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Mitos y cansancio clásico* José Lezama Lima

 

Sólo lo difícil es estimulante; sólo la resistencia que nos reta, es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento, pero en realidad ¿Qué es lo difícil? ¿lo sumergido, tan solo, en las maternales aguas de lo oscuro?, ¿lo originario sin causalidad, antítesis o logos? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenacentista o su apagado eco, que es su visión histórica. Una primera dificultad es su sentido; la otra, la mayor, la adquisición de una visión histórica. He aquí pues, la dificultad del sentido y de la visión histórica. Sentido o el encuentro de una causalidad relegada por las valoraciones historicistas. Visión histórica que es ese contrapunto o tejido entregado por la imago, por la imagen participando en la historia.
 

Si revisamos una serie de lienzos, desde ilustraciones de libros de horas hasta pintura flamenca o italiana renacentista, podemos situar, con la visualidad que da la pintura sobre el devenir histórico, esa causalidad de sentido, y esa imagen, que da la visión histórica. Si contemplamos la ilustración Septiembre, de los hermanos Limbourg en El libro de horas, del Duque de Berry, vemos a los campesinos regando alegremente a los pies del castillo. En seguida subrayamos, que el sentido deviene por una serie de escalas establecidas en lo histórico. El rico esmalte de los azules humedece las puntas largas de las estrellas otoñales, y el castillo en lo alto de un roquedal presagioso, se envuelve en los destellos que pronuncian la secreta y esencial vida de sus moradores feudales. A pesar de una insignificante cerquilla que sitúa el trabajo de los campesinos, más allá del ámbito hechizado del castillo, se ve que la dependencia de trabajo a morada, de campesino a señor, es estrecha y solemne. Si comparamos esa ilustración del libro de horas con el cuadro La cosecha, de Breughel, comprendemos de súbito, que las equivalencias de la causalidad histórica se establecen sobre regiones o estaciones no estrenadas. Aquí los campesinos no parecen trabajar en la lámina de los Limbourg, para las iluminaciones legendarias del castillo, se apartan en fugaces y repletos momentos, dándole entrada al espíritu de la kermesse, para cumplimentar sus comidas, el disfrute y la propia alegría. El contrapunto y los enlaces, en la proyección retrospectiva del segundo cuadro sobre el primero, traza una visión histórica, una animada iluminación estilística, en la que captamos, por la intervención de una imagen que se encarna, dos formas del campesinado. Una, diríamos, como vigilada por un hechizo; otro abandonada al cantábile de su propia alegría que se recrea y extiende en un tiempo ideal. Contemplemos ahora el retrato del Canciller Rolin, por Van der Weyden. El rostro parece ser el de un típico señor feudal, que mezcla los torneos y los juramentos, el pulso de las preocupaciones de gobierno con las más severas amonestaciones ascéticas. El rostro es torvo, muy severo, reconcentrado como el de un halcón antes de volcar su energía; comparémoslo ahora con otra de sus posturas en el cuadro de Jan Van Eyck, Madonna del Canciller Rolin. La presencia de la Virgen no altera en nada el rostro del Canciller, torvo e indeclinable. Sin embargo, en el cuadro de Van Eyck, hay como un brillo alegre, como si el mismo hombre estuviese contemplando el misterio que se avecina. ¿Qué es lo que nos ha ayudado en el mismo Canciller a muy radicales diferenciaciones? Captamos en seguida que el centro del cuadro es el niño, el infante que va hacia su destino. Es una nueva visión que modifica al hombre y sin alterar las señales externas de su rostro, el Canciller está como penetrado de otra luz más alta, que lo modifica y lo lleva a nueva vida. Un pequeño salto temporal, para contemplar las orgullosas fanfarrias prerrenacentistas del caballero Da Fogliano, pintado por Simone Martini, paseando con sus "paramentos e cimeras", por los alrededores de su castillo, tranquilamente henchido como quien ha ido más allá de sus murallas. Parece como si en aquel. estelar castillo, envuelto en el nocturno esmalte de sus bandas azules, que vimos en una tarde de Septiembre, en cl perdurable tratamiento de los hermanos Limbourg, abriese sus lentos puertas para dar paso a la arrogante confianza del Caballero Da Fogliano. Supongamos que la vivencia de su participación en ese contrapunto animista, provocada por la visión histórica estilista cultural de los dos cuadros, se establezca sobre la expresión "puerta que se abre" motivada por la libre presunción del caballero Da Fogliano, en relación, con el castillo en Septiembre, de los Limbourg, radicalmente cerrado. Aquí, el contrapunto se ha extendido peligrosamente, como que la expresión "puerta que se abre hacia afuera" se establece sobre los hexámetros del Yi King. Hay que grabar el signo del hexagrama sobre la puerta imaginaria, en actitud de un bandido tagalo que espera que lo decapiten. En la leyenda Tacquea, sobre el origen del fuego en algunas tribus ecuatorianas, Tacquea mantiene la puerta entreabierta, para impedir que los hombres metamorfoseados en aves le robasen el fuego. La puerta entreabierta, presionada cada vez que llegaba uno de los robadores, oprimía su cuerpo, hasta que llegó el colibrí con el cuerpo mojado. ¡Manes de Victoria y de Pallestrina, erudita polifonía con cuatro momentos de cultura integrándose en una sola visión histórica! Es decir, de pronto en una cabalgata tan alucinante como dialéctica, puerta que se abre actúa sobre el caballero Da Fogliano, que vence cl hechizo hermético del castillo. ¿Qué es lo que ha pasado? Como otro flato Dei, entre cuadros, libro de horas, brillos de paños de torneos, cosecheros, trigales, que se han agitado de nuevo, comunicándoles como una nueva situación, una ininterrumpida evaporación y otra finalidad desconocida.
 

