Sitio pobre en construcción permanente
ACTOS Y LETRAS
En línea desde el 11 de abril de 2016
Patrias. Actos y Letras is a digital imprint of Communis
Año VI / Vol. 24 / enero a marzo de 2022
La agencia ausente Malcolm Bull
Se publican a continuación como primera, segunda y tercera partes de un hipotético ensayo único, tres trabajos independientes, si bien obvia y estrechamente relacionados, de Malcolm Bull, publicados originalmente, el primero, bajo el título “Hate is the new love”, en London Review of Books (vol. 23, núm. 2, 25 de enero de 2001), a propósito de la obra de Slavoj Žižek The Fragile Absolute: Or, Why Is the Christian Legacy Worth Fighting For? (Verso, 2000)—El frágil absoluto: o ¿por qué merece la pena luchar por el legado cristiano? (Valencia, Pre-Textos, 2014)—; el segundo, bajo el título “The Limits of Multitude”, en New Left Review (35, septiembre-octubre de 2005), a propósito de la obra de Michael Hardt y Antonio Negri Multitude: War and Democracy in the Age of Empire (Londres, Hamish Hamilton, 2005)—Multitud: Guerra y democracia en la era del Imperio (Debate, Barcelona, 2005)—, y el tercero, bajo el título “States of Failure”, también en New Left Review (40, julio-agosto de 2006). El primero de esos trabajos aparece traducido por primera vez al español, para Patrias. Actos y Letras, por Rolando Prats. El segundo y el tercero, reproducidos de New Left Review 35, noviembre-diciembre de 2005 (en español) y New Left Review 40, julio-agosto de 2006 (en español), respectivamente, se presentan ahora en traducción cotejada, revisada y corregida por Rolando Prats.
I
El odio es el nuevo amor
Súbete algún día al automóvil y sal de la ciudad. Después de haber dejado atrás los suburbios, los polígonos industriales y los letreros improvisados (‘Buy British’, ‘Our Beef With Blair’)[1] que marcan la transición, te encontrarás en otra Inglaterra, apenas habitada, tranquila, intemporal. No cuesta imaginarse en ese mundo; su serena superficie parece reflejar una imagen más clara de quién eres, libre de las presiones distorsionantes de la vida urbana. Quizás podrías mudarte al campo y convertirte en esa persona. No hay ningún obstáculo; como los graffitis que solían cubrir los barrios marginales, esos letreros transmiten un mensaje que no proclaman: esto es espacio desperdiciado, todavía hay margen para la reurbanización. Dentro de poco, estarás leyendo anuncios de agentes inmobiliarios.
También la migración presupone la capacidad de imaginarse en otro lugar, y esa capacidad depende de la superficie en la que nos miramos. Según Plotino, fue porque se vieron reflejadas en el mundo que las almas inmortales migraron por primera vez al reino de lo material. La idea tuvo su origen en el mito de Dionisio-Zagreo. Para distraer su atención, los Titanes le ofrecieron al niño Dionisio un espejo y otras baratijas infantiles, y, luego, mientras admiraba su propia imagen reflejada, lo capturaron y lo hicieron pedazos. Dionisio, vuelto a nacer, dispensó el mismo tratamiento a sus propias víctimas, pero no era ese aspecto de la historia el que interesaba a los neoplatónicos. Para estos, el espejo de Dionisio era el propio mundo material. Proclo postuló que cuando Platón afirmaba que la superficie del mundo había sido creada lisa, quería decir que la superficie del mundo era reflectante como la de un espejo, y algo similar tenía en mente Plotino cuando sostuvo que era cuando veían sus imágenes en “el espejo de Dionisio” que las almas descendían de la unidad a la multiplicidad material.
El mito tiene obvias repercusiones en lo que Lacan describió como el estadio del espejo. Lacan interpreta la capacidad del niño de reconocerse en un espejo como un momento revelador de identificación del yo-ideal y con él y, simultáneamente, como un momento devastador en que se hace evidente la discrepancia entre la imagen unificada del reflejo y el cuerpo descoordinado del niño. Al igual que los neoplatónicos, la teoría de Lacan hace de la experiencia de la imagen reflejada el acontecimiento precipitador a través del cual se forman las subjetividades humanas, y pone de relieve que el espejo funciona como un señuelo: la fascinación conduce a la captura. Así como Dionisio es hecho pedazos y las almas de Plotino pierden su unidad inmaterial, el niño se percibe a sí mismo como una multiplicidad fragmentada, un corps morcelé[2].
El estadio del espejo sigue siendo la más conocida de las ideas de Lacan, pero a diferencia de su obra posterior, aparece apenas en los debates actuales sobre teoría política y cultural. Por ser pre-social y pre-lingüístico, se asume que el estadio del espejo es también pre-político. Los comentaristas pasan rápidamente al final del estadio, cuando la identificación con la imagen reflejada conduce a una rivalidad que Lacan, según entendía, prefiguraba las relaciones del individuo en la sociedad y con ella, y que Lacan interpretaba en términos de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo. Pero los comentaristas se mueven con demasiada rapidez. Las lecturas hegelianas ignoran otras posibles influencias filosóficas en la obra temprana de Lacan, y la suposición de que lo político siempre emerge desde el interior de lo social crea un punto ciego en el discurso político.
Los paralelismos entre Plotino y Lacan probablemente sean algo más que fortuitos. La teoría de Lacan se desarrolló a principios de los años 30 a través de la síntesis de la “prueba del espejo”, de su maestro Henri Wallon, con algunas de las ideas que extraía entonces de sus estudios filosóficos informales. En aquella época, el neoplatonismo también conocía un resurgimiento en Francia bajo el liderazgo de Émile Berthier en la Sorbona, y la creencia de que existían afinidades entre la filosofía de Plotino y la de Bergson condujo al neoplatonismo a una discusión filosófica más amplia. La atención de Lacan habría sido atraída por el mito de Dionisio Zagreo (y sus intérpretes neoplatónicos) por un libro que—según dijo— todos los psicoanalistas deberían leer al menos una vez, Psique, de Erwin Rohde[3], que había sido traducido al francés en 1928. La fascinación general con el neoplatonismo había disminuido en los años de apogeo de Lacan, pero las referencias a Plotino desperdigadas en los Seminarios atestiguan un interés duradero.
Si nos fijáramos en la imaginería plotiniana de los primeros textos de Lacan, ello nos alertaría no sólo de la variedad de las fuentes de Lacan, sino también del valor del estadio del espejo como mito político comparable en potencia al mito hegeliano del amo y el esclavo. En ciertos aspectos, el estadio del espejo parece más importante para la situación contemporánea que la dialéctica de Hegel, ya que se articula en torno a la imagen más que al estatus, al movimiento más que a la lucha, y a la relación entre el uno y los muchos más que a una rivalidad diádica. Sobre todo, proporciona un modelo para la dinámica de la migración: la superficie lisa y reflectante de la región de acogida, el señuelo de la imagen que se vislumbra en ella y la experiencia de alienación que a menudo tiene lugar.
A pesar del papel fundamental de la migración en la historia, apenas figura en la teoría política tradicional, en la que el elemento básico es casi invariablemente una unidad social delimitada y los actores políticos que la componen: en los tiempos modernos, el Estado-nación y el ciudadano. Sin embargo, durante la última década, los migrantes se han convertido en un potente símbolo de la dislocación social creada por la globalización y han sido investidos con algunas de las aspiraciones más románticas de la izquierda. Es probable que en ello esté presente un elemento de autoengaño. Los migrantes son héroes de la izquierda sólo en el país de acogida, no en las naciones de las que provienen; y, si en cambio, los llamamos colonos, inmediatamente aparecen más bien bajo otra luz. No obstante, la migración sigue siendo importante porque no sólo es una manifestación sorprendente de la aspiración humana al cambio, sino un medio probado de lograrlo. La tradición judeocristiana es una rica fuente de imágenes migratorias, del Éxodo en adelante, pero el locus classicus probablemente sea la visión que tuvo Agustín del pueblo de Dios como trabajadores-huéspedes en Babilonia y peregrinos a la Nueva Jerusalén. Apenas es de extrañar, por tanto, que la Ciudad de Dios parezca haberse convertido en el nuevo paradigma de cambio social de la izquierda. En Imperio, de Antonio Negri y Michael Hardt, Agustín proporciona el modelo de un contra-imperio en que “la ciudad divina es una ciudad universal de extraterrestres, que se reúnen, cooperan y comunican”. Y hasta el propio Slavoj Žižek, quien se queja de que “en el discurso crítico y político de nuestros días, el término ‘trabajador’ ha desaparecido, [y ha sido] suplantado y borrado por el de ‘inmigrantes’", concluye El frágil absoluto con la visión de “la comunidad de creyentes qua parias ‘desacoplados’ del orden social" que se aferran a “la breve aparición de una futura Otredad utópica”[4].
La suposición de que lo político emerge siempre del interior de lo social crea un punto ciego. Los migrantes son héroes de la izquierda sólo en el país de acogida, no en las naciones de las que provienen. La diferencia entre la migración y la invasión es sólo de grado; la migración, al igual que la revolución, es la creación y la eliminación de lo social, no algo que ocurra en su interior.
(Foto: Sebastião Salgado/ Amazonas Images)
Agustín describió las dos ciudades, Babilonia y Jerusalén, como gobernadas por la codicia (cupiditas) y la caridad (caritas)[5], respectivamente. No deja de ser irónico que Hardt y Negri hagan del deseo la característica definitoria de la multitud que habita su “ciudad divina” secular, mientras Žižek se aferra a la caridad (en cuyo lugar recurre al griego agape[6]) como la principal virtud de su comunidad de parias creyentes. Agustín sostenía que se debía poner freno a la codicia y alentar la caridad. Sin embargo, como señala Žižek, una y otra cosa son contraproducentes. Prohibir el deseo es la mejor manera de alimentarlo; imponer la caridad, como el imperativo ético kantiano, convierte al amor en obediencia. ¿Existe alguna otra manera?
La reinterpretación del ágape que Žižek ofrece como medio de apropiarse del legado cristiano adopta la forma de una paradoja psicoanalítica de segundo orden. Tradicionalmente, el psicoanálisis nos predispone a la sospecha —lo que tomamos como bienes son en realidad la expresión, o la represión, de su opuesto—, pero Žižek lo lleva aún más lejos: tal vez lo peor sea para lo mejor. Žižek ha alimentado durante mucho tiempo este argumento explotando la rica veta de humor negro que se formó bajo el comunismo, pero en El frágil absoluto encuentra una nueva fuente en el Nuevo Testamento. Según Žižek, el odio es el nuevo amor. Jesús dijo: “Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío" (Lucas, 14, 26). En este caso, el odio no implica un antagonismo irracional, sino un acto autodestructivo de renuncia. Ejemplos de ello son la disolución por Lacan de la École Freudienne; la decisión de Keyser Soze de disparar contra su esposa e hija durante su secuestro en The Usual Suspects; la dimisión de Oskar Lafontaine del Gobierno alemán; y el asesinato de su hija por parte de Sethe en Beloved, de Toni Morrison. Para Žižek, la importancia de esos gestos negativos es doble: por un lado, salva de un destino peor aquello que se sacrifica (la carrera política de Lafontaine se habría visto irremediablemente comprometida, la hija de Sethe habría sido devuelta a la esclavitud); por otro lado, al renunciar a su participación en el mundo, el sujeto se desacopla del orden social: el sacrificio de lo más precioso “cambia las coordenadas de la situación en la que se encuentra el sujeto; al liberarse del objeto precioso por cuya posesión el enemigo lo mantuvo a raya, el sujeto gana el espacio de la acción libre”.
El problema con la explicación de Žižek no es que renunciar a lo que se ama sea un ejemplo totalmente inapropiado de caridad cristiana —Dios sacrificó a su propio hijo—, sino que como acto específicamente político parece tener un valor limitado. Žižek le atribuye una importancia casi mística: así como el sacrificio de Cristo condujo a la llegada del Espíritu Santo, el sacrificio de lo que es precioso produce el “momento mágico en que el Absoluto aparece en toda su fragilidad”, un Pentecostés en que el Espíritu Santo por fin se revela en la comunidad de los que se han desacoplado de la sociedad. Pero si la caridad —la virtud que, según creía Agustín, uniría a los habitantes de la ciudad celestial— es sólo un acto desesperado de renuncia, ¿cuál es la base sobre la cual los marginados sostienen la comunidad, por no hablar de los “auténticos colectivos políticos psicoanalíticos y revolucionarios” que habrán de ser sus formas principales? Para Žižek, “la mejor manera de imaginar semejante comunidad es situarse en el linaje de otras comunidades ‘excéntricas’ de parias... desde leprosos y frikis de circo hasta los primeros piratas informáticos, grupos en los que los individuos estigmatizados están unidos por un lazo secreto de solidaridad”. Sin embargo, si también en este caso entra en juego el ágape, se renegará a su vez de esos secretos. El ejemplo perfecto de amor cristiano —debatido por Žižek en El sublime objeto de la ideología (1989), pero ausente de El frágil absoluto—tendría por tanto que ser Judas en La última tentación, de Scorsese. Los discípulos de Cristo ya son una comunidad de parias, pero Judas, que ama a Cristo más que los demás, es capaz de traicionarlo, y así desacoplarse para toda la eternidad.
Los revolucionarios psicoanalíticos de Žižek que abandonan la sociedad podrían cruzarse con la multitud de Hardt y Negri que se mueve en dirección contraria, ya que el camino de la multitud se dirige al Imperio y pasa por él. Es menester también una nueva comunidad, y para ellos, la manera de crear esa comunidad es a través del movimiento. Así que mientras Žižek se queja de que la obsesión por los inmigrantes oscurece el tema de las clases, Hardt y Negri argumentan que la migración es “una poderosa forma de lucha de clases”. Y tienen razón, pues en un momento en que, como señala Žižek, muchos de los miembros de la clase obrera estadounidense viven en China (mantenidos bajo control por el Partido Comunista Chino) es difícil separar la capacidad de moverse libremente entre un país y otro de la capacidad de los trabajadores de emprender acciones industriales o políticas eficaces. Por tanto, Hardt y Negri ven a los habitantes de su ciudad como “una nueva horda nómada, una nueva raza de bárbaros” que se reapropiarán del espacio global y afirmarán el derecho a controlar su propio movimiento.
Los migrantes de Agustín parten en peregrinación hacia la Nueva Jerusalén; la multitud de Hardt y Negri se dirige adonde su deseo la lleve. Volviendo a la fuente de Agustín en Plotino, Hardt y Negri imaginan a la multitud diciendo: “Huyamos, pues, hacia la patria amada”. ¿Y dónde está la Patria? “Cierra los ojos e invoca en cambio otra visión que habrá de despertarse en ti, una visión, que es derecho natural de todos, que pocos usan.” El pasaje proviene de una sección de las Enéadas, en que Plotino insta a la gente a alejarse de las imágenes ilusorias vistas en el espejo de la materia y embarcarse en el re-ascenso al mundo inteligible. Naturalmente, Hardt y Negri se resisten al idealismo de Plotino, pero la referencia no deja de ser reveladora. A pesar de las apariencias, incluso la horda nómada tiene un destino utópico en el que “la cooperación y la revolución permanecen juntas, en el amor, la sencillez y la inocencia”.
Entonces, ¿cómo, si acaso, difiere la visión de Žižek de una “futura otredad utópica” de la teleología plotiniana de la multitud? En El espinoso sujeto: el centro ausente de la ontología política (1999)[7], Žižek identifica el “misterioso surgimiento de la espontaneidad trascendental”' del gesto negativo con el Acontecimiento-Verdad de Alain Badiou[8] —un acontecimiento impredecible que revela la verdad reprimida de la situación existente. Acontecimientos como la Caída de Adán, la muerte de Cristo y las Revoluciones Francesa y Rusa son gestos negativos que socavan el orden imperante, pero que también fundamentan “un orden más elevado y racional”. En el interior de ese proceso, Žižek, a diferencia de Badiou, aboga por la primacía del “acto (negativo) sobre el establecimiento (positivo) de una ‘nueva armonía’”. Según Žižek, “en ese gesto negativo se confronta algo (un vacío) que ya está ‘suturado’ a la llegada de un nuevo Acontecimiento-Verdad”.
