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Jon Lee Anderson vuelve al redil Rolando Prats

 

 

 

 

I

No recuerdo ahora cuándo escuché el nombre o leí por primera vez a Jon Lee Anderson (California, 1957). Sospecho que poco después de que Anderson comenzara en 1998 a escribir sobre Cuba para The New Yorker bajo la rúbrica Havana Journal (que para 2000 ya se había transformado en Letter from Havana), y antes de que, tras cinco años de resistirme a ello, me decidiera por fin a leer su Che: A Revolutionary Life, en la edición actualizada y revisada de 2010.

 

Resignarme a tener que ver la película de Steven Soderbergh, Che (2008), me tomó mucha más anticipada aversión, y a ello accedí solamente cuando Daniel S. Milo (Tel Aviv, 1953) —pronúnciese acentuando la “o”—, filósofo y exprofesor mío en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París (1994-1996), tal vez el intelectual vivo (o quizás sea más exacto decir en vivo) que me haya marcado más indeleblemente y, de paso, que me haya divertido y al mismo tiempo enojado más, en el contacto directo con su opus (de Milo he traducido al español y publicado Llaves y Demasiado; este último también al inglés en colaboración con el autor), su práctica pedagógica y su persona non grata, y ya por siempre ex y futuro amigo (Snob, y en el presente, ¿ya estuviste?), para mi sorpresa y desasosiego, me dijo que había visto la primera parte de Che y, sin quererlo, me puso en la precaria posición de tener que explicarle cómo podía yo descartar como bodrio una película que ni siquiera había visto; tanto Milo, quien, en este caso no para mi sorpresa, se confiesa (lo cito) “d’extrème gauche” y a la vez “pas fan du Che”, que de todo hay en la viña del Señor, de todo y en todas las combinaciones posibles, terminamos viendo las dos partes del llamado biopic de Soderbergh e intercambiando impresiones: las suyas, entre imparciales y benévolas; las mías, peores todavía que mis renuencias de no tan antaño. Su curiosidad, que ahí no había otra cosa, quedó satisfecha. Mi reticente buena voluntad, y estoy midiendo mis palabras, que ni siquiera había ido por lana, volvió trasquilada.

 

II

La biografía escrita por Jon Lee Anderson me pareció—además de rica (y fresca) en hechos, datos, anécdotas y detalles— equilibrada, respetuosa, correcta, quizás hasta inconfesadamente atravesada por cierta empatía con el biografiado, cierta admiración y afectividad. Las sagacidades interpretativas del a ratos aparentemente ingenuo Anderson, sin embargo, dejan que desear—Compañero: vida y muerte del Che Guevara, del escurridizo y resbaladizo y nada ingenuo Jorge G. Castañeda, si bien mucho menos generosa en información nueva o de primera mano, es ciertamente más perspicaz y reveladora.

 

La película de Soderbergh, en cambio, me siguió pareciendo el bodrio, y la repulsiva caricatura, que me había insinuado mi intuición, aguzada por décadas de sometimiento del olfato, en las más directas pruebas, a ese tipo de americano liberal insoportablemente arrogante y patéticamente ingenuo, que se cree con el derecho, quién sabe si hasta con el deber, no necesariamente con malas intenciones (sobre todo, que es lo peor, con buenas intenciones) de meterse en todo, de opinar sobre todo y, sobre todo, de hacer películas sobre cualquiera o cualquier cosa, por muy ajenos o incomprensibles o inalcanzables que esas figuras y hechos y conflictos y épocas y culturas le sean, desde Cleopatra hasta Ernesto Guevara. Pues, qué diablos, qué carajos, qué cojones hace Steven Andrew Soderbergh haciendo una película —¿con qué cojones?— sobre Ernesto Guevara, a la luz de cuya larga, sagrada imantación, Steven Soderbergh, the poster boy of the Sundance generation, no podría soportar ni un segundo de sol en el páramo, ni un minuto de sombra en el campamento. Zapatero, ¡a tus zapatos!