En todas esas láminas ejemplares hemos extraído presencias naturales y datos de cultura, que actúan como personajes, que participan como metáforas. Una serie de entidades naturales imaginarias: trigales, noches de septiembre, puertas, chozas, descanso, estrellas, castillo. Y otra serie de entidades culturales imaginarias: señor feudal, campesino en kermesse, puertas que se abren hacia fuera, castillos hechizados, campesinos trabajando a los pies del castillo, ornamentos del señor que pasea. Aclarando aún más, nos encontramos, campesino, por ejemplo, entidad natural; ahora bien, campesino trabajando a los pies de un castillo, entidad cultural imaginaria. ¿Qué relación puede haber entre el caballero Da Fogliano, que se pasea garbosamente por sus posesiones y el castillo cerrado, alzado en la medianoche de septiembre? No podemos establecer una relación entre el óleo de Simone Martini y la lámina de los Limbourg, sino por un contrapunto donde las puertas que se abren hacia afuera, obtenida esa entidad por los consejos de Yi King para sacar el alma del cuerpo, permita al caballero salir del castillo y pasearse por sus tierras de cultivo, entre el asombro que despiertan sus ornamentos de amarillo centella y la armonizada confianza con que se aleja del castillo. Cómo se ha obtenido esa revolución, esa rotación de tres entidades para integrar una nueva visión, que es una nueva vivencia y que es otra realidad con peso, número y medida también. Lo que ha impulsado esas entidades, ya naturales o imaginarias, es la intervención del sujeto metafórico, que por su fuerza revulsiva, puso todo el lienzo en marcha, pues, en realidad, el sujeto metafórico actúa para producir la metamorfosis hacia la nueva visión.
 

Para impedir cualquier conclusión, tan falsamente forzosa como desaprensiva, en su apariencia semejante a la de algunos irreductibles sectores sobre los cuales Oswald Spengler pareció haber ejercido una influencia deslumbrante, con los llamados por la historiografía contemporánea hechos homólogos. Si comparamos la forma del cuerno del toro con la forma de la tiara de los emperadores bizantinos, dentro de la concepción del spengleriano hecho homólogo, precisamos un paralelismo de símbolos culturales, que adquieren precisamente ese valor simbólico por situarse en las valoraciones de una morfología. Pero nuestro ente de análogo cultural presupone la participación, sobre un espacio contrapunteado, del sujeto metafórico. Pudiéramos tal vez decir que ese sujeto metafórico actúa como el factor temporal, que impide que las entidades naturales o culturales imaginarias se queden gelée en su estéril llanura.
 

