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ACTOS Y LETRAS
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Año VI / Vol. 24 / enero a marzo de 2022
¿En qué tiempo vivimos? Jacques Rancière
2 de febrero de 2021
Lo que sigue es la traducción al español de la transcripción de la intervención de Jacques Rancière, pronunciada en inglés, el 1 de junio de 2011, en el Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti de Venecia, con la que se inauguró oficialmente el ciclo de conferencias "The State of Things", comisionado por la Oficina de Arte Contemporáneo de Noruega (Office for Contemporary Art Norway (OCA)), en coordinación con el Centre for Research in Modern European Philosophy de la Universidad de Kingston, Londres.
En esta alocución, Rancière llama a “poner en tela de juicio la tesis de la homogeneidad del tiempo”, ya que “no existe un proceso global que someta a su dominio todos los ritmos del tiempo individual y colectivo. Hay varios tiempos en un mismo tiempo. Existe una forma dominante de temporalidad (…), un tiempo "normal" que es el tiempo de la dominación. La dominación le imprime sus divisiones y sus ritmos, sus agendas y sus horarios a corto y a largo plazo: tiempo de trabajo, de ocio y de desempleo; campañas electorales, estudios universitarios (…). También tiende a homogeneizar bajo su control todas las formas de temporalidad, definiendo así en qué consiste el presente de nuestro mundo, qué futuros son posibles y cuáles pertenecen definitivamente al pasado, indicando así lo que es imposible. Es eso lo que significa consenso: monopolio de las formas de describir lo perceptible, lo pensable y lo factible”.
¿Cómo salirse del tiempo de la dominación, de su temporalidad falsamente única y homogénea, y comenzar a vivir ya —entre intervalos e interrupciones— en el tiempo, plural y discontinuo, de la emancipación? Esa es la pregunta fundamental que Rancière nos invita a hacernos y una de cuyas posibles respuestas nos adelanta generosa, lúcida, militantemente.
Jacques Rancière es autor, entre más de veinticinco obras, de La lección de Althusser (1975), El filósofo y sus pobres (1983), El maestro ignorante (1987), El desacuerdo. Política y filosofía (1995), El reparto de lo sensible (2000), El destino de las imágenes (2003), El odio a la democracia (2007), Aisthesis (2011) y Tiempos modernos (2018).
¿En qué tiempo vivimos? Conversación con Eric Hazan (2017) —entrevista cuyo título coincide con el del texto que ahora aquí publicamos, pero que no guarda relación de génesis o composición con la conferencia inaugural en Venecia en 2011— apareció recientemente en español.
Rolando Prats, Editor de Patrias. Actos y Letras, tradujo las palabras de Rancière. La introducción que precede, y la division del texto en secciones, y sus notas, son del traductor.
I
Se me ha pedido que hable en el marco de una serie titulada "El estado de las cosas". Semejante título aconseja una observación preliminar. En sentido estricto, el estado de las cosas es una ficción. Una ficción no es un relato imaginario. Una ficción es la construcción de un conjunto de relaciones entre sentido y sentido, entre cosas que se considera perceptibles y el sentido que se puede atribuir a esas cosas. Un "estado de cosas" supone la selección de una serie de fenómenos que se considera característicos de nuestro presente, el uso de un marco interpretativo en el cual adquieren su significado y la determinación de un conjunto de posibilidades e imposibilidades que se derivan de esa premisa y su interpretación. En
Jacques Rancière
ese sentido, un "estado de cosas" es una forma de lo que he propuesto llamar distribución de lo sensible[1]: conjunto de relaciones entre lo perceptible, lo pensable y lo factible que define un mundo común, definiendo así el modo y la medida en que tal o cual clase de seres humanos participa de ese mundo común.
Toda descripción de un "estado de cosas" otorga prioridad al tiempo. Y ello por una sencilla razón. Todo "estado de cosas" se nos presenta como un dato objetivo que excluye la posibilidad de otros estados de cosas. Y el mejor medio de excluirlos es el tiempo. Cuando Platón describe los primeros componentes de su República, dice que a los artesanos podrá encontrárselos sólo en su lugar de trabajo, pues "el trabajo no espera". En realidad, el trabajo suele hacer esperar a la gente. Es el tiempo el que no espera, y la impaciencia del tiempo transforma la experiencia cotidiana en experiencia de una jerarquía de posiciones.
Volveré en breve sobre este punto. No obstante, existe una forma todavía más simple en la que el tiempo funciona como principio de imposibilidad: la muy simple separación entre el presente y el pasado.
Una fórmula como "los tiempos han cambiado" parece bastante inocua, pero es fácil convertirla en una declaración de imposibilidad. "Los tiempos han cambiado" no significa simplemente que ciertas cosas hayan desaparecido. Significa que se han vuelto imposibles, que ya no pertenecen a lo que hacen posible los nuevos tiempos. La idea empírica del tiempo como una sucesión de momentos se ha sustituido por una idea del tiempo como conjunto de posibilidades. "Los tiempos han cambiado" significa: "esto o aquello ya no es posible". Y lo que un determinado estado de cosas nos presenta sin reparos como imposible es, sencillamente, la posibilidad de cambiar el estado de cosas. Esa imposibilidad viene así a servir de interdicción: hay cosas que ya no se pueden hacer, ideas en las que ya no se puede creer, futuros que ya no se puede imaginar. "No puedes" significa claramente: "no debes".
Nuestro presente nos brinda una buena ilustración de ese postulado. Cuando nos preguntamos qué es lo que ha cambiado en nuestro mundo desde los turbulentos años sesenta, se nos ofrece una respuesta prefabricada que se resume en la palabra "fin". Lo que se supone que hemos vivido es el fin de un determinado período histórico: no sólo el de la división del mundo en un bloque capitalista y un bloque comunista, sino también el fin de una visión del mundo que gira en torno a la lucha de clases y, en un sentido más amplio, de una visión de la política como práctica de conflicto y como horizonte de emancipación. Es el fin no sólo de las esperanzas o ilusiones revolucionarias concretas, sino de las utopías e ideologías en general o, en su formulación más abarcadora, de los "grandes relatos" y creencias sobre el destino de la humanidad. Es el fin no sólo de un periodo histórico concreto, sino de la propia "historia" entendida como el tiempo de una promesa por hacerse realidad. El tiempo en el que vivimos puede describirse así como el tiempo que viene después del fin, un tiempo "post".