 

 

III

En sus artículos, sus cartas desde La Habana, publicados en The New Yorker a lo largo de estos últimos 18 años, Jon Lee Anderson discurre, en apariencia, con la flemática equidistancia de quien, por un lado, posee un nada despreciable caudal de reportero y corresponsal de guerra curtido en Afganistán, El Salvador, Irán, Iraq, Irlanda, Israel, el Líbano, el Medio Oriente y Uganda, y, por el otro, un no menos abundante acceso (¿o no?) a invariablemente anónimos longtime loyalists—varados entre su desvencijada lealtad y una viscosa tentación por el cambio, eufemismo por cambio (contrarrevolucionario) de régimen—y no menos invariablemente genéricos Cubans —ni Anderson ni ningún otro reportero occidental jamás se han dignado a explicar cómo es posible que ninguno de esos cubanos con quienes ellos conversan, beben, comen, intercambian secretos, bromas, favores… y, digamos, hasta se ponen filosóficos, pertenezca al equipo contrario, que los hay y todavía nadie ha podido demostrar que no son mayoría (por mucha oscuridad que tengan en la cabeza, como diría, parafraseo yo, el protagonista de Memorias del Subdesarrollo), del de esos otros que, siempre según Anderson y sus peers, “[i]n private, like impatient heirs waiting for a rich elderly uncle to die (…) regularly speculate about the signs they believe they see of Fidel’s advancing age, terminal illness, or impending senility”, o que, en su mayoría (“most of them”, dice Anderson), “don’t earn enough money to eat, much less live comfortably. As a result, almost everyone has some contact with Cuba’s black market. The tension between the public Cuba of rallies and tribunals and this hidden one is growing, and a number of Cubans and Americans fear that the pent-up chaos could erupt into open unrest upon Castro’s death (…) You know –continúa Anderson, citando una vez más a otro cubano anónimo–, to live in Cuba we have only three alternatives, known as the three Rs–robar [“to steal”], remar [“to row”-as in take a boat to Florida], or rezingarse (sic) [“to fuck yourself”]”. Corrijamos, de paso, la ortografía y la semántica de Anderson (o quién sabe si la de su fuente, tanto va el cántaro a la fuente que al final termina confundiendo agua con espejismo): resingarse, con “s” las dos veces, que no significa otra cosa que resignarse, palabra con la que comparte las mismas y el mismo número de letras. Resignación (o “resingación”) que, también, podrían ser expresión de cierta actitud, pasiva y hasta sabia, de aquiescencia. Recordémosles, además, a Anderson y a su muy ocurrente y agudo y simpático interlocutor—los cubanos se mueren por hacer reír al prójimo, no exactamente por amarlo como a sí mismos, pero algo es algo, y es imposible no imaginarse al anónimo informante de Anderson sin una oronda sonrisa de satisfacción con su propia agudeza y su capacidad para ofrecerle a este yanki buenagente e ideológicamente no muy complicado una cucharada (scoop) de deliciosa y abarcadora simpleza, una que le ahorre a Anderson largas y arduas horas raspando más allá de la espesa costra de ventrilocuismo reciclado de tanto longttime loyalist, cada vez con más de longtime y menos de loyalist— que todavía tanto los cubanos que ni roban, ni reman, ni se resingan (son pocos, seguramente, o cada vez menos, pero los hay) y muchos, si no todos, de los que sí, se preguntan, ya sea por el tedioso incumpliminto de una falsa profecía tras otra, ya sea por el entrecruzamiento de expectativas contradictorias y confusas, si todavía es posible que ese “caos reprimido” (pent-up chaos) estalle en disturbios frontales (open unrest) tras la muerte de Castro”.