Determinada masa de entidades naturales o culturales, adquieren en un súbito, inmensas resonancias. Entidades como las expresiones, fábulas milesias o ruinas de Pérgamo, adquieren en un espacio contrapunteado por la imago y el sujeto metafórico, nueva vida, como la planta o el espacio dominado. De ese espacio contrapunteado depende la metamorfosis de una entidad natural en cultural imaginaria. Si digo piedra, estamos en los dominios de una entidad natural, pero si digo piedra donde lloró Mario, en las ruinas de Cartago, constituimos una entidad cultural de sólida gravitación. La fuerza de urdimbre y la gravitación caracterizan ese espacio contrapunteado por la imago, que le presta la extensión hasta donde ese espacio tiene fuerza animista en relación con esas entidades. Sería erróneo pensar que la facilidad de esas expresiones, fábulas milesias o ruinas de Pérgamo, para constituirse fácilmente en entidades culturales imaginarias, se deba a la pátina prestada por lo ancestral o milenario. Pues si decimos, en ese mismo sentido de entidades presididas por la imago, tradición hapsburguesa, la imaginación, con la misma facilidad que aquellas expresiones historiadas, abre un paréntesis, donde caben Ana de Austria y la contrarreforma y el contemporáneo Hoffmanthal y su escuela de Viena. Aún en nuestros días, eliminando así que sea el humo de lo ancestral lo que hace ondular de nuevo aquellas expresiones, cuando decimos conspiración china, sentimos de inmediato la resonancia de una presa verbal caída en ese contrapunto animista. Lo que hace que una expresión sea máscula y eficaz es que adquiera relieve en ese espacio, animado por una visión donde transcurren las diversas entidades. Inútiles y brumosas se deslizan expresiones como pedúnculos de holoturias desinfladas o como mojadas gorgonas, inapresables por las redes tendidas para llevar la infinitud espacial a un posible de creación. Son los modos verbales, hamacas para lo accidental y perentorio, donde el gesto o el guión triunfan en las modulaciones del aliento sobre la arcilla. El sujeto metafórico reducido al límite de su existir precario, se vuelca sobre un espacio exangüe, no organizado en la monarquía imaginativa del espacio contrapunteado, donde las palabras como guerreros yertos, se esconden bajo capa de geológica ceniza.
 

Que la valoración de los enlaces históricos y de la estimación crítica, tenía que ir forzosamente a un nuevo planteamiento, era cosa esperada con júbilo. Un Ernest Robert Curtius o un T. S. Eliot lo anticipan con indicios e intuiciones. "Con el tiempo, nos dice Ernest Robert Curtius, resultará manifiestamente imposible emplear cualquier técnica que no sea la de la “ficción". Es decir, añadimos nosotros, que los estilos y las escuelas, la figura central imaginaria y las voces corales, los que iniciaron formas de expresión o los que amortiguaron decadencias, tienen que realizar, de acuerdo con las nuevas posibilidades de una apreciación más profunda y sutil, su periplo y el relieve de sus adquisiciones. Ahora bien, esa técnica de la "ficción, no tiene nada que ver con la crítica de la evocación, puesta de moda por Walter Pater en sus estudios sobre Joachin Du Bellay o Watteau. Una_técnica de la ficción tendrá que ser imprescindible cuando la técnica histórica, no pueda establecer el dominio de sus precisiones. Una obligación casi de volver a vivir lo que ya no se puede precisar.
 

En el período correspondiente a la novelística de Joyce, la crítica asomó sus perplejos, se encontró sofocada por la elemental cuestión de los géneros, de un realismo que creaba su propia realidad, de una filología manejada por la sanguínea reventazón de una gigantomaquía primitiva. Eliot valoraba esa obra considerada caótica, precisamente por oponerse al caos de nuestra época, buscando el reverso de los mitos. "La psicología, nos dice Eliot, (tal cual es, y nuestra reacción sea cómica o seria), la etnología, y La Rama Dorada, han concurrido a hacer posible lo que era imposible hasta hace unos pocos años. En lugar del método narrativo, debemos usar ahora el método mítico". Sabemos que en el caso peculiar de Mr. Eliot, el método mítico ero más bien mítico crítico, conforme a su neoclasicismo a outrance, que situaba en cada obra contemporánea la tarea de los glosadores para precisar su respaldo en épocas míticas, pues él es un crítico pesimista de la era crepuscular. Pesimista en cuanto él cree que la creación fue realizada por los antiguos y que a los contemporáneos sólo nos resta el juego de las combinatorias. Es más, lo convierte en uno de los temas de su poema East Coker:
 