Me parece que debemos examinar más de cerca ese relato del fin y plantearnos la pregunta: ¿Qué es exactamente lo que ha llegado a su fin? ¿Qué son exactamente esos "grandes relatos" que se dice que han terminado? Un gran relato es una explicación amplia que propone la comprensión de una evolución global que determina las transformaciones de nuestro mundo vivido. Lo que se dice que ha terminado es el relato optimista que hace de la historia tanto un principio de inteligibilidad en relación con el "estado de cosas" como el escenario de una posible transformación de ese "estado de cosas". Ese relato solía conllevar dos articulaciones teóricas principales. La primera vinculaba la evolución a su propio conocimiento: la evolución produce conocimiento de la evolución y éste, a su vez, permite, a los que saben, incidir en la evolución. La segunda vinculaba el estado de cosas a la posibilidad de su destrucción: las propias razones que explican el orden existente son las mismas por las que ese orden habrá de ser superado. El futuro se producirá por las mismas razones que impiden que sea presente. La forma más acabada de ese relato la proporcionó la teoría marxista: la propia necesidad que ha producido el estado de cosas denominado explotación capitalista ha producido también el conocimiento de ese estado de cosas, es decir, el conocimiento de la necesidad histórica que supone la destrucción de la explotación capitalista. El conocimiento proporciona tanto la inteligibilidad de los fenómenos de nuestro mundo vivido como armas en la lucha por un mundo nuevo.
"Los tiempos han cambiado" significa: "esto o aquello ya no es posible". Y lo que un determinado estado de cosas nos presenta sin reparos como imposible es, sencillamente, la posibilidad de cambiar el estado de cosas. Esa imposibilidad viene así a servir de interdicción: hay cosas que ya no se pueden hacer, ideas en las que ya no se puede creer, futuros que ya no se puede imaginar. "No puedes" significa claramente: "no debes".
En resumen, la idea del gran relato entraña un sentido de la evolución histórica, un sentido de la inteligibilidad de nuestro mundo vivido y un sentido de su posible transformación. Lo que estoy tratando de decir es que lo que se describe como el fin de ese relato, lo que se presenta como el "tiempo en que vivimos", es en realidad una reorganización de esos elementos. Nuestro tiempo —es decir, la descripción
dominante del estado de cosas que construye el marco de nuestro presente— no ha renegado de la necesidad histórica. Tampoco ha renegado del modo marxista de inteligibilidad en relación con nuestro mundo vivido. Sólo los ha desacoplado del sentido de lo posible al que estaban vinculados. El celebrado fin del gran relato alteró sólo una articulación en ese relato: cambió la forma en que representaba la relación entre lo posible y lo imposible. Sin embargo, incluso al hacerlo, siguió siendo fiel a su lógica.
II
Primera cuestión: el sentido de la necesidad histórica. El llamado discurso postmoderno no ha tenido reparos en describir nuestro tiempo como una época de desorientación. Se dice que la creencia en una promesa histórica se ha perdido junto con la fe en cualquier promesa de futuro. Pero una creencia no es un estado de ánimo. Tampoco es una aspiración a un paraíso ideal. Una creencia es sólo el presupuesto que hace funcionar un estado de cosas. Puede que hoy sean pocos los que canten las alabanzas de un mundo sin avaricia ni hambre, pero la fe en la racionalidad de la evolución histórica que vincula la avaricia y el hambre no ha desaparecido. El relato dominante sobre el mundo contemporáneo proclama el triunfo universal del capitalismo mundial y de la democracia liberal global sobre el marxismo. Pero ese triunfo se ve obligado a absorber el núcleo del credo marxista, es decir, la necesidad económica, o más precisamente, la ecuación entre necesidad económica y necesidad histórica. Alguna vez, el discurso dominante estigmatizó esa ecuación marxista como "determinismo histórico" y le contrapuso la libertad de quienes intercambian abiertamente sus productos en el mercado libre. Ahora, con el entrelazamiento de todos los mercados en la economía global, esa "libertad" es claramente vista por sus propios abanderados como la libertad de someterse a la necesidad del mercado global. Lo que ayer era la necesidad de la evolución que conducía al socialismo se convierte hoy en la necesidad de la evolución que conduce al triunfo del mercado global. No es de extrañar que ese desplazamiento haya sido defendido por muchos antiguos académicos y pensadores marxistas, socialistas o progresistas que convirtieron su fe en la hazaña histórica de la Revolución en una fe concomitante en el éxito histórico de la Reforma. Lo que la Reforma significa desde la era de Ronald Reagan y Margaret Thatcher es la reconstrucción no sólo de las relaciones laborales, sino también de todas las formas de relaciones sociales de acuerdo con la lógica del mercado libre global. Todas las formas de destrucción del Estado de Bienestar, de la seguridad social, de las leyes laborales, etc., se han justificado por la necesidad de adaptar las economías y las legislaciones locales a las limitaciones de esa ineludible evolución histórica. Por ello, todas las formas de resistencia a esas destrucciones se han considerado actitudes reaccionarias asumidas por sectores de la población que se mantienen aferrados al pasado, temerosos de la evolución histórica que destruirá su estatus y sus privilegios, y que, en consecuencia, se interponen en el camino del progreso. En el siglo XIX, Marx allanó el camino para el futuro socialista al denunciar a los artesanos, pequeños burgueses e ideólogos que se oponían al desarrollo de las formas capitalistas que amenazaban su desaparición. Del mismo modo, cualquier intento de resistirse a esa lógica de "Reforma" ha sido denunciado cada vez más no sólo por los gobiernos, sino también por la intelectualidad de izquierdas, como la resistencia retrógrada de trabajadores egoístas deseosos de sacrificar el futuro a la miope defensa de sus privilegios.
La consideración de la necesidad histórica no deja de estar presente, ni de ser tanto más "necesaria" cuanto que la necesidad se convierte en la ley que imprime su sello de aprobación a la identificación cada vez mayor entre el poder de los Estados y el poder del mercado. La necesidad histórica se ha vuelto tanto más necesaria en la medida en que se ha desvinculado de la fe en un principio inmanente de autodestrucción. En consecuencia, el relato que justificaba el sistema de dominación y anunciaba su muerte se ha despojado de su segunda función. Se ha convertido en la mera justificación de ese orden y en la demostración de que cualquier resistencia que se le oponga es reaccionaria e impotente.
