarios que forman una exigua biblioteca personal (en los casos de obvia necesidad, traduje); rehuso la tentación del comentario, al menos por el momento.
Otro diccionario, American Slang Dictionary, de Richard A. Spears (McGraw-Hill Education, cuarta edición, 2006), ofrece una suculenta colección de términos dedicados a la droga, sus efectos, sus usuarios. Solo en el acápite de la marihuana, aparecen más de 140 variantes; entre ellas se destacan: brécol (broccoli), cigarrillo sin nombre, incienso, madre, paja, submarino—para la sustancia; y cabeza de heno, come-yerba y saltamontes—para el consumidor.
La pipa de Sherlock Holmes
Las aventuras de Sherlock Holmes ocupan en la memoria (al menos en la mía) un sitio tan remoto como las de Julio Verne “al centro de la tierra” o las de Edmundo de Amicis al corazón de los pequeños lectores. De manera simétrica, la recreación cinematográfica de este avatar —protagonizada por el actor Basil Rathbone—, yace junto al Gordo y el Flaco y Casablanca en algún museo neuronal. Al poner estas representaciones en sintonía con ultramodernas versiones del investigador de Baker Street, se suscitan asombros pueriles y quasi-regresiones analíticas.
Entonces Sherlock —me digo mirando en la T. V. la serie homónima “based on the works of Arthur Conan Doyle”— ¿es un adicto al servicio de la ley y el orden? Su pipa, que merodea en los recuerdos de infancia junto a la lupa y el violín, no es, por lo tanto, un mero emblema de reflexión, sino además una herramienta alusiva. Como diría Magritte, ceci n’est pas une pipe, es un elemento en la heráldica de ese caballero andante al que podemos llamar el consumidor investigativo.

Al igual que en Freud (otro detective-usuario) o en Huckleberry Finn (otro sociópata), la pipa de Sherlock posee una cualidad emancipatoria, es una metáfora de la modernidad que avanza, echando humo, de lo prohibido a lo desconocido, en un viaje de ida y vuelta. No olvidemos que también el tabaco, tras su introducción en Europa, fue considerado una hierba diabólica, referencia a una realidad exótica y pagana, allende las leyes humanas y divinas, pues, según la visión interesada de los invasores, los aborígenes del Nuevo Mundo ni eran humanos ni conocían a Dios. La historia, londinense, del tabaco relata que, en época isabelina, la pipa que introdujeron los marinos holandeses solo podía fumarse en los teatros, allí donde Próspero y Calibán interactuaban en beneficio de patricios y plebeyos.
Debo sonsacar al Dr. Watson una observación acerca de su singular amigo y su, no menos singular, postura respecto al acto investigativo; según Watson (o Conan Doyle), el detective, versado en las incipientes modalidades de la criminalística, podía mostrarse indiferente en cuanto a otros
departamentos de la ciencia: en otras palabras, a los efectos
del delito, a Sherlock no le importaba si la tierra era redonda o plana. Esta actitud de desdén hacia una “globalidad” del conocimiento, contribuye a dibujar un rostro social, la máscara del especialista moderno.
Nuestro Sherlock de última generación, inmerso en una red mediática y algorítmica —que se niega a abandonar su psiquis victoriana—, es otro desdoblamiento del consumidor investigativo, tal como se ha dejado ver en series al estilo Dr. House o la más reciente Limitless. Esta última puede leerse —más acá o más allá de los límites del entertainment— como alegoría de la ambivalencia político-jurídica ante la droga y sus “instrumentaciones”.
El protagonista de Limitless, un cierto Brian Finch, consume una píldora ilícita (NZT2 es su nombre) que le permite optimizar su percepción de la “realidad”, su capacidad de aprendizaje (aprende la lengua farsi en una mañana y en una semana se convierte en hacker de primera categoría) y, en fin, aumentar el “aprovechamiento” de su jornada laboral al servicio de una unidad ultrasecreta del FBI. Brian Finch es al FBI lo que Sherlock Holmes a Scotland Yard: una carta ambivalente, o polivalente, un Joker a horcajadas entre dos mundos. Podríamos hablar del mundo de lo conocido-prohibido-aceptado y el de lo desconocido-prohibible-aceptable. No falta, pues, una cierta correspondencia homeopática en que los criminalistas se sirvan de las drogas, dado que estas han estado vinculadas, desde la antigüedad, lo mismo con el crimen que con la curación. La propia palabra “asesino” se derivaría, en famosa etimología, del árabe hashashin (según el ya citado Garzanti, “nombre de los sicarios del Viejo de la Montaña, los cuales cometían sus delitos tras haberse embriagado con hachís”), es decir, soldados drogados. Este Viejo de la Montaña es Hassan ibn Sabbah, fundador de una secta religioso-militar chiita —la prensa de estos tiempos los llamaría “fundamentalistas islámicos”— dedicada a hacer prevalecer la línea ismaelita de la fe. El siglo es el XI; la región, Persia.
En su novela Samarcanda[17], narración “basada en hechos reales” de las peripecias del poeta, matemático y astrónomo persa Omar Khayam —amigo de juventud de Hassan ibn Sabahh—, Amin Maalouf dispone de una etimología divergente para caracterizar a aquellos que sabían matar y morir “con la sonrisa en los labios”.
“Se ha intentado demostrar la tesis de que actuaban bajo el efecto del haxix. Marco Polo popularizó esta idea en Occidente; sus enemigos en el mundo musulmán los han llamado a veces haxixiyun, fumadores de haxix, para desprestigiarlos […] La verdad es otra”.
La verdad es siempre otra: según Maalouf, Hassan ibn Sabahh llamaba a sus seguidores Asāsīyūn, fieles al Asàs, el fundamento de la fe; de ahí que el novelista concluya que “los Asesinos no tenían otra droga que una fe inamovible”, sustancia en extremo efectiva, incluso tóxica si hemos de guiarnos por la historia de las religiones y su vínculo con la política y su expresión más concreta: la guerra.
No deja de llamar la atención el hecho de que el diccionario Garzanti llame a estos hombres de fe “sicarios”, término que suele usarse para designar a otro tipo de soldados vinculados a los carteles colombianos, mejicanos y otros: sicario, del latín sicarius, derivado de sica, puñal curvo. Algunos estudiosos han concluido que uno de los más célebres discípulos de Jesús portaba este tipo de arma, de ahí su sobrenombre de Iscariote. Pobre Judas, que no conoció los efectos de una “fe inamovible” capaz, al mismo tiempo, de “mover montañas”.
Tras esta, tal vez vana, digresión, y sin pasar por alto el papel que las drogas —vegetales, químicas o místicas— han jugado en el desempeño militar o sicarial (remember Vietnam, o el asunto conocido como Irán-Contras en época de Ronald Reagan, cuya actitud ambigua hacia el tráfico de drogas merece todo un estudio), podemos volver a Brian Finch.
Este émulo de Sherlock refería anoche, en el canal Multivisión, a su capacidad para convertirse, gracias a la píldora, en “uno de los hombres más inteligentes del mundo” y poner esa inteligencia a disposición del FBI, agencia que, desde su fundación, se ha esforzado no poco en la cruzada contra las drogas; en vena menos altruista quizás,
Brian Finch admite que el consumo le permite “ser la persona que siempre soñó ser”. Es esta relación entre ser y poder la que sustenta, en definitiva, el discurso utilitario y la actitud pragmática que solo nos queda disfrutar —en tanto que televidentes, desde luego— en filmes y series que tratan el tema de la droga como herramienta de justicia. Viva entonces la pipa de Sherlock, contenga tabaco, opio o cocaína, si conlleva el cumplimiento de la ley.
Hay que precisar, no obstante, que la ecuación ser-y-poder-mentales rebasa el espacio de los compuestos sicotrópicos; al menos desde Matrix (por no hablar de los X Files) —filme en el que la droga, en su papel de transformadora de la percepción y el pensamiento, es reemplazada por una aguda conciencia de la irrealidad de la realidad—, se ha estipulado “artísticamente” un estatuto trascendental de la psiquis al servicio de una benéfica revisión de la condición mental humana, esa condición que uno de los personajes de la saga (justamente el Judas de la película) define con la frase “ignorance is bliss”, mientras degusta un jugoso bistec inexistente.
Que esta revisión, por benigna que sea, llegue a adquirir un tono subversivo es inevitable, puesto que una dosis mínima de subversión o, incluso, rebeldía, puede entretener a todos. Los detectives Scully y Mulder (en los X Files), el consejero psíquico Patrick Jane (en The Mentalist) y otros especímenes similares, son electrones sueltos en la estructura de la aplicación de la ley (law enforcement). Así mismo, Neo, The One, o “el que es”, funge de guerrillero antisistema moviéndose, cibernéticamente, entre el sacrificio a la cristiana y el despertar zen. Sin obviar, desde luego, las artes marciales.
Un filme mucho más reciente, I-boy, cuenta la historia de un chico que, al recibir un balazo en la cabeza, sufre una radical reformulación de su actividad mental, convirtiéndose en una especie de receptor-emisor de señales cibernéticas, un ciberumano, un Homo Wi-Fi. Este nuevo, accidental diseño de sus funciones cerebrales, le permite intervenir libremente en su entorno urbano como un Super-Hacker-Man, un malware justiciero, un Zorro Algorítmico.
Si bien este y otros dramas no rebasan el atávico y emocionante sistema binario del “ojo por ojo, diente por diente”, queda por analizar si tales variantes de la fantasía científica bastan apenas para generar modalidades del entretenimiento o si, además, revelan una ansiedad utópica, prefiguración de una mente humana que aún no existe y que, al mismo tiempo, podría activarse mediante una disciplina, una sustancia o un mero accidente.
Artes, marciales o mentales, aparte, está claro que existe un “héroe de nuestro tiempo” que, al igual que un atleta dopado, procede según una aretè, o código moral, “bajo los efectos de”: se trata de un heroísmo “under the influence”.
24 de febrero
La columna “Hilo directo” del diario Granma trae hoy la siguiente noticia:
"El número de personas que sufren depresión en todo el mundo aumentó un 18% en la última década, hasta alcanzar los 322 millones, indicó la Organización Mundial de la Salud, que exigió una mayor atención a los grupos de riesgo. En total, el 4,4% de la población mundial sufre este tipo de trastorno. El incremento entre 2005 y 2015 se produjo no solo porque la población creció, sino porque también lo hizo la esperanza de vida, explicó la agencia de la ONU. El riesgo de sufrir depresión aumenta por la pobreza, el desempleo, la pérdida de un ser querido, una enfermedad física y las drogas."
Lo cual equivale a decir que el riesgo de deprimirse aumenta con la vida. Comparando cifras, obsesión comprensible, se advierte que el número de deprimidos, o depresivos, es mayor que el de consumidores de drogas ilícitas (246 millones, según cifras de la propia organización ya citadas en estas páginas), si bien se podría sobreentender que hay una multitud de individuos comunes a ambas listas. No se dice aquí, ni habría que esperarlo en nota tan limitada, que la depresión no es solo efecto sino también causa del consumo de drogas, ilícitas o no; como también, de hecho, podrían serlo la pobreza, el desempleo, la pérdida de un ser querido y una enfermedad física, o psíquica. Que la serpiente Causa-Efecto se muerde la cola más de lo que quisiéramos y, sobre todo, más de lo que queremos ver, es, en cualquier caso, la esencia curativa que se desprende de la noticia.
Correo electrónico
Una amiga me envía por correo electrónico esta contribución; son los Heroin Haikus de William Wantling[18] (1933-1973), que traduzco[19] sin dilación.
Los Ángeles – 1
Luna llena
tranco la puerta
mientras por las antiguas escaleras
sombras de cocaína se deslizan.
Los Ángeles – 2
Traigo una lata de yerba
Grady trae pastillas y peyote
Es hora de fiestar!
La redada
Un golpe, la puerta
se derrumba.
Escopetas, grita el calor —
Quietos, sucios drogadictos!
Día de visita
Mi esposa!
Le digo que recibí el cigarro de marihuana.
Está demasiado arrebatada
para responder.