El pasado 26 de noviembre, un día después de que al final se cumpliesen todas las profecías y todos los vaticinios y todos los pronósticos de que a Fidel, también, incluso a él, le llegaría su hora final—que el insípido Andrés Oppenheimer quiso apurar por más de 30 años y que el más cauteloso y tímido Jon Lee Anderson no se atrevió a insinuar sino bajo la figura de última batalla el 31 de julio de 2006, coincidentemente y, para la cotización de las acciones de Anderson en la bolsa de los (malos) augurios, provindencialmente en la misma fecha en que en La Habana se publicara, horas después, la Proclama del Comandante en Jefe al pueblo de Cuba; y pensar que el epidérmico Oppenheimer subtituló su hora final de Castro "La historia secreta detrás de la inminente caída del comunismo en Cuba", inminencia eminente que todavía dura—, Jon Lee Anderson publicó en The New Yorker un obituario titulado “Postscript: Fidel Castro, 1926-2016”. Acompaña o preside el obituario una nítida foto en blanco y negro, fechada en 1964 y atribuida a Jung/Getty, en que se muestra a Fidel en uniforme, delante, quizás posando, de una bandera cubana en un lugar indeterminado. La pose de Fidel, y su expresión, por debajo de la gorra y de la barba y por encima del uniforme, me recuerdan las del joven abogado en mangas de camisa junto a un cuadro de José Martí durante el juicio por el asalto al Moncada —en particular la foto ya icónica en que la cabeza erguida de Fidel, el brazo derecho colgándole extendido al lado, el izquierdo doblado a sus espaldas, oculta el ángulo inferior derecho del cuadro de José Martí—, en las que el fotografiado no mira a la cámara, sino hacia un punto al parecer lejano en el horizonte, la Revolución por conquistar el poder —o menos, la Revolución por conquistar su propia posibilidad, su resonancia por encima de todavía insistentes ecos de revoluciones y revueltas abortadas—, en 1953; la Revolución por conquistar el alma del país y sus destinos, por llevar hasta sus últimas consecuencias, sus últimos límites, en 1964. Más hierática e inasible la primera, en  la suspensión de la pose entre el momento, real, de mayor vulnerabilidad y el momento, posible, imaginado, de mayor trascendencia; más íntima e inmediata la segunda. Hay algo —en la mirada hacia ninguna y todas partes, y en el gesto de los labios, entre desafiante y resignado— de condenado a muerte frente al pelotón de fusilamiento en la del juicio por los sucesos del Moncada. Algo como de peso mortal y a la vez de ligereza, algo grave y a la vez etéreo, solemne y desprevenido: Fidel imberbe, en mangas de camisa, la camisa estrujada, el cuello por arreglar, el botón superior desabrochado. Algo de literato o conspirador sudoroso y afiebrado, su inocencia o ingenuidad todavía inagotadas por el comercio con la muerte, más que de atleta o guerrero. En la segunda, en cambio, la mirada del guerrillero victorioso, uniformado y armado, en pose de relajada atención, podría trasuntar cierta fatiga satisfecha, o cierta desazón, cierto escozor disimulado en las rutinas del poder y del comercio, más mortal que el de la propia muerte, con la naturaleza, ardua y fatalmente defectuosa, de los hombres, criaturas siempre de tránsito, sujetos siempre de transición; dispuestos, unos, a morir incluso por aquello que los supera —"hemos hecho una revolución más grande que nosotros mismos", dijo Fidel en el juicio contra Marcos Rodríguez, el delator de los mártires de Humboldt 7, precisamente en 1964, el mismo año en que se tomó la foto que comentamos; otros, los más, a matar, o a dejar que otros, en su nombre, maten, con tal de que no haya nada, ni siquiera la imagen de esa otra posibilidad, que los supere, que ponga en entredicho, por algún resquicio de otredad utópica, la aparente gravitación, hacia lo mismo, de lo humano. Ni la selección de esta segunda foto ni el pie que la acompaña (Fidel Castro, photographed in 1964. Castro, more than any other political leader in recent memory, had the stature of a living myth in his own country.) parecen denotar otra actitud de parte del autor del obituario que la de observar al hombre y su estatura, la histórica en este caso, por debajo de la no menos real (e histórica, ganada) de “leyenda viviente” (living myth), desde el consenso natural en que confluyen la desnudez de los hechos —la simplicidad de los hechos de la que Borges nos habla en Emma Zunz: “Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos”— y la suspensión del prejuicio ante la posibilidad del cierre (conclusión) del círculo de la verdad que es la muerte.

 

