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De las contradicciones y los chalecos amarillos* Slavoj Zizek

 

*Publicado originalmente con el título “How Mao would have evaluated the Yellow Vests” en la página editorial de RT el 21 de diciembre de 2018. Traducido del inglés por Rolando Prats para Patrias. Actos y Letras.

 

El movimiento francés de los Chalecos Amarillos saca a relucir un problema que está en el centro mismo de la política actual. Demasiada adhesión a la "opinión" popular, por un lado, y, por el otro, insuficientes innovación e ideas frescas.

Una rápida mirada al embrollo deja claro que estamos atrapados en múltiples luchas sociales. La tensión entre el establishment liberal y el nuevo populismo, la batalla ecológica, los esfuerzos en apoyo del feminismo y la liberación sexual, más los conflictos étnicos y religiosos y el anhelo de la realización de los derechos humanos universales. Por no mencionar los esfuerzos por resistirnos al control digital de nuestras vidas.

¿Cómo unir entonces todas esas luchas sin, simplemente, privilegiar una de ellas como la "verdadera" prioridad? Porque este equilibrio es la clave de todas las demás luchas.

Ideas viejas

Hace medio siglo, cuando la ola maoísta estaba en su punto más alto, la distinción hecha por Mao Zedong entre contradicciones "principales" y "secundarias" (en su tratado "Sobre la contradicción", escrito en 1937) era moneda común en los debates políticos. Tal vez valga la pena resucitar esa distinción.

Comencemos con un ejemplo sencillo: Macedonia. Todo por un nombre. Hace un par de meses, los gobiernos de Macedonia y Grecia concluyeron un acuerdo sobre cómo resolver el problema del nombre "Macedonia". Macedonia debe pasar a llamarse "Macedonia del Norte".

Esta solución fue de inmediato atacada por los radicales de ambos países. Los opositores griegos insistían en que "Macedonia" es un nombre griego antiguo, y los opositores macedonios se sentían humillados al verse reducidos a una provincia "del norte", pues ellos son los únicos que se llaman a sí mismos "macedonios".

Por imperfecta que fuera, la solución ofrecía un atisbo de esperanza de poner fin, mediante un compromiso razonable, a una larga y absurda batalla.

Sólo que la disputa se vio atrapada en otra "contradicción": la lucha entre las grandes potencias (EE.UU. y la Unión Europea, por un lado, y Rusia, por el otro). Occidente presionó a ambas partes para que aceptaran el compromiso, de modo que Macedonia pudiera unirse rápidamente a la Unión Europea y a la OTAN, mientras que, exactamente por la misma razón (ante el peligro de su pérdida de influencia en los Balcanes), Rusia se opuso, y apoyó en mayor o menor medida a las fuerzas nacionalistas conservadoras de ambos países.

Luego ¿de qué lado debemos ponernos en este asunto? Sin duda, creo que deberíamos ponernos del lado del compromiso, por la sencilla razón de que es la única solución realista del problema. Rusia se opuso simplemente por sus intereses geopolíticos, sin ofrecer otra solución, por lo que apoyar a Rusia aquí habría significado sacrificar la solución razonable del singular problema de las relaciones entre Macedonia y Grecia a intereses geopolíticos internacionales.

 

Juegos de poder

Detengámonos ahora en el arresto de Meng Wanzhou, directora financiera de Huawei e hija del fundador de la empresa, en Vancouver. Se la acusa de violar las sanciones estadounidenses contra Irán y se enfrenta a la posibilidad de ser extraditada a los Estados Unidos, donde podría ser encarcelada por hasta 30 años si se la declarara culpable.

¿Dónde está la verdad en todo esto? Con toda probabilidad, de una forma u otra, todas las grandes corporaciones violan discretamente las leyes. Pero es más que evidente que esta es una "contradicción secundaria" y que en el caso de Meng Wanzhou se está librando otra batalla. No se trata del comercio con Irán, se trata de la gran batalla por dominar la producción de hardware y software digitales.