III
Lo mismo puede decirse del segundo aspecto del gran relato anteriormente mencionado: a saber, su capacidad para funcionar como forma de inteligibilidad en relación con nuestro mundo vivido. La fuerza del gran relato marxista descansaba principalmente en su capacidad para proporcionar una explicación de todos los fenómenos de nuestro mundo vivido que aparecían como efectos del proceso global. Más concretamente, se basaba en su capacidad para identificar el efecto del proceso con la disimulación de ese efecto. El núcleo de esa lógica se encontraba en el análisis marxista de la mercancía como culminación y disimulación del proceso de explotación. La tradición marxista del siglo XX dio amplia cuenta de la correlación entre el proceso de mercantilización de las relaciones sociales y la construcción de todo un mundo de imágenes y apariencias destinadas a estructurar los pensamientos, deseos y comportamientos de las personas. La crítica por Adorno de la estetización de la vida cotidiana, la denuncia del kitsch por Greenberg, el análisis de las mitologías por Barthes, el análisis de la sociedad de consumo por Baudrillard y la denuncia del espectáculo por Debord son algunos de los hitos en el largo camino hacia esa manera de explicarnos las cosas. Todos esos análisis han contribuido a la constitución de lo que puede llamarse un sentido común crítico, toda una red de descripciones e interpretaciones del mundo vivido que han servido de matriz común del análisis sociológico, la práctica artística y la denuncia política. La revelación de la colonización del mundo vivido por medio de la crítica de la mercantilización, la inversión ideológica y el espectáculo debía desmitificar las ilusiones que sometían a las personas al poder de la dominación y empoderar a los que luchaban contra ese dominio proporcionándoles el conocimiento de sus mecanismos internos. Está claro que ese conjunto de descripciones e interpretaciones no ha desaparecido como resultado de nuestra postmoderna pérdida de creencias. Al contrario, tiene más vigor que nunca. Cada día podemos escuchar innumerables voces que denuncian la forma en que todo —la vida cotidiana, el arte, la política, el sexo, la comunicación, etc.— se ha convertido en mera mercancía y espectáculo. El cuerpo de la interpretación no ha cambiado. Lo que ha cambiado es la forma en que se representa y el sentido de lo posible que entraña. La denuncia simplemente se ha desacoplado de su horizonte, es decir, de la perspectiva de un cambio revolucionario que la hacía funcionar, al menos en el imaginario, como arma de lucha. Por el contrario, la denuncia demuestra ahora que la mercantilización y el espectáculo han logrado colonizar la vida individual de tal manera que el reino de la mercancía y del mercado no es hoy más que el reino del individualismo de masas. De ese modo, lo que antes se denunciaba como vicio de un sistema que sometía a las personas, ahora se denuncia cada vez más como vicio de los propias personas. Se dice que el capitalismo no es otra cosa que la democracia, que a su vez no es otra cosa que el reino de seres narcisistas ávidos de cualquier forma de consumo y disfrute. Esta afirmación se presta a dos formas de relato: el relato de la repetición, que describe el sistema como la reproducción eterna de sus condiciones sin ninguna interrupción posible, y el relato que describe el llamado reino democrático de la mercancía y el espectáculo como una desastrosa interrupción de todos los vínculos sociales y, de hecho, como la destrucción del orden simbólico que orienta las sociedades humanas. El discurso crítico sobre la mercantilización y el espectáculo se convierte así en la denuncia resentida de un mundo en el que los codiciosos agentes democráticos nos conducen a todos hacia el apocalipsis. Ese relato invertido se convierte así en una espiral que denuncia todas las formas de lucha contra el orden existente como cómplices del desastre. De hecho, esa es la forma en que los movimientos estudiantiles anticapitalistas de los años 60 y, más concretamente, el movimiento francés del 68, fueron acusados, en retrospectiva, de haber allanado el camino para el triunfo del mercado. A través de su crítica de la autoridad y de las instituciones autoritarias (o ese al menos es el argumento que se esgrime), los estudiantes atacaron las únicas instituciones capaces de limitar el poder del mercado, como la religión, la familia o la escuela. Al hacerlo, abrieron todas las puertas al imperio del mercado. Permitieron que nuestras sociedades se convirtieran en agregaciones libres de moléculas sin ataduras que se arremolinan en el vacío, desprovistas de cualquier afiliación y a total disposición del imperio de las fuerzas del mercado. Fue así también como, en 2005, los voceros de la intelectualidad de "izquierda" en Francia estigmatizaron los violentos disturbios que estallaron en los suburbios pobres de París, habitados principalmente por familias procedentes del Magreb y de África subsahariana. Según ellos, el afán de los jóvenes rebeldes no era otro que eliminar todo lo que se les oponía y se interponía a los objetos de su deseo: las imágenes televisivas de los bienes ideales de las sociedades de consumo. De ese modo, se decía que los habitantes de los suburbios más pobres encarnaban el narcisismo y el hedonismo de la sociedad de consumo. Y ese llamado hedonismo democrático se interpretó como posible precursor de un nuevo totalitarismo. De modo que los dos aspectos principales del gran relato modernista nos siguen acompañando. El "fin" de ese relato es, de hecho, un nuevo montaje de sus elementos y una inversión de su significado. Se proponen así dos versiones alternativas del mismo relato global: o bien el discurso progresista y optimista, que combina la necesidad histórica marxista con la fe en el liberalismo económico a través de la mano invisible que hace que el mal sirva al final para el bien; o bien la versión pesimista y reaccionaria que nos muestra a la humanidad democrática destruyéndose a sí misma como resultado de su pasión por el consumo. Las dos versiones pueden parecer contradictorias. ¿Cómo es posible, por ejemplo, estigmatizar a los elementos retrógrados que se resisten a la necesidad de instalar el mercado global y, al mismo tiempo, acusarlos de complicidad criminal con el desastroso triunfo de ese mismo mercado global? Ambas líneas argumentales conducen, sin embargo, al mismo resultado, pues ambas concluyen con la imposibilidad de resistirse a la ley del tiempo. Ambas hacen del tiempo un principio de imposibilidad. Y ello porque, a pesar de las direcciones opuestas que toman, ponen en juego la misma argumentación sobre el tiempo. Construyen un tiempo que es único y lineal y que avanza siempre en la misma dirección. Se dice que ese tiempo determina lo que es posible y lo que no. Sólo que esa no es toda la historia. Ese tiempo homogéneo es también un principio de diferenciación interna, ya que es un tiempo que hace que los que en él viven sean incapaces de dominarlo; incapaces de entender lo que ese tiempo hace posible o imposible. Ambos relatos construyen un tiempo global unidireccional, así como una diferenciación interna de ese tiempo que hace que quienes lo habitan sean incapaces de entender cómo procede y adónde conduce, pues siempre se mueven demasiado rápido o demasiado lentamente para ser contemporáneos con la inteligibilidad de su tiempo.