Preferencias e inflexiones retóricas, nada inocentes, a un lado—en las manos de Anderson Fidel es un “oscuro totem” (obscure totem) dado a “pronunciamientos extravagantes” (quaint utterings) y “meditaciones oscuras” (osbscure ruminations), como alguien que sufriera un ininterrumpido apagón mental, y nunca habla o escribe o discurre, Fidel “despotrica” (rants) o “refunfuña” (grumbles)—, y a un lado también [a]filiaciones políticas e ideológicas disfrazadas de equilibradas aporías, una de cal, otra de arena, pero la argamasa es, literalmente, deleznable—“Cuba today is a dilapidated country, but its social and economic indicators are the envy of many of its neighbors”, ante lo cual es imposible no preguntarse cómo Cuba puede ser al mismo tiempo “un país dilapidado” (¿imaginan ustedes lo que es o puede ser un país dilapidado, todo un país dilapidado?) y “envidia de muchos de sus vecinos”; o “a highly restrictive Marxist regime (…) [whose] press (…) remains largely in the hands of party commissars, imparting ideological treatises, rather than actual news”—; ante lo cual habría que preguntarle a Anderson cuál ha sido el régimen marxista más restrictivo y la prensa controlada en más alto grado por comisarios políticos que impartan tratados ideológicos en lugar de noticias, y en qué lugar de la escala situaría al “régimen” (las comillas son nuestras) y la “prensa” (las comillas las implica Anderson) cubanos—, y a un lado además chapucerías imperdonables en alguien que “se dedica” a Cuba y que hasta se mudó con su familia a Cuba por varios años—citando una reflexión de Fidel publicada en enero de 2015, Anderson se refiere a ella como “public letter” y pone en boca de Fidel la mención de una entidad que no existe, “the National Assembly of the Communist Party of Cuba”, es decir la amalgama tan torpe como arrogante de dos entidades, incluso en Cuba, formalmente, si no independientes, al menos separadas—, no hay una sola idea, una sola frase, una sola palabra, una sola insinuación entre líneas que traicione en este “Postcript” algo más que el recuento, a la vez somero y sucinto, de una vida y una trayectoria tan largas como azarosas, y ello desde una visión, la de Anderson, lastrada, sí, por los presupuestos de esa suerte de liberalismo por defecto (default liberalism), el de Anderson, que no puede ver en la Revolución Cubana ni en Fidel sino veredas de la historia y de la voluntad, aberraciones tal vez admirables y hasta [parcialmente] legítimas o justificadas, pero aberraciones al fin y al cabo, experimentos desproporcionados y fallidos, derivas megalómanas; en el mejor de los casos, vanas ilusiones, candorosas (y peligrosas) utopías; lastrada, decía, por esos presupuestos, pero también a veces capaz de alzarse por encima de su peso muerto, por ese breve momento de trémula (o quizás meramente cortés, civil) apertura a la posible participación de lo otro, del otro, del equivocado, en una verdad común, que podría revelársenos de insistir en mirar de frente lo que hasta ahora se ha pensado de costado o de espaldas.

 

Una semana después de su “Postcript”, el 4 de diciembre, Anderson vuelve a la carga en The New Yorker, esta vez con “The Audacious Funeral and Quiet Afterlife of Fidel Castro”, título cuando menos curioso y diríase que trastocado, pues los funerales de Fidel tuvieron mucho de “tranquilos” y de más que predecible coreografía y muy poco de “audaces”, y parece más que prematuro calificar de “tranquila” la “vida después de la muerte” (afterlife) de alguien que dominó la escena política y la conciencia nacional, los ojos y los oídos del país, y, junto a otros, en buena medida también la escena internacional por más de 50 años y cuyas cenizas acababan de ser depositadas en un nicho tallado, sin mayor audacia, en una piedra ni particularmente monumental ni particularmente imponente. Tan poca audacia, como corresponde a la voluntad expresa (y visible, para quien tenga ojos y oídos con los que ver y quiera verlo oyéndolo para sí) del ahora ido, demostrada cada vez más claramente en sus últimos diez años de vida, de ir desapareciendo—"En mí, sólo defenderé lo que tenga yo por garantía o servicio de la revolución. Sé desaparecer.", escribió José Martí en su tan citada carta a Manuel Mercado en vísperas de una muerte, la suya, tal vez tan anunciada como ya dada por ocurrida, en vida, la de Fidel Castro—, voluntad tal vez de prestar un último y superior servicio a la Revolución, desapareciendo en ella, en lo que quede de ella, subordinándose a ella—"Los muertos no opinan", dijo Fidel, con inusual verismo, el 23 de octubre de 1995 durante una entrevista con CNN; como también dijo que habíamos hecho la revolución que pudimos y no la que quisimos hacer; más grande que nosotros mismos en 1964; más pequeña hoy que lo que todavía somos o podríamos volver a ser—; tan poca y tan innecesaria audacia que, en privado, y en repetidas ocasiones, respondí a amigos y curiosos que Fidel regresaría a Santiago, ceniza escapada (rescatada, salvada) para siempre de suntuosidades egipcias o marmóreas, por la misma ruta por la que había llegado a La Habana y que —vaticinio en el que erré—, la noche antes de que fueran depositadas en algún punto del cementerio, sus cenizas se detendrían en el Moncada. ¿Y por qué Fidel no pasó su última noche en el Moncada? ¿Habría sido acaso posible otra forma, por simbólica que fuera, más justa y más hermosa de absolverlo? Ya en otro lugar me referí a las varias chapucerías (cabría hablar de imprecisiones en el caso de un estudiante de secundaria, pero no de un “experto” en Cuba) en que reincide Anderson en esta crónica funeraria, mas valdría la pena de señalar que la frase con que concluye su crónica— “Tanto muerto como en vida, Fidel seguirá, pues, estando en ninguna parte y en todas partes al mismo tiempo” (In death, as in life, therefore, Fidel will continue to be nowhere, and yet everywhere, all at once)—, delata la desazón y la incapacidad (all at once) de Anderson y sus peers, para situar, y calibrar con justeza—con justicia—, al hombre en el único lugar en que siempre ha estado y podrá seguir estando: la historia, viva y cruenta, de la que fue (es) tanto hacedor como hechura, la misma, y única, que absuelve o condena.