Lo que Huawei simboliza es una China que ya no es la China de Foxconn, no un lugar en que mano de obra semi-esclava ensambla aparatos desarrollados en otras partes, sino un lugar en que también se conciben el software y el hardware. China tiene posibilidades de convertirse en un agente mucho más fuerte en el mercado digital que Japón con Sony o Corea del Sur con Samsung, gracias a su peso económico y sus cifras.

Pero basta de ejemplos particulares. Las cosas se tornan más complejas con la lucha por los derechos humanos universales. Tropezamos aquí con la "contradicción" entre los defensores de esos derechos y quienes advierten que, en su versión habitual, los derechos humanos universales no son verdaderamente universales, sino que privilegian implícitamente los valores occidentales (los individuos tienen primacía sobre los colectivos, etc.) y son, por tanto, una forma de neocolonialismo ideológico. No es de extrañar que la referencia a los derechos humanos haya servido para justificar numerosas intervenciones militares, desde Iraq hasta Libia.

Los partidarios de los derechos humanos universales sostienen, por el contrario, que el rechazo de esos derechos a menudo sirve para justificar formas locales de gobierno autoritario y represión como elementos de un modo de vida particular. ¿Cómo zanjar la cuestión en este caso?

Como no bastaría llegar a un compromiso equidistante, es menester dar preferencia a los derechos humanos universales por una razón muy precisa. La dimensión de universalidad debe servir de medio en que puedan coexistir múltiples formas de vida, y la noción occidental de universalidad de los derechos humanos contiene en sí la dimensión autocrítica que hace visibles sus propias limitaciones.

Cuando a las ideas occidentales al uso se les reprocha algún sesgo en particular, esa crítica en sí misma está en la obligación de referirse a alguna noción de universalidad más auténtica que nos haga ver la distorsión de la falsa universalidad así criticada.

Pero en todo momento está implícita alguna forma de universalidad, y hasta una visión modesta de la coexistencia de formas de vida diferentes y, en última instancia, incompatibles, tiene que basarse en dicha universalidad. En pocas palabras, esto significa que la “contradicción principal” no es la que reside en las tensiones entre diferentes formas de vida, sino la “contradicción” que existe en el seno de cada forma de vida ("cultura", organización de su gozo) entre su particularidad y su reivindicación de universalidad.

Por utilizar un término técnico, cada modo particular de vida está por definición atrapado en una “contradicción pragmática”, su pretensión de validez se ve socavada no por la presencia de otros modos de vida diferentes, sino por su propia incoherencia.

 

Brechas sociales

Las cosas se complican aún más con la “contradicción” entre la degeneración de la derecha alternativa en la vulgaridad racista y sexista, por una parte, y, por otra, el rígido moralismo regulatorio de lo políticamente correcto.

Por lo tanto, desde el punto de vista de la lucha progresista por la emancipación, es crucial no aceptar esta “contradicción” como contradicción principal, sino desentrañar en ella los ecos desplazados y distorsionados de la lucha de clases.

De manera fascista, la figura populista de derecha del enemigo (la amalgama de las élites financieras y los inmigrantes invasores) combina ambos extremos de la jerarquía social, desdibujando así la lucha de clases.

En el extremo opuesto y de manera casi simétrica, las luchas políticamente correctas contra el racismo y el sexismo apenas logran ocultar que su objetivo final es el racismo y el sexismo de la clase obrera blanca, neutralizando así también la lucha de clases.

Por eso es falsa la designación de lo políticamente correcto como "marxismo cultural". Lo políticamente correcto en toda su pseudo-radicalidad es, por el contrario, el último reducto del liberalismo “burgués” contra el marxismo, ofuscando y desplazando la lucha de clases como la “contradicción principal”.

Lo mismo ocurre con la lucha de los transgéneros y #MeToo. También está sobredeterminada por la "contradicción principal" de la lucha de clases que introduce un antagonismo en su mismo centro.