La imagen favorita de la negatividad de Žižek es la hegeliana “noche del mundo”. Žižek equipara esa catastrófica visión de objetos parciales (“aquí de repente una cabeza ensangrentada—allá otra espantosa aparición blanca”) tanto con el corps morcelé que Lacan vislumbró en los cuadros de Hieronymus Bosch, como con la noción de fundamento de la existencia, de Schelling, el caos pre-ontológico que da origen al Absoluto. Žižek considera que Schelling invirtió el descenso de Plotino de la unidad a la multiplicidad material, y ve su propia insistencia en la primacía de lo negativo en los mismos términos. Pero las cosas no son tan simples. La visión de Žižek del corps morcelé se ha desgajado de su contexto lacaniano original. En el estadio del espejo es la imagen reflejada, la ilusión de unidad, la que corta el cuerpo en pedazos, y es esa misma ilusión de unidad por la que el niño lucha, a fin de superar su fragmentación.
El cuadro que dibuja Lacan de la relación precisa entre unidad y fragmentación en el imaginario del sujeto humano no es del todo claro, y, como todo buen rompecabezas psicoanalítico, incluye una posible errata. En una versión inglesa revisada de su trabajo sobre el estadio del espejo, Lacan sostuvo que para el niño la “ilusión de unidad... conlleva el peligro constante de recaer en el caos del que partió, y pende sobre el abismo de un Asentimiento vertiginoso”. Uno no puede dejar de sentir que ese “Asentimiento vertiginoso” puede disfrazar un “ascenso” neoplatónico, pero en El frágil absoluto apenas son, de todos modos, distinguibles. Žižek recurre al ejemplo de Julie, la heroína de la película de Kieslowski Tres colores: Azul, que resulta herida en un accidente automovilístico en que pierden la vida su marido y su hijo. Mientras yace en el hospital, los objetos de la habitación se ven reflejados nadando en su ojo. Esa es la noche del mundo, el caos de los cuerpos hechos pedazos. Al final de la película, Julie se sienta en la cama mientras la cámara cubre cuatro escenas diferentes de la vida de aquellos con los que está íntimamente relacionada. De nuevo vemos motivos dispares flotando en la oscuridad de la pantalla, pero esta vez tienen una “ligereza etérea”. Por fin, Julie es capaz de llorar. Sus lágrimas son “las lágrimas del ágape, de un ¡Sí! a la vida” y se ha “reconciliado con el universo”.
Lo que está ausente de la exposición de Žižek es todo reconocimiento de que la fragmentación del mundo de Julie depende de la ilusión de una familia felizmente unida (después del accidente descubre que su marido ha dejado encinta a su amante) o que su “reconciliación [final] con el universo” es otra ilusión de unidad de la que pronto habrá de emerger cruelmente desengañada. En resumen, la utopía de Žižek oscurece la visión psicoanalítica que Lacan aporta al mito neoplatónico. Donde Plotino valora la unidad por encima de la multiplicidad, y trata la imagen especular de la unidad que precipita el descenso de las almas como algo muy distinto de la verdadera unidad a la que re-ascienden, Lacan trata la unidad y la multiplicidad como fantasías complementarias entre las que oscila el sujeto. Para Žižek, esto plantea dos dificultades conexas. Se hace difícil atribuir cualquier primacía significativa al gesto negativo. Del mismo modo que la negatividad deviene positiva, la positividad deviene negativa: es sólo en el acoplamiento que empezamos a desacoplarnos, es sólo a través del amor a la familia que aprendemos realmente a odiarla. Por la misma razón, también es imposible atribuir cualquier finalidad a una nueva positividad, cualquier absolutismo al Absoluto.
Aunque sus parias parecen sintonizar con el Absoluto con sólo desistir, Žižek comparte la suposición de Hardt y Negri de que el significado político del acto de movimiento proviene de su capacidad de acoplarse con una otredad utópica. Pero la realidad de la migración está seguramente mucho más cerca del descenso del alma que de su re-ascensión. Al igual que la fantasía del urbanita respecto de la vida en el campo, la imagen que muchos migrantes tienen de su destino se produce al bruñir su superficie hasta que se ven reflejados en ella. Las fantasías europeas del Nuevo Mundo son un ejemplo, pero el mismo proceso se dio en las migraciones del campo a la ciudad que caracterizaron a los siglos XIX y XX. La ilusión narcisista es el señuelo, la “futura otredad utópica”, que atrae a la gente de un lugar a otro. Como dice Thomas Friedman en Lexus and the Olive Tree[9], “los condenados de la tierra” quieren irse a Disney World, no a las barricadas”. Sin embargo, no hay ninguna razón por la que descartar, sobre esa base, a la migración como fuerza política. Mientras que, históricamente, la política ha presupuesto lo social, la migración es algo que tiene lugar fuera de lo social, incluso fuera de la ley, no, por supuesto, en el sentido de que sea pre-social, sino porque el movimiento entre las sociedades no se rige plenamente por ninguna de las dos. La diferencia entre la migración y la invasión es sólo de grado; la migración, al igual que la revolución, es la creación y la eliminación de lo social, no algo que ocurra en su interior.
Pero si los migrantes van camino de Disney World y no de la Nueva Jerusalén, ¿por qué sus andanzas deberían interesar a los teóricos políticos de la izquierda? Porque nunca llegan a su destino. Como todas las fantasías narcisistas, la imagen del yo que inspira la migración es para siempre esquiva (ni Disney World es puro Disney): el resultado casi inevitable son la fragmentación y la alienación, porque aún cuando logren hacer el viaje, muchos migrantes descubren que el yo-ideal ha seguido adelante, dejándoles una vez más un cuerpo fragmentado, una mera “colección incipiente de deseos” (tal como la describe Lacan). Sin embargo, ¿significa la imposibilidad de la utopía que no hay alternativa al statu quo? No necesariamente. La migración no sólo cambia el mundo, sino que su incapacidad para convertirlo en utopía crea las condiciones para la solidaridad. Como subrayan Lacan y Plotino, fragmentación es deseo, y los deseos, a diferencia de las fantasías narcisistas, pueden ser fácilmente compartidos.
Por ejemplo, los Industrial Workers of the World, más conocidos como los Wobblies, eran un grupo revolucionario que coordinaba protestas industriales en todos los Estados Unidos en los primeros años del siglo XX. Serían un buen modelo para uno de los colectivos revolucionarios de Žižek, y en Hardt y Negri figuran como “el gran proyecto agustiniano de los tiempos modernos”, cuyo “movimiento perpetuo... era en realidad una peregrinación inmanente, creando una nueva sociedad dentro del caparazón de la antigua”. Aunque en realidad los Wobblies se ganaron el apoyo de muchos de aquellos que ya se habían mudado al lugar de sus sueños: migrantes que se habían ido al oeste pero que luchaban por sobrevivir; inmigrantes europeos cuyas fantasías del Nuevo Mundo los habían dejado esclavizados en la cocina de algún hotel de Nueva York; afroamericanos y polacos cuyo viaje hacia la libertad había terminado en los muelles de Filadelfia. Personas cuya fraternidad no residía en la alteridad utópica que habían buscado, sino en los sueños rotos que podían compartir.
II
Los límites de la multitud
¿Cómo es posible que una multitud ciega, que a menudo no sabe lo
que quiere… pueda emprender una empresa tan vasta y difícil
como un sistema legislativo?
J. J. Rousseau, El contrato social
Lo peor de la multitud
hizo algo por el bien común.
Mandeville, La colmena rezongona
En la política radical contemporánea, son muchas las preguntas para las que existen innumerables respuestas posibles, y una la pregunta para la que no existe ninguna respuesta. Abundan los proyectos de porvenires utópicos que son, en diverso grado, igualitarios, cosmopolitas, ecológicamente sostenibles y capaces de responder a las necesidades locales, pero no se ha hallado una solución para el problema más intratable de todos: ¿quiénes lo harán realidad?
Casi todas las agencias a través de las cuales se efectuaron cambios políticos en el siglo XX han desaparecido o se han visto gravemente debilitadas. De éstas, la más poderosa fue el Estado comunista, responsable, en sociedades agrícolas, tanto de una espantosa represión como de mejoras espectaculares del bienestar humano. En naciones industrializadas, los partidos comunistas y socialdemócratas, y durante un periodo incluso el Partido Demócrata en los Estados Unidos, lograron, a intervalos, llevar a cabo importantes reformas sociales y económicas, cuyo legado más perdurable es el Estado de bienestar; en ese empeño, contaron con el apoyo de los sindicatos, que al mismo tiempo produjeron una redistribución parcial de la riqueza. A su vez, partido y sindicato proporcionaron (a menudo renuentemente) la matriz institucional y retórica para movimientos sociales fluidos de una ambición y una inventiva mucho mayores.
Cuál pueda ser el juicio que se haga hoy de los logros de esos actores constituye, en cierto modo, una cuestión carente de importancia, pues casi todos han dejado de ser, en la práctica, agentes políticos. El Estado comunista ha desaparecido; los partidos políticos de la izquierda se han vuelto virtualmente indistinguibles de los de la derecha, tanto en su línea política como —algo que tal vez tenga mayor importancia— en lo que atañe a su base social y a sus fuentes de financiación; los sindicatos han entrado en una fase de declive a largo plazo, al tiempo que los movimientos por la paz y por la igualdad racial y sexual se han extinguido casi, no porque ninguno de sus objetivos a largo plazo se haya visto realizado, sino porque son incapaces de movilizar apoyo.
Sin esos agentes, parecería haber sólo dos fuerzas capaces de dar forma al mundo contemporáneo: la globalización del mercado, impulsada por los gobiernos y las empresas multinacionales, y las reacciones populistas que tratan de afirmar la soberanía nacional o comunal. A menudo, los mismos actores se ven envueltos en ambos procesos, y oscilan entre manifestaciones de la voluntad colectiva, espectaculares pero esporádicas—las protestas por el combustible en 2000 en Gran Bretaña; el 11 de septiembre; la invasión
del Afganistán por los Estados Unidos; las manifestaciones globales contra la guerra del Iraq; los resultados del “No” contra la Constitución europea— y la continuidad de las prácticas sociales y económicas que socavan la eficacia de esas manifestaciones: la demanda insaciable mantiene altos los precios del petróleo; la sed de modernidad tecnológica erosiona valores tradicionales; la resistencia a la presión impositiva y a la llamada a filas paraliza la política exterior estadounidense, en el preciso momento en que la obediencia civil socava
la campaña contra la guerra y en que la participación diaria en una economía paneuropea debilita los resultados del “No”. Ambos extremos, sin embargo, en realidad están relacionados, en la medida en que la resistencia de las poblaciones a aceptar las propiedades emergentes de su propio comportamiento habitual requiere, en primer lugar, de aquellas protestas espectaculares. Todos los agentes parecen atrapados en el interior de ese ciclo de efectos no deseados y de propósitos no realizados, tanto el mercado mismo como los rudimentarios nacionalismos y fundamentalismos que tratan de controlarlo.
La multitud contra el pueblo
En ese terreno, se ha identificado a un nuevo agente político—una posible alternativa tanto al mercado global como a las respuestas populistas al mismo. Según Hardt y Negri, la única base para “la acción política encaminada a la transformación y a la liberación” es la multitud, concebida como “todos aquellos que trabajan bajo el dominio del capital y, por tanto, potencialmente como la clase de todos aquellos que rechazan el dominio del capital”[10]. Sin embargo, la multitud se define ante todo no por su rechazo del mercado, sino por su distancia de las unidades ficticias del populismo:
La multitud es una multiplicidad, un plano de singularidades, un conjunto abierto de relaciones, que no es homogéneo o idéntico a sí mismo y que presenta una relación inclusiva con aquello que le es exterior. El pueblo, en cambio, tiende a la identidad y a la homogeneidad internas, al mismo tiempo que antepone su diferencia excluyente a aquello que permanece en su exterior. Mientras que la multitud es una relación constituyente inconclusa, el pueblo es una síntesis constituida que es preparada para la soberanía. El pueblo proporciona una voluntad y una acción únicas que son independientes y a menudo entran en conflicto con las diferentes voluntades y acciones de la multitud. Toda nación debe convertir a la multitud en pueblo[Ibid., p. 103].
Esta reafirmación de las potencialidades de la multitud es presentada por Paolo Virno como una inversión de la derrota histórica de la multitud en las batallas políticas del siglo XVII, cuando la elección entre “pueblo” y “multitud” se “forjó en el fragor de intensos enfrentamientos”. La multitud fue el “bando perdedor”, y el Estado burgués se fundó sobre la base de la represión de la multitud. De ese modo, la multitud y el pueblo se convirtieron en posibilidades mutuamente excluyentes: “Si hay pueblo, no hay multitud; si hay multitud, no hay pueblo[11].”
Según ese relato (que hacen suyo, en distinta medida, Balibar y Montag), Hobbes aparece como “el Marx de la burguesía”, tan “obsesionado por el miedo a las masas y por su tendencia natural a la subversión” que llegó a “detestar” a la multitud[12]. A sus ojos, la multitud no pasa de ser “una regurgitación del ‘estado de naturaleza’ en la sociedad civil”. “Evade la unidad política, resiste a la autoridad, es incapaz de mantener acuerdos duraderos, jamás alcanza la condición de personalidad jurídica porque jamás traspasa sus derechos naturales al soberano.[13]” El sucesor de Hobbes en lo que atañe a la formulación de la ideología del Estado contra la multitud fue Rousseau, para quien “la unidad del pueblo puede crearse sólo mediante una operación de representación que lo separe de la multitud”[14].
Contra esa tradición victoriosa, nos queda sólo Spinoza, en cuya obra no encontramos “nada de Hobbes o Rousseau” y quien “se opone a la doctrina de Hobbes prácticamente en todos los puntos”[15]. Para Hobbes, “la unanimidad es la esencia de la maquinaria política [...] Para Spinoza la unanimidad es un problema”[16]. En el pensamiento de Spinoza, “la multitudo indica una pluralidad que persiste como tal [...] sin converger en Uno [...] una forma permanente, y no una forma episódica o intersticial”[17]. De ese modo, su concepción de la multitud llega a “desterrar la soberanía de la política” y crea en su lugar “una política de revolución permanente [...] en la que la estabilidad social debe siempre recrearse gracias a una constante reorganización de la vida corpórea, mediante una perpetua movilización de masas”[18].
En la política radical contemporánea, son muchas las preguntas para las que existen innumerables respuestas posibles, y una la pregunta para la que no hay ninguna respuesta. Abundan los proyectos de porvenires utópicos igualitarios, cosmopolitas, ecológicamente sostenibles y capaces de responder a las necesidades locales, pero no se hallado una solución para el problema más intratable de todos: ¿quiénes lo harán realidad?
(Foto: Sebastião Salgado/Taschen)
Pueblo o facción
Esa retórica revolucionaria se asienta en una lectura atenta pero harto tendenciosa de textos de teoría política del siglo XVII. Pues si bien es cierto que Hobbes establece una distinción entre el pueblo y la multitud, el modo en que lo hace es sumamente específico y plantea inmediatamente dificultades que no es capaz de resolver por completo. Tal como reconoce el propio Hobbes, ambas palabras son potencialmente ambiguas:
La palabra pueblo tiene un doble significado. En un sentido, se refiere sólo un número determinado de personas, que se distinguen por el lugar en que habitan [...] que no es sino la multitud de las personas particulares que habitan en esas regiones [...] En otro, se refiere a una persona civil, esto es, un hombre o un consejo, en cuya voluntad está incluida e implicada la voluntad particular de cada uno[19].
Del mismo modo:
Puesto que multitud es una palabra colectiva, se entiende que significa más de un objeto, de tal suerte que una multitud de hombres es lo mismo que muchos hombres. Puesto que la palabra, desde el punto de vista gramatical, es singular, también significa una cosa, a saber, una multitud[20].
Hobbes trata de resolver la confusión utilizando la palabra “multitud” para referirse a una pluralidad de individuos en el mismo lugar, y la palabra “pueblo” para referirse a una persona civil. Sin embargo, la distinción es más engañosa de lo que podría parecer, ya que “pueblo” y multitud no son fuerzas distintas u opuestas; en ambos casos se trata de las mismas personas: “La naturaleza de una sociedad política [commonwealth] consiste en que una multitud de ciudadanos ejerce el poder y a la vez está sometido al mismo, pero en diferentes sentidos.” Cuando ejerce el poder, “la multitud está unida en un cuerpo político, razón por la cual es un pueblo”; sin embargo, cuando algo es hecho “por un pueblo en tanto que súbditos [subjects]”, en realidad es hecho “por muchas personas al mismo tiempo”, esto es, por una “multitud”[21].