 

 

IV

En su artículo “Muere Fidel Castro, ¿el político más astuto del siglo XX?”, publicado el 26 de noviembre en “Especial para BBC Mundo”—es decir, el mundo de la BBC, el que la BBC no solo presuntamente refleja, divulga y comenta “objetivamente”, sino que además y sobre todo engendra, viste, disfraza, y hace repetir la vieja y conveniente fábula de que los hombres son malos por naturaleza, y peores aun quienes tratan de transformar, de mejorar, la naturaleza humana, como si hubiera tal naturaleza, y no solo historia, que es lo único que hay, historia, y todo lo demás es cuento—, Jon Lee Anderson abandona toda aparente equidistancia, toda aparente imparcialidad, toda aparente empatía. He leído el artículo varias veces, primero por pura curiosidad refleja, luego para comentarlo en estas líneas, y todavía se me antoja extraño, y lastimeramente inferior, al Anderson de antes o incluso al de inmediatamente después, el de “The Audacious Funeral and Quiet Afterlife of Fidel Castro”. ¿Será por los otros artículos cuyos títulos e hiperenlaces respectivos asoman por entre los párrafos de Anderson, todos de “apaga y vámonos” de solo leer los títulos? “El día que le acaricié la barba a Fidel Castro y dejé de creer de él”—y entonces uno se entera de que esto lo escribió Juan Juan Almeida, tan objetivo, tan equilibrado, tan lúcido, tan penetrante, tan convincente, tan elegante, tan honorable, y es difícil no sentir cierta pena ajena por el hecho de que a Juan Almeida Bosque (¿ha oído alguien jamás hablar con particular encono o rabia o desprecio de Juan Almeida Bosque?) le hayan tocado tan de cerca la deslealtad y la indecencia—; o “Muere Fidel Castro: 9 frases célebres del líder de la Revolución Cubana”—tan célebres que de las 9 yo no había escuchado o leído ni la mitad—, o “¿Por qué Fidel Castro pidió que lo cremaran a diferencia de otros líderes comunistas históricos?”—mucho título y pocas nueces.  ¿O será porque estoy leyendo a Jon Lee Anderson por primera vez en español, en ese insoportablemente chato español de vaudeville de la prensa peninsular (de toda la prensa peninsular) que parece inspirar, a la vez que ser inspirado por ella, una visión de lo político y lo histórico como mero teatro de variedades, ora bufo, ora inocuo, ora sangriento? Ese español de adolescencia anacrónica y pasmada entre la puerilidad del destape y la adustez encartonada del francisco reciclado. Una sarta de pueriles clichés (“legiones de fervientes seguidores”, “jurados enemigos”, “lugar protagónico en el escenario internacional”, “zancadas en el escenario mundial”, “tablero de ajedrez geopolítico”, “cuentista por antonomasia”, “el más astuto de todos”, “estratagemas”, “artimañas”, “la astucia y el engaño”, “pasatiempo nacional”, “astutas proezas”, “jugada maestra”, “el enorme ego de Castro”, “su protegido Hugo Chávez”—aunque, si se va a creer a Anderson, Chávez, a quien califica de “benefactor” y “patrocinador”, era más bien el “protector” de Fidel, wasn’t he?—, “los jóvenes de la isla veían mayormente con cinismo y desconfianza la revolución del viejo dirigente”, “la juventud ya no le creía”, “nadie lo creía”… precariamente ensartada en una línea (un hilo) argumental tan simplona como imprecisa, tan raída por el abuso como falseada por su propia incoherencia.