Wantling, amigo de Bukowski, soldado en Corea, recluso en San Quentin por cargos de posesión de drogas y falsificación. Se lo asocia a la llamada Meat School. Estudiante, más tarde profesor en la Universidad Estatal de Illinois. Estos haikus datan de 1965. Publicó también The Awakening y San Quentin’s Stranger. Noto los tres signos de admiración: la exclamación del consumidor, la intervención policial, la alegría del preso. Dos palabras, joint y loaded, llaman la atención a la hora de traducir: el porro se ha internacionalizado de tal manera —gracias a la televisión, el cine y los turistas— que se escucha también en esta isla, aunque no sea local; el colombiano bareto es desconocido, a pesar de las apenas mencionadas causas concomitantes; el praho que recoge Gil Carballo es casi arcaico. Variantes locales como antena, bate, cigarro, taladro o tareco no son “definitivas”. Según el American Slang Dictionary, “loaded” (cargado, cargada) puede referirse a cualquier droga, incluyendo el alcohol, “if you’re loaded, don’t drive”. Elijo la variante local “arrebatada” para describir el estado de la esposa, dado el precedente con el cual inicia el poema.
El juicio (final)
Hoy, 15 de marzo, se celebra el juicio de mis amigos. La citación es para las 8 a.m. Desde la entrada del Tribunal Provincial, sito en una calle nombrada Brasil, se observa la escalinata del Capitolio nacional, copia de un capitolio internacional.
Los asistentes, familiares o testigos, deben hacer “cola” a unos 30 metros de la entrada, como si fueran a adquirir algo, una experiencia tal vez.
Antes de entrar, reviso el hall: impoluto, decorado con vastas lajas de mármol verde oscuro. Junto a la entrada, a la derecha, hay 8 fotos diferentes del Dr. Fidel Castro Ruz, abogado de profesión. Rodean un enorme bouquet de flores blancas y plásticas.
Se entregan los bolsos, se recibe un ticket; prohibidos están teléfonos celulares y, desde luego, cámaras.
Subimos al segundo piso, donde se ventilan los casos de droga, a esperar en un amplio salón con largos bancos de madera de la vieja escuela republicana. Una dama uniformada dicta las reglas: hablar en voz baja, permanecer sentados, no fumar, no comer. Los sanitarios están al final del pasillo, el agua en el tercer piso. Al inicio el peso de la ley impone algo de recogimiento; con el paso de los numerosísimos minutos, se arma el escándalo sordo, interrumpido a veces por una llamada al orden o la lectura de un elenco de testigos. Estos entregan sus carnés de identidad y vuelven a la espera; algunos han recibido citaciones oficiales, otros no.
Da la impresión de que, como en un paradero de camiones, se espera a que este contenedor esté repleto para dar inicio al trayecto jurídico. El primer caso es el nuestro. Entramos, los testigos deben esperar a ser llamados. Regreso al camión de ruido, pregunto la hora. Son las 10 menos un cuarto.
Un ciudadano perspicaz, haciendo caso omiso de la hora fijada por la citación, podría llegar una o dos más tarde, sin incumplir su deber civil. No sé cómo evaluar aquí el fenómeno de la “falsa percepción del tiempo”.
La obligación de esperar afuera hace que me pierda buena parte del juicio, no sé si la mejor. Soy el último testigo, el único de la defensa. La sala del tribunal, bien iluminada por la luz solar, contiene a los dos encausados, sus familiares y amigos, varios guardias de distinto tipo, un escribano colocado de frente a la tribuna del tribunal (valga la redundancia), un fiscal, un abogado y cinco jurisconsultos (un hombre y cuatro mujeres, una de ellas semidormida); los letrados y letradas llevan su toga ritual, como batas médicas en negativo.
No puedo ver de frente a mis amigos; en tanto que testigo puedo verlos solo tangencialmente, de soslayo: volverme hacia ellos dando la espalda al tribunal infringiría las reglas del teatro jurídico. Al sentarme, entre los demás familiares, siguiendo la invitación de la jueza, solo puedo verlos de espalda.
El alegato final de la acusación es impulsivo, airado y tecnicista. El de la defensa, comedido, casi sentimental, nostalgia de un espíritu antiguo (“el legislador”: Yahvé, Salomón, Pericles) que ojalá flote aún sobre estas aguas.
Advierto en la fiscalía el uso del adverbio “felizmente” al observar que la ley no precisa cantidades para definir el “tráfico”; en efecto, se hace mención en el artículo ad hoc de “cantidades relativamente grandes”. Felizmente.
Advierto en la defensa la apelación a la “reinserción”, la “reeducación”, el valor del “arrepentimiento”, el alto costo del “error” ingenuo. También se deja notar una tímida (en este lugar, valerosa) referencia a aquella “literatura científica” que difiere de la visión estigmática (o astigmática) que la ley ofrece del cannabis en tanto que “monstruo inmisericorde”. Una cierta honestidad me convida a admitir que, más allá de los estereotipos de rigor, la defensa exhibe un grado inesperado, para mí, de compromiso con aquello que llamamos humanidad.
Humanidad, en estos casos, no es ciertamente un mero estereotipo.
He sido llamado a ocupar mi lugar ante el barandal de madera; qué digo, qué no digo, no digo aquí.
Al volver a casa, una vez más, experimento el sentimiento de una libertad coartada, una coartada de libertad. Voy al banco a retirar dinero, voy a buscar pescado, yogur, como si nada.
El poema del amor y del cannabis
Varias veces, a lo largo de los años, escuché hablar del poema dedicado por José Martí al hachís; los hablantes solían expresarse con una mezcla de complicidad y convicción en la incontestable evidencia literaria. Confieso que la primera lectura me produjo la sensación de que se trataba de uno de tantos tributos del poeta al amor de mujer, salpicado de algunas referencias modernistas a las bondades imaginativas (o imaginarias) de los “paraísos artificiales”. Una nueva lectura, en un nuevo contexto existencial, me dice que se trata, más bien, de dos poemas en uno.
“Haschisch”, escrito en México en marzo de 1875, es publicado en junio del mismo año en la Revista Universal. El poeta tiene 22; probablemente enamorado, deseoso de enamorarse o desahuciado de algún enamoramiento, redacta el cántico a una mujer árabe, genérica, que encierra a todas las mujeres,
Una árabe que besa,
Es labio de mujer, donde nos cumple
La eternidad al fin una promesa (...)
y en el que se concluye, de modo perentorio y adolescente, que “la vida es el amor”. Todo el cántico, pues, está chamuscado por una llama intermitente: “hoguera de luz”, “arda”, “arde”, “ardiente”, “fuego”, “fecundo calor”, “calentar”, “chimenea encendida”, “encendido vigor de este mi espíritu potente”, “quema”, “se abrasa”. Como diría Rimbaud, su contemporáneo, su “semejante”, “es el fuego que se levanta con su condenado”. Al mismo tiempo, es inevitable relacionar esta humareda con la que se levanta desde la pipa emancipatoria del “árabe indolente”, otro cliché del XIX colonial que presenta a las gentes del sur en ociosa resistencia a los gravámenes del desarrollo.
Como en El derecho a la pereza, al que su autor, el santiaguero-parisino Paul Lafargue da comienzo elogiando al andaluz “moreno como las castañas, erguido y flexible como hoja de acero”, habitante de ese mediterráneo que “puede aún jactarse de poseer menos fábricas que nosotros prisiones y cuarteles”, “Haschisch” hace alabanza de quien contrapone al mundo del trabajo forzado o forzoso un mundo aéreo de conocimiento trascendente,
El árabe es un sabio:
Cobra a la tierra el terrenal agravio.
Y esta compensación es la que se devenga del cultivo de la “arábiga planta trovadora”, “la planta misteriosa”, el cannabis que el poeta, lejos de considerar “monstruo inmisericorde”, nombra
Fantástica poetisa de la tierra.
Cabe preguntarse aquí si el “fantástico haschisch” al que canta José Martí no es un hachís fantástico, literario, una norma de época. Antes de responder a esa pregunta —con ese lujo de detalles que el poema ofrece más allá de cualquier otra disquisición biográfica, pues se trata de un poema biográfico en tanto que “escritura de vida”—, me complazco en describir la postura que su autor toma como liberatoria y típicamente antiburguesa, siguiendo el estilo de un tiempo en el cual, al decir de Paul Lafargue,
“La moral capitalista, lastimosa parodia de la moral cristiana, golpea con anatemas la carne del trabajador; adopta por ideal reducir al productor al mínimo posible de sus necesidades, reducir sus alegrías y pasiones y condenarlo al rol de máquina generadora de trabajo sin tregua ni piedad.[20]”
Así como Lafargue, en su refutación de un contraproducente “derecho al trabajo” (cuyo prefacio de 1883 escribe, por cierto, en la prisión), exalta “la carne y sus pasiones”, llamando incluso en su ayuda a Descartes para recordar que “todas son buenas por naturaleza, no tenemos más que evitar su mal uso y sus excesos”, Martí ve en el árabe que “cobra a la tierra el terrenal agravio” cultivando una “planta trovadora” la sustentación de su propio “deseo de lo invisible”. Contrastemos este deseo con la jactancia visionaria de Rimbaud (“y he visto a veces eso que el hombre ha creído ver”) y su propuesta de practicar “un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”, uno de los fundamentos de las llamadas “Cartas del vidente”[21].
Tal como ha visto Cintio Vitier, estudioso de Martí y de Rimbaud, en su prólogo a la edición cubana de los poemas del francés, “[e]s menester caotizar el caos habitual de nuestros sentidos, desordenar el sólido desorden de nuestra costumbre, confundir la confusión que nos adormece en la vaguedad mediocre de nuestra infinita penumbra vital, para que el otro, el verdadero yo inalcanzable, pueda salir a la intemperie de lo desconocido”[22].
Se trata, entonces, de un imperativo del “ver” que va más allá del bon sens cartesiano de “evitar el exceso”, pues, aunque “razonado” (o precisamente por serlo), este desarreglo de los sentidos es un exceso que dibuja una medida justa; ésta abarca la “falsa percepción del tiempo”, la “fuga de ideas”, la “excesiva intelectualización”, la “hipertrofia de la imaginación” e, inclusive, la “pérdida de valores” que conforman el anatema de los Gil Carballo proliferantes, y vociferantes, desde el siglo pasado hasta nuestros días.
***
Un siglo después de “Haschisch” y de las “Cartas del vidente”, Carlos Castaneda, en su saga del legendario Don Juan Matus, hará del “ver” y de su relación iniciática con las “plantas de poder”, la guía hacia un “desarreglo de los sentidos” como puerta hacia el conocimiento de una realidad otra, más compleja e “imprevista”. Ahora bien, volviendo al poema martiano, se hace oportuno subrayar la relación entre la “planta de poder” y el poder del canto, pues en dicha relación se presenta lo específico de la vivencia del poeta joven, en formación de sí mismo y en proceso de afinar su instrumento melódico. José Martí se incorpora, en tanto que bardo, a la figura del árabe indolente y sabio.
Y el árabe hace bien, porque esta planta
Se aspira, aroma, hipnotiza, y canta.
Deja claro Martí, de inicio a fin del poema, que no es el poeta sino la planta quien entona “armonías celestes”; hace énfasis en la propiedad curativa de la in-dolencia: “Y el haschisch va cantando” un himno alegre en desagravio de la criatura sometida a las esclavitudes cotidianas; a la mecánica marcial de las obligaciones sociales opone una biomecánica gozosa cuya obligación terapéutica es la ligereza de un salmo laico, profano,
Y el buen haschisch lo sabe,
Y no entona jamás cántico grave.
La fuerza del pareado, didáctico a la vez que infantil, está, hay que insistir en ello, en la despersonalización del cantor humano en favor de una personalización extrema de la sustancia vegetal; a la manera greco-romance, la antropomorfización comprende una divinización del entorno: la planta, en tanto que “poetisa de la tierra”, es también sacerdotisa de la naturaleza, tema este de la función poética como sacerdocio o magisterio “ambulante” que acompañará a Martí hasta su madurez y su muerte.
Por otra parte, la inclinación por la in-dolencia revela una dolencia; este poeta se siente, a la vez, “buitre y Prometeo”, bruto inconsciente y semidios dador de fuego. El “fantástico haschisch” cumple, para usar las categorías actuales, operaciones “recreativas” al mismo tiempo que “medicinales”,
Fiesta hace en el cerebro,
Despierta en él imágenes galanas;
[…] Sabe estrellas y luz, sabe consuelo,
¡Sabe la eternidad, corazón mío!
Es decir, que hay, además, otra operación de carácter cognoscitivo, investigativo que completa, en un solo fuego, los caracteres amoroso, eufórico y prometeico de la pieza. Esto no impide, sino más bien permite, que, al final, el poema vuelva sobre sus pasos sentimentales en una doble invocación,
¡Amor de mujer árabe! despierta
Esta mi cárcel miserable muerta:
Tu frente por sobre mi frente loca:
¡Oh beso de mujer, llama a mi puerta!