Esta definición tiene como base la agencia. Para Hobbes, la distinción esencial es aquella que determina si una acción es realizada por una multitud de personas que actúan de forma separada o por un pueblo que actúa colectivamente como una sola persona. Ello no depende ni de la naturaleza de la acción, ni del número ni de la identidad de los responsables de la misma (que podrían ser idénticos en ambos casos), sino, por el contrario, de la manera en que la agencia pueda atribuirse. Una multitud no puede “hacer una promesa o firmar un acuerdo, adquirir o traspasar un derecho, hacer, tener, poseer, etc., salvo de forma separada o individual[22]”. En cambio: “Un pueblo es una entidad única, dotada de una voluntad única: se le puede atribuir un acto[Ibid., 12.8].” A juicio de Hobbes, aunque una multitud de personas pueda actuar individualmente, no podrá decirse que actúa colectivamente a no ser que esas personas se hayan puesto de acuerdo previamente para hacerlo. De ahí la necesidad de un contrato entre las personas que integran la multitud. Sus acciones cuentan sólo como el acto de una persona “si la misma multitud está toda ella de acuerdo en que la voluntad de un solo hombre o las voluntades aquiescentes de una mayoría se interprete como expresión de la voluntad de todos”[Ibid., 6.1].
En Leviatán, Hobbes presenta ese acuerdo como análogo a aquel en el que alguien actúa como apoderado legal de otro. La multitud deviene pueblo cuando cada persona establece un contrato con cada una de las demás, en virtud del cual esa misma persona (trátese de un individuo o de una asamblea) se convierte en su representante legal: “Una Multitud de hombres pasa a ser Una Persona cuando están representados por un hombre o una Persona [...] Cada hombre da a su Representante común su propia autoridad particular y reconoce todas las acciones que lleva a cabo el Representante[23].”
Así, pues, para Hobbes la multitud existe en tres momentos distintos: antes del contrato, cuando hay una multitud y no un pueblo; en el contrato, donde la multitud deviene pueblo en la medida en que decide a quién debe entregarse la soberanía; y después del contrato, cuando se ha designado a un apoderado, y el apoderado designado es ahora el pueblo, mientras que la multitud ya no es, una vez más, sino una multitud. La multitud y el pueblo sólo existen una junto al otro durante uno de esos momentos. Antes de la formación de una sociedad política el pueblo no existe; más tarde, en el contrato, en la medida en que la multitud es el pueblo, la multitud no existe (y viceversa); sólo después de que la multitud, en tanto que pueblo, ha traspasado su poder soberano, se convierte de nuevo en una “multitud desorganizada”, mientras que ahora el pueblo es el apoderado individual o colectivo al que se ha traspasado el poder[24]. De ese modo,
En toda sociedad política el Pueblo Reina; pues incluso en las Monarquías el Pueblo ejerce el poder; el pueblo expresa su voluntad a través de la voluntad de un hombre. Sin embargo, los ciudadanos—esto es, los súbditos— son una multitud. En una Democracia y en una Aristocracia los ciudadanos son una multitud, pero el consejo es el pueblo; en una Monarquía los súbditos son una multitud, y (paradójicamente) el Rey es el pueblo [Ibid., 12.8].
No obstante, en el caso de que la multitud no designara a un apoderado, y todo el mundo formara parte de un consejo democrático, entonces la multitud seguiría siendo el pueblo qua cuerpo soberano y una multitud qua súbditos.
Es un error sostener que la multitud de Hobbes rehúye la unidad política, resiste a la autoridad o no concierta acuerdos duraderos. A juicio de Hobbes, es la multitud la que concierta acuerdos duraderos (con cada uno de los demás como individuos) para crear el pueblo. La multitud no puede ser “aquello que no se aviene a convertirse en pueblo”, pues ella misma puede devenir pueblo. Hobbes no se opone a la multitud, sino al simulacro del pueblo representado por la facción, una multitud que piensa que es un pueblo cuando no lo es:
Por facción entiendo una multitud de ciudadanos, unida por acuerdos con cada uno de los demás o por el poder de un hombre, sin autoridad procedente del titular o titulares del poder soberano. Una facción es como una sociedad política dentro de la sociedad política [a commonwealth within the commonwealth]; pues del mismo modo en que una sociedad política nace de la unión de los hombres en el estado natural, una facción nace de una nueva unión de ciudadanos[Ibid., 13.13].
Los paralelismos son demasiado estrechos para ser satisfactorios. Un pueblo y una facción se forman exactamente de la misma manera: la única diferencia entre ellos es que, mientras que el primero se compone de una multitud en estado de naturaleza, la segunda se compone de una multitud en tanto que ciudadanos. Nada distingue a una facción de un pueblo, salvo que el pueblo ya existe, mientras que en una democracia, la existencia de un pueblo, contrapuesto a una multitud, continúa “sólo en la medida en que un tiempo y espacio determinado es públicamente conocido y designado, y en el que aquellos que así lo deseen pueden reunirse”[Ibid., 7.5]. No es de sorprender, como se quejaba Hobbes en los Elementos, que grupos de personas de un mismo parecer sean propensas a “usar el nombre de pueblo para referirse a cualquier multitud de su propia facción”[25].
Res publica, res populi
Si bien sería imposible enterarse de ello por las obras de Negri, Balibar, Montag o Virno, la distinción que hace Hobbes entre el pueblo y la multitud dista mucho de ser original. En el diálogo de Cicerón, La República, Escipión define una república [commonwealth] como “la propiedad de un pueblo” [res publica, res populi]. Sin embargo, prosigue, “un pueblo no es ninguna colección de seres humanos, sino una reunión de personas en grandes cantidades [coetus multitudinis] asociadas en un acuerdo con respecto a la justicia y en una sociedad encaminada al bien común”[26]. Esa definición fue recogida por Agustín en el libro 19 de la Ciudad de Dios: “Definió un pueblo como una reunión numerosa que forma una asociación basada en un sentido compartido de lo justo y en una comunidad de intereses[27].”
¿Cumplió realmente el Estado romano con esos criterios en algún momento? Conforme a la definición de Cicerón, la multitud reunida había de cumplir dos requisitos para ser considerada un pueblo: consensus iuris, conformidad en torno a la ley, y communio utilitatis, interés común. Agustín se centró en el primero de esos requisitos. Por un consensus iuris debía entenderse que todos recibieran aquello que les correspondía, pero si el verdadero Dios no recibía lo que le correspondía, no había justicia, y si no había justicia no había pueblo, y “si no hay pueblo, entonces no hay Estado del pueblo, sino una turba indescriptible [qualiscumque multitudinis], indigna del nombre de pueblo”. Por su propia definición, el Estado romano nunca habría existido: no había pueblo romano, sino tan sólo una chusma. Imperio y multitud eran idénticos; el populus Dei era el único pueblo verdadero.
Dicho esto, Agustín procede a explicar en términos menos estrictos la distinción entre un pueblo y una multitud: “Un pueblo es una gran reunión [coetus multitudinis] de seres racionales unidos en una asociación gracias a su conformidad acerca de los objetos de su amor” [Ibid., 19.24]. Por más carentes de valor que fueran los objetos de su veneración, tal vez al fin y al cabo el pueblo romano existiera. En otro lugar, Agustín ofrece una definición aún más elástica: “Concédase un punto de unidad, y un populus existe; retírese esa unidad, y tenemos una turba [turba]. Pues ¿qué es una turba sino una multitud confusa [multitudo turbata]?”[28].
La distinción populus/multitudo y el papel del derecho (ius) y el provecho (utilitas) en la constitución de un populus se debatieron con frecuencia en la teoría política medieval, en particular después de que en el siglo XIII se tradujera la Política de Aristóteles[29]. En el libro tercero, Aristóteles había distinguido entre las diferentes formas de buen y mal gobierno en función de si servían al interés común o a su propio provecho. De ese modo, “cuando la multitud gobierna el Estado con la vista puesta en el provecho común”, ese gobierno se califica de “Estado” [polity], o, tal como lo expresan Tomás de Aquino y Pierre d’Auvergne en su comentario, de respublica, en contraposición a una democracia que se limitara a gobernar en favor de los intereses de la turba[30].
Aunque no se haya yuxtapuesto directamente a las definiciones de Estado de Cicerón o Agustín, la Política de Aristóteles sirvió para hacer que el énfasis se desplazara del derecho (ius) al provecho (utilitas), y de la distinción entre el uno y los muchos a la distinción entre los muchos y los pocos. Desde esa última perspectiva, el potencial político de la multitud parecía más prometedor. Aristóteles sugería que en algunos aspectos el gobierno de la multitud era preferible al gobierno de unos pocos, mientras que Marsilio de Padua insistía en que “el provecho común de una ley lo conoce mejor toda la multitud”[31]. Nadie parece haberse preguntado si la unidad necesaria para el consensus iuris era igualmente esencial para la communio utilitatis, pero los términos del debate han cambiado hasta tal punto que podría llegar a plantearse la cuestión.
Unidad
¿Cuál es la esencia del Estado? ¿Cuándo es una multitud un pueblo y cuándo no lo es? Esas preguntas nos remiten a la alquimia de lo político, y en la tradición, que se remonta a Cicerón y Agustín, la respuesta ha sido siempre la unidad. Multitud y pueblo son términos que se excluyen mutuamente sólo porque representan potencialidades diferentes en la historia constitucional del mismo conglomerado de personas. Si hay unidad, no hay pluralidad; si hay pluralidad, no hay unidad.
Para Spinoza, no hay que elegir entre pueblo y multitud. No utiliza el vocabulario de la distinción populus/multitudo en el Tractatus Theologico-Politicus o en el Tractatus Politicus. Sin embargo, la oposición entre pluralidad y unidad es común a ambos términos, y en ambos casos Spinoza insiste en la necesidad de unidad para la formación y el mantenimiento del Estado. En el Tractatus Theologico-Politicus, Spinoza describe un contrato social de tipo hobbesiano en el que “cada persona entrega todo su poder a las supremas potestades”, quienes de resultas de ello poseen “el derecho natural soberano sobre todas las cosas”[32]. Sin embargo, en el Tractatus Politicus no hay traspaso, de modo que la multitud conserva su derecho natural. En lugar del traspaso a un único cuerpo soberano, “el derecho de la república [commonwealth] lo determina el poder de la multitud, que es dirigida, por así decirlo, por una sola mente”[33]. Es por medio de esa unanimidad que la multitud alcanza un consensus iuris: “Cuando los hombres tienen derechos comunes [iura communia], y son conducidos como por una sola mente”[Ibid., 2.16].
Podría sostenerse que la multitud, aunque estuviese guiada por una sola mente, sigue siendo una multitud, y que, por tanto, el derecho de la república está determinado por el derecho agregado de múltiples personas en vez de por su unidad. Sin embargo, Spinoza no deja de recalcar que existe una distinción entre los hombres que actúan conjuntamente como individuos, en cuyo caso su derecho colectivo es la suma de sus derechos individuales, y los hombres que actúan como uno solo, en cuyo caso poseen más que la suma de su derecho individual, ya que “si dos se reúnen y unen su fuerza, juntos tienen más poder y, por consiguiente, más derecho sobre la naturaleza que ambos por separado”[Ibid., 2.13]. Del mismo modo, en la medida en que los hombres viven en el estado de naturaleza, su derecho natural es puramente hipotético, por lo que sólo cuando llegan a unirse, como si tuvieran una sola mente, los hombres se procuran unos a otros la seguridad física colectiva que les permite poseer derechos naturales como individuos: “Y ésa es la razón por la cual los escolásticos insisten en llamar al hombre un animal sociable —a saber, porque los hombres en el estado de naturaleza a duras penas pueden ser independientes— y nada tengo que objetar al respecto[Ibid., 2.15].”
La tradición a la que Spinoza hace referencia se remonta a Aristóteles, quien sostenía que:
El Estado es por naturaleza claramente anterior a la casa y al individuo, pues el todo es necesariamente anterior a la parte [...] La prueba de que el Estado es una creación de la naturaleza y es anterior al individuo está en que el individuo, por separado, no se basta a sí mismo, y, por tanto, es semejante a cualquier parte en relación con el todo[34].
Asimismo, Spinoza insiste en la prioridad del todo con respecto a la parte a la hora de establecer una distinción entre una multiplicidad de individuos que actúan como individuos, y la multitud que actúa como si tuviese una sola mente. Aunque Spinoza refiere a los primeros como individuos y a la segunda como multitud (en vez de, como hiciera Hobbes, a los primeros como multitud y a la segunda como pueblo), la sustancia de la distinción es la misma: “el derecho de las supremas potestades no es sino el mismo derecho natural, el cual viene determinado por el poder, no de cada uno, sino de la multitud que se comporta como guiada por una sola mente[Tractatus Politicus, 3.2].”
Dicho de otra manera, lo que limita (y, por ende, constituye) el derecho de la república no es la suma de los derechos naturales individuales. Es la multitud qua unidad, y no la multitud qua individuos, lo que constituye y limita ese derecho. Esta idea se plantea en términos similares en el plano microcósmico, cuando más adelante Spinoza describe el funcionamiento de una aristocracia, en que la soberanía reside en un consejo de patricios:
[L]a potestad suprema de ese Estado [dominion] reside en ese Consejo como conjunto y no en cada uno de sus miembros (pues, de lo contrario, no sería sino el conglomerado de una multitud desordenada [nam alias coetus esset inordinatae multitudinis]). Es necesario, pues, que todos los patricios estén de tal modo obligados por las leyes para que puedan formar como un solo cuerpo gobernado por una sola mente[Ibid., 8.19].
La “coetus multitudinis” no es, para Spinoza, más de lo que es para Cicerón o Agustín, portadora de derecho, a no ser que se presente unida: “una veluti mente”.
En vez de afirmar que “la multitud es una multiplicidad” o “una pluralidad que persiste en cuanto tal”, Spinoza sólo le atribuye una función política positiva cuando es una, esto es, cuando es un pueblo en todo menos en nombre. No atribuye el derecho de la república al poder de la multitud en tanto que pluralidad de voluntades individuales, sino al poder de la multitud “que se comporta como guiada por una sola mente”. Y el derecho de la república disminuye en la misma medida en que se deja de mantener esa unidad. Sin unidad, la multitud apenas poseería un derecho desde el punto de vista individual, pero sin multiplicidad no se perdería nada, porque la multiplicidad significa debilidad en vez de fuerza, una incapacidad para la acción en vez de poder para actuar.
Para Hobbes, la característica esencial de la multitud es siempre su pluralidad, en el sentido de que cuando se presenta unificada y soberana deja de ser una multitud y se convierte en un pueblo. A juicio de Spinoza, una multitud es siempre una multitud, incluso cuando se presenta unida y soberana. Sin embargo, el hecho de que establezca una distinción verbal no significa que niegue a la multitud las cualidades que para Hobbes hacen de ella un pueblo. Para Spinoza, de haber utilizado aquellos términos, el pueblo es un momento de la multitud, un momento que él querría que durara para siempre.
Razón
La principal diferencia entre Hobbes y Spinoza ha de encontrarse no en la divergencia de sus enfoques de la cuestión de la pluralidad y de la unidad en relación con la soberanía, sino en la manera en que se explican las condiciones que hacen posible la unidad. Spinoza insiste reiteradamente en que la multitud puede ser una sólo si está guiada por la razón:
Pues el derecho de la república los determina el poder de la multitud, que es dirigida, por así decirlo, por una sola mente. Ahora bien, esa unidad de propósito sería de otro modo inconcebible a menos que la república persiga como fin, ante todo, lo que la sana razón enseña que redunda en interés [utile] de todos los hombres[Ibid., 3.7].
La soberanía es imposible sin la unidad, y la unidad es imposible sin la razón, pues “no es posible que la multitud se rija, por así decirlo, por una sola mente, como es menester en el Estado (dominion), a menos de que goce de derechos establecidos por el dictamen de la razón”[Ibid., 2.21].
En este particular, Spinoza sigue una vez más la lógica de la parte y del todo. Como explicaba en una carta de 1665: “En lo que respecta a la cuestión del todo y las partes, considero las cosas como partes de un todo en tanto en cuanto se ajustan, en su naturaleza, unas a otras, de manera que concuerden entre sí en la mayor medida posible”[35]. Aplicada a la humanidad, ello implica que los hombres son partes de un todo social sólo en la medida en que se guían por la razón, ya que, como explicara en la Ética, “[e]n la medida en que los hombres estén sometidos a las pasiones, no puede decirse que concuerden en su naturaleza”, y “sólo en la medida en que los hombres vivan conforme al dictado de la razón, han de coincidir siempre en su naturaleza”[36].