De hecho, Anderson comienza esta suerte de retrato de brocha gorda refiriéndose a una anécdota contada por Gabriel García Márquez—la de que Fidel llegó a comerse no menos de 28 bolas de helado en una sola sentada—e infiriendo de esa historia que él mismo sospecha apócrifa o exagerada “una verdad fundamental sobre el comportamiento legendario de Castro”, verdad fundamental (sic) que Anderson no llega nunca a decirnos cuál es o siquiera a insinuarnos —¿Simple gula o mera megalomanía? ¿Un apetito insaciable o la ausencia de consideración no menos insaciable por el apetito de los demás?—, salvo que el cuento que el propio Anderson (no García Márquez) nos hace seguidamente—no solo igual de apócrifo y exagerado, sino además insustancial, espurio, frívolo— contenga esa “verdad fundamental”. En cuyo caso, esa verdad fundamental, o la “principal estrategia” de Fidel Alejandro Castro Ruz (1926-2016), consistió, no en llevar a cabo la revolución política y social más profunda posible en Cuba y, por influencia o participación directas, en América Latina y más allá, sino “desafiar de manera abierta, con palabras y hechos, la hegemonía de Estados Unidos en América Latina”—con lo cual, de entrada, Anderson convierte en causa el efecto—, o no fue otra cosa que “orgullo” lo que llevó a Fidel Castro “a bregar solo con su propia versión del socialismo, forzando a los cubanos a soportar años de penurias”, con lo cual Anderson, de un plumazo, reduce a pura psicología individual, a mero gesto idiosincrático, a simple arbitrariedad la que tal vez haya sido la decisión política más importante y, todavía las desconocemos, pues se siguen gestando sus consecuencias últimas, la decisión más trascendente en la historia no solo de la Revolución Cubana sino de Cuba desde 1868—como si decisión de tal magnitud y de tales consecuencias pudiese tomarla cualquiera, incluso ese aparente “semidiós” que gozaba de un “estatus quasi mitológico” en quien Anderson convierte, a su pesar, a Fidel, sin un mínimo (mínimo que en este caso es el máximo necesario) de apoyo popular y de consenso entre los principales actores nacionales—y se libra a sí mismo de la necesidad de explicar cómo esos “años de penurias” tenían al mismo tiempo un origen anterior a la desaparición de la Unión Soviética (ni una vez en su artículo, ni una sola, Anderson menciona la palabra “embargo”, ni siquiera como referencia histórica en el recuento de las relaciones entre EE.UU. y Cuba de 1959 a acá) y un destino conscientemente elegido: la independencia real de Cuba tras su mayor momento de soledad y vulnerabilidad en toda su historia.

 

Anderson no parece ni aun comprender que, en el caso de esa Cuba, lo que él conjetura como posibles “objetivos finales” de la decisión de Fidel (siempre es Fidel, y solo Fidel, con su “enorme ego” y por puro “orgullo”, quien lo decide todo, no hay aparato o grupo dirigente, no hay institucionalidad, no hay estructura colectiva, no hay necesidad objetiva de consenso y legitimidad, no hay ideología—salvo la de mantener el poder a cualquier precio, a toda costa—, no hay convicciones, no hay principios, no hay tradiciones, no hay idiosincracia, ni siquiera carisma, tampoco una visión anclada en la propia historia del país y alimentada por ella, mucho menos necesidades objetivas que hagan ineludibles o al menos justificadas esta o aquella decisión dividida, o incluso sacrificial), objetivos a la vez finales y primeros (pues el deseo absoluto de poder absoluto solo puede nacer del deseo absoluto de poder absoluto y desembocar constantemente en el deseo absoluto de poder absoluto, en un círculo tan vicioso que sería asfixiante y que se rompería por su propio peso luego de la primera ronda), uno oculto y verdadero, “mantener su régimen en el poder”, el otro declarado y demagógico, “preservar las 'conquistas del socialismo'”) son uno y el mismo. Pues, en esa Cuba sola y aislada y empobrecida (país, que ya era pobre y sub-desarrollado; palabra no muy del gusto o del hábito de Jon Lee Anderson, liberal como es, para quien parece existir solo riqueza, por un lado, y pobreza, por el otro, y nada más; país re-empobrecido) tras el colapso (artificialmente provocado) de la Unión Soviética, ¿qué factor sino ese “régimen” habría podido preservar esas conquistas, por muy deterioradas que hayan salido de la prueba? Anderson va tan lejos en su marcha atrás que afirma que “la generosidad de Chávez le permitió a Fidel Castro perpetuar la idea de que Cuba seguía siendo un Estado revolucionario y verdaderamente socialista. Y en la medida en que no había libertad política para decir o hacer lo contrario, en cierto sentido lo era”, con lo que el propio Anderson termina olvidándose de la posibilidad—y, de hecho, descartándola—de que la voluntad y la decisión del Gobierno de Cuba de resistir y mantener el rumbo tras la desaparición de la URSS respondiese al objetivo, citemos una vez más al propio Anderson, de “preservar las 'conquistas del socialismo', como la salud, la educación y la asistencia social estatales”. Todo es, entonces, “astucia y… engaño, como Maquiavelo famosamente escribió … esenciales para el ejercicio del poder y quizás en Castro, más que en cualquier otro gobernante de su tiempo, esos rasgos eran como una marca registrada”. Todo es perpetuar una ilusión, engañar.