¡Haschisch de mi dolor, ven a mi boca!
Quien conoció tan bien la experiencia del presidio, no usará en vano la palabra “cárcel”; asimismo, el hachís no es mera reliquia modernista para aquel para quien saber fue siempre más importante que poder y placer. En una línea perdida en sus apuntes, Martí define,
¡Café, padre del verso! Esencia viva.
Redondear una biunidad yin-yang con la “fantástica poetisa de la tierra” conforma, para nosotros, un factor indudable de conciencia respecto al uso de las drogas, no como accidente hedonista ni decoración literaria ni, mucho menos, como propaganda para el consumo, sino como herramienta de conocimiento y creatividad.
Tal vez no veamos nunca frases como estas en los libros de lectura, ni en las tarjas de bronce, ni en las plazas o monumentos; ningún político, por desesperado que se encuentre, clamará —al menos en público— “haschisch de mi dolor, ven a mi boca”. Este no es el Martí de los bustos asépticos, fabricados en serie, para consumo de aquellos que llamó los “disfrazados”,
No es estatua de lánguida figura
El alma de un poeta:
Es un sol de dolor.
Curioso es que, justamente en un poema dedicado al amor de mujer y al culto del cannabis, el poeta se decida a contradecir, en formidable premonición, el uso y el abuso de esos apóstoles en estado de hibernación con los cuales los tradicionalistas se rinden tributo a sí mismos y a la tradición de la mediocridad, en nombre de un poeta naturalmente iconoclasta. Luego la cuestión es esta: si este poeta de 22 años volviera ahora a su ciudad natal, ¿qué poema al hachís escribiría?
El consumidor investigativo y la condición postmoderna
La tarea más ardua para quien escribe es dejar de hacer literatura y limitarse (en realidad, abrirse) a contar una historia, compartir un testimonio, que no excluya, necesariamente, la literatura. Acoger material diverso e indiferenciado en cuanto a su valor (el Génesis, un artículo periodístico, un poema, un documento judicial) revela un potencial indagatorio.
Ante el “problema” de las drogas o cualquier otro de los que entretienen el pensamiento actual, se advierte que dicho “problema” no obedece a la falta de respuestas, sino a la supresión deliberada de las preguntas y, en consecuencia, a la imposición de respuestas preventivas; esas respuestas pueden prescindir olímpicamente de cualquier interrogante, pasar por alto cualquier referente de realidad y, finalmente, generar otra realidad, desde luego, preventiva.

Arthur Rimbaud, traficante de armas, en Harar (Etiopía), en1883. (Autorretrato)
Cabe decir, por obvio que parezca, que una realidad creada, manipulada, no es menos real que una realidad “natural”, espontánea, si tal cosa existiera en la sociedad humana. Pocos casos son tan paradigmáticos, en tal sentido, como la televisión; esta se despliega como un canal de historias, a veces tan irreales que deben parecer del todo verídicas (como la ciencia ficción), a veces tan falsas que uno supone que debe haber algo de cierto en ellas (como sucede con las noticias). Novelas, novedades, noticias, ¿no tienen acaso todas una raíz común? Toda emisora de televisión, y de radio, es un history channel: los televidentes somos testigos oculares y auditivos de esa expulsión del edén que, según Kafka, está ocurriendo ahora mismo.
Por espurias y deshilachadas que sean, estas anotaciones logran reescribir la realidad y ser materia de ulteriores reescrituras que, con frecuencia, aspiran a ser “últimas”, es decir, a “ultimar” aquella realidad de la que remotamente procedían. Última noticia, última temporada, último éxito no tienen, claro está, valor de finalidad, de fin, ni siquiera de finitud; esos conceptos —si así puede llamárseles— son infinitos como telenovelas y, al mismo tiempo, sintéticos como el video clip. El video clip que es el blasón alucinante de la fuga de ideas, su comprimido.
En Four Arguments for the Elimination of Television (William Morrow, 1978), Jerry Mander plantea que la televisión aumentó su poder persuasivo un millar de veces entre 1945, año de su aparición, y 1975; desde luego, las estadísticas, si saben a algo, es a televisión: son tele-visión, observación a larga distancia. Varias décadas más tarde, sin embargo, nos damos cuenta de la progresión de ese poderío persuasivo que preocupaba a Mander; no es menos sugerente la idea del arquitecto Robert Venturi, quien, ya en 1966, declaraba que los norteamericanos no necesitaban plazas porque tenían T.V.; el ágora había sido sustituida por la caja narcótica.
“En todos los lugares del mundo uno encuentra la misma mala película, las mismas máquinas traganíqueles, las mismas atrocidades de plástico o aluminio, la misma deformación del lenguaje por la propaganda, etc. Parece como si la humanidad, al enfocar en masse una cultura de consumo básico, se hubiera detenido también en masse en un nivel subcultural”, dice Paul Ricoeur en su ensayo de 1961 “Civilización universal y culturas nacionales”, posteriormente recogido en Historia y verdad (1965)[23], dibujando un panorama que no es ajeno ni lejano, aunque parezca refugiarse, ante todo, en los dispositivos televisivos. Nuestra propia realidad está tan lejos que podemos tocarla con la mano en las pantallas táctiles.
De ahí se desprendería, entonces, una forma de retraso mental adquirido, como si la conciencia se limitara a funcionar como una tarjeta de crédito ante las ofertas del consumo básico. El anticuado tintineo de las monedas es, sin embargo, preservado en las modalidades sonoras de la maquinaria virtual, atenta a confirmar todas las transacciones con un toque aprobatorio o no. Si bien se ha fragmentado en tanto que altar familiar, la televisión ha visto su potencial hipnótico propagarse y diversificarse, pasando de lo propiamente estupefaciente a lo puramente alucinógeno, generando respuestas emotivas específicas a problemáticas del todo imaginarias, difundiendo el pánico, la cólera o la prudencia según convenga y certificando, mediante la repetición, a nivel perceptual y mental, toda suerte de fantasmagorías psicotrópicas, que vale decir que modifican, “dan vueltas” a la psiquis.
Esto no implica en absoluto que la T.V. —y los mecanismos televisivos en general— llegue a ser considerada realmente una droga y como tal tratada; aun cuando en ocasiones se la llame de esa manera, peyorativamente, se la compare a un nuevo “opio de los pueblos”, aunque en estados de exasperación moral haya sido considerada un “veneno para la juventud”; en fin, a pesar de estar totalmente basada en mecanismos de interacción adictiva, la televisión es un arquetipo del sentido común, es un bien social tan bien protegido por el consenso que ni siquiera precisa defensa, mucho menos explicación. Es lo más parecido a nuestra zarza ardiente.
Acude Baudrillard, en “El éxtasis de la comunicación”:
“... si la paranoia era la patología de la organización, de la estructuración de un mundo rígido y celoso, entonces, con la comunicación y la información, con la promiscuidad inmanente a todas las redes, con sus conexiones continuas, ahora nos encontramos con una nueva forma de esquizofrenia.[24]”
Esta disfunción, o hiperfuncionamiento, que Baudrillard caracteriza como “demasiada proximidad a todo”, cuya perspectiva Google Earth percibe el movimiento de la vida al estilo Animal Planet, promueve un escenario en el cual toda intimidad es vuelta al revés como un bolsillo vacío, hasta lograr que la última de las bacterias “asesinas” se convierta en figura mediática durante cinco segundos e, incluso, llegue a hacerse viral.
Precisaría que, en este y otros casos, “comunicación”, e incluso “información”, pueden leerse como “eufemismo de comercio”, tal como lo ha visto Susan Sontag; la incomunicación del individuo hipercomunicante parece ser una de las líneas dramáticas más recurrentes en el escenario que va de la modernidad “clásica”, a través del intervalo llamado postmodernidad, hasta este instante anónimo de decadencia que, festivamente, se conoce como Nuevo Milenio: se puede seguir “esperando a Godot”, con teléfonos móviles y antenas satelitales.
Ya antes de la aparición de Google, GPS y otros mecanismos de “orientación”, el espíritu moderno operaba en la contradicción, que puede ser angustiosa, de extender y subdividir el mapa, al mismo tiempo que se avizora una realidad que está siempre más allá: en otras palabras, el mapa ha sido siempre “realidad virtual”. La llamada “vanguardia” —estética, científica, por no hablar de la vanguardia política— ha procedido, al decir de Jürgen Habermas, como “invasora de un territorio desconocido, exponiéndose a los peligros de encuentros súbitos y desconcertantes”, actuando según imperativos “que encuentran un centro común en una conciencia cambiada del tiempo”, aventuras que se conforman a partir del “culto de lo nuevo” y la “exaltación del presente” en tanto que “momento de revelación”[25].
En su alocución “La modernidad, un proyecto incompleto” (publicada anteriormente con el título, más cruento, de “Modernidad contra postmodernidad”), Jürgen Habermas describe un organismo llamado “modernidad” que
“...se rebela contra las funciones normalizadoras de la tradición; la modernidad vive de la experiencia de rebelarse contra todo cuanto es normativo. Esta revuelta es una forma de neutralizar las pautas de la moralidad y la utilidad”.
En esta historia contada por Habermas, Baudelaire, uno de los pioneros del consumo investigativo en el ciclo moderno, ocupa un lugar singular, ya que en su obra “el espíritu y la disciplina de la modernidad estética asumieron claros contornos”. De ahí la repulsa que esa obra puede despertar en un investigador preventivo como Antonio Gil Carballo para quien, recordemos, el poeta francés (así como sus colegas Coleridge, Poe y De Quincey) llega a ser un mero propagandista del consumo ilegal; ilegalidad, ante todo, moral, puesto que Baudelaire probablemente podría haber adquirido su material psicotrópico, como muchos contemporáneos de Gil Carballo, en la farmacia de la esquina.
Este subversivo cuento de hadas (las hadas serían las sustancias) tendría, pues, su comienzo en el llamado de William Blake a abrir “las puertas de la percepción” para conocerse y conocer la sustancia infinita y universal de lo humano, llamado que encuentra su respuesta “científica” en The Doors of Perception de Aldous Huxley y alcanza reverberación musical en una banda de rock liderada por otro consumidor investigativo: The Doors.
Del estudio de Huxley a la controvertida muerte de Jim Morrison, se puede trazar el mapa de una época caracterizada no solo por el exceso, la revuelta extravagante, la moda contestataria sino, sobre todo, por una razonada y multiforme desobediencia civil que no se encierra en lo “político”, sino que se despliega en el pensamiento y el arte propios de una “contracultura”. Es, justamente, como colofón reaccionario a dicho proceso, que Richard Nixon inaugura la “guerra contra las drogas” a inicios de los 70, concediendo al “drug-abuse” la categoría de “America’s public enemy number one”.
Si bien al inicio Nixon dedica dos tercios de su presupuesto contra las drogas a “tratar” a las víctimas de ese abuso y a “alertar” a los consumidores potenciales, mostrando incluso, ante las cámaras, un asomo de comprensión (“Uno no se entrega a las drogas a menos que no pueda hallar satisfacción de ninguna otra manera”), los imperativos de la carrera política le hacen adoptar una actitud cada vez menos compasiva. La frase de los Rolling Stones, “I can get no satisfaction”, adquiere, en la era Nixon, un sinnúmero de connotaciones: el presidente insatisfecho con la perspectiva benefactorista, pretende satisfacer a sus electores con “mano dura” y, al mismo tiempo que se presenta como protector de la comunidad, le declara la guerra, literalmente, “con todas las de la ley”. El complejo (dicho aquí en sentido clínico) militar-industrial, o legislativo-represivo, no podía estar más satisfecho.
En la misma línea de acción, declarará años después Ronald Reagan:
“El pueblo norteamericano quiere que seamos severos y que tomemos la ofensiva y esa es, exactamente, nuestra intención”.
Y luego Bush Sr.:
“Ser más duros en las sentencias, fortalecer las fuerzas policiales y construir nuevos espacios para 24.000 presos más”.
Y así hasta hoy: 2 millones y 700.000 niños tienen al menos a uno de sus padres en la cárcel, buena parte de ellos por delitos no violentos relacionados con las drogas. Estos niños son las primeras y más sensibles bajas de la guerra y, siguiendo un patrón social establecido, que podría llamarse “karma colectivo”, muchos de ellos ocuparán el lugar de sus padres en la prisión. Tras haber empleado un trillón de dólares y realizado más de 45 millones de arrestos, la guerra, digamos que pírrica, ha sido un fracaso total en cuanto a sus supuestos objetivos de detener el consumo (reducir la demanda) y frenar el tráfico (erradicar la oferta); podría decirse que, desde esta perspectiva, ha sido la más anticapitalista de las guerras libradas por el capitalismo. Hay, sin embargo, otro punto de vista.