Sin embargo, aquí se presenta un problema aparentemente insuperable, ya que “quienes se imaginan que se puede inducir a la multitud [...] a que viva según el exclusivo mandato de la razón, sueñan con el siglo dorado de los poetas o con una fábula”[37]. En efecto, tal como se lamentara Spinoza en el Tractatus Theologico-Politicus, “[e]l carácter inconstante de la multitud lleva prácticamente a la desesperación a aquellos que lo padecen, ya que no se gobierna por la razón, sino únicamente por las emociones”[38]. Y, en efecto, ni siquiera es la razón lo que empuja a los hombres a asociarse, ya que “la multitud tiende a aunarse, no porque la guíe la razón, sino alguna pasión común, y quiere ser conducida como por una sola mente, es decir, por una esperanza o un miedo común”: esperanza, miedo, o venganza[39].
Así, pues, ¿cómo es posible que la “inconstante multitud”, gobernada por las emociones, sea unida por la razón? El problema ya había sido debatido por Aristóteles y por sus comentaristas medievales. Tal como insistiera Pierre d’Auvergne, la multitud presenta un doble aspecto. Por un lado, existe una multitud bestial, en la que nadie está dotado de razón; por el otro, una multitud en la que a todos corresponde una parte de razón y en la que, por tanto, todos son susceptibles a la persuasión racional. En el primer caso, la multitud es incapaz de gobernar, pero en el último, en realidad, el gobierno de la multitud es mejor que el de unos pocos individuos sabios[40].
Aristóteles había explicado que a medida que la multitud coalesce, las emociones individuales se anulan unas a otras, y prevalecen los juicios racionales. Mientras que “si el individuo puede ser dominado por la ira o por cualquier otra pasión [...] difícilmente se pueda suponer que un gran número de personas sean presas de la misma pasión y errar todas a la vez”. De modo que “cada individuo podrá ser peor juez que quienes posean conocimientos especiales, pero todos juntos serán mejores o al menos no peores”[41]. A juicio de Aristóteles, es ése el principal argumento en favor de la concepción conforme a la cual “la multitud debe ejercer el poder antes que unos pocos [...] pues los más, cada uno de los cuales no es sino una persona ordinaria, cuando se reúnen muy probablemente sean, sin embargo, mejores que los pocos buenos, tomados no individualmente sino en su conjunto [...] Como son muchos, cada uno tiene una parte de virtud y de prudencia, y, cuando se reúnen devienen como un solo hombre con muchos pies, muchas manos y muchos sentidos, y lo mismo ocurre con su mente y sus inclinaciones”[Ibid., 1218a-b].
Spinoza repite ese argumento en su Tractatus Theologico-Politicus, cuando señala que, en una democracia, ha de temerse menos la posibilidad de que se impartan órdenes irracionales que en otras formas de gobierno, pues “es casi imposible que la mayoría de un pueblo, sobre todo si se trata de un pueblo numeroso, dé su consentimiento a un designio irracional”. En efecto, Spinoza considera que ese principio es intrínseco a la naturaleza de la democracia, ya que “el fundamento y el objeto de la democracia consiste en evitar los deseos irracionales, y en disponer a los hombres en la medida de lo posible bajo el dominio de la razón”[42].
En el Tractatus politicus, ésa es la razón fundamental para la ampliación del número de miembros de un consejo; habida cuenta de que “el dominio transferible a un Consejo bastante amplio es absoluto o se aproxima muchísimo a él. Ya que, si existe realmente un dominio absoluto, sin duda es aquel que detenta toda una multitud”[43]. El argumento de Spinoza en favor de la ampliación del proceso de adopción de decisiones a fin de hacer participar en él a toda la multitud irracional es una función, no de su respeto por el juicio de los individuos que integran la multitud, sino de la creencia en que, a medida que aumenta el número de personas involucradas, también lo hará la confianza en la razón y con ello la posibilidad de unidad.
[...] cuando unos pocos lo deciden todo siguiendo el dictado exclusivo de sus propias pasiones, perecen la libertad y el bien común. Pues las habilidades de los hombres son demasiado anodinas para poder comprenderlo todo al instante. Por el contrario, se agudizan consultando, escuchando y debatiendo y, a fuerza de ensayar todos los medios, dan, finalmente, con lo que buscan y todos aprueban aquello en que nadie había pensado antes [Ibid., 9.14].
La multitud es de la misma opinión, no gracias a la imitación afectiva, sino sólo en la medida en que es guiada por la razón. Y es gracias a la unión de los individuos que componen la multitud, que la razón prevalece.
Provecho
A juicio de Hobbes, hay sociedades que “se gobiernan a sí mismas como multitud” y que coalescen sin necesidad de contrato como el que insinúa Spinoza[44], pero se trata de sociedades animales y no humanas.
Entre los animales que llama políticos, Aristóteles no sólo incluye al Hombre, sino también a muchos otros, como la Hormiga, la Abeja, etc., que, aunque desprovistos de razón, que de otro modo les permitiría llegar a acuerdos y someterse a un gobierno, alcanzan, sin embargo, un consenso, al desear todos o evitar todos las mismas cosas, y dirigen sus acciones a un bien común, de tal modo que sus enjambres [swarms] no son perturbados por la sedición. Sin embargo, sus enjambres todavía no son repúblicas [commonwealths], y por ello a esos animales no debería denominárselos políticos; pues su gobierno es sólo un acuerdo de muchas voluntades que concurren en un objeto, y no (como es menester en una república) una sola voluntad[45].
Conforme a la concepción de Hobbes, las abejas y las hormigas concuerdan gracias a que “desean y evitan los mismos objetos”, más bien como los antiguos romanos, que, tal como explica Agustín, lograron crear una forma de Estado gracias al hecho de que apreciaban las mismas cosas. Lo que les falta a los animales sociales es la unidad de la voluntad.
Un acuerdo de muchos, esto es, una asociación formada exclusivamente con fines de ayuda mutua, no procura a las partes […] las leyes de la naturaleza […] (Un acuerdo entre varias personas […] consiste sólo en que todos dirijan sus acciones al mismo fin y a un bien común.) Es menester, empero, algo más: un elemento de miedo, para impedir que un acuerdo de paz y asistencia mutua en aras del bien común se hunda en la discordia cuando algún bien privado entre posteriormente en conflicto con el bien común[Ibid., 5.4].
A ese respecto, Hobbes sostiene que la communio utilitatis tampoco es suficiente. Aunque la multitud se esfuerce mancomunadamente por el bien común, no deja de precisar del consensus iuris para resolver las controversias que inevitablemente surgen cuando el interés privado no coincide con el bien público. Las hormigas y las abejas se distinguen de los seres humanos en ese aspecto, pues “entre esas criaturas el bien común no se distingue del privado; de modo que, aunque están inclinadas por naturaleza a buscar su bien privado, procuran con ello el provecho común”[46].
Para Hobbes, sólo la ausencia de razón hace que bienes públicos y privados coincidan, ya que, a diferencia de los seres racionales, los animales sociales no son dados a compararse con los demás, ni a debatir cuál es el verdadero interés común. En cambio, Spinoza sostiene que los hombres son incapaces de llegar a un acuerdo sólo en la medida en que estén gobernados por las pasiones, y que es gracias a la razón que los bienes privados y públicos coinciden. Su pensamiento sobre esta cuestión aparece con toda nitidez en la Ética, donde sostiene que “como la razón no exige nada que sea contrario a la Naturaleza, exige, por consiguiente, que cada cual se ame a sí mismo, persiga su propio provecho” y que “cuanto más persiga cada hombre su propio provecho […] [tanto] […] más útiles unos a otros son los hombres”[47]. Desde ese punto de vista, el hombre es un verdadero animal social que logra la unidad, como si se rigiera por una sola mente, a la que Spinoza hace constante referencia en el Tractatus politicus:
Y así, digo yo, nada pueden desear los hombres que sea mejor para la conservación de su ser que el concordar todos en todas las cosas, de modo que las mentes de todos formen como una sola mente [unam quasi mentem], y sus cuerpos como un solo cuerpo, esforzándose todos a la vez, cuanto puedan, en conservar su ser, y persiguiendo todos para sí mismos el provecho común [commune utile] de todos[Ibid., 4P18.S].
A la proposición de Hobbes de que “el hombre es lobo del hombre”, Spinoza responde que “el hombre es el Dios del hombre”, pero sólo porque, como el lobo, es un “animal social”.
La paradoja nos sirve de recordatorio de que si filosofía política de Spinoza difiere de la de Hobbes, ello se debe a la reelaboración de tres temas aristotélicos: el hombre es un animal social, siempre parte de un todo; los muchos son más racionales que los pocos; el Estado es una unión para el provecho común. Mientras que Aristóteles no establecía ninguna conexión entre esos puntos, Spinoza comienza a entrelazarlos. Dado que el hombre es un animal social, los seres humanos tratan de asociarse; mediante la asociación consiguen acceder a una racionalidad que no poseerían como individuos o en grupos pequeños; esa racionalidad es la fuente del provecho común, pues “en la medida en que los hombres vivan bajo la guía la razón, harán sólo aquello que sea bueno para la naturaleza humana y, por tanto, para cada hombre”[Ibid., 4P35]. Las pasiones fomentan la sociabilidad, la sociabilidad fomenta la racionalidad y la racionalidad fomenta el provecho. Por tanto, debe ocurrir necesariamente que a medida que la sociedad política se acerca al gobierno de la multitud (que, en virtud de su número, es más probable que encarne la razón), el bien privado se aproxima más de cerca al bien público.
En ningún lugar de esa secuencia se hace referencia al contrato o se hace preciso mencionarlo. Aunque Spinoza insiste en la unidad tanto en el Tractatus Theologico-Politicus como en el Tractatus politicus, en algún momento entre la redacción de ambas obras debió de haberse dado cuenta de que la definición de la razón que se encuentra en la Ética hacía que el contrato resultara superfluo, pues la multitud podía actuar como guiada por una sola mente sin así haberlo decidido. Sin quererlo, Spinoza abría de ese modo la puerta a caracterizaciones del Estado que prescindían no sólo del contrato, sino también de la unidad intersubjetiva de la razón.
Para Hobbes, la característica esencial de la multitud es su pluralidad, pues cuando se presenta unificada y soberana deja de ser una multitud y se convierte en un pueblo. A juicio de Spinoza, una multitud es siempre una multitud, incluso cuando se presenta unida y soberana. Que establezca una distinción verbal no significa que niegue a la multitud las cualidades que para Hobbes hacen de ella un pueblo. El pueblo es un momento de la multitud, un momento que Spinoza querría que durara para siempre.
(Foto: Sebastião Salgado/Taschen)
La mano invisible
Tales caracterizaciones no tardaron en llegar. La afirmación de Mandeville de que “Lo peor de la multitud / hizo algo por el bien común” es, como se evidencia ahora, doblemente provocativa. Que los peores miembros de la sociedad hagan una contribución al bienestar de esta es, desde luego, sorprendente, pero hasta la afirmación de que la multitud qua multitud actúa por el bien común socava la larga tradición en la que, por definición, correspondía al pueblo y no a la multitud promover el bien común.
Sin embargo, Mandeville tiene su propia versión paradójica de la distinción pueblo/multitud:
Espero que el lector sepa que por sociedad entiendo un cuerpo político, en el que el hombre [...] se ha convertido en una criatura disciplinada capaz de encontrar sus propios fines trabajando por los demás, y en el que bajo un jefe u otra forma de gobierno cada miembro pasa a estar subordinado al todo, y mediante un hábil manejo se consigue que todos actúen como si fueran uno solo. Pues si por sociedad entendemos sólo un cierto número de personas, que sin autoridad ni gobierno conservarían una estima natural hacia su especie o el amor de la compañía, como si fueran un rebaño de vacas o de ovejas, entonces no hay criatura en el mundo menos apta para la sociedad que el hombre[48].
La distinción implícita en este caso es la que se establece entre aquellos animales que son verdaderamente políticos y aquellos que tan sólo constituyen agregados. Sin embargo, Mandeville no supone que los primeros constituyan un cuerpo político porque hayan establecido un contrato unos con otros. Antes bien, ridiculiza la idea de que “doscientos o trescientos salvajes solos [...] puedan llegar a fundar una sociedad y unirse en un solo cuerpo”. La sociedad como un todo se desarrolló a partir de formas de sociabilidad preexistentes que no fueron producto de “las cualidades buenas y amistosas del hombre, sino de las malas y aborrecibles”[Ibid., vol. 2, p. 132; vol. I, p. 344].
El caso es, según Mandeville, que la sociabilidad realmente constituye una propiedad emergente del individualismo, mientras que el cuerpo político es una consecuencia imprevista del vicio. La humanidad no podría permanecer como un rebaño sin guía aunque quisiera. Sin embargo, a diferencia de Spinoza, Mandeville no ve en la razón sino en el orgullo el instrumento mediante el cual los deseos individuales convergen hacia el interés común. No existe “otra cualidad tan benéfica”, ya que, en lo que atañe a los seres humanos, “cuanto más se manifiestan su orgullo y su vanidad [...] mayor debe ser su capacidad de ser reclutados para grandes e infinitamente numerosas sociedades”[Ibid., vol. I, pp. 124, 346-347]. Lo peor de la multitud no sólo hace algo por el bien común, sino que hace el máximo.
El ejemplo favorito de Mandeville es el modo en que la ostentación de unos pocos proporciona empleo a los muchos, y, en Teoría de los sentimientos morales, Adam Smith repite el argumento de Mandeville: a pesar de su “egoísmo y rapacidad naturales”, los ricos, cuyo único fin es “la gratificación de sus propios deseos vanos e insaciables”, emplean el trabajo de miles, y son conducidos “por una mano invisible [...] sin intención de hacerlo, y sin saberlo, a promover el interés de la sociedad”[49]. No sólo el rico imprudente, sino que, en La riqueza de las naciones, también otros agentes económicos, como el comerciante que prefiere la inversión doméstica a la extranjera, son “en esto, como en muchos otros casos, conducidos por una mano invisible en favor de un fin que no formaba parte de sus intenciones”[50].
El propio Smith no parece conceder excesiva importancia al término, pero otros se dieron cuenta de que la “mano invisible” podía ofrecer una explicación no sólo del orden económico de la sociedad, sino también del orden político:
Los gobiernos de los que el mundo ha sido testigo hasta ahora rara vez o nunca han partido de sólidos planes en materia de política humana. En todos los estados de la sociedad habidos, la multitud ha actuado por regla general a partir del impulso inmediato de la pasión, o de la presión de sus deseos y necesidades; por tanto, lo que solemos llamar el orden político es, al menos en gran medida, resultado de las pasiones y deseos del hombre, asociados a las circunstancias de su situación; o, dicho de otra manera, es principalmente resultado de la sabiduría de la naturaleza. En efecto, esas pasiones y circunstancias actúan subordinándose de forma tan perfecta a los designios de la naturaleza, y han logrado con tanta constancia, en la historia de las épocas pretéritas, llevar a tiempo al hombre a buen puerto, que apenas podemos hacernos a la idea de que el fin no había sido previsto por aquellos que hubieron de emprender su búsqueda. Aun en aquellos toscos periodos en que, como los animales más bajos de la creación, el hombre sigue ciegamente sus principios de acción instintivos, es conducido por una mano invisible, y contribuye con su parte a la ejecución de un plan, de cuya naturaleza y beneficios no tiene la menor idea. Las operaciones de la abeja, cuando comienza por primera vez a fabricar su celda, nos proporcionan una imagen impresionante de los afanes del Hombre poco instruido que llevara a cabo las operaciones de un gobierno infantil[51].
¿Hayek? No, Dugal Stewart, discípulo y biógrafo de Smith, y el primero que reconoció la deuda de Smith con Mandeville. Aquí la pregunta de Rousseau acerca de la “multitud ciega” obtiene su respuesta: una respuesta con la que Spinoza no habría estado en desacuerdo.
Intelecto general versus voluntad general
Para quienes, como Rousseau, piensan que, aunque los intereses privados y públicos a veces coincidan, no cabe esperar una armonía duradera entre ambos, siempre será necesaria algún tipo de distinción entre la voluntad de todos (representada por la suma de los intereses privados) y la voluntad general (que consiste en el interés común)[52]. Sin embargo, para quienes ven los manejos de una mano invisible, esa dicotomía representa una “falsa alternativa entre el gobierno de uno o el caos”[53]. Por más que Rousseau considere que la voluntad de todos es “una cacofonía incoherente”, en tanto que “expresión plural de toda la población”, se trata en realidad, como proponen Hardt y Negri, de “una orquesta sin director”, una orquesta que gracias a una comunicación constante determina su propio ritmo y que sólo puede ser quitada de en medio y silenciada mediante la imposición de la autoridad central de un director[Ibid., pp. 242, 338].