...Y lo que hay que conquistar
Por la fuerza y la sumisión ha sido ya descubierto
Una, o dos, o varias veces, por hombres a los que no puede esperarse
Emular –pero no hay competencia–
Sólo existe la lucha por recobrar lo que se ha perdido
Y encontrado y vuelto a perder muchas veces; y ahora en condiciones
Que no parecen propicias. Pero tal vez ni ganancia ni pérdida
Para nosotros, sólo existe el intento. El resto no es cosa nuestra.

 

Eliot pretende, en realidad, no acercarse a los nuevos mitos, con respecto a los cuales parece mostrarse dubitativo y reservado, o a la vivencia de los mitos ancestrales, sino el resguardo que ofrecen esos mitos a las obras contemporáneas, los que le otorgan como una nobleza clásica. Por eso, su crítica es pesimista o crepuscular, pues él cree que los maestros antiguos no pueden ser sobrepasados, quedando tan sólo la fruición de repetir, tal vez con nuevo acento. Apreciación cercana al pesimismo spengleriano y al eterno retorno que asegura en la finitud de las combinatorias, el posible ricorsi.
 

Nuestro método quisiera más acercarse a esa técnica de la ficción, preconizada por Curtius, que al método mítico crítico de Eliot. Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo, y los viejos mitos, al reaparecer de nuevo, nos ofrecerán sus conjuros y sus enigmas con un rostro desconocido. La ficción de los mitos son nuevos mitos, con nuevos cansancios y terrores.
 

Para ello hay que desviar el énfasis puesto por la historiografía contemporánea en las culturas para ponerlo en las eras imaginarias. Así como se han establecido por Toynbee veinte y un tipos de culturas, establecer las diversas eras donde la imago se impuso como historia. Es decir, la imaginación etrusca, la carolingia, la bretona, etc., donde el hecho, al surgir sobre el tapiz de una era imaginaria, cobró su realidad y su gravitación. Si una cultura no logra crear un tipo de imaginación, si eso fuera posible, en cuanto sufriese el acarreo cuantitativo de los milenios sería toscamente indescifrable.
 

Sobre ese hilado que le presta la imagen a la historia, depende la verdadera realidad de un hecho o su indiferencia e inexistencia. Cuando en La Chanson de Roland, se consigna con gran precisión que en la conquista de Zaragoza, Carlomagno tenía doscientos veinte años; cuando vemos que los sarracenos juran por Apolo y por Mahoma; cuando al vencer Roldan a un árabe se afirma que "le sacó el alma con la punta de la lanza", son todos hechos gravitados por la era carolingia, por un tipo de imaginación hipostasiada. Las hagiografías de las tribus franco germanas, la gran batalla de Carlos el Martillo, el misterio de las catedrales con sus símbolos esotéricos pitagóricos, son manifestaciones de una era que podemos llamar de la imaginación carolingia, donde la fuerte liaison teocrática, favorecían los prodigios y las islas de maravillas... El pueblo de Dios tenía la verdad imaginativa de que el elegido, el llamado, no tenía que dar cuenta a la realidad con un causalismo obliterado y simplón.
 

Sorprendido ya ese cuadro de una humanidad dividida por eras correspondientes a su potencialidad para crear imágenes, es más fácil percibir o visualizar la extensión de ese contrapunto animista, donde se verifican esos enlaces, y el riesgo o la simpatía en la aproximación del sujeto metafórico... Esa sorpresa de los enlaces establece como una suerte de causalidad retrospectiva. Si subrayamos en Rilke: pues nosotros, cuando sentimos, evaporamos. Si nos encontramos después, en el que es para nosotros el más bello de los monólogos de Hamlet: Que este cuerpo sólido, demasiado sólido, no pueda disolverse en rocío. Si después leemos en Suetonio, que el Emperador Augusto, para significar que estaba enfermo, consignaba: me encuentro en estado vaporoso. A través de esos enlaces retrospectivos, precisamos la vivencia de la aporroia de los griegos, de su concepto de la evaporación, y como esa tendencia para el anegarse en el elemento neptunista o ácueo del cuerpo, ha estado presente con milenios de separación, en un poeta contemporáneo, en un monólogo de Hamlet, en los peculiares modos de conversación de un emperador romano y en los conceptos movilizados casi con fuerza oracular por el pueblo griego.
 