La función de esta guerra, de este “ruido” continuo, sería la de generar el perpetuo estado de sitio del que habla Kafka, convertir la realidad en un campo de entrenamiento para el complejo militar-industrial-legislativo (tal es la forma original de la frase del general Eisenhower, quien luego suprimió el aspecto “legislativo” para no herir la sensibilidad de sus colegas de nomenclatura), comprimir a la comunidad en una red de vigilancia y castigo que involucre por igual a científicos y juristas, policías y periodistas, y cuya arma más formidable y destructiva no son las tropas de asalto, sino la sentencia mínima obligatoria.
Eliminar las drogas, con su potencial “hedonista” (e investigativo) inservible a la máquina disciplinaria de trabajo y consumo, suprimir su “demanda” popular y, digámoslo de una vez, su cultura, implicaría modificar radicalmente el funcionamiento del cerebro humano, militarizar las operaciones mentales con otras drogas de consumo obligatorio: tal es el sentido que se desprende de la noticia, neutral en apariencia, relativa a las pruebas de laboratorio destinadas a elaborar sustancias capaces de suprimir, no solo la adicción, sino incluso el deseo de acceder a un “estado alterado” de conciencia. Las drogas quedarían, pues, reservadas a una élite de ejecutivos, científicos y otros investigadores preventivos que harían uso de ellas para potenciar (al estilo del aun imaginario NZT2) su actividad intelectual al servicio del sistema del provecho.
Admito que este punto de vista parece tener, a simple vista, el sabor a paranoia de una conspiracy theory más. Sin embargo, ya mucho antes de la declaración de guerra de Nixon, las drogas sirvieron como pretexto para la discriminación, separando a unos grupos sociales de otros (negros de blancos, inmigrantes de autóctonos, conservadores de progresistas, obreros de intelectuales, clases bajas de clases altas, etc.) y preparando el tejido social para ulteriores fases de control y militarización, en una operación de “divide y vencerás” basada en la ilusión deliberada de que “unos consumen y otros no”, “estos consumen esto y aquellos consumen aquello”, negando la insuperable, e imprevisible, heterogeneidad de la experiencia humana ante las drogas y, en general, ante cualquier otra instancia de conocimiento, placer o compensación.




De izquierda a derecha y de arriba a abajo: Paul Ricoeur, Jean Baudrillard, Jürgen Habermas y Edward Said
Es, justamente, en ese panorama fragmentado (cuyo hechizo mayor es el de ofrecerse como unitario, a manera de estado, nación o “identidad nacional”) que las herramientas culturales reclaman una apreciación singular, no genérica. Cuando, en la era Reagan, Edward Said afirma que las prácticas culturales al uso han desembocado en una condición “cuyo beneficiario y culminación es el reaganismo”, da cuenta de una fractura en el organismo social cuyo resultado final parece ser una suerte de esquizofrenia regulada.
En su ensayo “Antagonistas, seguidores, públicos y comunidad”[26], Said declara que “la cultura trabaja con mucha eficacia para hacer invisible e incluso ‘imposible’ las verdaderas afiliaciones que existen entre el mundo de las ideas y la intelectualidad, por un lado, y el mundo de la política bruta, del poder empresarial y estatal y la fuerza militar por el otro”. En tanto que intelectual moderno, o postmoderno, Said debe admitir que “el culto de la pericia y el profesionalismo, por ejemplo, han restringido […] nuestro panorama de visión” y que “las nuevas críticas sitiadas, rodeadas por la cultura de masas” son incapaces de ofrecer alternativas no conformistas en un espacio humano en el cual consumo y entretenimiento son, a la vez, paliativo y legitimación del estado policial.
En la nueva Edad Media que ha sucedido a la efervescente sensación de dinamismo cultural encarnada por la “postmodernidad”, conviene, en ajuste al tema, reexaminar la idea de un “opio de los pueblos”, pero también de un “opio de los intelectuales”, en tanto que ramificación de un orden general de hipnosis-histeria sin transición reflexiva; una manifestación de dicho orden es el ciclo, hipnótico en sí mismo, de conservadurismo-rebelión o “tradición-ruptura”.
Refiriéndose al Daniel Bell de Las contradicciones culturales del capitalismo, Habermas nos habla del “desarrollo y expresión ilimitados de la personalidad propia, la exigencia de una auténtica experiencia personal y el subjetivismo de una sensibilidad hiperestimulada (el subrayado es mío)”, como elementos típicos de una individualidad “moderna” en perenne interacción antagónica con un medio restrictivo; estos elementos serán, a su vez, percibidos por ese medio como “motivos hedonísticos irreconciliables con la disciplina de la vida profesional en sociedad”.
Según Habermas, la propuesta neoconservadora es generar normas “que limiten el libertinaje, restablezcan la ética de la disciplina y el trabajo”, evitando revelar “las causas económicas y sociales de las actitudes alteradas hacia el trabajo, el consumo, el éxito y el ocio”. Es obvio que tal toma de posición respecto a las “actitudes alteradas” ni es nueva ni está, en realidad, circunscrita a una expresión de la actividad humana, sea esta la sexualidad, el arte o el consumo de drogas, por mencionar las más conspicuas. Sin ir más lejos, el propio Habermas adopta una actitud defensiva al describir el conjunto de tácticas postmodernas como “programas extravagantes que han intentado negar la modernidad”.
Romper el ciclo hipnótico de “ruptura y tradición” es, desde luego, una soberbia tentación teórica (dicho sea con toda ambivalencia) y es, de seguro, una de las motivaciones claves en algunos de esos “programas extravagantes” que (como la de-construcción de los discursos hegemónicos, la re-localización de los saberes o las “micrologías”) parecen ser, ahora mismo, reminiscencias jergales de un Arca que nunca se encontró con su diluvio. No obstante, el valor táctico de esos descubrimientos supera aún su valor museable. Interferir en el ciclo sigue siendo una opción (al menos al nivel de la escritura y el análisis ideológico) más estimulante que perpetuarlo con alguna resonante “victoria política” que contribuya a relegar, de nuevo, el valor práctico que la teoría sostiene ante la decadencia de toda práctica.
En un momento en el cual las “autoridades” (sean militares, científicas o culturales) funcionan como entes divinizados, capaces de pensar y actuar no con (a menudo ni siquiera para), sino por los demás, operadores sacerdotales en una red de intermediarios que ejerce la suspicacia ante cualquier autonomía que no sea la propia, conviene, en fin, para desafiar el principio de una inmunidad no compartida sino escanciada a modo de mercancía, oponer al encantamiento político de la homogeneidad (que la moda de la “diferencia” ha venido solo a reforzar) el mandato biológico de la heterogeneidad; al mito de la política como fuente única y ultima de “realidad” para quienes “tienen los pies sobre la tierra”, superponer una visión desinteresada y, dígase, poética de lo “real” afín a unos seres que, sencillamente, “pasan sobre la tierra”; y proyectar sobre el vicio de “tomar partido” el hábito de la observación para comprender que rechazar o aceptar ideas es menos apasionante y, en definitiva, mucho menos humano que prestarles atención ilimitada, en espacio y tiempo.
No para propagar ‘paraísos artificiales’ se escribe, sino para subrayar la visión de una perenne “expulsión del edén” que es el sustento de cualquier investigación de lo que ahora es, de lo que ahora nos sucede.
Interferir en una sentencia
La siguiente petición de sentencia, “a la sala especial de lo penal del Tribunal Provincial” de la Habana, está dirigida a castigar un delito de “PRODUCCIÓN, VENTA, DEMANDA, TRÁFICO, DISTRIBUCIÓN, Y TENENCIA ILÍCITOS DE DROGAS, ESTUPEFACIENTES, SUSTANCIAS PSICOTRÓPICAS Y OTRAS DE EFECTOS SIMILARES” en unos acusados que están ya “asegurados con la medida cautelar de PRISIÓN PROVISIONAL”.
Los nombres de los acusados aparecen también en mayúsculas.
Ellos plantaron “semillas de marihuana” en “tierra contenida en masetas [sic] plásticas y de cerámica”; procedieron al cultivo del “enervante”, “con el fin de obtener picadura” destinada “al consumo propio”.
Uno de los acusados “tomó picadura vegetal”, “se dirigió a la vía pública” y “fue identificado por el agente del orden” que “le ocupó el enervante referido”. Los nombres de los agentes, en minúsculas.
“Como parte del proceso investigativo”, se efectuó un “registro domiciliario” que arrojó, entre otros, los siguientes elementos: “siete masetas de tierra”, “tres plantas de marihuana (con medidas aproximadas de 1.10 metros de altura, 1.00 metro y 10 cm respectivamente)”, “semillas de marihuana”, boquilla “con rastros de combustión”, “cuatro revistas”, papeles para cigarrillos, cachimbas, “un libro [sic] de Obras Completas de José Martí”, etc.
“En la picadura, las plantas, las semillas y la orina de los acusados se detectó la presencia del principio activo Δ9-Tetrahidrocannabinol”.
Se hace referencia en el texto a las listas I y IV de la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes y a la lista I del Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971, que incluyen al cannabis y de los cuales la república de Cuba es signataria.
Las macetas, la tierra y las “revistas descritas” fueron incineradas.
A pesar de no existir antecedentes penales, de que el acusado “no se manifiesta de manera problemática” y la acusada “mantiene una adecuada conducta social y moral”, y aunque ambos tengan “buenas relaciones con los vecinos del lugar” y nunca hayan sido investigados previamente “por órganos policiales”, se proponen sentencias de 5 y 4 años de “privación de libertad” al hombre y a la mujer, respectivamente.
Se concluye que “el consumo de la marihuana” puede provocar “sensación de incremento en la percepción visual y auditiva, de orientación, despersonalización, paranoia, y en algunos casos psicosis tóxicas en las que aparecen alucinaciones, delirios graves y reacciones de pánico”; así como “síndrome amotivacional, caracterizado por apatía, pasividad, indiferencia o irritabilidad, dificultad para mantener la atención y fatiga” e, incluso, “cierta tolerancia que lleva a la dependencia psíquica”.
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La etimología (Garzanti) de interferir, remite al latín inter, "entre", ferire, "herir", "golpear". Es decir, herirse entre sí, o también herir, golpear “entre” dos elementos o espacios. Se habla de ondas luminosas o sonoras que “dan lugar” a interferencia; figurativo, entrometerse, sobre– o anteponerse, “dicho de personas o ideas, intereses, competencias”: “interferir en los asuntos ajenos”. Procedamos según la sugerencia de Agamben, “en cuanto una obra parece concentrarse más en los problemas filológicos y lingüísticos, tanto más denso puede ser su contenido de verdad. Acaso es precisamente aquí donde el crítico no debe temer el riesgo del pensamiento, ni el comentador el de aparecer como filosofastro”[27].
Ante todo, “especial” proviene del latín specialis, "de la especie". Por tanto, la petición de sentencia, sentencia ella misma, va dirigida a un tribunal “de la especie” provincial habanera; la presentación del delito, o delitos, en mayúsculas, conforma un bloque defensivo ante cualquier eventual intervención. Conviene separar los trazos, escandir el discurso.
Producción no es lo mismo que venta, ni venta lo mismo que demanda, ni demanda lo mismo que tráfico; ahora bien, aunque el tráfico pueda verse como forma de distribución, no son sinónimos, no lo son tampoco tráfico y tenencia (ilícita o no) de drogas.
El bloque, por su propia construcción, se hace ajeno a la “especie” del caso. Si bien pesa sobre este como lo que es: un bloque, ya que en él está contenida la sentencia mínima obligatoria; por eso decimos que en la petición está ya inscrita la sentencia.
Los acusados, de todos modos, están “asegurados” en la “prisión provisional”; solo en el pensamiento legal es posible concebir días, semanas, meses pasados en prisión de modo “provisional”. El hecho de que estos acusados hayan sido perentoriamente “asegurados” denota la peligrosidad extrema adjudicada al delito en cuestión, que ni siquiera permite fianza, así como la eficiencia del mecanismo cautelar que interpreta, de manera automática, sus funciones protectoras respecto al “pueblo soberano” al que haya amenazado por delito semejante. Ya veremos, al desgranar los componentes jurídicos, dígase científicos, que evalúan este delito, que se trata, en todo caso, de una cuestión de salud mental y no de conducta criminal. Si bien la ley se reserva el derecho último e indiscutible de determinar qué es o no, y en cuál medida, nocivo para la sociedad de los individuos.