Luego de compendiar más de medio siglo del proceso revolucionario más profundo, fecundo y radical que haya tenido lugar después de las revoluciones rusa y china en el hecho, sin más, de que Fidel, al abandonar oficialmente todos sus cargos en 2008 por problemas de salud, “era el dirigente de la era moderna que más tiempo había estado en el poder: 49 años” y mientras pasa, corriendo, por la visita de Herbert Matthews a la Sierra a principios de 1957 (historia que a mí nunca me ha parecido ni remotamente de tanta importancia para el devenir y los destinos de la Revolución como tanto periodista, tan pagado de sí y de sus peers, quisiera hacernos creer —¿acaso los Estados Unidos no siguieron apoyando y ayudando a Batista hasta prácticamente el final, es decir, hasta cuando dejó de convenirles?—), la primera visita de Fidel a los Estados Unidos en abril de 1959, la declaración del carácter socialista de la Revolución en abril de 1961 (que hacía rato que, en los hechos, lo era, allí donde al final cuenta, tanto para partidarios como opositores de la idea misma del socialismo), Bahía Cochinos (sic), la Crisis de los Misiles, “[el envío] de cuadros guerrilleros a misiones en el extranjero”, la presunta conversión de Cuba en un “satélite de la Unión Soviética” en virtud de “arreglos preferenciales”, la guerrilla del Che en Bolivia, “las intervenciones militares cubanas en Etiopía y Angola” (en otro lado las llama “aventuras”), el éxodo por el Mariel, el colapso de la Unión Soviética en 1991, el Período Especial, el influjo de inversiones foráneas y turistas, “el factor Chávez”, la “batalla de ideas”, “los cambios de Raúl”… Anderson, al parecer impaciente por ahorrarle al lector otra cantilena de consabidos hitos, se entrega a divagaciones pseudo-antropológicas que le quedan grandes y le quedan mal, pues ni “vivir del cuento” significa “vivir de hacer cuentos”, sino vivir sin trabajar, vivir de la riqueza o el sudor ajenos, ni jamás en Cuba “el pasatiempo nacional” consistió en “intercambiar historias sobre [las] astutas proezas” de Fidel Castro (lo cual, en el caso de Cuba, o de los cubanos, no muy propensos a respetar, con el menos perceptible de los temblores sagrados, ni aquello en lo que dicen creer, es un disparatado contrasentido cultural)—de haberlo sido, vaya qué grado entonces de legitimidad y autoridad de gobernante(s) y de consenso entre gobernante(s) y gobernados—, ni “cubaneo” significa “hechizar a un extranjero con palabras seductoras y sex appeal para convencerlo de hacer lo que uno quiera”, sino sencillamente, “básicamente”—como diría el propio Anderson—, exhibir comportamientos típicos  de cubanos, sobre todo entre cubanos (hasta donde definir y caracterizar tales comportamientos sea posible), ni mucho menos Fidel Castro “era un ejemplo viviente” de “cubaneo”, como implica Anderson, más bien todo lo contrario (lo cual, en labios de quien esto escribe, es un elogio) del mismo modo que lo era (y no lo era) de ese concepto nebuloso o apenas intuitivo que Anderson denomina “cubanía”, una mezcla, según Anderson, de ingeniosidad, astucia y valentía, inútil para caracterizar a una nación o a un individuo sin precisar primero con qué objetivos y en nombre de qué valores se ejercen tales atributos. Es ahí donde Anderson, y tantos como él, se pierden, en esa incapacidad congénita—no todo el mundo nace con la inteligencia necesaria para no dejarse engañar por las apariencias—o adquirida—no existe en toda la existencia y la reflexión humanas nada parecido a un hiato o vacío ideológicos, todos somos portadores de una ideología y respondemos a ella, y hay ideologías que ciegan y embrutecen, sobre todo aquellas que ni necesitan ser impuestas a fuerza de adoctrinamiento, hasta el llamado sentido común lo es—, para separar el grano de la paja, la causa del efecto, la letra del espíritu, el fenómeno de la apariencia, el acto (y sus resultados) de la intención, la Revolución—para decirlo en palabras del propio Fidel Castro— que se quiso hacer y la que se pudo.