Otro de los recursos que podemos utilizar para la búsqueda de esas entidades naturales o culturales imaginarias, son las formas sutiles aconsejadas por Klages para adquirir una total diferencia entre recordación y memoria. Recordar es un hecho del espíritu, pero la memoria es un plasma del alma, es siempre creadora, espermática, pues memorizamos desde la raíz de la especie. Aun en la planta existe la memoria que la llevará a adquirir la plenitud de su forma, pues la flor es la hija de la memoria creadora. Klages adelanta un curioso ejemplo. Si me noticio que los fósforos fueron invencionados en 1832, consigo apuntalar una capa más al olvido. Pero si lo acompaño con la fecha igual de la muerte de Goethe, y su frase ¡más luz!, es difícil que se me vuelva a escapar la diminuta alabanza dática del hallazgo del fósforo. No en balde, los alemanes consideran los procedimientos para memorizar como formas del "witz", del ingenio.
 

Otro ejemplo más cercano, para el posible que es la fricción de un hecho inolvidable con otra pura insignificancia, el que motiva la gracia de la memorización por oportuna. Está sacado de cosas que nos atañen empujadas con ajenos orgullos. En 1868, la pequeña hija de Marcelino Sautuola, gritó a la entrada de las cuevas de Altamira, ¡toros! ¡toros! comenzando la ríspida historia del bisonte pelumbroso. Si un criollo nuestro quisiera memorizarla asociaría ese hecho al grito de Yara, 1868. Si por el contrario es un hispano el que quisiera memorizar algunas de nuestras gestas la asociaría a la historia de aquel descubrimiento, el perro perdido, los bloques que se separan, el tamaño de la entrada que permite la visión de una pequeña, etc. Lo más desconocido, que hace ondular como una inasible trigal, tiene que ser fijado por el hecho más enclavado y aún soterrado. De esa manera, parece como si la memoria al afincarse sobre un hecho por ella muy bien guarnido, está como en acecho de ser emparejada con otro hecho más lejano y retador. Así, el prodigio de ese análogo nemónico es que balancea los dos platillos, buscando el fiel con un desconocido oscilante y cruel...
 

El dato sorpresivo, sorpresa de chispa en un macrocosmos, que busca ansiosamente su par, que se lanza a completar la extensión de una piel, que la visión no puede ceñir, pero que la memoria del germen nos acostumbra a saludar como un absoluto. Suetonio, señala los auspicios y los presagios en Augusto. "Si por la mañana le ponían en el pie derecho el calzado del izquierdo lo tenía a mal presagio". ¿Cómo es posible tan lamentable equivocación en una servidumbre imperial? ¿Era una defensa de los libertos para atemorizar graciosamente al Emperador? ¿El calzado en Roma ero uniforme para ambos pies? Nos damos cuenta que hay un ansia de paridad en aquella sorpresa que recogía un dato como una golosina incongruente. Ese dato es germinativo, como la memoria que traza en cada flor su palacio de pulimentados cangilones. Ese dato mira como dramatis personae, presumiendo que en un fulgurante mutis, las luces van a proyectar sobre él su cara de momentánea prima donna, que la verdadera "primera" mirará como una usurpación cuando ya ha desaparecido la impostora pintarrajeada. Con esa sorpresa de los enlaces, con la magia del análogo metafórico, con la forma germinativa del análogo nemónico, con la memoria sorpresa lanzada valientemente a la búsqueda de su par complementario, que engendra un nuevo y más grave causalismo, en que se supera la subordinación de antecedente y derivado, para hacer de las secuencias dos factores de creación, unidos por un complemento aparentemente inesperado, pero que les otorga ese contrapunto donde las entidades adquieren su vida o se deshacen en un polvo arenoso, inconsecuente y baldío. Con esos elementos de enjuiciamiento y creación, capaces de cumplimentar los nuevos planteamientos que necesitan las obras de arte en nuestra época, se adquirían tan sorprendentes perspectivas, que muchos hechos artísticos realizaban entonces su verdadero nacimiento. Por ejemplo, a medida que la valoración histórica se hacía más imposible, en el caso de la Guerra de Troya, digamos por la neblina de los milenios y la confusión de los métodos, al no poderse liberar éstos del acarreo de las valoraciones de cada época se hizo más necesario precisar la intervención de Hesíodo y Homero, en la formación de los dioses helénicos. Había que precisar que la cultura griega se debía tanto a lo histórico como a lo mítico, quizás más a la cólera de Aquiles y a la oscuridad de Edipo, que a la sencilla semilla germinativa de Júpiter.
 