De lo en realidad sucedido sabemos que estas personas cultivaron y consumieron cannabis sativa en su domicilio; que se ocuparon plantas, semillas, picadura de esa “especie”, así como un libro de José Martí y cuatro revistas, que fueron incineradas (sin que jamás se llegue a saber qué relevancia tuvieron el libro y las revistas en el caso en cuestión), y otros elementos característicos del tema.
Tras “acreditar” la planta de cannabis como fuente de “peligro psicológico”, apelar a la autoridad de convenios internacionales, pre-sentenciar a los cultivadores-consumidores, el discurso está listo para el bloque final: los males causados por el “monstruo inmisericorde”, o, si la lectora o el lector lo prefieren, la “fantástica sacerdotisa de la tierra”. Toca descomponer el bloque en palabras, frases, unidades de sentido, según su potencial negativo, positivo o neutro; la primera dificultad que emana del bloque es determinar si “la sensación de incremento en la percepción visual, auditiva, de orientación” puede evaluarse, sin más, como factor o síntoma negativo.
¿Podemos juzgar como un “mal” transferible a escala social el hecho de que un individuo experimente un incremento de la percepción? No; una honesta aplicación de la casuística nos obligaría a intentar descubrir para quién este incremento, ya se trate de una mera “sensación” o de una transformación “real”, puede ser nocivo, para quién beneficioso y para quién, incluso, indiferente.
Hay que abrir aquí un paréntesis de índole pragmática: en una sociedad competitiva, todas lo son, puede que ciertos individuos se muestren interesados en incrementar su percepción con el fin de alcanzar sus objetivos, sean los que fueren; no es raro, pues, que, siguiendo el instinto de la competición, quieran excluir a otros de esta experiencia, juzgándolos no preparados para ella o sencillamente indignos de la misma. La escala de las prohibiciones suele dejar intervalos a aquellos para quienes nada está prohibido, pues controlan el órgano de la prohibición; estudiar estos intervalos puede ser útil para quienes viven bajo prohibiciones erigidas por quienes pueden acogerse a ellas de modo opcional y, según convenga, aprueban hoy lo que prohibían ayer y mañana prohibirán lo que hoy aceptan.
No puedo menos que considerar la “sensación de incremento de la percepción” como un elemento, en sí mismo, positivo, de la “despersonalización” de la que ya hemos hablado; es arduo persuadirse de que pueda ser un delito fuente necesaria de él. Podría tratarse de un síntoma, o un estado de ánimo “alterado”, pero sus ramificaciones jurídicas, y por tanto penales, son, cuando menos, imprecisas.
Es curioso, sin embargo, notar que una ley que juzga y condena “en bloque”, incurrirá inevitablemente en un acto de “despersonalización” sin que por ello los legisladores se apresuren a modificarla, mucho menos a derogarla. Lo considero un elemento neutro, hasta que pueda demostrarse lo contrario.
La paranoia, otros delirios y reacciones (que tal vez podemos llamar “secundarias”, como se prescribe en los psicotrópicos industriales de consumo legal, con frecuencia más adictivos que el cannabis) son fenómenos psíquicos que requieren, también, de análisis casuístico, tal como sucedería prácticamente con el consumo de cualquier sustancia, del alcohol a la aspirina, por no hablar de la mantequilla de maní, el chocolate o los mariscos.
Podemos evaluar estos efectos como negativos solo cuando aparecen en la realidad; no podemos juzgarlos si no aparecen, porque no existen ni puede darse por sentada su existencia solo porque aparezcan registrados en un elenco al estilo de los prospectos farmacéuticos.
Y he aquí que de nuevo nos topamos con el “síndrome amotivacional”, joya de la colaboración científico-policial. “Caracterizado por apatía, pasividad, indiferencia o irritabilidad, dificultad para mantener la atención y fatiga”, este síndrome sería, sin dudas, “peligroso” para el funcionamiento de una sociedad que consume trabajo y trabaja para consumir, en un marco de vigilancia y entretenimiento, coerción y compensación. No obstante, solo Orwell podría imaginar una sociedad en la cual se persiga y encarcele a todos aquellos que padezcan de “síndrome amotivacional”, puesto que es la sociedad misma quien lo genera.
Asimismo, se trata de un elemento digno de estudio sicológico y no de persecución y encarcelamiento.
Al igual que otros eventos que ponen en tensión el vínculo entre libre albedrío y norma social (tales como la homosexualidad, la magia, o el simple fenómeno, a la vez complejo en extremo, de la “otredad”), el consumo de drogas ha pasado, históricamente y hasta hoy en día, por un filtro interpretativo compuesto de tres elementos: perversión, enfermedad y delito. No hay que presumir que ese tránsito conlleve, necesariamente, gracias a una providencial operación dialéctica, la “normalización”. Se sabe que esta triada puede funcionar de manera autónoma y automática según las circunstancias o independientemente de ellas.
Las regulaciones respecto a las “anomalías”, sean estas sexuales, religiosas o perceptuales, aunque usen y abusen del discurso científico, no son científicas sino más bien precientíficas. Pueden obedecer, incluso, a factores más instintivos que propiamente racionales. ¿Es acaso racional que un homosexual, digamos Oscar Wilde, sea llevado a prisión por ejercer su preferencia? Ciertamente, en la Inglaterra de hoy el poeta irlandés no correría semejante riesgo; sin embargo, en algunas de las antiguas colonias en las que impera aún el espasmo civilizatorio la homosexualidad es tratada como delito. Un Oscar Wilde keniano, por ejemplo, podría pasar hasta 14 años en prisión y lo mismo ocurriría si le tocara vivir en otros 34 países africanos, por no hablar de países “árabes” o asiáticos, muchos de ellos excolonias o protectorados del imperio británico.
Un proceso similar, que desafía todo análisis (que pueda llamarse tal y corra “el riesgo del pensamiento”) y recae en lo atávico, se da en la interpretación, persecución y condena del consumo de drogas. Puede decirse que, en realidad, es uno y el mismo proceso, ese que hemos llamado “el hábito del prejuicio y la adicción a manipular la realidad”. Se trata de un proceso tan arraigado que pasa por “normal”, tanto que llega a convertirse en una forma de “dependencia psíquica”.
IV
lo natural es siempre sin error
Dante, Divina Comedia, Purgatorio, XVII, 94.
30 de marzo
Recibo de mi amiga Idalia Morejón, desde Sao Paulo, tres libros pertinentes para esta investigación: Las cartas de la ayahuasca[28] y Yonqui[29], de William Burroughs, y Confesiones de un opiómano inglés[30], de Thomas De Quincey. Como diría William Wantling (cuyos haikus me fueran enviados por la misma contribuyente): Party time!
El primero, en inglés The Yage Letters, presenta la correspondencia entre Burroughs y Allen Ginsberg sobre la búsqueda de la planta conocida como ayahuasca, su preparación, consumo y efectos. Ameno, en la áspera y a veces lúcida labia de Burroughs, se deja leer en un par de horas. Sus 107 páginas describen el milagroso equilibrismo psíquico y emocional de Burroughs (la contribución de Ginsberg es mucho menor, en términos de páginas) en medio de una simpática debacle en que lo personal y lo social se amalgaman como en un “viaje” de drogas. Es un libro “de viajes”, en ambos sentidos de la frase.
Burroughs se desplaza de Panamá a Colombia, pasando por Ecuador, Perú, de vuelta a Colombia... sin perder el sentido del humor, la mala leche de sus observaciones acerca del entorno ni esa sobrenatural e incómoda (ante todo para él mismo) superioridad del estadounidense en tierra de paganos que ha alimentado el pensamiento nacional desde Un yanqui de Connecticut en la corte del Rey Arturo hasta el más reciente guion de Hollywood.
Burroughs se las ingenia para estar siempre under the influence de alguna sustancia, en vías de estarlo, o sobreviviendo algún tipo de resaca; nada humano le es ajeno: alcohol, opio, morfina, marihuana, cocaína van macerando su cuerpo y su espíritu en la búsqueda del Santo Grial que llaman ayahuasca o yahé.
La primera carta (15 de enero, 1953) lo describe en Ciudad Panamá, adonde ha ido a someterse a cirugía (“me pareció que no procedía volver a instalarme entre los indios con almorranas”), mientras explora el mercado local que encuentra limitado: “Panamá era una ciudad p.g. Podías comprar ciento catorce gramos en cualquier farmacia. Ahora los boticarios andan nerviosos...”; p.g. abrevia “paregórico”, “an alcoholic preparation of opium and camphor used esp. to relieve pain”, según el Webster 2005, el único diccionario ahora a mi alcance para explicar el término.
Ninguna limitación, sin embargo, inmanente o inminente desanima a William Burroughs; más bien esa atmósfera en que se mezclan la paranoia y el desparpajo le generan una cierta nostalgia por “la época de la Prohibición” en los Estados Unidos, “mis tiempos de adolescente, y el sabor de los combinados de ginebra en verano, en el Medio Oeste”.
El autor considera que el estancamiento reinante en Sudamérica (muestra genuino pavor ante el estancamiento, interno o externo, que llama “estasis”) se debe, en buena medida, al elemento hispánico; sobre todo, en las autoridades. “Debe [de] haber una onda cerebral especial, de baja frecuencia, entre los funcionarios”, observa en Panamá; en Cali nota que los jóvenes policías “parecen los desechos resultantes de la radiación”; un sacerdote en Popayán le parece “un empresario sin la motivación de la avaricia”, y la iglesia, en general, fuente de “un rancio hedor de putrefacción espiritual”; en Bogotá, “más que en cualquier otra ciudad que haya visto en Latinoamérica, sientes el peso muerto de España, sombrío y opresivo. Todo lo oficial lleva el sello ‘Made in Spain’.”
Sin embargo, no es esto lo peor que pudo haberle pasado a la región, los ingleses, por ejemplo, “hubieran creado esa atrocidad conocida como el País del Hombre Blanco”. Es decir, los Estados Unidos, donde es imposible “ser maricón y drogadicto y seguir manteniendo tu posición”, donde “te tienes que convertir en marginal o vivir en un estado de abulia insensibilizada”. Burroughs sabe de lo que habla, y es, para colmo, un intelectual: “que nadie se equivoque: todos los intelectuales son marginales en los Estados Unidos”.
En la universidad de Bogotá encuentra a un doctor Schindler, “relacionado con la Comisión de Agricultura de los Estados Unidos”. Este le deja ver “una muestra seca de ayahuasca, que tenía pinta de ser una planta muy poco distinguida”. Schindler le comunica haberla tomado, haber visto colores sin haber tenido “visiones” y, en cuanto a las propiedades telepáticas de la planta, le asegura que “son todo imaginaciones”. Siguiendo sus recomendaciones, William Burroughs parte hacia el Putumayo.
Su odisea está condicionada “por ese promiscuo aprecio por los norteamericanos” que ejerce un cierto espécimen proliferante a quien nombra “Señor Especialista de la Localidad”, alguien capacitado para decir “Hello Joe”, “Okei” o “Fucky fucky”. No pocas veces se ve varado en pueblos donde “nadie sabe nunca nada de la selva”; no parece que Burroughs esté especialmente interesado en la selva, compraría con gusto la ayahuasca donde mismo adquiere el “paregórico”. Esto hace su perseverancia aún más admirable.
En Pasto encuentra a un vinatero alemán conocido de Schindler que afirma haber enviado muestras de ayahuasca a Berlín (“me dijeron que el efecto es idéntico al del hachís”); en Puerto Limón, finalmente, “localicé a un indio inteligente y en cuestión de diez minutos ya tenía una planta de ayahuasca”. El indio inteligente lo conduce a un chamán, “viejo farsante borracho”, quien prepara para Burroughs “medio litro de infusión en agua fría”. Dice no notar efecto alguno, aunque a la noche tiene “un sueño de vivos colores, en el que vi el verde de la selva y el rojo de la puesta de sol”; también se pierde en una ciudad “mezcla de New York, Ciudad de México y Lima” y concluye,
“No sé si mis sueños tuvieron algo que ver con la ayahuasca. Pero dicen que cuando tomas ayahuasca ves una ciudad.”
Me pregunto si a los habitantes de la selva les sucede lo mismo. En todo caso, el viajero pasa “un día en la jungla con un guía indio” en busca de yoka, planta estimulante; la toma, aprecia “un agradable acelerón, parecido al de la benzedrina”, camina alegremente por la jungla durante cuatro horas “y habría podido caminar otras cuatro”.