Manifestación de Nuit debout, Place de la République, París, 2016.
En ese sentido, ambos relatos ponen de manifiesto una combinación de modelos alternativos del tiempo histórico que son inherentes al relato modernista. Por un lado, el pensamiento modernista prosperó en el modelo de un tiempo —forjado en la era de la Ilustración— que hacía de la historia humana un proceso unidireccional que pasaba de la barbarie a la civilización, igual que el niño pasa de la ignorancia al conocimiento. También se nutre de la creencia en una armonía global que hace que el mal esté al servicio del bien, del tal manera que el
La dominación le imprime al tiempo "normal" sus divisiones y sus ritmos, sus agendas y sus horarios a corto y a largo plazo: tiempo de trabajo, de ocio y de desempleo; campañas electorales, estudios universitarios, etc. También tiende a homogeneizar bajo su control todas las formas de temporalidad, definiendo así en qué consiste el presente de nuestro mundo, qué futuros son posibles y cuáles pertenecen definitivamente al pasado, indicando así lo que es imposible. Es eso lo que significa consenso: monopolio de las formas de describir lo perceptible, lo pensable y lo factible.
egoísmo y la miseria acaban contribuyendo a la prosperidad común. Por otro lado, conservaba además algo de la anticuada visión de un tiempo histórico concebido como una sucesión de ciclos que comenzaba con una edad de oro y degeneraba en un período de decadencia cada vez más corrupto capaz de poner en marcha un nuevo ciclo revolucionario. El pensamiento contrarrevolucionario a fines del siglo XVIII creó un entrelazamiento específico de una trama de necesidad histórica con una trama de decadencia. Esa explicación de las cosas hizo de la Revolución Francesa, por ejemplo, la realización de un proceso de disolución de todos los vínculos sociales considerados inherentes a la modernidad. Ese proceso hizo pedazos el viejo tejido de cuerpos materiales y espirituales que anteriormente habían reunido, protegido y educado a las personas (a saber la religión, la monarquía, la aristocracia y las corporaciones) y transformó la sociedad en un torbellino anárquico de individuos sin afiliación, disponibles tanto para la explotación industrial como para el terror político.
A lo que me refiero es a que esa explicación era más o menos aceptada como descripción adecuada de la sociedad moderna, incluso por aquellos que estaban en desacuerdo con la ideología de la contrarrevolución. A partir de ese momento, el pensamiento del tiempo histórico se convirtió en una combinación del relato del progreso y del relato de la decadencia. Los relatos marxistas combinaban la trama progresista sobre el desarrollo de la riqueza común —mediante la apropiación privada— con el relato contrarrevolucionario sobre un tejido social común hecho trizas por el individualismo. Incluso hoy, los mismos principios marxistas pueden cultivar el relato apocalíptico de la destrucción de la Humanidad junto a las afirmaciones de un nuevo pensamiento revolucionario. El desarrollo de la producción inmaterial y del trabajo cognitivo se ha interpretado o bien como el desarrollo en el seno de la producción capitalista de una forma comunista de propiedad destinada a hacer estallar las relaciones de producción capitalistas, o bien como el último paso en la desposesión del trabajo humano en virtud de la cual incluso el poder cognitivo de la psique humana ha quedado atrapado en el proceso de producción industrial, ahora objetivado como un poder técnico más allá de la propia mente humana. A la inversa, el relato apocalíptico de la destrucción de todos los vínculos sociales de la mano de la autodestrucción de la humanidad se ha reformulado como la última etapa del nihilismo; preludio de la insurrección venidera que hará emerger el futuro desde las entrañas de la imposibilidad de la propia futuridad. Pero lo más importante no es esa interminable dialéctica de progreso y decadencia. Es el relato temporal que la hace posible: el relato que hace del tiempo tanto un principio homogéneo de posibilidad e imposibilidad, como un principio de división de tiempos y capacidades. La oposición entre los abanderados de la necesidad histórica y los profetas del desastre inminente descansa, en última instancia, en la propia conjunción entre la trama del tiempo homogéneo y unidireccional y el desdoblamiento interno que hace imposible que las personas sean contemporáneas con el tiempo de ese proceso y con el conocimiento de lo que ese tiempo hace posible. Un paso adelante, dos pasos atrás no es sólo el título de una conocida obra de Lenin. Es también el núcleo del relato modernista del tiempo y de la ciencia que presupone: es decir, del conocimiento sobre la divergencia del tiempo del proceso global y el del mundo vivido de las personas. Por un lado, es el conocimiento estratégico de las formas de hacer coincidir esas temporalidades divergentes mientras que, por otro, es la explotación del poder que reside en la afirmación de la no coincidencia. Ese conocimiento de doble filo fue en su día la perspectiva privilegiada de la vanguardia revolucionaria. Pero ahora se lo han apropiado las fuerzas de la dominación y esa apropiación está en el centro de la construcción del "tiempo en que vivimos".
IV
Para mí, es ese el punto ciego de la mayoría de los discursos sobre "nuestro tiempo", incluidos los que se proponen hacer su crítica radical, pues todos presuponen una identidad común inmediata entre el tiempo global y el tiempo de las personas. De ese modo, lo construyen en los términos más simples como identidad común entre el tiempo de la producción capitalista y el del consumo individual. Esa identidad se presenta como el reino de un presente absoluto en el que todo —producción, consumo, información, creación de imágenes, etc.— avanza al mismo ritmo acelerado. Me gustaría contrarrestar esos análisis del reino del presente desde una perspectiva completamente diferente: la de un tiempo que no está enmarcado por la sola velocidad del desarrollo del capital. Esa perspectiva se enmarca en relación con las instituciones que hacen de la coincidencia y la no coincidencia temporal su principal asunto. Nuestro mundo no funciona según un proceso homogéneo de presentificación y aceleración. Funciona según la regulación de la convergencia y la divergencia de los tiempos.