Tarana Burke, quien creó la campaña #MeToo hace más de una década, observó en una nota crítica reciente que en los años transcurridos desde el inicio del movimiento, este ha hecho un despliegue de una obsesión inquebrantable con los perpetradores —un circo cíclico de acusaciones, culpabilidad e indiscreciones.

“Estamos trabajando diligentemente para que el discurso popular sobre MeToo se mueva en otra dirección”—ha dicho Burke.

 

“Tenemos que cambiar el discurso de que es una guerra de género, contra lo masculino, que es de hombres contra mujeres, que es sólo para cierto tipo de personas —es decir, para mujeres blancas, cisgénero, heterosexuales, famosas."

En pocas palabras, habría que luchar para que #MeToo se recentre en el sufrimiento diario de millones de mujeres trabajadoras y amas de casa. Ello es posible en toda la extensión de la palabra. Por ejemplo, en Corea del Sur, #MeToo detonó cuando decenas de miles de mujeres comunes y corrientes  se manifestaron contra su explotación sexual.

Las protestas en curso de los chalecos amarillos (gilets jaunes) en Francia condensan todo de lo que hablábamos. Su limitación fatal reside precisamente en su muy alabado carácter “acéfalo”(leaderless) y en su caótica autoorganización.

De una manera típicamente populista, el movimiento de los chalecos amarillos bombardea al Estado con una serie de demandas que son incongruentes e imposibles de satisfacer en el marco del actual sistema económico. Lo que le falta es un líder que no sólo sepa escuchar a la gente, sino que además logre traducir su protesta en una visión nueva y coherente de la sociedad.

La “contradicción” entre las exigencias de los chalecos amarillos y del Estado es “secundaria”: sus exigencias están enraizadas en el sistema existente. La verdadera “contradicción” es la que se presenta entre todo nuestro sistema socio-político y (la visión de) una nueva sociedad en la que dejen de plantearse las demandas formuladas por los manifestantes. ¿Cómo?

El viejo Henry Ford tenía razón cuando comentó que, al ofertar el primer automóvil producido en serie, no siguió lo que la gente quería. Como dijo sucintamente, si le hubieran preguntado a la gente qué era lo que quería, habría respondido: “¡Un caballo mejor y más fuerte para tirar de nuestro carruaje!”

Esta percepción encuentra eco en la tristemente célebre consigna de Steve Jobs, según la cual “muchas veces la gente no sabe lo que quiere hasta que se lo enseñas”.

A pesar de todo lo que podamos reprocharle a la labor de Jobs, se acercó a la condición de auténtico maestro en la forma de interpretar su propia consigna. Cuando se le preguntó cuántos comentarios de los clientes utilizaba Apple, respondió con rapidez: “No es tarea de los clientes saber lo que quieren... Nosotros sabemos lo que queremos."

Obsérvese el sorprendente giro de esta argumentación. Después de negar que los clientes supiesen lo que querían, Jobs no sigue con la inversión directa esperada “es nuestra tarea (la tarea de los capitalistas creativos) averiguar lo que los clientes quieren y después 'mostrárselo' en el mercado”.

En cambio, continúa diciendo, “sabemos lo que queremos”—así es como trabaja un verdadero maestro. No trata de adivinar lo que la gente quiere. Simplemente obedece su propio deseo para que sea la gente quien decida si lo sigue o no.

En otras palabras, su poder proviene de su fidelidad a su propia visión, de no comprometerla.

Y lo mismo valdría para el dirigente político que se necesita hoy. Los manifestantes en Francia quieren un caballo mejor (más fuerte y más barato) —en este caso, irónicamente, un combustible más barato para sus automóviles.

Lo que debe ofrecérseles es la visión de una sociedad en la que el precio del combustible deje de importar de la misma manera que, después de los automóviles, ha dejado de importar el precio del forraje para los caballos.

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