Al igual que el de sus predecesores, el modelo de Hardt y Negri de la “inteligencia colectiva que puede surgir de la comunicación y la cooperación de una multiplicidad diferenciada” procede del mundo natural. Haciendo suya “la idea del enjambre del comportamiento colectivo de los animales sociales, como las hormigas, las abejas y las termitas, para investigar los sistemas de inteligencia distribuida de múltiples agentes”, se centran en la “inteligencia de enjambre” de la multitud; en su capacidad de hacer “música de enjambre” sin un director o un centro que dicte órdenes[Ibid., pp. 91-93]. De ahí que:
En la misma medida en que produce en común, en la misma medida en que produce lo común, puede producir decisiones políticas [...] Lo que la multitud produce no son únicamente bienes y servicios; la multitud produce también y fundamentalmente cooperación, comunicación, formas de vida y relaciones sociales. En otras palabras, la producción económica de la multitud no es sólo un modelo de adopción de decisiones políticas, sino que también tiende a su vez a devenir adopción de decisiones políticas [Ibid., p. 339].
En la obra de Virno, esa producción común se expresa en la oposición entre la voluntad general y el intelecto general. “El Uno de la multitud, pues, no es el Uno del pueblo. La multitud no converge en una volonté générale por una sencilla razón: porque ya tiene acceso a un intelecto general[54].” Elaborado a partir de una referencia incidental de Marx al momento en que “el conocimiento social general se ha convertido en una fuerza productiva directa”[55], la noción de intelecto general se presenta como el “saber hacer en que descansa la productividad social [...] [esto] no significa necesariamente la suma del conocimiento adquirido por la especie, sino la facultad de pensar; potencia en cuanto tal, y no sus incontables realizaciones particulares”[56].
Si esto recuerda sospechosamente al “conocimiento tácito” que encontramos en los escritos de Michael Polanyi y Hayek, la afinidad no debe ser motivo de sorpresa, ya que la multitud misma es lo que habrían denominado “un orden policéntrico” en cuyo interior “las acciones están determinadas por la relación y el ajuste mutuo de los elementos de los que consta”[57]. También para Hardt y Negri, el modelo de ese orden es el cerebro, en el que “nadie toma una decisión [...] sino más bien un enjambre, una multitud que actúa en concierto”[58]. En ambos casos, los modelos resultantes son las técnicas de resolución de problemas acumuladas por la especie, “nuestros hábitos y habilidades, nuestras actitudes emocionales, nuestras herramientas y nuestras instituciones” o, tal como lo plantea Virno, nuestra “imaginación, inclinaciones éticas, prototipos mentales y ‘juegos lingüísticos’”[59]. Para Hardt y Negri, “el hábito es lo común en lo práctico: lo común que producimos continuamente y lo común que sirve de base para nuestras acciones”[60].
Si la multitud es un orden policéntrico, la inteligencia de enjambre es una mano invisible, y el intelecto general una forma de conocimiento tácito; no se trata de afinidades casuales (o productos de una apropiación al por mayor de Hayek), sino del resultado directo de la adhesión de Negri a aquellos aspectos del pensamiento de Spinoza que nos apartan de Hobbes. Desde Cicerón, ha constituido un axioma que sólo cuando una multitud se unifica en un pueblo puede devenir agente político. Si bien Spinoza no disiente en lo fundamental de esa idea, sí aúna varios temas aristotélicos para articular una interpretación de la unidad que no depende de la aprobación consciente de todos los implicados. En tanto que Spinoza se distingue de Hobbes, su pensamiento conduce a Mandeville, Smith, Stewart y Hayek.
La multitud no es un nuevo agente político inventado por Spinoza, o la parte derrotada en las batallas políticas del siglo XVII; la multitud fue siempre la materia prima de la política. La única cuestión decisiva era: ¿cómo puede la multitud convertirse en agente? La tradición de la que forma parte Spinoza nos ofrece sólo dos respuestas respecto de las cuales su pensamiento marcó un punto de inflexión: o la multitud se une y actúa como un solo agente, o la multitud permanece dispar y descoordinada, y no obstante actúa colectivamente gracias al funcionamiento de una mano invisible.
Los adalides contemporáneos de la multitud permanecen atrapados en esa historia, comprometidos con una posición que, en última instancia, es hobbesiana y hayekiana. Al buscar una salida del atolladero que plantean el mercado global y sus populismos reactivos, han recorrido el camino que hubo de conducir al impasse. La dificultad comienza cuando se parte de la multitud como un conglomerado de individuos, y de ahí se procede a establecer una dicotomía entre el uno y los muchos. La agencia se transforma así en una elección entre la voluntad general y el intelecto general, el Estado o la sociedad. En vez de ser un agente de potencia ilimitada, la multitud constriñe la posibilidad a los primitivismos del Estado de seguridad y el mercado libre. En la política contemporánea, el problema de la agencia exige una solución más compleja.
III
Estados de fracaso
El Estado no es “abolido”: se extingue.
Friedrich Engels, Anti-Dühring
Cuanto más se extiende el lazo social, tanto más laxo se vuelve.
J.-J. Rousseau, El contrato social
En “Los límites de la multitud” sostuve que la crisis contemporánea de la agencia política es reflejo de la división entre la resultante de la elección individual y las decisiones de la voluntad colectiva. Sin embargo, la reducción de la posibilidad política a la mano invisible del mercado y a la reacción populista no confinan a los actores individuales a la elección individual o la voluntad colectiva. Precisamente porque diferentes tipos de agencia no son exclusivos de actores particulares, resulta tan obvio el ciclo de efectos no deseados y propósitos ineficaces. El recurso a la agencia de la multitud sirve tan sólo para reforzar la división, pues la multitud opera como uno o como muchos y deviene agente político o bien a través de la unidad de la voluntad o bien de los manejos de la mano invisible. Empezar por la multitud, tal como hiciera en sus albores la teoría política moderna (y como Negri, Hardt y Virno proponen hacer de nuevo hoy), da lugar a una dicotomía: voluntad general o intelecto general, lo político o lo social, el Estado o la sociedad.
La teoría hegeliana del Estado ofrece una solución a esas divisiones. Hegel operó conscientemente con un doble legado. Por una parte, una concepción del Estado como voluntad unida de la multitud; por la otra, una explicación de la sociedad civil según la cual la sociedad es gobernada no por la voluntad, sino por la racionalidad de la mano invisible. Si bien existen versiones de la primera idea que se remontan al menos hasta Cicerón, Hegel atribuyó a Rousseau la “introducción de la voluntad como principio del Estado”. No obstante, se quejó (de forma algo injusta) de que Rousseau “interpreta[ba] la voluntad solamente de una forma determinada en tanto que voluntad individual, y considera[ba] que la voluntad racional no era el elemento absolutamente racional de la voluntad, sino sólo la voluntad ‘general’ que procedía de aquella voluntad individual en tanto que voluntad consciente”. Rousseau había socavado “el principio divino del Estado”, al reducir “la unión de los individuos en el Estado a un contrato y, por tanto, a algo basado en sus voluntades arbitrarias”. Las consecuencias podían comprobarse en la Revolución francesa, que había encarnado únicamente la voluntad arbitraria y no la racional, por lo que había desembocado en el “máximo de espanto y terror”[61].
La concepción hegeliana de la sociedad civil y del papel de la mano invisible del mercado en su seno procede de Ferguson y Smith[62]. En la búsqueda de la consecución de fines egoístas, “se forma un sistema de interdependencia total, en que el sustento, la felicidad y la condición jurídica de un hombre están entretejidos con el sustento, la felicidad y los derechos de todos”[63]. Aunque “cada individuo es su propio fin, y todo lo demás no significa nada para él [...] no puede realizar íntegramente sus fines sin referencia a los demás”. De ese modo, “por medio de su referencia a otros, el fin particular cobra la forma de universalidad, y encuentra satisfacción a la par que satisface el bienestar de otros”[64]. Aún así, para Hegel también la sociedad civil padece de sus propias limitaciones. Como la racionalidad de la sociedad civil se basa en el mecanismo de la mano invisible, la particularidad (el agente individual) y la universalidad (el producto de la mano invisible) permanecen desarticuladas: “La unidad se presenta aquí no como libertad, sino como necesidad, puesto que sólo por obligación lo particular llega a cobrar la forma de universalidad”[65].
Tal como lo ve Hegel, la limitación inherente a la racionalidad de la mano invisible consiste en su surgimiento accidental y espontáneo, mientras que el problema de la unidad de la voluntad es su naturaleza arbitraria y sus consecuencias potencialmente destructivas. Ambas quedan superadas en su fusión en el Estado. Para Hegel, gracias a la mano invisible, los individuos se dan cuenta de su propia unidad. Cuando los hombres son interdependientes y “se relacionan recíprocamente entre sí en su trabajo y para la satisfacción de sus necesidades, el egoísmo subjetivo se convierte en una contribución a la satisfacción de las necesidades de todos los demás”. En ese sentido, “el egoísmo se convierte en la mediación de lo particular a través de lo universal”[Ibid., § 199]. Gracias a la mano invisible, “si promuevo mis fines, promuevo los fines de lo universal, y a su vez éste promueve mis fines”[Ibid., § 184A].
Puesto que “un fin particular [...] se alcanza en la consecución simultánea del bienestar de los demás”, de ello se desprende que “los individuos pueden alcanzar sus fines sólo en la medida en que ellos mismos determinen su conocimiento, su voluntad y sus acciones de modo universal”[Ibid., § 182A, 187]. Así pues, cuando, gracias a la mano invisible, la autoconciencia particular se eleva a la conciencia de su universalidad, su conocimiento y su voluntad se convierten en “libertad y universalidad formales” en tanto que su universalidad ya no es la de la necesidad, sino la de una voluntad consciente de dicha universalidad:
Los intereses particulares no sólo logran su pleno desenvolvimiento y obtienen el reconocimiento de su derecho para sí [...] [sino que] también se convierten de suyo propios en interés de lo universal [...] al que reconocen con su saber y querer como su propio espíritu sustancial e interpretan como el fin último de su actividad [...] En el acto mismo de querer éstos [sus propios fines privados], quieren lo universal a la luz de lo universal[Ibid., § 260].
En la práctica, esto implica que “la conciencia de mi interés, tanto subjetivo como particular, queda contenida y preservada en el interés y en el fin del otro (ello es, en los del Estado)”[Ibid., § 268]. Ésa es la esencia del patriotismo, pero es también al mismo tiempo el fundamento de la racionalidad del Estado, pues “el Estado es absolutamente racional en tanto que es la realidad de la voluntad substancial que posee en la autoconciencia particular una vez que esa conciencia se ha elevado a la conciencia de su universalidad”[Ibid., § 258].
La teoría del Estado de Hegel reconoce que con frecuencia se produce una disyunción entre la resultante de nuestras acciones individuales y los objetivos por los que luchamos colectivamente. Hegel describe el producto colectivo de la sociedad civil, logrado gracias a “la compleja interdependencia de cada uno con los demás”, como una especie de intelecto general que “se presenta a cada uno como el capital permanente universal que da a cada cual la oportunidad, mediante el ejercicio de su educación y sus habilidades, de hacerse con una porción del mismo”[Ibid., § 199]. Sin embargo, está seguro de que no sucede lo mismo con la voluntad general, tal como se expresa en un contrato social. De modo que, a diferencia de una unión de las voluntades por obra de su propia volición, la mano invisible crea una unidad que es entonces conscientemente deseada. En efecto, el Estado es el “intelecto general” que se ha hecho consciente de sí mismo en tanto que voluntad general. Por ese medio, la arbitrariedad de la voluntad general queda estabilizada por la racionalidad de la mano invisible, y el orden espontáneo de la sociedad es impregnado del patriotismo del Estado.
Spinoza había insinuado la posibilidad de una fuente de unidad política distinta de la voluntad. Hegel, sabedor de que ello crea potencialmente un problema de agencia en las sociedades complejas, vuelve a reconciliarlas. De ese modo ofrece la primera teoría del Estado moderno. El Estado de Hegel es, tal como lo describió Bosanquet, “la sociedad armada con la fuerza”, la mano invisible cerrada en un puño de hierro.
Ir de compras y poner bombas
Si la importancia de la teoría del Estado de Hegel se nos revela hoy mayormente preterida, ello se debe a la concertada campaña emprendida contra ella en la primera mitad del siglo XX. En 1917, L. T. Hobhouse leía a Hegel en su jardín de Highgate cuando fue interrumpido por el estruendo de un ataque aéreo alemán. Cuando tuvo en sus manos de nuevo el libro, se dio cuenta de que “acababa de ser testigo de los resultados tangibles e intangibles de una doctrina falsa y malvada, cuyos fundamentos descansa[ba]n, a mi juicio, en el libro que ten[ía] ante mí [...] la teoría hegeliana de un Estado-Dios”[66].
En verdad, Hobhouse reaccionaba no tanto al propio Hegel sino a Bosanquet, cuya Teoría filosófica del Estado había reformulado la teoría hegeliana en términos procedentes de sólo una de las fuentes de Hegel, Rousseau. Insensible a los manejos de la mano invisible, pero consciente de que Hegel había desatendido la distinción que hacía Rousseau entre la “voluntad general” y la “voluntad de todos”, Bosanquet propuso una explicación del Estado en la que la “voluntad verdadera” encarnaba la racionalidad y, por ende, se convertía en la voluntad del bien común, mientras que la voluntad de todos quedaba como la suma de los impulsos e intereses privados. De ese modo, en la tal vez desafortunada analogía que establece Bosanquet, la “voluntad de todos” es como la acción aparentemente unida de una muchedumbre que sale en tropel de un desfile militar en busca de un refrigerio, mientras que la “voluntad verdadera” queda expresada en la precisión del ejército, cada una de “cuyas unidades se mueve en relación con los movimientos de un gran todo”[67].
A lo que Hobhouse objetó que si “nuestra verdadera voluntad es la voluntad general, y la voluntad general encuentra su más plena expresión en el Estado”, el resultado es la total sumisión al gobierno. Aunque una acción puede ser tanto general como deseada, de ello no se desprende que haya un agente correspondiente en forma de una voluntad general:
La vida de una sociedad no es el producto del pensamiento coherente de una sola mente. Por el contrario, muchas costumbres e instituciones, que componen la vida social, han crecido de manera separada, esporádica, inconsciente y a menudo poco razonable[68].
Incluso el estado de derecho es un proceso creado a partir de “innumerables conflictos de innumerables voluntades [...] que contrastan netamente con las decisiones simples y nítidas de una mente individual”[Ibid., p. 82].
En ese intercambio quedaron establecidos los términos de la crítica liberal del Estado, que luego retomarían otros para quienes la encarnación del Estado hegeliano no era la Alemania de Guillermo II, sino el Tercer Reich y la Unión Soviética. Pero si el rechazo liberal de la teoría hegeliana de la agencia política trataba de hacer hincapié en el orden espontáneo a expensas de la voluntad unificada, la respuesta conservadora a Hegel ha consistido en tratar de preservar la integridad del Estado frente a la contaminación de la sociedad civil[69].
A juicio de Carl Schmitt, el liberalismo se había apropiado del legado de Hegel, pero el día en que Hitler llegó al poder fue el día en que el Hegel liberal hubo de morir. Aunque posteriormente la distinción perdió en claridad, Hegel demostró que “el Estado e[ra] cualitativamente distinto de la sociedad y superior a ésta”. El Estado presuponía no la sociedad, sino “lo político”, y habida cuenta de que lo “político” es la capacidad de decidir entre amigo y enemigo, el Estado no es una expresión de la sociedad, sino “una entidad política organizada que resuelve por sí misma la distinción amigo-enemigo”. En cuanto tal, el Estado está inextricablemente ligado a la capacidad de hacer la guerra, ya que “los conceptos de amigo, de enemigo y de combate cobran su verdadero significado precisamente porque hacen referencia a la posibilidad real de provocar la muerte física”[70].
Al proponer un linaje alternativo para el Estado, Schmitt intentó tirar de la alfombra de debajo de los pies de aquellos que (correctamente) invocaban el papel positivo de la sociedad civil en la teoría hegeliana. Para Schmitt, el Estado se veía erosionado por cualquier confusión entre ambos: “La ecuación Estado = política se vuelve errónea y engañosa desde el momento en que el Estado y la sociedad se interpenetran”. Cuando se permite que ello ocurra, “el Estado se convierte en sociedad [...] Un pueblo políticamente unido se convierte, por un lado, en un público culturalmente interesado, y, por el otro, parcialmente en una empresa industrial y sus empleados, y parcialmente en una masa de consumidores”. Mientras que la unidad política se basa en decisiones sobre la vida y la muerte, la sociedad civil sólo genera grupos de interés de consumidores: “clientes que compran gasolina en la misma empresa suministradora, o pasajeros que viajan en el mismo autobús”[71].