Podemos distinguir, en el interior de esa regulación, al menos tres procedimientos principales: el primero establece las divisiones del tiempo; el segundo organiza la convergencia imaginaria de los tiempos; el tercero construye la divergencia entre el tiempo de cada persona y el tiempo del proceso global. El primer procedimiento consiste en el establecimiento de los calendarios que imprimen ritmo al tiempo de la vida pública, lo que significa también que constituyen el tiempo de lo común como tal. Consideremos, por ejemplo, la función de las elecciones. Se puede debatir interminablemente si las elecciones encarnan el poder real de la decisión democrática o si son el mero artificio de la "democracia formal" que enmascara la realidad de la dominación. Pero lo fundamental de las elecciones es la forma en que construyen la visibilidad de un tiempo de lo político que, al final, se reduce a dos períodos: el tiempo pre-electoral y el post-electoral. De ese modo, el tiempo de lo político coincide totalmente con el tiempo del Estado. Recordemos la promesa hecha por Hosni Mubarak al inicio del levantamiento egipcio en 2011, cuando se ofreció a alterar los resultados de las elecciones anteriores para otorgar mayor representación a la oposición. Para Mubarak, reconocer el fraude electoral no dejaba de ser una forma de afirmar el poder del Estado como dueño del tiempo, lo que incluía, por supuesto, el poder de cambiar el pasado.
El segundo procedimiento aborda la construcción de la convergencia de tiempos a largo plazo. A menudo se nos dice que hemos dejado atrás los tiempos y las políticas del intervencionismo estatal. Pero, ¿qué pasa con la forma en que nuestros Estados crean instituciones supranacionales que armonizan el tiempo de la economía, el tiempo de las instituciones y el tiempo de vida de las personas? Consideremos, por ejemplo, el llamado Plan Bolonia para la armonización de los sistemas de enseñanza superior en Europa. No se trata simplemente de establecer una legibilidad y una equivalencia comunes de los títulos universitarios. La equivalencia se convierte en el punto alrededor del cual se construye toda una correspondencia ficticia entre el tiempo de la educación y el tiempo del proceso económico global. En ese proceso, la equivalencia entre la adquisición individual de competencias y las oportunidades de empleo proporcionadas por la equivalencia son a su vez equivalentes a formas específicas de crecimiento económico. Se trata de una ficción. Ahora bien, digámoslo una vez más, toda ficción es una realidad: estructura la relación entre el tiempo de los individuos y el tiempo del sistema.
El tercer procedimiento es la construcción de la divergencia de tiempos, que se refiere a la construcción de la barrera que separa a los que saben de los que no saben. Me parece que es desde ese punto de vista que hay que considerar el papel de los medios de comunicación. Se trata de una perspectiva harto diferente de la denuncia que de los medios de comunicación hace la corriente dominante. Esta última nos dice que esos medios son el reino del presente absoluto: nos sobrecargan de imágenes, haciéndonos vivir cada acontecimiento como si estuviéramos presentes, alimentando así una relación emocional con el acontecimiento que nos vuelve incapaces de comprenderlo. Lo cual no es cierto. Al contrario, los medios de comunicación no pueden mostrarnos un acontecimiento sin escindirlo, introduciendo una distancia entre el hecho y su significado. En mi país, concretamente, se ha formulado una nueva doctrina en relación con el periodismo que afirma que su función no es la de informar, puese la gente ya accede a los acontecimientos a través de otras fuentes. Más bien se trata de "descifrar" la información. Concretamente, ello significa que las mismas cosas que se suponen hechos empíricos se convierten inmediatamente en enigmas; efectos o causas en una trama causal o síntomas de la evolución de nuestro mundo. Por ello, cualquier acontecimiento puede convertirse inmediatamente en objeto de comentario y discusión por parte de los expertos. Un caso interesante se dio en Francia hace algunos años en relación con una mujer que viajaba con su bebé en un tren de cercanías y que no había recibido ninguna ayuda de sus compañeros de viaje al caer víctima de un salvaje ataque antisemita perpetrado por un grupo de adolescentes negros y magrebíes. La brutalidad del ataque, junto con la indiferencia de sus compañeros de viaje, dio lugar a un sinfín de comentarios sobre la triste evolución de nuestra civilización, hasta que se descubrió que la mujer había inventado por completo la historia. Puede que este sea un caso extremo, pero es uno que pone de manifiesto la construcción de la divergencia de tiempos y capacidades que el sistema de información utiliza en la regulación de las relaciones entre el tiempo y la distribución estructural de lo sensible hoy en día. Las formas de pensamiento crítico que se dan hoy siguen de buen grado el relato dominante, ya que la lógica de la dominación ha integrado la lógica de su propia crítica al afirmar tanto la homogeneidad de un proceso global de evolución histórica como el desdoblamiento interno que permite a los que viven en "este" tiempo comprender el modo en que son arrastrados por ese mismo proceso.