“La selva del alto Amazonas”, declara el escritor, “tiene menos características desagradables que los bosques del Medio Oeste norteamericano en verano”; viniendo de Burroughs, podemos considerar esta una inspirada alabanza a la selva amazónica.
El 15 de abril escribe a Allen Ginsberg:
“Querido Al:
De nuevo en Bogotá. Tengo una caja llena de ayahuasca”.
Ha pasado casi dos meses en la selva, ha tomado ayahuasca repetidas veces y sabe “más o menos cómo se prepara”. Ha encontrado un chamán que tenía “el aire de astuta docilidad de un viejo yonqui” (faltan aún veinte años para la aparición de Don Juan Matus, el chamán postmoderno); puede describir detalladamente la preparación del brebaje, según el método del Vaupés o el del Putumayo; aprovecha para “someter a prueba el mito de la contaminación femenina de una vez por todas, con siete criaturas del otro sexo pegadas a mi espalda, metiendo palos en el brebaje, tocando la ayahuasca y riéndose”. Esa noche, nota que el efecto es “similar al de la marihuana”. Es decir, “[v]ívidas imágenes mentales, efectos afrodisíacos, tonterías y risitas”.
En sus andanzas, por cierto, encuentra a un comandante de la fuerza aérea, quien, informado por Schindler de que Burroughs “había escrito un libro sobre la ‘marijuana’”, le comenta que esta planta “provoca una degeneración del sistema nervioso”. Burroughs le aconseja que tome vitamina B1.
En sus averiguaciones “de campo”, encuentra que la ayahuasca es común a “blancos” e “indios” y que con frecuencia se la encuentra en los jardines. De vuelta a Bogotá, intenta, sin resultados “concluyentes”, extraer los alcaloides de la planta; nota “efectos afrodisíacos” y somnolencia, “mientras que la bebida preparada con la planta fresca es estimulante, y en dosis excesivas se convierte en veneno convulsivo”.
En mayo, se encuentra en Lima, donde escribe una “farsa” titulada “Roosevelt tras la toma de posesión”[31], mientras se recupera de “neuritis de pisco (el pisco es una bebida local. Parece ser que es veneno)”. El 10 de julio, y desde la misma ciudad, escribe a su amigo: “Anoche tomé lo último que me quedaba del preparado de ayahuasca”; tras observar que “la ayahuasca es un viaje en el espacio y el tiempo”, describe su transmigración y su estancia en la que llama “la Ciudad Compuesta donde todos los potenciales humanos se exhiben en un inmenso mercado silencioso”. Si la noción de que quien toma ayahuasca sueña con una ciudad precisaba de evidencia escrita, el texto de Burroughs presta ese servicio, más allá o más acá de su excelencia literaria.
La visión no difiere, en realidad, de la farsa acerca de Roosevelt en la que el presidente funge de dictador caótico avezado en toda suerte de malévolos disparates, tales como los concursos de Actividades Reprobables y Tretas Sucias y la Semana de Denuncia del Mejor Amigo (cualquier coincidencia con la actual situación, podríamos achacarla a los efectos del pisco); tampoco se distancia mucho de sus experiencias en los antros de Lima y, en general, de Sudamérica, que ha vivido “como una película que se acelera hasta hundirse en una pesadilla de desintegración mecánica y cambio desprovisto de sentido”. Al concluir la carta, se llega a “un lugar donde el pasado conocido y el futuro emergente se funden con un vibrante zumbido sin sonido. Entidades larvarias esperando un ser vivo”.
Esta espera dolorosa se distancia en Burroughs del mero hábito de la droga “que ofrece una precaria serenidad vegetal”; suya es una urgencia que lo lleva incluso a invocar a “un nuevo Bolívar que termine el trabajo de verdad”, zanjar lo que llama “la división fundamental entre el potencial sudamericano y los españoles temerosos de la vida”. Podemos sustituir los gentilicios, incluso eliminarlos: lo que distingue a Burroughs, y lo que él intenta distinguir, es ese horizonte, desprovisto de miedo, donde es posible contemplar cada una de nuestras acciones como “sencillamente una posibilidad humana más”. Sin escándalo.

William Burroughs
Siete años después, es Ginsberg quien escribe a Burroughs desde Perú. Si se quiere, la ayahuasca version de Ginsberg es más previsible, al menos a posteriori. Aquí aparecen “el Gran Ser, o una especie de sensación de Ello, que se me aproximaba como una gran vagina mojada”, “un gran agujero negro como de Nariz de Dios a través del cual me asomé a un misterio” y otras visiones de cosmos estallando y serpientes de colores a las cuales la imaginería de época, llámese beatnik o hippie, ha llegado a acostumbrarnos. Tampoco Ginsberg es reacio a una cierta inclinación místico-religiosa que, me temo, a Burroughs le habría provocado quizás más náuseas que la propia ayahuasca.
No obstante, al igual que su amigo, Allen Ginsberg es concienzudo en el consumo investigativo y sus descripciones, sin omitir siquiera el miedo ante un “Universo Alterado” ni la nostalgia de una “conciencia normal”. Su misiva incluye dos dibujos y un largo poema estilo Whitman 1960. A vuelta de correos, Burroughs intenta devolverle la ecuanimidad:
“Querido Allen:
No hay nada que temer. Vaya adelante. Mira. Escucha. Oye. ¿Que tu conciencia de AYAHUASCA es más válida que la ‘Conciencia Normal’? ¿La ‘Conciencia Normal’ de quién? ¿Por qué volver a eso?”
Y adjunta un sermón vanguardista dedicado a Hassan Sabbah, el Viejo de la Montaña.
Cierran el volumen una carta de Ginsberg firmada en San Francisco, 1963, dedicada “A quien corresponda”, en la cual resume su “trance de ayahuasca” como “profecía de transfiguración de la conciencia del yo de sensación mental sin hogar del pavor eterno en cuerpo encarnado”. Aleluya. Además, un texto de Burroughs, “¿Me estoy muriendo, Míster?” (I am dying, Meester?), souvenir de sus días en Panamá. “Postal muerta aguardando un lugar olvidado”.
***
Esa misma noche, tras concluir la lectura de Las cartas de la ayahuasca, la caja narcótica y psicotrópica que llaman televisión nos ofrece Inherent Vice, filme de Paul Thomas Anderson con guion basado en una novela de Thomas Pynchon.
Se narran las aventuras estilo cine negro del detective privado Doc Sportello en su intento de resolver (porro en mano) secuestros, desapariciones, asesinatos que se van mezclando en una atmósfera ora sórdida, ora colorida, como en un viaje de William Burroughs.
La época es 1970, el lugar California, las agencias de seguridad se preparan para dar el golpe de gracia a los movimientos de derechos civiles; Martin Luther King, Bobby Kennedy, Malcolm X (entre otros) ya han sido asesinados y comienza la era Nixon: la palabra hippie empieza a adquirir un sabor más peyorativo que nunca. El detective Sportello lo sabe muy bien, pues siempre hay alguien que lo llama hippie, o doper (de dope, droga), lo cual no le impide fumar marihuana durante toda la investigación, es decir, durante todo el filme. Sportello descubre, gracias a una prostituta china, el funcionamiento de una empresa internacional, El Colmillo Dorado, que trafica heroína desde Taiwán y opera en suelo californiano como una red, tipo spiritual supermarket, de centros de desintoxicación y rehabilitación para drogadictos. Jade, tal es el nombre de la prostituta, llama esto “contaminación vertical”. Supongo que la idea es de Pynchon y supongo que, de alguna manera, está implícita en El Capital.
***
Las Confesiones de un opiómano inglés (Confessions of an English Opium-Eater), fueron publicadas por primera vez en 1821 en los números correspondientes a septiembre y octubre de The London Magazine, que todavía existe. “Te ofrezco, amable lector, el relato del recuerdo de una época muy particular de mi vida; confío en que, al contarlo de la manera en que lo hago, será no solo un relato interesante sino también útil e instructivo en grado considerable”. Ya que hablábamos de Marx, recordemos que cuando en 1835 David Strauss publicó su Vida de Jesús, creando cierto revuelo en la comunidad intelectual, el Moro (así llamaban a Marx en familia) intervino diciendo que de lo que se trataba era de establecer “la autoconciencia humana como la divinidad más elevada”.
Este es, en realidad, el tema secreto del libro de De Quincey. Por ello su investigación no admite culpa ni sus confesiones arrepentimiento; por ello, también, los propagandistas en contra de la droga lo han juzgado como propagandista a favor, aun cuando el autor de las Confesiones nunca incite al consumo enajenante—como sí suele hacerlo el marketing en sus variantes infinitas—, sino a la observación y el autoconocimiento.
El autor aspira no solo a prestar servicio a los consumidores como él, “una clase en verdad muy numerosa”, sino a todo aquel interesado en estudiar “los poderes de fascinación del opio” desde el punto de vista psicofisiológico, considerando que los “tratadistas médicos” abusan de una prudencia interesada.
Al efecto, redacta una relación pormenorizada y, hasta donde podemos usar la palabra, sincera de sus experiencias, sin demonizar las positivas ni excluir las que considera negativas, redondeando un documento cuyos valores literarios podrían juzgarse, incluso, independientes de la curiosidad específica por el tema en cuestión. Tanto más cuanto que De Quincey pretende actuar a la manera de un filósofo, y, nos dice De Quincey:
“Un filósofo no puede mirar las cosas con los ojos de la pobre criatura limitada que se llama a sí misma hombre de mundo y que, tanto por nacimiento como por educación, está llena de prejuicios estrechos y egoístas; por el contrario, ha de considerarse como un ser universal que guarda la misma relación con grandes y pequeños, con gentes instruidas e ignorantes, con culpables e inocentes.”
Ya que, prosigue:
“Tan espeso es el telón de modales que oculta el trazo y expresión de las naturalezas de los hombres que, para un observador común, los dos extremos y el margen infinito de variedades se confunden; el vasto y multitudinario compás de sus diversas armonías se reduce a una exigua indicación de las diferencias expresadas en la gama o alfabeto de los sonidos elementales.”
Esta es, desde luego, una parrafada típica de un filósofo-consumidor; en ningún momento niega De Quincey que la tinta con la que escribe está tan “cargada” como la tintura, llamada láudano, que suele consumir; es más, deja bien claro, razonando in extremis, que “el verdadero protagonista de la historia y el centro legítimo en torno al cual gira el interés no es el comedor de opio sino el opio”.
En cuanto a este “alfabeto de los sonidos” y su relación con la comprensión de los comportamientos y las actividades humanas, precisemos que, para el joven De Quincey, el consumo abre las “puertas de la percepción” hacia dos ocupaciones filosóficas: el disfrute de la música en el Teatro de la Ópera, el lugar público “en que podía pasarse más agradablemente una velada” y que combina, como buen peripatético, con toda suerte de encuentros por “los poderosos laberintos de Londres”.
“La música”, nos dice De Quincey, “es un placer intelectual o sensual, de acuerdo con el temperamento de quien la escucha”. Es, por lo tanto, un error común creer que la música se manifiesta solo “por los oídos”, adoptando una actitud “meramente pasiva”. De Quincey enfatiza el papel catalizador de la mente (cuya actividad ha sido refinada por el opio) ante la “materia” que discurre por los sentidos. Tampoco es el caso de concebir ideas a partir de la música: “¿Qué idea, mi querido señor? No es el momento de tenerlas: todas las ideas que surgen en tales casos disponen del idioma de los sentimientos representativos”. Con lo cual, tal vez sin proponérselo, refuta De Quincey la “idea” de que la música es un arte abstracto.
Tras disfrutar de este comprimido de observación perceptual, intelectual y emocional, por solo cinco chelines (el precio de un asiento en galería) y algo de láudano, De Quincey echa a andar por las calles de la ciudad, “sin fijarme en la dirección ni en la distancia”, sin discriminar barrios ni tenerse al margen de la vida de sus habitantes: “como la abeja que extrae indiscriminadamente sus materiales de las rosas y del hollín de las chimeneas”, el joven pensador se funde con la ciudad, “demasiado feliz como para notar el paso del tiempo”.
Aunque De Quincey, con candidez socrática, se haya empeñado en ofrecer una versión simétrica de lo positivo y lo negativo, los deleites y dolores de la opiomanía, es obvio que no vamos a obtener un tratamiento “fifty-fifty” del tema; si bien no evade, ni mucho menos, dedicar el tercio final del libro a abundar en cuestiones relativas a la abstinencia y sus penurias, a la batalla por independizarse, “finalmente”, de su hábito, sin escatimar datos precisos con respecto a dosis y efectos que varían con el paso de los días, semanas, meses, al terminar la historia no queda claro si De Quincey quiere realmente liberarse de su hábito o si, por el contrario, la liberación, para él, está del otro lado de la abstinencia. “¡Ah, justo, sutil y poderoso opio!”