Asociada, por una parte, con las ambiciones expansionistas del Segundo y el Tercer Reich, y, por otra parte, con los fracasos de la República de Weimar, la teoría hegeliana del Estado no se llegó a recuperar. El doble asalto continúa con el ataque neoliberal al Estado y el ataque neoconservador a la sociedad y queda reflejado en la polarización de lo político y lo social en las reivindicaciones rivales de la voluntad general, por un lado, y el intelecto general, por el otro, una dicotomía que es resultado directo del repudio de la tentativa hegeliana de trabajar con uno y otro. Ello limita nuestra capacidad para aprehender conceptualmente los problemas de la agencia, puesto que separar las acciones de la voluntad del funcionamiento de la mano invisible significa que no hay un marco en cuyo interior se puedan articular problemas derivados de la interacción compleja de ambos.
El valor perdurable de la teoría hegeliana no estriba, tal como sus primeros partidarios y críticos imaginaron, en su articulación del poder totalizador del Estado, sino en el novedoso intento de describir el Estado como una solución de los problemas de la agencia política generados por la complejidad social. Desde esa perspectiva, la crisis contemporánea se nos revela con una claridad brutal. El ciclo de efectos no deseados y propósitos ineficaces es un problema de coordinación: la reiterada incapacidad para alinear plenamente la voluntad con el funcionamiento de la mano invisible. Hay grupos de compradores incapaces de desear la resultante de sus propias acciones; y comunidades de personas que se dedican a poner bombas y que son incapaces de reconocer la arbitrariedad de su propia voluntad. El hecho de que los mismos agentes humanos estén implicados en ambos casos no cambia las cosas. En vez de anhelar la racionalidad del mercado global, la voluntad dificulta su funcionamiento a través de nacionalismos reactivos. En cambio, una mejor coordinación impregnaría el mercado global de una voluntad de hacerse valer por la fuerza y crearía un Estado de mercado global. O, como tal vez dirían los críticos de Hegel, alinearía el poner bombas con el irse de compras del mundo.
Planteadas en esos términos, las curiosas desalineaciones de la agencia política global contemporánea se vuelven más explicables, y las limitaciones de sus alternativas teóricas más evidentes. Si la lógica de la agencia política puede ser plenamente realizada sólo en un Estado de mercado global, quienes abrazan la idea cosmopolita de la creación de una sociedad civil global que prescinda del Estado ignoran el papel decisivo de la voluntad; pero la perspectiva de un Estado global que ignore la mano invisible es igualmente poco realista, puesto que quien se apoya únicamente en la voluntad está condenado a las consecuencias imprevistas de su propia irracionalidad.
¿No existe entonces alternativa al Estado de mercado global que permita a la vez la agencia tanto de la voluntad como de la mano invisible? Hegel no describe ninguna, pero su explicación nos permite ubicar una ruta y un mecanismo gracias a los cuales podría encontrarse una alternativa y, al mismo tiempo, los recursos teóricos mediante los que ésta podría articularse. No pueden ser ni la voluntad general ni el intelecto general por sí solos, como tampoco una conjunción en la que el intelecto general se convierta en voluntad general; puede serlo sólo un proceso a cuyo través, por así decirlo, la voluntad general se transforme en intelecto general. Para Hegel, la solución al problema de la agencia política consistía en proceder por defecto; la alternativa reside en prescindir de la voluntad.
Estados entrópicos
Para Hegel, no hay antidialéctica, y el Estado es “un fin en sí mismo absoluto e impasible”[72]. Pero, siguiendo en esto a Aristóteles, reconoce que hay un sentido en el que es anterior y “se revela como el verdadero fundamento” de la familia y la sociedad civil. No ofrece ninguna explicación de esto último, aunque tal vez sea posible encontrar un precedente en la disolución de la familia y el paso a la sociedad civil. En la expansión pacífica de la familia se encuentra el origen de la particularidad que inevitablemente destruye la unidad. Pues, inevitablemente, cada familia se convierte en una pluralidad de familias, cada una de las cuales “se comporta como una persona concreta autosuficiente”, dando lugar así con ello a la particularidad que busca su propia satisfacción. Esa particularidad potencialmente disuelve no sólo la familia, sino toda forma de Estado incapaz de contenerla. Así pues, en la Antigüedad el desarrollo de la particularidad se presentaba como “una invasión de corrupción ética y como la causa última de la decadencia del mundo”[Ibid., § 181 y 185].
Ahora bien, ¿podría sucederle algo parecido a un Estado que, a diferencia de los Estados de la Antigüedad, hasta cierto punto reúne ya universalidad y particularidad? ¿Puede desandar el camino la “marcha de Dios en el mundo”? En la tradición marxista, al menos, la respuesta a esa pregunta fue siempre inequívoca pero oscuramente positiva. Como es bien sabido que escribiera Engels:
El Estado era el representante oficial de la sociedad en su conjunto, su concentración en una empresa visible. Pero lo era sólo en la medida en que era el Estado de la única clase que en su época podía representar a la sociedad en su conjunto [...] Cuando el Estado se convierte verdaderamente en el representante de la sociedad en su conjunto, se vuelve superfluo [...] El gobierno de las personas es reemplazado por la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de producción. El Estado no es “abolido”. Se extingue[73].
Al comentar ese pasaje en El Estado y la revolución, Lenin observó que la expresión “se extingue” indicaba “tanto el carácter gradual del proceso como su naturaleza espontánea”, pero recalcó que ello sólo podía significar que el Estado se extinguiría después de la revolución [Ibid., p. 80]. Una dictadura del proletariado ocuparía entonces el lugar del Estado burgués, y sería ese Estado, el Estado proletario, el que desaparecería gradualmente en la fase superior del comunismo, al igual que el libre intercambio de servicios reemplazaría al derecho burgués.
Como recalca Lenin, la extinción del Estado tiene lugar espontáneamente, gracias al funcionamiento de algo parecido a una mano invisible. Pero ésta no es la mano invisible del mercado en virtud de la cual cuando cada cual busca su propia satisfacción al mismo tiempo subviene a las necesidades de los demás. En la sociedad civil una mano invisible transforma la particularidad en universalidad; en la extinción del Estado esa mano transforma la universalidad en particularidad. En el primer caso, coordina los deseos; en el segundo, dispersa la coerción. No hace falta ninguna mano invisible para satisfacer las necesidades en la fase superior de una sociedad comunista, puesto que éstas son cubiertas por el libre intercambio de servicios; en ese caso se requiere una mano invisible para desarmar al Estado y restaurar el poder de los individuos sobre sí mismos y sobre cada uno.
La lógica de ese proceso es simple. El Estado es “una fuerza de coerción especial”, y, habida cuenta de que, como señalara Marx, la unidad de la que dependía el Estado hegeliano representaba la racionalidad de una clase particular, el Estado no era más que “una máquina para la supresión de una clase por otra”. Cuando, tras la revolución, la dictadura del proletariado hubiese suprimido a las demás clases, quedaría sólo una clase y, por tanto, la necesidad de la “fuerza de coerción especial” que proporciona el Estado simplemente desaparecería. En el caso de la familia, la expansión había socavado la unidad requerida para sostenerla; en el caso del Estado, la expansión de la clase universal disolvería la diferencia que precisa el Estado para conservar su identidad.
En Cuadernos de la cárcel, Gramsci describe ese proceso en términos explícitamente hegelianos, como la transformación del Estado en sociedad civil:
Cabe imaginar la extinción gradual del elemento coercitivo del Estado, a medida que hagan su aparición los elementos más conscientes de la sociedad regulada (o el Estado ético o la sociedad civil) [...] En la doctrina del Estado que se convierte en sociedad regulada, entre una fase en la que “Estado” equivaldrá a “gobierno”, y una en la que “Estado” se identificará con “sociedad civil”, tendremos que pasar por una fase de Estado-vigilante nocturno, esto es, de una organización coercitiva que salvaguarde el desarrollo de los elementos de la sociedad regulada en constante proliferación y que en consecuencia reduzca progresivamente sus propias intervenciones autoritarias y forzosas[74].
Sin embargo, la versión gramsciana de la extinción del Estado ya no presupone la revolución: la dictadura del proletariado sigue siendo el Estado-vigilante nocturno, pero ello ahora se manifiesta a través de la hegemonía del partido, que “detenta el ‘poder de facto’ y ejerce la función hegemónica [...] de mantener el equilibrio entre los diferentes intereses de la ‘sociedad civil’. En ese caso, puede que no sea posible recrear un Estado de tipo tradicional y un derecho constitucional, pero es posible inculcar la voluntad de ajustarse a las normas y con ésta la transición de la coerción al consentimiento, de modo que “el objetivo del Estado sea su propio fin, su propia desaparición; dicho de otra manera, la reabsorción de la sociedad política en la sociedad civil”[Ibid., p. 253].
Para Hegel, la sociedad civil era una esfera económica creada por la disolución de la familia; para Gramsci, es también el Estado desarmado.
Pluralismo
El sueño gramsciano de la reabsorción del Estado en la sociedad civil no era tan sólo una glosa a los pronunciamientos de Engels y Lenin, sino también la articulación de una fantasía ampliamente compartida en la Europa de principios del siglo XX. A los ojos de los teóricos de muchas orientaciones políticas, el Estado aparecía como una institución destinada a desaparecer a medida que fueran expandiéndose las capacidades administrativas de la sociedad civil. En Inglaterra, Ernest Barker hablaba del “Estado desacreditado”, mientras que en Francia Edouard Berth proclamaba que el Estado estaba muerto o moribundo[75].
Para Schmitt, esa perspectiva era una pesadilla. La transición del Estado a la sociedad no podía expresarse en las imágenes afables de la etiolación y la reabsorción; en parte era una masacre, y en parte un festín caníbal. El Estado es el mítico Leviatán, destrozado por las astas de Behemoth. Del mismo modo que la carne de Leviatán había sido devorada por los judíos, que “comen la carne de los pueblos que han masacrado y gracias a ella se sustentan”, así “los partidos políticos masacran al poderoso Leviatán, y cada uno de ellos corta de su cadáver un trozo de carne para sí mismo”[76]. Las organizaciones de la sociedad civil son “utilizadas como cuchillos [...] para hacer jirones el Leviatán y repartirse entre sí los pedazos”[77].
El blanco de Schmitt, representado aquí estrambóticamente por los judíos, son el sindicalismo francés y el pluralismo inglés. Escritores sindicalistas como Maxime Leroy imaginaban que la transición del gobierno de las personas a la administración de las cosas tendría lugar mediante contratos civiles: “Si hay contrato, el poder público se disuelve en la personalidad de la sociedad civil; si hay sociedad civil, ya no hay obediencia, ni jerarquía, sino colaboración, gestión, comercio”[78]. En cambio, el escritor inglés J. N. Figgis insistía en que el pluralismo se componía no de “una aglomeración de individuos, todos iguales e indiferenciados, sin otra relación que con el Estado, sino de una jerarquía ascendente de grupos, familias, escuelas, ciudades, países, sindicatos, Iglesias, etc.”[79]. Mientras que los sindicalistas pensaban ante todo en términos de grupos profesionales, el modelo de Figgis fue siempre la Iglesia. Pero también ellos habrían hecho suya la afirmación de Figgis según la cual “la batalla de la libertad en este siglo es la batalla de las pequeñas sociedades para el mantenimiento de su vida intrínseca, como si tratara de defenderse contra el insaciable Leviatán de la totalidad”[80].
De ganarse esa batalla, el Estado sería reabsorbido por las asociaciones de las que se compone. Éstas son entidades sociales estables (tal como insistía Figgis, la Iglesia no era “una confluencia fortuita de átomos eclesiásticos”) y, en ese sentido, su identidad reflejaría la composición preexistente de la sociedad civil. En el caso de Hegel, ello habría significado la reabsorción del Estado por las empresas (expresión con la que hacía referencia principalmente a los gremios o profesiones), puesto que es mediante la empresa que la mano invisible trabaja para que “un propósito egoísta, orientado a su propio interés particular, se perciba y se manifieste a sí mismo al mismo tiempo como interés universal”, y es mediante ello que “la esfera de la sociedad civil se convierte en el Estado”[81].
En cambio, Gramsci, al igual Figgis, consideraba a la Iglesia como el arquetipo de la sociedad civil, y a los grupos profesionales como sólo una más entre la enorme cantidad de entidades que la componen. Si bien, en el caso de Gramsci, a diferencia del de los pluralistas y los sindicalistas, la extinción del Estado no sólo restaura la autonomía de la sociedad civil, sino que también la transforma.
Serialización
Para Hegel, el Estado era “una organización en la que cada uno de sus miembros e[ra] un grupo [...] y, por tanto, ninguno de sus momentos deb[ía] aparecer como un conglomerado en desorden”[Ibid., § 303]. Pero si la antidialéctica atravesara (o circunvalara) la empresa y volviera al nivel más básico de la sociedad civil, no se llegaría al estado natural, sino a la multitud. Sin organización, Hegel no veía en la multitud sino “una aglomeración, un conglomerado de unidades atómicas”, la “aglomeración de individuos” de Figgis, una totalidad “en cierto modo conectada [...] pero conectada sólo como un conglomerado, una masa informe”[Ibid., § 290A y 303].
Sartre sistematiza esa posibilidad con alucinante minuciosidad en Crítica de la razón dialéctica. Para él, también, “el tipo básico de socialidad” es el colectivo, la “reunión inerte con su estructura de serialidad”, que Sartre equipara a la “muchedumbre atomizada” de Hegel[82]. Su ejemplo más conocido es la cola del autobús en la que, pese a tener la apariencia de un grupo social, cada uno está aislado de los demás y vinculado tan sólo a través de su alienación, que es lo que los constituye en su aislamiento recíproco.
Sin embargo, a diferencia de Schmitt, que también utilizaba el ejemplo de los pasajeros del autobús, Sartre insiste en que una reunión inerte como ésa se puede transformar en un instante “por el relámpago de una praxis común”, cuando reconoce su interés común[Ibid., p. 349]. El origen de esa “totalización”, como la denomina Sartre, es la “libertad individual concebida como la voluntad de todos”[Ibid., p. 634]. Los individuos que huyen de un enemigo común se dan cuenta de que “no son Otros, ni unos pocos individuos, los que huyen: en vez de ello, la huida, concebida como una praxis común que reacciona a una amenaza común, deviene huida en tanto que totalidad activa”. Cada uno reacciona de manera nueva: “No como un individuo, ni como un Otro, sino como una encarnación individual de la persona común”[Ibid., pp. 357 y 370].
Esa totalización, no obstante, es al mismo tiempo el comienzo de la destotalización, una articulación de dialéctica y antidialéctica en la que “los grupos nacen de series y [...] terminan serializándose a su vez”[Ibid., p. 65]. Al tiempo que trata de conservarse a sí mismo cuando ya no hay un enemigo común y su unidad espontánea comienza a disolverse, un grupo-en-fusión puede adoptar una secuencia de medidas encaminadas a mantener su unidad y con ello perpetuar su propia existencia. Sin embargo, éstas constituyen tan sólo el camino de vuelta a la serialidad. Las medidas que se toman en cada etapa para impedir la disolución son en realidad las que la producen, y “el grupo —cuyo origen y fin reside en un esfuerzo de los individuos que se reúnen para disolver la serialidad en sí mismos— en realidad, en el curso de su lucha, reproducirá en sí mismo la alteridad y se congelará en lo inorgánico”[Ibid., p. 591][83]. Todo el proceso de destotalización es un ejemplo de lo que Sartre denomina “contrafinalidad” o, tal como se ha acuñado en otra parte, “el golpe de revés invisible”, en el que las consecuencias impensadas de una acción conjunta son un estado de cosas no sólo imprevisto, sino también no deseado por sus agentes[84].
A juicio de Sartre, ese proceso puede rastrearse en el curso de la Revolución francesa, desde la toma de la Bastilla (la praxis de un grupo fusionado) hasta la Convención (la institución). Sin embargo, aunque Crítica puede interpretarse como una meditación acerca del fracaso de la revolución, proporciona también un algoritmo para la entropía del Estado. En efecto, Sartre equipara explícitamente el proceso con la concepción comunista de “la extinción gradual del Estado en favor de reagrupamientos cada vez más amplios de serialidades heterodirigidas”, reconociendo que en ese contexto la dictadura del proletariado es tan sólo un “compromiso entre el grupo activo y soberano y la serialidad pasiva”[85]. Aunque impugnaba la explicación hegeliana de la formación del Estado y rechazaba toda fácil equiparación del grupo-en-fusión con la misma, Sartre propone otra manera de asociar la unidad de la voluntad con la mano invisible. En Hegel, una mano invisible crea la unidad de la voluntad; en Sartre, la deshace.