De ahí que, a mi juicio, para salirse de esa lógica es necesario salirse de su tiempo, salirse de la trama de la homogeneidad del tiempo y de la incapacidad de quienes viven en él. Hay que poner en tela de juicio la tesis de la homogeneidad del tiempo. No existe un proceso global que someta a su dominio todos los ritmos del tiempo individual y colectivo. Hay varios tiempos en un mismo tiempo. Existe, por supuesto, una forma dominante de temporalidad, un tiempo "normal" que es el tiempo de la dominación. La dominación le imprime sus divisiones y sus ritmos, sus agendas y sus horarios a corto y a largo plazo: tiempo de trabajo, de ocio y de desempleo; campañas electorales, estudios universitarios, etc. También tiende a homogeneizar bajo su control todas las formas de temporalidad, definiendo así en qué consiste el presente de nuestro mundo, qué futuros son posibles y cuáles pertenecen definitivamente al pasado, indicando así lo que es imposible. Es eso lo que significa consenso: monopolio de las formas de describir lo perceptible, lo pensable y lo factible. Sin embargo, existen otras formas de temporalidad, formas disidentes de temporalidad que crean distensiones y rupturas en esa temporalidad. Podemos distinguir dos formas principales. Las llamaré intervalos e interrupciones. Los intervalos se crean cuando los individuos y los colectivos renegocian las formas de ajustar su propio tiempo a las divisiones y ritmos de la dominación; lo adaptan a la temporalidad del trabajo —o a la ausencia de trabajo—, a las formas de aceleración y desaceleración dictadas por el sistema. Al principio de mi intervención, evocaba el papel que Platón otorgaba al tiempo a la hora de determinar el lugar que ocupaban los artesanos en la comunidad. Se creía que su "falta de tiempo" se аdecuaba a su "aptitud" específica, lo que, de hecho, apuntaba a su incapacidad para estar en otro lugar y hacer otra cosa que no fuera trabajar. Pero la cuestión es que, aunque el trabajo no espere, muy a menudo se espera por el trabajo, y los individuos y los colectivos están determinados por ese hecho al disociar su tiempo del "tiempo que no espera", distanciándose de las "aptitudes" —e incapacidades— que los ajustan a ese tiempo. En mi investigación sobre la emancipación de los trabajadores, me propuse iluminar las formas en que los artesanos del siglo XIX construían sus formas de subjetivación en relación con una temporalidad rota y determinada por las aceleraciones y paros en el trabajo. En lugar de estar sometidos a la voluntad de sus amos a través de las aceleraciones y paros en el trabajo, podían aprovecharse de ellos e incorporar a su tiempo de trabajadores lo que siempre había sido lo opuesto del trabajo, es decir, el ocio. Una distinción muy antigua, ya formulada por Aristóteles, opone el descanso, que es una interrupción del tiempo de trabajo, al ocio, que es el uso del tiempo por parte de quienes no están sometidos a las limitaciones del trabajo. La emancipación supone, por tanto, utilizar las interrupciones del tiempo de trabajo para difuminar la distinción entre el tiempo de descanso y el tiempo de ocio. En ese sentido, la redistribución de los tiempos iba acompañada de una redistribución de las aptitudes e incapacidades ligadas a la posesión o la desposesión del tiempo. La reapropiación de los intervalos equivalía a la experiencia de vivir en varios tiempos a la vez y a compartir varios mundos de experiencia. Esa re-partición creó una brecha en la lógica de la dominación al separar las "aptitudes" de su destino. A partir de ahí, sucumbir a la explotación podía ser también un medio de desentenderse de ella; ejercitar las capacidades para las tareas encomendadas podía convertirse igualmente en un medio de entrenar esas capacidades para otros usos. Es eso lo que significa emancipación: práctica del disenso, es decir, construcción de otro tiempo en el tiempo de la dominación, el tiempo de la igualdad dentro del tiempo de la desigualdad. Esa experiencia de vivir en varios tiempos a la vez había sido más o menos borrada por la visión marxista de la educación de la clase obrera a través de la disciplina de la fábrica. Sin embargo, las formas contemporáneas de trabajo vuelven a poner en primer plano la cuestión de los intervalos de trabajo y su transformación en intervalos de subjetivización: los cambios constantes de empleo a desempleo, el desarrollo del trabajo a tiempo parcial y todas las formas de intermitencia; la multiplicación de personas que participan tanto en el tiempo del trabajo asalariado como en el tiempo de la educación, o en el tiempo de la creación cultural; la multiplicación del número de personas que realizan un trabajo distinto de aquel para el que han sido formadas, de personas que trabajan en un mundo y viven en otro (que es, también, lo que significa "inmigración"). Más que intentar definir la figura única del trabajador, como el trabajador "cognitivo", deberíamos investigar la multiplicidad de las líneas de subjetivación y las formas de ruptura producidas por la reapropiación de todos esos intervalos que vuelven a poner en el orden del día la temporalidad aparentemente caducada de la emancipación. Hace treinta años publiqué un libro titulado La noche de los proletarios[2], en el que examinaba las formas de emancipación de los trabajadores y su relación con la cuestión del tiempo en la Francia del siglo XIX. Hace una semana, un colectivo artístico indio, Raqs Media Collective, estrenó en París una proyección de vídeo titulada Strikes at Times, basada en la experiencia y las palabras de trabajadores y escritores contemporáneos a tiempo parcial que habían leído la traducción india de ese libro.
V
Hay intervalos y hay interrupciones: momentos en los que una de las máquinas sociales que estructuran el tiempo de la dominación se rompe y se detiene. Puede ocurrir con los trenes y los autobuses; puede ocurrir con el aparato escolar, o quizás con alguna otra forma de máquina. También hay momentos en que las multitudes salen a la calle para oponer su agenda a la del Estado y su temporalidad de explotación. Es desde ese punto de vista, creo, que debemos considerar las insurrecciones árabes de 2011 y movimientos europeos como los "Indignados" en España o la protesta de la "Geraçao à Rasca" en Portugal. Lo que esos movimientos tienen en común es que entretejen una combinación de tiempos que perturban la combinación dominante-consensual de convergencia y divergencia. Oponen el tiempo de la presencia inmediata del pueblo al tiempo del "pueblo" organizado por el Estado. En Túnez y en Egipto, el movimiento afirmó que la presencia era incompatible con el tiempo del poder. En España, la toma de la Puerta del Sol puso de manifiesto la oposición entre el tiempo del proceso electoral y el tiempo de la "democracia real". Esta combinación de tiempos también es indicativa de un cortocircuito en el tiempo de los medios de comunicación dominantes. Se ha destacado el papel de Facebook, Twitter y otros medios sociales en esos movimientos. Si los medios sociales pudieron sacar a tanta gente a la calle en un momento dado, dotándolos de un nuevo coraje y un nuevo sentido de la dignidad, fue al menos en parte porque esos medios provocaron un cortocircuito en el tiempo de los medios de comunicación dominantes, que constantemente hacen que la gente se enfrente