Nos acercamos a esos problemas de las formas, con el convencimiento de que el sujeto metafórico, el sujeto que interviene en forzosas mutaciones, destruye el pesimismo encubierto en la teoría de las constantes artísticas. Nuestro punto de vista parte de la imposibilidad de dos estilos semejantes, de la negación del desdén a los epígonos, de la no identidad de dos formas aparentemente concluyentes, de lo creativo de un nuevo concepto de la causalidad histórica, que destruye el pseudo concepto temporal de que todo se dirige a lo contemporáneo, a un tiempo fragmentario. Si contemplamos la Diana de Efeso con su tendencia a la multiplicación, que nos hace pensar en la reducción de una diosa Siva, derivándose de ahí una constante histórica, es decir, siempre que haya un encuentro de pensamiento y de formas entre el Oriente y el Occidente, como en el siglo I y II a. de C., se repetirán esas formas tendientes a los excesos y a las multiplicaciones. De ahí se derivaba un furibundo pesimismo, que tiende, como en el eterno retorno, a repetir las mismas formas estilísticas formadas con iguales ingredientes o elementos. He ahí el germen del complejo terrible del americano: creer que su expresión no es forma alcanzada, sino problematismo, cosa a resolver. Sudoroso e inhibido por tan presuntuosos complejos, busca en la autoctonía el lujo que se le negaba, y acorralado entre esa pequeñez y el espejismo de las realizaciones europeas, revisa sus datos, pero ha olvidado lo esencial, que es el plasma de su autoctonía, es tierra igual que la de Europa. Y que las agujas para el rayo de nuestros palacios, se hacen de síntesis, como la de los artesanos occidentales, y que hincan, como el fervor de aquellos hombres, las espaldas de un celeste animal, igualmente desconocido y extraño. Lo único que crea cultura es el paisaje y eso lo tenemos de maestra monstruosidad, sin que nos recorra el cansancio de los crepúsculos críticos. Paisaje de espacio abierto, donde no se alzará, como en los bosques de la Auvernia, la casa del ahorcado.
 

Lo primero que nos despierta en el Popol Vuh, es el predominio del espíritu del mal, los señores de Xibalbá ven rodar los mundos, afianzándose su poderío y su terrible dominio de la naturaleza. Impasibles contemplan el fracaso de cuantas tretas se establecen para echar a rodar su mandato, que parece estar implacablemente por encima de la naturaleza y de los animales más sutiles. En la historia de la cultura, solo Piotr Stepanovich, en Los Endemoniados, de Dostoyevski, mantiene más incorruptible el espíritu del mal. En la cueva de los murciélagos, en una astuta maniobra que hubiera sido cara a Ulises, para librarse los dos hermanos del espíritu, cuya sola presencia mata, se introducen en sus cerbatanas, pero al buscar la aurora un murciélago le cercena la cabeza. Sólo un acto de magia, hecho por mendigos, por juglares primitivos diríamos, logra destruir a los señores de Xibalbá, en las últimas páginas de esa teogonía, cuando el espíritu del mal se hace equivalente del espíritu de la muerte, y un afán lúdico, de jugar con su propia existencia, en definitiva los destruye y asegura la luz y lo matinal.
 