Estructuras disipadoras
El discurso de Gramsci sobre la reabsorción, las fantasías febriles de Schmitt sobre las asociaciones que se unen para desmembrar el Estado y la interpretación que hace Sartre de la serialización son todos, en potencia, descripciones de la transición del Estado a la sociedad. Empleamos esas extrañas metáforas en parte porque la transición misma permanece en gran medida dentro de lo imaginario, y en parte porque la tradición occidental parece carecer de un vocabulario adecuado para el fracaso ontológico. El mejor modo de coordinar esas metáforas consiste tal vez en pensarlas como medidas de la entropía del Estado, pues con ello podemos cuantificar con mayor facilidad las diferencias que las separan.
Las medidas estadísticas de la entropía generan una variante del elegante experimento mental de Boltzmann, el cual demostró que la relación entre orden y desorden podría medirse en función del número de modos diferentes en que puede obtenerse una distribución dada. Supongamos que una caja está dividida en dos compartimentos y que hay ocho partículas que distribuir entre ambos. Una distribución desigual tendrá menos colocaciones posibles (hay sólo una manera de poner todas las partículas en un lado y ocho maneras de poner una partícula en un lado y siete en el otro), mientras que una distribución igual tendrá muchas más (setenta, de hecho). Una distribución desigual es, por tanto, relativamente ordenada (pero improbable), mientras que una distribución igual es desordenada (pero probable). Si el número de compartimentos y/o el número de partículas aumentaran, aumentaría el número de distribuciones posibles y se incrementaría aún más el número de colocaciones.
El Estado puede concebirse sin dificultad en esos mismos términos, pues es fácil advertir que las formas tradicionales de monarquía, aristocracia y democracia representan una serie cada vez más probable pero desordenada. Otro tanto sucede con la relación entre Estado y sociedad: la forma tradicional de Estado tiene sólo un compartimento; el Estado pluralista tiene varios; y la aglomeración atomizada tiene tantos como el número de personas que contenga. Si los colocamos uno al lado del otro, la distribución con el grado más alto de orden es el Estado monárquico, que tiene sólo una fuente de poder y permite que sólo una persona lo ejerza, mientras que el máximo del desorden es una serialización democrática en la que cada cual es diferente de todo los demás e intercambiable con ellos; algo situado entre ambos sería un pluralismo aristocrático.
Considerada en esos términos, la formación del Estado hegeliano representa un grado creciente de orden, mientras que su reabsorción por la sociedad civil, bien se conciba en términos de alguna forma de pluralismo o bien como una atomización total, es un grado creciente de desorden (mayor en el segundo caso). Sin embargo, el progreso de la dialéctica de Hegel no es unilineal, como tampoco lo sería el de una antidialéctica. La particularidad que rompe la familia es también para Hegel la fuente de la unidad racional de la sociedad civil: el creciente desorden (el surgimiento de la particularidad a partir de la unidad de la familia) asimismo produce nuevas formas de orden (las propiedades emergentes del mercado). El golpe de revés invisible que destruye la familia y la mano invisible que crea el mercado son en realidad lo mismo.
Traducido al lenguaje de la teoría de la complejidad, es éste un ejemplo de “estructura disipadora”, esto es, una forma de orden que surge de manera imprevista a medida que crece el desorden[86]. Si sucediera algo equivalente en la entropía del Estado, las estructuras disipadoras resultantes aparecerían como formas involuntarias de orden social. Mientras que la serialización y el pluralismo implican que el Estado es reducido a una aglomeración o consumido por formaciones sociales preexistentes, ese modelo abre una tercera posibilidad entre atomización y absorción. La atomización no tiene por qué ser únicamente entrópica; también puede ser la fuente de formas sociales generadas por el propio proceso de entropía. En Sartre, la destotalización devuelve al grupo al punto en el que la dialéctica puede comenzar de nuevo; en ese modelo, los grupos se forman gracias al proceso de destotalización. O, dicho de otra manera, el pluralismo se convierte en una propiedad emergente de la serialización y los grupos sociales (y tal vez incluso las iglesias) se forman mediante lo que Figgis llamaba la “confluencia fortuita de átomos”. Estamos ante nada menos que un rumbo alternativo hacia una sociedad civil plenamente formda, en que ésta es una propiedad emergente de la entropía cada vez mayor, en vez de una propiedad emergente del orden cada vez mayor.
¿Es necesario que ese orden sea el mismo que el de la sociedad civil anterior al Estado formativo? No, porque sólo el mecanismo es el mismo, y no el rumbo, de ahí que no haya motivo para suponer que un conjunto de propiedades emergentes será parecido a otro. En ese caso, parece improbable que la mano invisible que crea la sociedad civil a partir de los restos del Estado produzca resultados parecidos. Con independencia de cualquier otra consideración, trabajan con materiales diferentes: uno con la muchedumbre atomizada; el otro con el Estado unificado. En el primer caso, las decisiones de incontables individuos producen resultados imprevistos; en el segundo, las acciones del Estado mismo. Aunque, como sostenía Hegel, el Estado expresa la racionalidad del mercado, la racionalización del Estado no generará necesariamente en su lugar el mercado.
Un Estado global fallido
En estas disoluciones hipotéticas del Estado hegeliano pueden discernirse los proto-relatos del análisis geopolítico contemporáneo. Schmitt, cuya obra temprana se oponía al discurso pluralista sobre el ocaso del Estado, y cuya obra tardía prefigura el “choque de civilizaciones”, ofrece un puente entre ambos. En El concepto de lo político, sostiene que “no puede existir un Estado mundial que abarque todo el planeta y a toda la humanidad [...] Lo que queda no es política ni Estado, sino cultura, civilización, economía, moralidad, derecho, arte, entretenimiento, etc.”[87]. Puesto un Estado mundial no podría, por definición, basarse en la distinción amigo-enemigo, no sería un Estado, sino una sociedad civil global.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Schmitt previó la posibilidad de que llegara a hacerse realidad la situación que había descrito. Partiendo de la suposición de que uno de los dos bandos de la Guerra Fría habría de salir victorioso, se produciría entonces “una unidad completa y definitiva del mundo” en la que “el vencedor sería el soberano exclusivo del mundo”[88].
Paradójicamente, Schmitt, que temía que el Leviatán se viera hecho jirones en un Estado pluralista, invocaba entonces “la gran antítesis de la política mundial, a saber, la antítesis entre un mundo gobernado centralmente y un orden espacial equilibrado, entre el universalismo y el particularismo, entre monopolio y polipolio”[89]. Pero mientras que en el primer caso el Estado era uno y la sociedad civil era múltiple, en el segundo la sociedad es una y los Estados son muchos. La alternativa a la “unidad espacial global del orden mundial” sólo podría ser “una pluralidad de Großräumen”, es decir, espacios más grandes que un Estado nación, cada uno de ellos dominado por un ente hegemónico individual.
La tesis propuesta en El choque de civilizaciones, de Samuel Huntington, es esencialmente la misma. Dado que no se puede sostener un mundo unipolar, la mejor manera de evitar la anarquía de una sociedad civil global consiste en la división. Por tanto, Huntington presenta el cuadro de un mundo “dividido entre un uno occidental y muchos no occidentales” que se desplaza del dominio unipolar occidental hacia la multipolaridad. A medida que merme el predominio occidental, “buena parte de su poder se evaporará sin más y el resto se diseminará en un ámbito regional entre las distintas civilizaciones principales”[90].
Si bien no se articula en términos de una relación entre Estado y sociedad civil, el modelo de Huntington se concibe en términos que podrían ser los de los pluralistas de principios del siglo XX, con la diferencia de que ahora presentan una dimensión global. Actualmente asistimos a la desintegración de un Estado global producido por el dominio económico, militar y territorial de Occidente, a resultas de lo cual Occidente pasará a ser una civilización entre muchas otras, más bien como los pluralistas y sindicalistas esperaban que el Estado se redujera a una asociación entre muchas otras. Schmitt sostenía que todo conflicto social puede hacerse político, y Huntington se lo explica en términos similares: las diferencias entre civilizaciones se intensifican hasta el punto de volverse conflictivas.
La tesis de Huntington estaba dirigida contra las interpretaciones de la política de la post-Guerra Fría que veían “la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final del gobierno humano”. En El fin de la historia, de Fukuyama, por ejemplo, ya no existen conflictos ideológicos, ya no hay “bárbaros a las puertas”. La expansión irresistible de la democracia, el liberalismo económico y la innovación tecnológica aseguran que en el “Estado universal y homogéneo resultante” los seres humanos poshistóricos están libres de todas las identidades compartidas y luchan tan sólo contra los vicios del individualismo[91].
La mano invisible suele ser privilegiada por aquellos a cuyo favor se mueve la corriente de la historia, pero los derrotados han de confiar en la unidad de la voluntad. La mano invisible inviste el fracaso de la utopía con la promesa utópica del Estado fallido.
(Foto: Sebastião Salgado/Taschen)
Sin embargo, como reconociera Kojève, el “Estado universal y homogéneo” es un oxímoron. Luego de reconocer la homología entre el argumento de Schmitt acerca de un Estado global y el argumento leninista acerca de la clase universal, la definición de Estado de Kojève incorporaba ambas. Para que un Estado exista, debe operar tanto con la distinción externa entre amigo y enemigo, como con una división interna entre gobernantes y gobernados. Un Estado universal carece de la primera, mientras que uno homogéneo carece de la segunda: “El Estado universal y homogéneo [...] no es, por tanto, ni un Estado ni una entidad particular en general”[92]. Se trata, en efecto, de la sociedad civil en forma atomizada. El “fin de la Historia” es la serialización global.
La diferencia entre el “fin de la Historia” y el “choque de civilizaciones” es, pues, menos fundamental de lo que muchos imaginan. No disienten en el análisis mismo —la premisa que comparten es el desplome inevitable de un Estado global en una sociedad civil global—, sino en la evaluación del resultado: uno contempla la sociedad civil global como una opción sostenible, mientras que el otro atiende a sus divisiones sociales subpolíticas para regenerar un sistema multipolar de Estados basado no en las naciones, sino en grandes bloques civilizacionales.
La lectura de los análisis del orden global posterior a 1989 a la luz de la bibliografía de principios del siglo XX acerca de la desaparición del Estado pone de manifiesto que los primeros son variaciones globales de los temas de la segunda. La convergencia de esas teorías indica que el relato dominante de la geopolítica contemporánea no es, como algunos imaginan, el desplazamiento hacia la soberanía global o el progreso de la sociedad civil global en tanto que paso en esa dirección. Se trata, por el contrario, del desarrollo de la sociedad global en lugar de la coerción universal: de la reabsorción de un Estado global por la sociedad civil.
El centro obvio de la atención lo ocupa en ese proceso el declive de la hegemonía estadounidense, que todavía se encuentra en sus prolegómenos. Sin embargo, es posible contemplar ese apogeo como la parte final de un proceso mucho más largo y complejo, una sola transición de importancia histórica mundial: una descolonización global, con fases constituyentes tan diferentes e ideologías políticas tan distintas que llegan a disimular la continuidad subyacente. Ese relato es el declive del dominio occidental desde su apogeo a principios del siglo XX. Este presenta tres fases distintas: el fin de los imperios europeos, la caída de la Unión Soviética y la merma de la hegemonía estadounidense. Cada imperio buscó su legitimidad en la desaparición de su predecesor, insistiendo en las diferencias entre uno y otro y ocultando hasta qué punto eran todos aspectos de la misma cosa: el monstruo de tres cabezas del imperialismo occidental, un Estado global en todo menos en nombre.
Se trata de una secuencia harto más obvia para los colonizados que para los colonizadores. En muchos lugares, la hegemonía fue impugnada, y en algunos casos el paso de la primera a la tercera fase se produjo sin la intervención decisiva de la segunda, puesto que el poder blando de la Unión Soviética se extendió mucho más que sus ejércitos. No obstante, para los centenarios de Europa del Este, de Oriente Medio, de numerosos países de África, y tal vez de la India y desde luego del Afganistán, ésta será una historia claramente reconocible. En cada caso, el fracaso ha sido un fracaso de la voluntad, la transición ha sido a menudo sorprendentemente pacífica (aunque ninguna tan cortés como la disolución del bloque soviético) y el resultado se ha plasmado en una difusión de la soberanía, en parte heredada por los Estados sucesores, en parte dispersa, y en parte reconfigurada dentro de nuevas redes sociales no estatales o interestatales[93].
Los elementos constituyentes en la sociedad global emergente podrían incluir civilizaciones, redes intergubernamentales, organizaciones no gubernamentales, iglesias, empresas internacionales, redes académicas, carteles de la droga, Al-Qaida[94]. Se trata de grupos distintos, pero ese análisis permite una taxonomía más matizada que la mayoría, puesto que es capaz de diferenciar entre aquellos elementos de la sociedad civil producidos por la extinción del Estado global y aquellos producidos por el mercado global, entre las estructuras disipadoras y los productos de la voluntad arbitraria, entre aglomeraciones re-atomizadas y aglomeraciones de nueva creación a raíz del hundimiento de las sociedades patriarcales[95].
De ese análisis, los rasgos sobresalientes del panorama contemporáneo pueden emerger bajo una luz insólita. En vez de los sillares de la política global, las civilizaciones son tal vez las estructuras disipadoras del Estado global entrópico. (Tal como admite Huntington, “las fuerzas de la integración en el mundo son reales y son precisamente lo que está generando fuerzas contrapuestas de afirmación cultural y conciencia civilizatoria”.) La Unión Europea, a menudo considerada implícitamente, en términos de la dialéctica hegeliana, como una sociedad civil que crea gradualmente la unidad que le permitirá consolidar una voluntad de convertirse en Estado, podría también revelarse como una estructura disipadora de la entropía del Estado global, y su creciente importancia como una consecuencia no deseada de la decadencia del poder, primero colonial, después soviético y ahora estadounidense.
De ser así, sus relaciones con los Estados Unidos podrían tornarse cada vez más conflictivas. Otro corolario de ese análisis es que la aparentemente quijotesca “guerra contra el terrorismo” es en realidad tan central en el mundo contemporáneo como afirman sus defensores. Toda “guerra contra el terrorismo” es, por definición, no una guerra entre Estados, sino una guerra del Estado contra la sociedad civil. Pero no se trata de una guerra contra las estructuras preexistentes de la sociedad civil subyacentes al Estado global. La “larga guerra” la hace el Estado global contra las estructuras disipadoras generadas por su propia entropía. En cuyo caso, podría no sólo durar indefinidamente, sino también haber comenzado mucho tiempo antes de lo que cualquiera pudiera sospechar.
Sin embargo, en cierto modo ese análisis repite la opinión dominante, pues confirma a Estados Unidos en su papel de principal actor en el drama de la historia contemporánea. En un plano global, la potencia hegemónica en decadencia desempeña el papel que Gramsci asignara a la dictadura del proletariado: el Estado-vigilante nocturno que se aniquila a sí mismo.
Barbarie y socialismo
Ante la crisis contemporánea de la agencia política, la teoría del Estado de Hegel ofrece tanto una explicación (en términos de la inadecuación de toda forma de agencia) como dos posibles resoluciones: excluye las opciones no dialécticas de una sociedad global de mercado o de un Estado global que no sea de mercado, y reduce las opciones viables a un Estado global de mercado y una sociedad global que no sea de mercado. Una sociedad civil global se podría convertir en un Estado global de mercado, o un Estado global podría, gracias al funcionamiento de la mano invisible, plegarse en alguna forma de sociedad civil global. El primer caso es la expresión natural de la dialéctica hegeliana transpuesta a un contexto global; el segundo presenta la forma de la apropiación gramsciana de la antidialéctica.
Esta interpretación se apoya en el funcionamiento de la mano invisible, pero va en contra de los fundamentos de la teoría política liberal. No comienza por el principio: insiste en la necesidad de una teoría históricamente localizada, y ofrece una descripción de la destrucción en vez de la creación del Estado. El marxismo actuaba como un correctivo del liberalismo a ese respecto; sin embargo, en este análisis la desaparición de los Estados basados en el marxismo forma parte integrante del fracaso del Estado global. Las explicaciones basadas en la mano invisible suelen ser privilegiadas por aquellos a cuyo favor se mueve la corriente de la historia, mientras que los derrotados han de confiar en la unidad de la voluntad. Aquí, la mano invisible inviste el fracaso de la utopía con la promesa utópica del Estado fallido.