a su propia incapacidad como resultado de la continua reproducción de la distancia entre el acontecimiento y el significado. Pensar no requiere tanto tiempo, ni el valor de salir a la calle, y esa es la lección que esos acontecimientos han opuesto a la lógica dominante de explicación que separa el presente de sí mismo. Ello significa que lo que los "nuevos medios" y los "medios sociales" aportaron no es sólo una forma de aceleración. Es también una redistribución de las capacidades, nuevas formas de pericia de las que cualquiera puede apropiarse para ayudar a constituir un pueblo de anónimos, un pueblo de individuos indeterminados en contraposición al pueblo gobernado por el sistema dominante. Se nos ha hablado de la "heterogeneidad" de las multitudes reunidas en la Plaza Tahrir y en la Puerta del Sol, en el sentido de que es imposible dividirlas en grupos identitarios específicos. También hemos visto el modo en que las reivindicaciones globales sobre la democracia han estado vinculadas a las reivindicaciones sobre el desempleo (cabe destacar especialmente el papel desempeñado en los movimientos portugués y español por los graduados universitarios a los que la política global europea de educación había prometido un futuro brillante como directivos y académicos, mientras que la realidad del sistema los ha dejado sin empleo o sólo con trabajos a tiempo parcial o provisionales). Ese es el otro rasgo significativo de esas manifestaciones: denuncian la mentira que supone la convergencia ideal del tiempo de la vida individual y el proceso económico global que entrañan las políticas educativas nacionales y supranacionales. A la vez que denuncian la mentira de la convergencia temporal, esos graduados universitarios sin empleo también ilustran el modo en que los ritmos contemporáneos del empleo y el desempleo abren brechas en las que las capacidades que supuestamente estaban destinadas al mercado de trabajo pueden ser desviadas y posiblemente utilizadas para construir tiempos alternativos desde dentro de los agujeros del tiempo dominante; es decir, otro mundo posible en el interior del mundo existente. En este punto, es posible pensar en una convergencia entre el tiempo de los intervalos y el tiempo de las interrupciones. A mis ojos ello significa que es posible encontrar una salida de aquellas formas de crítica que denuncian las interrupciones como estallidos efímeros tras los cuales todo vuelve al orden normal de las cosas y la exploración de los intervalos como una contribución involuntaria a la lógica neoliberal. Por muy crítica que se empeñe en ser, esa denuncia monótona de toda creación de intervalos como ajuste a la lógica del mercado, y de toda interrupción como contribución al reino del espectáculo, está totalmente en consonancia con la distribución dominante de los tiempos y las capacidades. Es una forma cómoda de soslayar el núcleo de la paradoja: que la emancipación es, de hecho, una forma de poner varios tiempos en el mismo tiempo; una forma de vivir como iguales en el mundo de la desigualdad. Las formas de subjetivación mediante las cuales los individuos y los grupos se distancian de la restricción del tiempo "normal" son a la vez rupturas en el tejido sensorial de la dominación y formas de vivir dentro de su marco. Por eso es tan fácil captarlas en el discurso prefabricado que reduce las contradicciones de la emancipación a trucos de la dominación. Así y todo, puede ser más interesante examinar el dinamismo de esa contradicción y hasta qué punto puede construir formas de temporalidad independientes de las agendas de la dominación.
VI
Me gustaría examinar ahora algunas de las consecuencias de estas reflexiones en relación con lo que se denomina política del arte. Esa política puede considerarse también como una forma de abordar la convergencia y la divergencia de los tiempos. Desde ese punto de vista, podemos distinguir tres figuras principales. La primera da forma radical a la exigencia de convergencia. Es la figura del Modernismo histórico, es decir, la figura de una identificación entre formas de arte y formas de vida. El medio privilegiado para esa identificación es el de un tiempo que convierte todas las diferencias en manifestaciones de un mismo movimiento global. Durante muchos años, el sincronismo de los movimientos fue la forma privilegiada de la identificación entre el arte y la vida. Una forma de arte en particular encarnó ese sincronismo: el cine, el arte de la correlación directa entre movimientos humanos y los movimientos de la máquina. No sólo eso, hubo un cineasta encarnó esa identificación más que ningún otro: Dziga Vertov, el que más explícitamente pensó en el cine como el movimiento que vincula todos los movimientos, igualándolos todos al absorberlos en un único ritmo que lo engloba todo. Así es como El hombre de la cámara registró los movimientos de una bailarina, los gestos de una obrera en una cadena de montaje, el tráfico en las calles, los gestos de una manicure en un salón de belleza, el vuelo de los aviones o los trucos de un mago, todos con el mismo ritmo. La sincronía de todos los movimientos constituye así un tiempo homogéneo sin intervalos ni interrupciones y sin ninguna distinción entre vida, trabajo y ocio. El resultado es la producción del comunismo como la sincronía de todos los movimientos. El comunismo es, pues, la emancipación del movimiento como tal, una emancipación que presupone que todos los movimientos pierden su especificidad y son arrancados de quienes los realizan, que quedan así reducidos a su mera medida temporal.
La emancipación se sustrae de la política de la contemporaneidad absoluta fabricada para el éxito de la política opuesta, que acentúa la divergencia de los tiempos y las incapacidades que produce: a saber, el modelo crítico o dialéctico que encontró su lugar privilegiado en el escenario, aunque se mostró capaz de superar sus límites. Ese modelo concibió el escenario de la presentación artística en general como lugar de construcción de un tiempo específico en que el movimiento podía modelarse y hacerse inteligible. Por ejemplo, el tiempo fragmentado de la trama brechtiana pretendía que los espectadores comprendiesen la Historia —con H mayúscula— como el sentido de las apariencias y del movimiento que los habían expulsado. Pero lo que se ponía en escena era mucho más la división de lo visible que vemos plasmada en dos fórmulas muy conocidas: la fórmula brechtiana que se encuentra al final de Arturo Ui: "Aprende a ver en lugar de mirar boquiabierto"; y la frase de Roland Barthes sobre Madre Coraje de Brecht: "Como podemos ver que Madre Coraje es ciega, vemos lo que no ve". Sin embargo, el hecho de ver que alguien es ciego nunca ha proporcionado la visión de lo que no ve. Al contrario, hay que saber ya lo que esa persona no ve; hay que saber adónde lleva el movimiento para ver que es ciega. Por lo demás, Madre Coraje no es ciega. Lejos de ello, se adapta cínicamente a lo que considera la ley de la historia, es decir, la ley del beneficio. Y el arte crítico que pretendía enseñarnos a través de su ignorancia puede acabar uniéndosele en su cinismo. Esto es a menudo lo que hace el arte hoy en día, al acompañar sin cesar el ejercicio de la dominación, mientras pretende revelar sus secretos a personas que están lejos de ignorar de qué secretos se trata.