Esto no le impide deleitarnos con la pertinencia de algunas de sus conclusiones, por ejemplo: “el temible Libro del Juicio Final del que hablan las Escrituras es, en realidad, la mente de cada persona”. De Quincey, más que una víctima, es un mártir del consumo y aquellos que, en su época o la nuestra, esperaban o esperen arrepentimiento y contrición, hallaron y hallarán una suave, dulce contumacia.
***
Yonqui (Junky, Ace Books, Nueva York, 1953) es la historia que antecede a Las cartas de la ayahuasca. De hecho, el libro concluye con un anuncio solemne:
“Me siento dispuesto a irme al sur en busca de un colocón que abra horizontes en vez de cerrarlos, como la droga. Colocarse es ver las cosas desde un ángulo especial. Es la liberación de las exigencias de la carne temerosa, asustada, envejecida, picajosa. Tal vez encuentre en el yagé lo que he estado buscando en la heroína, la yerba y la coca. Tal vez encuentre el colocón definitivo.”
Los que ya leímos The Yage Letters tenemos derecho a pensar que, al menos en lo que respecta a William Burroughs, el único “colocón definitivo” tendría que ser una sobredosis causada por un cóctel de drogas conocidas y otras que no se han inventado aún, como el NZT2.
Burroughs deja bien claro que nadie quiere convertirse en drogadicto (“nadie se levanta una mañana y decide serlo”); sin embargo, relata que siendo muy pequeño escuchó a una sirvienta comentar que el opio provocaba dulces sueños y él, que padecía, como muchos otros niños, de pesadillas, decidió al instante: “Cuando sea mayor, fumaré opio.”
Mucho después, decidió hacerse escritor. El prólogo de Allen Ginsberg cuenta algo de ese proceso y del papel que el poeta jugara en él y, específicamente, en la publicación de Junky. Dicho prólogo es sustancioso en lo que se refiere a la historia moderna de las drogas y su relación con la cultura, la sociedad, las leyes y sus draconianas aplicaciones.



Allen Ginsberg
Tras algunos intentos fallidos, Ginsberg tuvo “la tremenda suerte” de encontrar en Carl Solomon un editor que, aunque “desconfiaba del romanticismo criminal y vagabundo de Burroughs y Kerouac”, decidió hacerse cargo de la publicación; decisión que, según Solomon, “estuvo a punto de causarme una depresión nerviosa; me daba un verdadero pánico trabajar con semejante material”. Las razones del pánico, aparte de las cualidades intrínsecas del “material”, estaban dadas en una época caracterizada por “la paranoia del estado policial”, en la cual, incluso, “hablar de las drogas” era considerado ilegal.
Según Allen Ginsberg, entre 1935 y 1953, 20.000 médicos fueron denunciados “por tratar a yonquis”; varios miles de ellos “fueron multados y encarcelados, en lo que la Asociación Médica de los Condados de Nueva York denominó ‘una guerra contra los médicos’”. Todavía una década después, “no era posible proponer cambios en las leyes en un debate transmitido por la televisión pública nacional sin que la Oficina de Narcóticos y la Comisión Federal de Comunicaciones te denunciaran, presentando como pruebas las grabaciones de tus palabras”.
“Eso ya es historia”, concluye Ginsberg optimista (el prólogo es de 1976), sin advertir que un nuevo capítulo de la misma “historia” apenas comenzaba, tras la huella de capítulos anteriores: contubernio entre la policía de narcóticos y la delincuencia organizada, criminalización de los adictos y negativa oficial a considerar la adicción como un problema de salud, elaboración de mitos por parte de la prensa y los organismos políticos con el fin de convertir a expendedores y consumidores en “enemigos de la sociedad”...
Ginsberg logró publicar el libro, bajo el seudónimo de William Lee, tras censurar algunos pasajes y adjuntar una introducción de Solomon “que pretendía ser la voz de la sensatez”; se imprimieron, “cosa curiosa”, 100.000 ejemplares, aprovechando la disponibilidad de papel con el que “se imprimía otro libro sobre drogas, escrito por un exagente de narcóticos”.
Ginsberg, y quién sabe a estas alturas cuántos millones de personas, pudieron apreciar en Yonqui “su inteligente exposición de los hechos, su clara percepción, su lenguaje sencillo y directo y sus imaginativas metáforas, así como su profunda comprensión de los fenómenos sociológicos, su actitud cultural revolucionaria hacia la burocracia y la ley, y el estoico y frío sentido del humor con que contempla la delincuencia”.
Como muestra de lo anterior, citaré in extenso la descarga de William Burroughs sobre el cannabis:
“En 1937 la hierba fue prohibida, junto con otros narcóticos, por la Ley Harrison. Las autoridades sanitarias afirman que es una droga adictiva, que su uso es perjudicial para mente y cuerpo, y que induce a cometer delitos a quien la usa. Estos son los hechos: la hierba no es adictiva en absoluto. Uno puede fumar hierba durante años y no experimentará ninguna molestia si de pronto deja de hacerlo. He conocido a fumetas en la cárcel y ninguno de ellos mostraba síntomas de síndrome de abstinencia. He fumado hierba de modo intermitente durante quince años y nunca sentí molestias cuando dejaba de hacerlo una temporada. La hierba es menos adictiva que el tabaco. La hierba no daña la salud. De hecho, muchos de los que la fuman aseguran que aumenta el apetito y tonifica el organismo. No conozco ningún otro producto similar que incremente el apetito. Después de fumarme un canuto disfruto bebiéndome una copa de jerez de California y engullendo una copiosa comida casera […]"
“La hierba no empuja a nadie a cometer delitos. Jamás he visto a nadie que se pusiera agresivo bajo la influencia de la hierba. Los fumetas son muy sociables. Demasiado, para mi gusto. No puedo entender por qué la gente que asegura que la hierba induce al delito no exige que se prohíba también el alcohol. Todos los días se cometen delitos por borrachos que jamás habrían obrado así estando sobrios […]"
“Se oye decir que la gente se vuelve loca por fumar hierba. Hay, es cierto, una forma de locura causada por su uso excesivo. Este estado se caracteriza por hipersusceptibilidad y manía persecutoria. […] La psicosis inducida por la hierba se corresponde, más o menos, con el delirium tremens, y desaparece en cuanto se deja de usar. Quien fume unos cuantos canutos al día no tiene más posibilidades de volverse loco que quien tome unos cuantos cócteles antes de las comidas de contraer la tuberculosis."
“Algo más acerca de la hierba: bajo su influencia nadie está capacitado para conducir. Altera el sentido del tiempo y, en consecuencia, el sentido de las relaciones espaciales. Una vez, en New Orleans, tuve que aparcar en la cuneta y esperar hasta que se disiparan sus efectos.”
¿Burroughs dixit? No se trata de eso sino de confirmar cómo esta página hace honor a la presentación de Ginsberg. Y lo hace, así como el resto de un libro que, a fin de cuentas, y lo considero una bendición, nos deja con más preguntas que respuestas. He tenido la oportunidad de conocer, en La Habana, a algunas personas que, por alguna razón, decidieron convertirse en yonquis, como si se tratara de la realización de un sueño o, al menos, de un estereotipo. Debo decir que lo consiguieron, aun cuando carecían de algunos ingredientes fundamentales: por ejemplo, aquellos con los que contaron hombres como De Quincey o Burroughs. Fueron en busca de elementos afines y lo que buscaban estaba, está aún, en las farmacias o en el gabinete del veterinario.
Puede decirse que es una disciplina digna de mejor causa. No obstante, observando en derredor los efectos desastrosos de disciplinas en apariencia mejor encausadas, por una parte, y por la otra, salvaguardando la interrogante respecto de los motivos de esas personas, quedo con la impresión de que a la cadena de razonamientos usuales—oficiales, científicos y legales— acerca de las drogas, sus efectos y la adicción, supuesta o real, a ellas, le falta, al menos, un eslabón. ¿Cuál?
V
Ahí está el detalle.
Cantinflas
¿Cuál es el motor de los apegos? En el zen, se dice que la vía del medio son los extremos; como en una autopista, el carril central solo puede definirse en relación con los carriles externos, y éstos, ya sea que los definamos “derecho” o “izquierdo”, “positivo” o “negativo”, se definen en relación con la senda interna: el desapego. Ocurre así en todos los modelos duales: que el desapego puede conformarse solo en su interrelación con los apegos.
Existen innumerables formas de apego; sin embargo, no hay ninguna que no esté vinculada a algún tipo de interés, de sentido del provecho; si una persona mostrara apego al sufrimiento, lo haría probablemente con el propósito de ser reconocida como víctima y despertar, a su vez, el “interés” de los demás.
Hoy en día se reconocen la adicción al trabajo, al sexo, los videojuegos, la televisión, la comida, las gaseosas, la violencia (ejercida o recibida) y a otras sustancias o conductas; no obstante, no abundan los estudios acerca de la adicción a las opiniones o puntos de vista que puede fácilmente degenerar en el hábito de reprimir otros puntos de vista e, inclusive, suprimir a quienes los sostienen.
En el siglo XXI puede parecer extraña o remota la costumbre de quemar vivo a alguien que sostenga que la tierra gira alrededor del sol. Así y todo, ni la iglesia católica ni la comunidad cristiana en general han resuelto todavía la fijeza de sus determinaciones respecto al aborto, la homosexualidad o la validez de otras formas religiosas que, por su parte, tampoco muestran suficiente flexibilidad en cuanto a estos u otros temas.
La propia subdivisión del campo cognoscitivo en puntos de vista independientes, a menudo contradictorios, como el religioso, el científico, el económico, el cultural y otros, se caracteriza por promover conductas extremas basadas en el apego a verdades circunstanciales y, a veces, sencillamente fabricadas a la manera de self-fulfilling prophecies, o profecías autorealizadas.
Una de las formas más comunes de adicción es el apego a la palabra, las explicaciones o justificaciones verbales que no raras veces deriva en un exceso patológico conocido, en español, como “verborrea” y en inglés como logorrhea. Obviamente, la terminación de ambas voces remite al griego diarrheĩn, “fluir a través de algo”; aun cuando no haya nada de qué preocuparse si la palabra fluye, discurre, es preciso que ese flujo, como el de las heces, tenga ciertos límites. El apego al silencio, sin embargo, es raro en extremo.
Otra manera común de apegarse es, desde luego, la propiedad. Pensemos, por ejemplo, en aquellos países europeos que fueron “apropiados” por la Alemania nazi, países como Francia u Holanda, y que, al liberarse de sus invasores, hallaron suma dificultad en liberarse ellos mismos de sus colonias en Argelia e Indonesia, respectivamente. Es curioso observar cómo el sufrimiento de verse “apropiado” por otro puede no ser suficiente para comprender el sufrimiento de aquellos de quienes nos “apropiamos”. El caso palestino-israelí es, en nuestros días, un claro ejemplo de esa disfunción emocional y moral provocada por el apego a la propiedad.
Así pues, contrariamente a lo que comúnmente se cree y promulga, no son solo los yonquis, adictos, fumadores, alcohólicos… las únicas criaturas humanas que padecen, practican o predican el apego. El chofer de un carro bomba, totalmente sobrio, apegado a sus puntos de vista religiosos o políticos, es mucho más peligroso que un borracho al timón en la vía pública. Un político apegado a la “pureza étnica” es muchísimo más nocivo que un drogadicto apegado a la pureza de la sustancia que consume; sin embargo, estos políticos suelen ser admirados y aclamados por miles, si no millones, de seguidores y pocas veces terminan en prisión o pagan siquiera una multa.
Valdría entonces preguntarse, ¿bajo los efectos tóxicos de cuál de esos apegos se encontraba el presidente Harry Truman cuando ordenó que se lanzaran dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki?
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“Un practicante hinayana pasa por el camino y, al ver ante él la planta venenosa de las pasiones, siente miedo y la evita porque conoce las consecuencias de ese veneno. Luego, un practicante mahayana pasa por el mismo camino y, al ver la misma planta venenosa, no siente miedo de tocarla, pues conoce el antídoto para ese veneno. Finalmente, un practicante vajrayana llega por el camino y, al ver la misma planta venenosa ante él, no teme ni vacila en comer el fruto de la planta porque sabe cómo transformar su veneno en pura ambrosía.” (Metáfora tradicional del budismo tibetano, citada en la introducción de John M. Reynolds a The Cycle of Day and Night, de Namkhai Norbu.)