Glosando a Engels, Rosa Luxemburg sostiene que “la sociedad se enfrenta a un dilema, o avanza hacia el socialismo o retorna a la barbarie”; esto es, o un “renacimiento a través de la revolución social”, o la “disolución y la decadencia en la anarquía capitalista”[96]. La antítesis puede resultar engañosa. En ese análisis, lo segundo puede constituir el único itinerario hacia lo primero, puesto que el desorden de la sociedad civil no es meramente estadístico. En las descripciones de ese entorno, hay una notable convergencia retórica. Para Hegel, se trata de “una masa informe cuyo alboroto y actividad no pueden resultar por ello sino elementales, irracionales, bárbaros y espantosos”; para Sartre, de un “lugar de violencia, oscuridad y brujería”; Luxemburg lo imagina como algo “vergonzante, deshonroso, sangriento [...] una bestia iracunda [...] una orgía de desorden”[97].
Las estructuras disipadoras de la antidialéctica se presentan como islas en ese mar de desorden: oasis de tranquilidad en lugares de violencia; momentos en los que la bestia hace una pausa para respirar; periodos de lasitud en la orgía.
Notas
Las notas 1 a 9 son de Rolando Prats. Las notas 10 a 97, reproducidas en notación abreviada y simplificada, han sido extraídas de Malcolm Bull, “Los límites de la multitud”, New Left Review 35, noviembre-diciembre de 2005 (en español) y Malcolm Bull, “Estados de fracaso”, New Left Review 40, julio-agosto de 2006 (en español).
[1] Beef, además de “carne de res”, se utiliza en inglés informal o coloquialmente para significar, en la expresión to have a beef with someone, “tener un problema con alguien”. Dada la fecha en que se publicó originalmente el artículo (enero de 2001), queda claro que Bull se refiere a un letrero que, en aquella época, expresaba alguna queja o reclamo con respecto a Tony Blair.
[2] En francés en el original. La noción de corps morcelé (“cuerpo fragmentado”), estrechamente vinculada a la de “estadio del espejo”, es de Lacan.
[3] Véase, en español, Erwin Rohde, Psique: la idea del alma y la inmortalidad entre los griegos, México, D.F., Fondo de Cultura Económica, 2006.
[4] Slavoj Žižek, El frágil absoluto: o ¿por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?, Valencia, Pre-Textos, 2014. La traducción de esta y todas las demás citas es mía, sea en forma original o revisada.
[5] En ambos casos, en latín en el original.
[6] En español, ágape o amor espiritual.
[7] Slavoj Žižek, El espinoso sujeto: el centro ausente de la ontología política, Buenos Aires, Paidós, 1999.
[8] Alain Badiou, El ser y el acontecimiento, Buenos Aires, Manantial, 1999.
[9] Thomas L. Friedman, Lexus and the Olive Tree: Understanding Globalization, Nueva York, Farrar, Straus and Giroux, 1999.
[10] Michael Hardt y Antonio Negri, Multitude: War and Democracy in the Age of Empire, Londres, Hamish Hamilton, 2004, pp. 99, 106. [Multitud: Guerra y democracia en la era del Imperio, Barcelona, Debate, 2005]
[11] Paolo Virno, A Grammar of the Multitude: For an Analysis of Contemporary Forms of Life, Nueva York, Semiotext(e), 2004, pp. 21, 23 [Gramática de la multitud: para un análisis de las formas de vida contemporáneas, Madrid, Traficantes de sueños, 2003].
[12] Antonio Negri, The Savage Anomaly, Minneapolis, 1991, p. 19 [La anomalía salvaje, Barcelona, Anthropos, 1993]; Étienne Balibar, Masses, Classes, Ideas, Londres, 1994, p. 16; Virno, Grammar of the Multitude, cit., p. 22. Véase también Warren Montag, Bodies, Masses, Power, Londres, 1999, y Antonio Negri, Subversive Spinoza, Manchester, 2005 [Spinoza subversivo, Madrid, Akal, 2003]. Étienne Balibar, en: Spinoza and Politics, Londres, 1998, ofrece una explicación más equilibrada.
[13] Virno, A Grammar of the Multitude, cit., p. 23.
[14] Hardt y Negri, Multitude, cit., pp. 242-243.
[15] Negri, Savage Anomaly, cit., p. 199; Montag, Bodies, Masses, Power, cit., p. 92.
[16] Balibar, Masses, Classes, Ideas, cit., p. 17.
[17] Virno, A Grammar of the Multitude, cit., p. 21.
[18] Hardt y Negri, Multitude, cit., p. 340, y Montag, Bodies, Masses, Power, cit., pp. 84-85.
[19] Thomas Hobbes, The Elements of Law, Natural and Politic [1650], 21.11, J. C. A. Gaskin (ed.), Oxford, 1994 [Elementos de derecho constitucional y político, Madrid, Centro de estudios políticos y constitucionales, 1979].
[20] Thomas Hobbes, De Cive [1642], 6.1. Todas las citas de De Cive proceden de la edición traducida y editada por Richard Tuck y Michael Silverthorne como On the Citizen, Cambridge, 1998. Se ha reemplazado en todo momento crowd por multitude como traducción de multitudo. [El ciudadano, Barcelona, Debate, 1993]
[21] Hobbes, The Elements of Law, Natural and Politic, cit., 21.11, y De Cive, cit., 6.1.
[22] Hobbes, De Cive, cit., 6.1.
[23] Hobbes, Leviathan, cit., p. 114.
[24] Hobbes, De Cive, cit., 7.11.
[25] Hobbes, The Elements of Law, Natural and Politic, cit., 27.4.
[26] Cicerón, The Republic, 1.39 [La república. Las leyes, Madrid, Akal, 1989].
[27] Agustín, Ciudad de Dios, 19.21 [Ciudad de Dios, CSIC, Madrid, 2004].
[28] Agustín, Sermo 103, citado en J. D. Adams, The “Populus” of Augustine and Jerome: a study in the patristic sense of community, New Haven, 1971, p. 35.
[29] Véase M. S. Kempshall, “De re publica 1.39 in Medieval and Renaissance Political Thought”, J. G. F. Powell y J. A. North (eds.), Cicero’s Republic, Londres, 2001, pp. 99-135.
[30] Aristóteles, Politics, 1279a, Oxford, 1905 [Política, Madrid, Gredos, 1995]; Tomás de Aquino, In libros politicorum Aristotelis expositio, Raimundo Spiazzi (ed.), Roma, 1951.
[31] Marsilio de Padua, Defensor Pacis [1324], 1.12.5, Nueva York, 1956 [El defensor de la paz, Madrid, Tecnos, 1989].
[32] Baruch Spinoza, Theologico-political Treatise [1670], Nueva York, 1951, p. 205; [Tratado teológico-político, Madrid, Alianza Editorial, 2003].
[33] Baruch Spinoza, Political Treatise [1677], 3.7, Nueva York, 1951; Balibar comenta las interpretaciones de esa frase en “Potentia multitudinis, quae una veluti mente dicitur”, Marcel Senn y Manfred Walther (eds.), Ethik, Recht und Politik bei Spinoza, Zurich, 2001, pp. 105-137.
[34] Aristóteles, Politics, cit., 1253a.
[35] Baruch Spinoza, Letters, XXXII [Correspondencia, Madrid, Alianza Editorial, 1988].
[36] Baruch Spinoza, Ethics, 4.P32 y 4P35, Londres, 1996 [Ética, Madrid, Alianza Editorial, 1988].
[37] Spinoza, Political Treatise, cit., 1.5.
[38] Spinoza, Theologico-political Treatise, cit., p. 216.
[39] Spinoza, Political Treatise, cit., 6.1.
[40] Tomás de Aquino, In libros politicorum, cit., p. 151.
[41] Aristóteles, Politics, cit., 1286a y 1282a. Para una discusión contemporánea de este fenómeno, véase James Surowiecki, The Wisdom of Crowds, Londres, 2004.
[42] Spinoza, Theologico-political Treatise, cit., p. 226.
[43] Spinoza, Political Treatise, cit., 8.3.
[44] Hobbes, Elements, cit., 19.5.
[45] Hobbes, De Cive, cit., 5.5.
[46] Hobbes, Leviathan, cit., p. 119.
[47] Spinoza, Ethics, cit., 4.P18.S, y 4P35.C2.
[48] Bernard Mandeville, The Fable of the Bees [1714], vol. I, Oxford, 1924, p. 347 [La
fábula de las abejas, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2004].
[49] Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments [1759], Londres, 1976, pp. 184-185 [Teoría de los sentimientos morales, Madrid, Alianza Editorial,1998].
[50] Adam Smith, The Wealth of Nations [1776], Libro IV, capítulo 2 [La riqueza de las naciones, Madrid, Alianza Editorial, 2004].
[51] Dugal Stewart, Collected Works, vol. 2, Edimburgo, 1854, p. 248.
[52] J. J. Rousseau, The Social Contract, 2.1 y 2.3 [El contrato social, Madrid, Espasa-Calpe, 1998].
[53] Hardt y Negri, Multitude, cit., p. 329.
[54] Virno, A Grammar of the Multitude, cit., p. 42.
[55] Karl Marx, Grundrisse, Londres, 1973, p. 706 [Elementos fundamentales de la crítica de la economía política, Madrid, Siglo XXI, 1976].
[56] Virno, A Grammar of the Multitude, cit., pp. 64, 66.
[57] Friedrich Hayek, Studies in Philosophy, Politics and Economics, Londres, 1967, p. 73
[Obras Completas, Madrid, Unión Editorial, 2004].
[58] Hardt y Negri, Multitude, cit., p. 337.
[59] Friedrich Hayek, The Constitution of Liberty, Londres, 1960, p. 26 [Los fundamentos de
la libertad, Barcelona, Folio, 1997]; Virno, A Grammar of the Multitude, cit., p. 106.
[60] Hardt y Negri, Multitude, cit., p. 197.
[61] G. W. F. Hegel, Philosophy of Right, Oxford, 1952, § 258. [Principios de Filosofía del Derecho, Barcelona, Edhasa, 1999].
[62] Véase Norbert Waszek, The Scottish Enlightenment and Hegel’s Account of Civil Society, Dordrecht, 1988.
[63] Hegel, Philosophy of Right, cit., § 183.
[64] G. W. F. Hegel, Elements of the Philosophy of Right, Cambridge, 1991, § 182.
[65] Hegel, Philosophy of Right, cit., § 186.
[66] L. T. Hobhouse, The Metaphysical Theory of State, Londres, 1918, p. 6.
[67] Bernard Bosanquet, The Philosophical Theory of the State, Londres, 1965, pp. 150 y 151.
[68] Hobhouse, cit., pp. 43 y 81.
[69] Domenico Losurdo, La catastrofe della Germania e l’immagine di Hegel, Milán, 1987, pp. 109-149.
[70] Carl Schmitt, The Concept of the Political, Chicago, 1996, pp. 29-30, 33; véase también Jean-François Kervégan, Hegel, Carl Schmitt, le politique entre spéculation et positivité, París, 1992.
[71] Schmitt, cit., pp. 22, 57 y 72; véase también Malcolm Bull, “The Social and the Political”, South Atlantic Quarterly 104 (2005), pp. 675-692.
[72] Hegel, Philosophy of Right, cit., § 258.
[73] Friedrich Engels, citado en Lenin, The State and Revolution, Londres, 1993, p. 16 [El Estado y la revolución, Madrid, Alianza, 2006].
[74] Antonio Gramsci, Selections from the Prison Notebooks, Londres, 1971, p. 263 [Cuadernos de la cárcel, México D.F., Ediciones Era, 2001].
[75] Véase Cécile Laborde, Pluralist Thought and the State in Britain and France, 1900-25, Basingstoke, 2000, y David Runciman, Pluralism and the Personality of the State, Cambridge, 1997.
[76] Carl Schmitt, “Ethic of State and Pluralist State” en: Chantal Mouffe, The Challenge of Carl Schmitt, Londres, 1999, pp. 195 y 196.
[77] Carl Schmitt, The Leviathan in the State Theory of Thomas Hobbes, Westport, 1996, p. 74.
[78] Maxime Leroy, citado en Laborde, cit., p. 32.
[79] J. N. Figgis, citado en Laborde, cit., p. 47.
[80] J. N. Figgis, Antichrist, and other Sermons, Londres, 1913, p. 266.
[81] Hegel, Philosophy of Right, cit., § 251 y 256.
[82] Jean-Paul Sartre, Critique of Dialectic Reason, vol. I, Londres, 2004, pp. 284-285 y 348 [Crítica de la razón dialéctica y cuestión de método, Madrid, Magisterio Español, 1987].
[83] El proceso puede rastrearse a través del cambiante papel de lo que Sartre llama “el tercero” (la tercera persona, u objeto, cuya presencia unifica el grupo). Cuando se trata de una mera reunión, como en la fila del autobús, “la tercera persona está sumergida en la serialidad, estructurada a priori como el Otro y, por tanto, como Otro respecto a cada uno y Otro respecto a nosotros”, ibid., p. 366. En el grupo-en-fusión, la tercera persona está interiorizada dentro del grupo a medida que cada uno se torna en tercero respecto a las reciprocidades de los demás, pero “la contrapartida de la integración de cada tercera persona en el grupo es el [...] exilio recíproco”, ibid., p. 585, habida cuenta de que en la regulación de las reciprocidades de los demás cada uno es constituido como un “cuasi soberano”, una tercera persona excluida. La entropía del grupo es una función de la creciente alteridad del “tercero”.
[84] Véase G. Brennan y P. Pettit, “Hands Invisible and Intangible”, Synthese 94 (1993), pp. 191-225.
[85] Sartre, cit., p. 662.
[86] Véase I. Prigogine e I. Stengers, Order Out of Chaos, Londres, 1984 [La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia, Madrid, Alianza, 2004]. El ejemplo estándar es la célula de Bénard, que es una célula de convección hexagonal que aparece en un punto determinado cuando se aplica una temperatura equis a una capa líquida horizontal.
[87] Schmitt, The Concept of the Political, cit., p. 53.
[88] Carl Schmitt, “The New Nomos of the Earth”, en: The Nomos of the Earth, Nueva York, 2003, p. 354 [El nomos de la tierra en el derecho de gentes del Ius publicum europaeum, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1979]; véanse también los ensayos incluidos en el número especial de South Atlantic Quarterly 104, 2 (2005).
[89] Schmitt, The Nomos of the Earth, cit., p. 247.
[90] Samuel Huntington, The Clash of Civilizations, Londres, 1996, p. 82 [El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Barcelona, 1999].
[91] Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man, Londres, 1992 [El fin de la historia y el último hombre, Barcelona, Planeta, 1992].
[92] Alexandre Kojève, Outline of a Phenomenology of Right, Lanham (MD), 2000, pp. 141 y 324, n. 28. Como Sartre, Kojève expresa esto último en términos de una relación entre terceros. En el Estado universal y homogéneo, el tercero, aquel que decide entre dos partes, puede ser cualquiera: aquel o aquella que no tiene que pertenecer a un Estado en tanto que éste se opone a otro, ni a un grupo exclusivo. De ese modo, cada cual es soberano para todos (como el grupo en fusión de Sartre) e imparcial y desinteresado; esto es, otro para todo otro (como las series de Sartre).
[93] Para una exposición de la desaparición de la Unión Soviética a causa de las consecuencias involuntarias de la acción del Estado, véase Stephen Kotkin, Armageddon Averted. The Soviet Collapse 1970-2000, Nueva York, 2000.
[94] Resulta particularmente estimulante a ese respecto la exposición de Anne-Marie Slaughter acerca del desarrollo de las redes intergubernamentales como parte de un “orden mundial desarticulado”. Véase A.-M. Slaughter, A New World Order, Princeton, 2004.
[95] Sobre la sociedad civil global, véase John Keane, Global Civil Society?, Cambridge, 2003; Mary Kaldor, Global Civil Society. An Answer to War, Cambridge, 2003; y Sudipta Kaviraj y Sunil Khilnani (eds.), Civil Society. History and Possibilities, Cambridge, 2001.
[96] Rosa Luxemburg, “The Junius Pamphlet”, en: M. A. Waters (ed.), Rosa Luxemburg Speaks, Nueva York, 1970, p. 269, y Rosa Luxemburg, Selected Political Writings, Londres, 1972, p. 269 [Escritos, Madrid, Ayuso, 1978].
[97] Hegel, Elements of the Philosophy of Right, cit., § 303; Sartre, cit., p. 319; Luxemburg, “The Junius Pamphlet”, cit., p. 262.
Imagen de fondo de página: Hieronymus Bosh, El jardín de las delicias (detalle)