Anderson ni siquiera es exacto a la hora de rememorar lo consabido. Así, por ejemplo, la instalación de misiles nucleares soviéticos en Cuba no fue una “artimaña de Castro”, sino una iniciativa de la Unión Soviética, aceptada a regañadientes por Cuba, que exigió condiciones a las que jamás accedió la parte soviética; a Angola las tropas cubanas no fueron “a luchar junto a la guerrilla marxista angoleña”, sino a apoyar al gobierno constituido de ese país; de los miles de personas que llegaron a ocupar la Embajada del Perú en La Habana en 1980, solo el grupo inicial y directamente responsable por la muerte de un guardia de seguridad irrumpió por la fuerza en el recinto de la sede diplomática, el resto lo hizo libremente después de que el Gobierno cubano le retiró a la Embajada los servicios de postas; Fidel no cayó enfermo durante el viaje que hizo con Chávez a Argentina, sino inmediatamente después de las celebraciones del 26 de julio de 2006, fecha en que pronunció no uno sino dos discursos, en Bayamo y Holguín, respectivamente; todavía existe en Cuba la libreta de abastecimiento, o cartilla de racionamiento de “alimentos subsidiados”, como los denomina, correctamente, Anderson… O incluso lo no consabido. Cuenta Anderson: “[Alrededor de 2006], miles de jóvenes fueron llevados por las autoridades escolares a una aparición pública de Castro en el estadio deportivo de la capital cubana. Cuando llevaba más de una hora hablando, los jóvenes empezaron a moverse incómodos y a conversar abiertamente entre ellos. El nivel del ruido creció hasta niveles embarazosos, pero los burócratas que lo rodeaban parecían de piedra, como si nada ocurriera. El propio Castro seguía inmutable.” ¿Qué estadio, en qué fecha exactamente, a propósito o con motivo de qué, en qué circunstancias?  ¿Dónde están las imágenes, los testimonios, los documentos?

Mas “Anderson being Anderson”, su artículo no podía dejar de incluir la habitual pincelada costumbrista. Así la historia de unos automóviles Fiat argentinos de los 70 que Fidel logró, literalmente, robarse—“miles” de esos autos, según Anderson—, mediante un “pagaré firmado” que nunca pagó. Anderson, por supuesto, no identifica a su fuente (supuestamente un amigo que le hace el cuento “dándose palmadas de gozo en las rodillas”, en obvia señal de aprobación de otra “artimaña” más de “Castro”) ni se preocupa por verificar el origen o la veracidad de la historia, limitándose a concluir: “Por supuesto (sic), los autos nunca fueron pagados, pero gracias a Fidel miles de cubanos disfrutaron de ellos durante años.” Con lo cual Anderson, finalmente, concede algo en el terreno de los hechos.

 

 

V

Desde hace ya un par de años, exactamente desde el 23 de diciembre de 2014, se ha venido anunciando en diversos medios que Jon Lee Anderson escribe una biografía “exhaustiva” y “definitiva” de Fidel Castro. Citemos a Scott Moyer, editor de Penguin Press:  “This is a book of enormous consequence, both the definitive portrait of Castro, one of the most fascinating and important political actors of the postwar world, and a book that places Castro and Cuba squarely in a global context as an exemplar and active force in revolutionary movements worldwide.” Citemos, finalmente, al propio Anderson: “My aim is for this to be the defining portrait of the quintessential rebel leader, a master conspirator and radical dreamer who broke the confines of his Caribbean island to walk large upon the world stage for over half a century, making history along the way.” Todos los subrayados son míos y ambas citas han sido extraídas de la edición digital de The New York Times de 23 de diciembre de 2014 antes mencionada. Este Anderson no parece ser el que escribe para BBC Mundo (es decir, para el mundo de la BBC), superficial, manido, chato, pedestre, incluso desleal. Ni la intención ni el espíritu del libro que describen tanto Anderson como su editor en Penguin Press transpiran en el artículo de Anderson para BBC Mundo (donde se dice que “Jon Lee Anderson… está trabajando en una exhaustiva biografía de Fidel Castro”) que aquí hemos comentado in extenso —que hemos sentido la obligación de comentar in extenso. Que esa exhaustividad y esa “enorme importancia” (enormous consequence) y ese retrato “definitivo”, “caracterizador”, “decisivo” (defining portrait) protejan a Jon Lee Anderson de las trampas de la brevedad y nos eximan a aquellos de sus lectores que, como él, creemos que Fidel Castro, entre otras cosas, fue ese “soñador radical que trascendió los confines de su isla caribeña para andar con grandes pasos en el escenario mundial durante más de medio siglo, haciendo historia a lo largo del camino”, de tener que leer otro resumen sin sustancia (insubstantial) ni fundamento (unsubstantiated) de Jon Lee Anderson “especial para BBC Mundo”.

 

Nueva York, 8 de enero de 2017.

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