El agotamiento de esas fórmulas de arte crítico puede dar una nueva visibilidad a una tercera política del arte; una política que entrelaza diferentes tiempos dentro de minúsculas máquinas o dispositifs [3] que construyen posibilidades alternativas para abordar el presente, a distancia tanto de la convergencia absoluta de los tiempos como de la construcción crítica de su divergencia. Propongo dar a esos dispositifs el nombre de "heterocronías", término que Michel Foucault acuñó paralelamente con el de heterotopías, que propuso para designar los espacios que no encajaban en la distribución normal de los territorios. Las heterotopías, decía, son combinaciones de espacios que normalmente son incompatibles. Del mismo modo, las heterocronías son combinaciones de tiempos que son normalmente incompatibles. Entre las heterotopías vinculadas a las heterocronías, Foucault enumeró el escenario y la pantalla cinematográfica, conjuntamente con la colonia y el cementerio. Esos cuatro espacios heterotópicos están, en sentido literal o figurado, presentes en una secuencia cinematográfica que me gustaría que examináramos, pues me parece que nos da una buena idea de lo que es una heterocronía. Se trata de una secuencia de Juventude em Marcha, película del cineasta portugués Pedro Costa. Es la tercera parte de la trilogía que dedicó a la vida de un pequeño número de jóvenes marginados y trabajadores inmigrantes de Cabo Verde que viven en los suburbios de Lisboa. Aunque la película sigue su existencia cotidiana, primero en el barrio de chabolas que está siendo demolido y más tarde en los nuevos cubos blancos en los que son realojados, a primera vista puede parecer una crónica documental —género que parece el más adecuado para los pobres, para los que viven en lo cotidiano y sólo encuentran la Historia a través de la miseria, el dolor o la angustia. Pero pronto nos damos cuenta de que esa "crónica" nos proporciona en realidad un tejido de heterocronías. Me gustaría que nos detuviéramos en una de las más inquietantes. Se trata de un episodio al final de la película que se centra en dos personas. La primera es Ventura, el "personaje" principal, un antiguo albañil que a lo largo de la película ha asumido el papel de un rey en el exilio más que el de un inmigrante pobre. En cambio, su compañero, Lento, nos ofrece el rostro del tosco trabajador inmigrante analfabeto que es incapaz de aprender a escribir la carta de amor que quiere enviar, a pesar de que Ventura intenta desesperadamente enseñarle. En la secuencia final, Lento abre la puerta de su apartamento calcinado y parece transfigurarse. Se yergue teatralmente, de la mano de Ventura, ante un público imaginario. Su diálogo adquiere el tono y el ritmo de una salmodia trágica. A continuación, recita la carta de amor que hasta entonces no había podido escribir. Entretanto, nos habla del incendio y de cómo saltó por la ventana con su mujer y sus hijos. El problema es que el Lento que habíamos conocido hasta ese entonces no tenía ni mujer ni hijos. Además, ya lo habíamos visto morir tras caerse de un poste eléctrico. El personaje que vemos ahora es un muerto viviente, un habitante del Infierno que regresa a nuestro mundo. Su cuerpo es ahora capaz de condensar todos los acontecimientos que suceden, o pueden suceder, en relación con todos los que comparten su condición de muertos vivientes, como es el caso de la familia que de hecho pereció entre las llamas en ese apartamento durante el rodaje de la película.
El episodio nos presenta, en última instancia, el entrelazamiento y la conjunción de dos tiempos incompatibles: el tiempo del documental y el tiempo de la tragedia; el tiempo del trabajador inmigrante venido de lejos que, al final de una vida de trabajo y desempleo, ha recibido un carné de identidad y un apartamento con agua, gas y electricidad; y el tiempo de los muertos vivientes que rondan nuestros suburbios y viven en el reino de las sombras. Esa conjunción se condensa en la carta de amor que recitan los personajes, una carta que Pedro Costa compuso entrelazando fragmentos de cartas escritas por trabajadores inmigrantes con fragmentos de la última carta escrita por el poeta francés Robert Desnos cuando iba camino de la muerte en el campo de concentración de Terezín. Ese montaje temporal compone una escena de El Juicio Final, pero este último juicio no es un relato del desastre. Por el contrario, es una forma de suspensión de las tramas habituales que absorben cada situación en el proceso global y que de paso despoja a los que viven en "nuestro tiempo" de la capacidad de comprenderlo. Una heterocronía es una redistribución de los tiempos que inventa nuevas capacidades para enmarcar el presente.
He propuesto una ilustración de lo que llamo heterocronía. Ello no significa que haya propuesto un modelo de política para el arte actual. Sería difícil proponer un modelo de ese tipo hoy en día, incluso a personas que por lo general están más habituadas que yo a decir lo que hay que hacer. Pero creo que es posible investigar las potencialidades de las formas de arte que trabajan en la encrucijada de las temporalidades y los mundos de la experiencia. Creo que es posible explorar su capacidad para hacerse eco de lo que sucede en los intervalos e interrupciones que tienden a distender o interrumpir el tiempo de la dominación. Hoy, al igual que ayer, la tensión de vivir en varios tiempos a la vez sigue sin resolverse. Lo cual significa que sigue en juego.
Notas
[1] En francés, le partage du sensible, concepto introducido por Jacques Rancière (Le partage du sensible. Esthétique et politique, La fabrique éditions, 2000) y traducido al inglés indistintamente como partition o distribution of the sensible, y al español como reparto, distribución y hasta división. El de Rancière es un “término que se refiere a la vez a las condiciones para compartir que establecen los contornos de una colectividad (es decir, "partager" como compartir) y a las fuentes de perturbación o disenso de ese mismo orden (es decir, "partager" como separar)”— véase Davide Panagia, “‘Partage du sensible’: the distribution of the sensible” en Jacques Rancière: Key Concepts (ed. Jean-Philippe Deranty), Routledge, 2014, p. 95.
[2] Jacques Rancière, La nuit des prolétaires. Archives du rêve ouvrier, Fayard/Pluriel, 2012 [ed. en español: La noche de los proletarios. Archivos del sueño obrero (trad. Enrique Biondini et al), Tinta Limón Ediciones (Colección: Nociones comunes), 2013.]
[3] En francés en el original.