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Apego: afecto, afección, afición, amistad, asimiento, inclinación, simpatía, interés, cariño, tendencia.
Antónimos: desinterés, antipatía.
(Diccionario de sinónimos y antónimos, F. C. Sainz de Robles)
Attachment: affection, devotedness, devotion, fondness, love, passion.
(Merriam Webster’s Dictionary & Thesaurus)
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En su candidez extrema, el diccionario dice lo que puede y debe; si pareciera exagerado, incluso incorrecto, aunar el apego y el amor, hay que decir que se trata de una tradición arraigada que no pocas veces sale a la luz en la poesía, como en esta, típica, operación de Lope de Vega:
Es la mujer del hombre lo más bueno,
y locura decir que lo más malo,
su vida suele ser y su regalo,
su muerte suele ser y su veneno.
Cielo a los ojos, cándido y sereno,
que muchas veces al infierno igualo,
por raro al mundo su valor señalo,
por falso al hombre su rigor condeno.
Ella nos da su sangre, ella nos cría,
no ha hecho el cielo cosa más ingrata:
es un ángel, y a veces una arpía.
Quiere, aborrece, trata bien, maltrata,
y es la mujer al fin como sangría,
que a veces da salud, y a veces mata[32].
El juego de contrarios, tan caro a esa época del soneto, no es menos recurrente en la estructura mental de los apegos: los pares bueno-malo, cielo-infierno, ángel-arpía, da salud-mata dibujan una red de dualidades rigurosa e infinita. Y también de duplicidades: recordemos que la propia palabra fármaco, como la sangría del soneto, contiene los significados de cura y veneno, así como un antídoto debe contener una cierta dosis de su contrario. Rilke,
Toma tus bien disciplinadas fuerzas
y extiéndelas entre dos
polos opuestos. Pues en el interior de los seres humanos
es donde Dios aprende.
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David Bohm: Podría decirse que la creatividad es fundamental... y que lo que en realidad debemos explicar son esos procesos que no son creativos. Mire, usualmente creemos que, en la vida, la regla es la no creatividad y, ocasionalmente, aparece un brote de creatividad que requiere explicación. Pero... la creatividad es la base, y es la repetición lo que debe ser explicado.
Renée Weber: Entonces, tal como Ud. lo ve, ¿es como si el universo estuviera experimentando?
David Bohm: Sí, se puede ver de ese modo. Probando varias formas. Puede decirse que la selección natural explica la manera en que las cosas sobreviven una vez que emergen o aparecen, pero no explica por qué tantas formas han aparecido. Parece haber una tendencia a producir estructuras y formas, lo cual es intrínsecamente creativo, y la supervivencia o selección natural es simplemente el mecanismo que selecciona cuáles formas sobrevivirán. Cualquier forma incompatible consigo misma o con el entorno no va a durar, eso es todo.
Renée Weber: Según ese punto de vista, entonces, el universo está aprendiendo.
David Bohm: Pienso que sí.
(De una entrevista con el físico teórico David Bohm, aparecida con el título de “Nature as creativity” en la revista ReVision, otoño de 1982. Traduje yo.)
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Los antiguos dioses —griegos, yorubas, aztecas— nos legaron toda suerte de patrones mentales, podría decirse que, sobre todo, emocionales, y no siempre positivos, es decir, “divinos”, sino más bien inclinados a la producción de apegos que no debemos dudar en llamar animales. El paso hacia el sistema monoteísta —el cual, si lo viéramos desde un punto de vista político, sería una suerte de totalitarismo autocrático— no resolvió del todo esa “filtración” de patrones negativos: el dios bíblico, por citar un solo ejemplo, es celoso, vengativo y racista y, en ese sentido, no es distinto de otros de sus colegas teológicos, como tampoco es distinto de nosotros, sus protegidos.
Es obvio que puede tratarse de una mera proyección humana. Sin embargo, los más optimistas entre aquellos que practican alguna religión consideran que la función esencial de esos arquetipos es la de fomentar el perfeccionamiento de la especie: si, como dice Rilke, Dios aprende no solo entre nosotros sino precisamente en ese centro magnético que es el ser individual, ubicado “entre dos polos opuestos”, si, como dice David Bohm, el universo con toda su miríada de arquetipos, estereotipos, genes y moléculas está también aprendiendo, lanzando dados al vacío como el niño rey de Heráclito, entonces nosotros —si de un “nosotros” puede hablarse— deberíamos estar aprendiendo algo más que a leer y escribir y construir nuevas máquinas; es decir, podemos aprender a determinar, primero, dónde se encuentra en realidad ese centro magnético divino y, segundo, qué papel juegan los apegos respecto de la esencia de la vida. En otras palabras, cada cual puede aprender a leerse y a escribirse a sí mismo, como una letra más dentro de un alfabeto universal, lo cual, por otra parte, no sería posible sin antes observar al individuo actual y a la sociedad que lo contiene como lo que son: máquinas. Y estas máquinas no pueden funcionar sin el combustible del apego.
Por lo tanto, detenerse a juzgar, condenar o incluso compadecer, digamos, a un drogadicto, no es más que mera hipocresía. Esta civilización, en su conjunto y en cada una de sus partes, funciona gracias a algún tipo de adicción, sin excluir la tan peculiar adicción a lo divino, a lo “espiritual” y al mercado que la acompaña.
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El hombre es un animal que fuma, ha dicho Kodo Sawaki. Monje zen que llevaba el apodo de Yadonashi, sin casa, Kodo dejó algunas notas relativas a la práctica de zazen, el estado de la conciencia humana y otros temas que, de una u otra manera, se relacionan con el apego. Respecto a su sobrenombre decía: “Me llaman así porque nunca he tenido templo ni casa. Todo el mundo es yadonashi, homeless, es un error pensar que se tiene casa fija en la tierra.”
Con lo cual concuerda el poeta náhuatl:
nadie tiene casa fija en la tierra,
solo flores y cantos
Para Kodo Sawaki la razón por la cual los seres humanos con frecuencia nos sentimos fatigados es que “hacemos las cosas con la idea del provecho personal”.
También compara el apego humano al trabajo con esos perros que tiran de la carreta, esperando alcanzar el trozo de carne que pende ante el hocico: “Muchos trabajadores son como esos perros. Cada mes corren tras el sueldo que cuelga ante los ojos. El día de pago lo engullen, entonces echan a correr tras el próximo.”
Por mucho que persigamos el “nombre” o “renombre”, por muy aferrado que se esté a la importancia personal, todos estamos desnudos, según Sawaki; es más, “todos estamos pescando nubes”.
En cuanto al propio zazen, Sawaki declara que “no sirve para nada”.
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profitto, It.: 1. Provecho, utilidad, beneficio, fruto.
2. fig. Avance, progreso en los estudios, el arte o quehaceres similares.
3. Excedente de los ingresos sobre los gastos, resultado económico positivo de una actividad productiva.
4. Aquello que el empresario recaba de la empresa.
Del francés profit, del latín profectus, ventaja, progreso; derivado de proficere, progresar, aprovechar.
(Dizionario Garzanti)
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Plusvalía, acumulación, defensa, ataque, fraude, soborno, chantaje, ayuda, desarrollo... cuántas variantes existenciales resultantes del apego, apegadas a él.
La estructura del apego parece estar constituida por dos bloques de signo contrario, naturaleza resistente y propiedad magnética en sus extremos externos, repelente en los internos; “bueno”–“malo” o, más claro aún, “me gusta”–“no me gusta”, se verían así:
=[me gusta] ˃˂[no me gusta]=
como un trazo yin del I King.
El espacio medio, neutro, de inevitable existencia, sería el desapego.
“Me gusta“–“no me gusta” o cualquier otra variante dual, tiene la misma intensidad magnética en sus bordes externos, es decir, atraemos lo que “me gusta” con la misma fuerza con que recibimos lo que “no me gusta”; el elemento repelente entre ambos tiene una intensidad correspondiente.
Puede imaginarse, por tanto, que la fuerza del centro neutral sea correspondiente por igual y crezca o disminuya en relación con el aumento del elemento de atracción positiva o su negativo. De lo que no cabe duda es que “me gusta” genera tanto apego como “no me gusta” y con esa misma energía se repelerán entre sí. Lo esperanzador del caso reside en que no toda esa energía se pierde en rechazar o desear, sino que una parte de ella alimenta el espacio intermedio. En el intervalo entre fobia y placer, repugnancia y deseo, está ese elemento capaz de desmontar el principio de compensación alrededor del cual giran nuestras vidas.
VI
Hambres mías, volved. Pastad, hambres,
Del prado de los sonidos.
Extraed el alegre veneno
de las enredaderas.
Rimbaud, "Hambre"
28 de mayo de 2017
Volviendo de Corea del Sur, en Air Canada, hallo este artículo: “Enormous fatigue hits marijuana sector”, de Sunny Freeman; Financial Post del día anterior. Bajo el acápite de Investing, Freeman analiza la “fatiga inversionista en el caliente sector de la marihuana canadiense”, debido a la masiva presencia de productores legales, 44 en total, que ofrecen todos una mercancía muy similar.
Según declaró el ejecutivo Aaron Salz en una mesa redonda celebrada en la Lift Cannabis Expo en Toronto, “la gente ya no es capaz de distinguir entre los productores legales”, quienes, como parte de una industria altamente regulada, se ven obligados a comercializar productos casi idénticos.
Health Canada, la institución a cargo de regular esta industria incipiente en su versión legal, ha otorgado este año luz verde a una o dos compañías mensualmente. Hoy en día, es posible cerrar una rápida transacción por un monto de 100 millones de dólares.
Scott Walters, ejecutivo de Molecular Science Corp., concibe el mercado del cannabis como “una pista de carreras, donde todos tienen que presentarse y apostar. Adonde vas a ganar o perder en una sola jugada”.
Por cierto, The New York Times International Edition, en su número del viernes 26— el mismo día en que se celebra en Toronto la mesa redonda en la Lift Cannabis Expo —exhibe una lámina publicitaria con una reproducción de un amuleto heftalita, acompañado de la siguiente nota:
“Los heftalitas, o hunos blancos, establecieron el primer imperio nómada de Asia central. Este amuleto representa la cabeza de un rey, evidenciada por el cráneo alargado. Era práctica de la realeza constreñir los cráneos de los infantes reales para que crecieran con cabezas improbablemente altas, lo cual es un rasgo de sus imágenes grabadas en monedas. También se tatuaban el rostro, e inhalaban hojas de marihuana de modo comunal en recintos especiales. Los tatuajes aquí tienen la forma de hojas de marihuana con un pez en la barbilla. En la frente, Hormazd mira hacia el cielo."
El amuleto original tiene 3 centímetros de alto, corresponde a una época situada entre el 6 y el 5 antes de Cristo.
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Han pasado más de 2 meses desde el juicio, y mis amigos aún no han recibido sentencia. Cualquier intento por recibir respuesta al respecto sería, me han dicho sus familiares, inútil. “Las cosas deben seguir su curso.”
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Rimbaud se ha preguntado “¿Para qué un mundo moderno si se inventan venenos semejantes?” y, en otro poema, “Adiós”, afirma que “[h]ay que ser absolutamente moderno”. Se presenta una contradicción aparente, tal vez real. Sin embargo, en esa pieza justamente llamada “El imposible”, ya aclaraba: “¡Mis dos céntimos de razón se han acabado!” La pipa de Rimbaud no es la de Sherlock Holmes; el barco ebrio cruza la modernidad “libre, humeante, pletórico de brumas violáceas”, la metáfora del viaje está engastada en el gesto del fumador, en “el aire hinchado de impalpables volutas”, y es un viaje allende la razón.
En “El imposible”, Rimbaud, tras mandar al diablo “las palmas de los mártires, los esplendores del arte, el orgullo de los inventores, el ardor de los ladrones”, advierte que no lo ha hecho pensando “en el placer de escapar a los sufrimientos modernos”. Sabe que al volver “al Oriente y a la sabiduría primitiva y eterna” corre el riesgo de penetrar en un espacio que la modernidad industriosa puede considerar un “sueño de grosera pereza” y se pregunta,

Rimbaud en Harar (Abisinia),1883. (Autorretrato)
¿No será porque cultivamos la bruma? Comemos la fiebre
con nuestras legumbres acuosas. ¡Y la embriaguez! ¡Y el tabaco!
¡Y la ignorancia! ¡Y los sacrificios!