La simbólica que se desprende del Popol Vuh, parece como si fuese a colmar el problematismo americano. A calmar, a veces, pues en otras lo exaspera. Mientras el espíritu del mal señorea, los dones de la expresión aparecen lentos, errantes y somnolientos. Antes del surgimiento del hombre, le preocupan los alimentos de su incorporación. Parece como si preludiase la dificultad americana de extraer jugo de sus circunstancias. Busca una equivalencia: que el hombre que surgirá será igual que sus comidas. Parece sentar un apotegma de desconfianza: Primero, los alimentos; después el hombre. Esa prioridad, engendrada por un pacto entre la divinidad y la naturaleza, sin la participación del hombre, parece como si marcase una irritabilidad y un rencor, la del invitado a viandas obligadas, sin las elegancias de una consulta previa para los espirituosos y las preferencias palatales. Es evidente, por lo demás, que las viandas serán presentadas con el adobo conveniente: el rocío del aire y la humedad subterránea.
 

Pero fijaos bien en esa distinción. No es la creación de la naturaleza, de los animales, primero que el hombre, lo cual es frecuente en todas las teogonías, lo que sorprende, sino que al hablarse de alimentos, parece como si el espíritu del mal quisiese obligamos a comer alimentos, donde la hostil divinidad, y no el hombre, ha sido la consultada. Además, el dictum es inexorable, si no se alimenta del plato obligado, muere.
 

Rebuscado el poema por tantos copistas aguerridos, que han rebajado sus espuelas y su furibundez, por tanto jesuita irritado por la sutileza de los desciframientos de la simbólica cristiana en el suarismo, nos lleva a pensar en adecuaciones, interpolaciones, paralelismos, hechos en el Popol Vuh. Desde la inexpresividad del morador que surge en aquellas nuevas regiones, hasta los juegos y destrezas de los mendigos, recorrido todo ello por la maldad de los señores de Xibalbá, nos recorre la sospecha de que el tono de incompletez y espera que salta en cada uno de sus versículos, está logrado para alcanzar su complementario en la arribada de los nuevos dioses.
 

El odio de los señores de Xibalbá al ser surgido en su propia naturaleza es patético y asombroso. El odio a la criatura, irredimible. La expresividad surge como una lenta concesión temerosa, que en cualquier momento puede ser rebanada con impiedad. Surgen los animales en las primeras páginas del Popol Vuh, pero se muestran inertes, fieles como las rocas al declive que las gravitó. Son ciegos, insensibles, desordenados y desconcertados, tropezones. Los dioses, con incomprensible irritación, se empeñan en que digan nombres y entonen sus alabanzas. Había que buscar el aliento, la palabra, el insuflado espíritu, y aquí surge ya el problematismo, logran la palabra en una nueva criatura, pero pagando el precio de su cuerpo, "los muñecos, dice el poema, no podían permanecer en pie, porque se desmoronaban, deshaciéndose en agua". Los muñecos al fin hablan, pero carecen de conciencia y de sentido. Reemplazan la arcilla por la madera, pero entonces faltaba, ay, el corazón. Fracasado ese intento de los dioses, ordenaron la lluvia de ceniza, y de nuevo, el agua de los comienzos. Surgida la nueva criatura, es ahora la naturaleza irritada, incontenible, la que presenta el perfil de su cuchillo.
 

El descubrimiento del poema, en el siglo XVIII, por el Padre Jiménez, nos lleva a aventurar una tesis: las teogonías de las epopeyas indias, búdicas, etc., así como las recopilaciones confucianas, habían llegado a la Europa por los jesuitas, después de las querellas con los otros misioneros cristianos, prestos éstos a la chinificación de los rostros en los íconos cristianos. Ese momento, muy mal estudiado todavía y de enorme significación, culmina cuando el Padre Tellier es escogido entre los nombres de los cinco o seis jesuitas que el Padre Chaise, confesor del rey durante treinta y dos años, le brinda agonizando al rey Luis XIV, para la sucesión de su confesor. En sus Memorias Saint Simon, hablando del Padre Tellier dice: "Había pasado por todos los grados de la compañía, profesor, teólogo, rector, provincial, escritor. Había sido encargado de la defensa del culto de Confucio y de las ceremonias chinas, había agotado la polémica, había escrito un libro donde mostraba extraños negocios a los suyos, y que a fuerza de intrigas y de la ayuda de Roma, no había sido puesto en el index. Por todo eso yo he dicho que había hecho peores cosas que el Padre Comte, teólogo que había defendido la política de los jesuitas en China, condenada por la Facultad de Teología de París, y por el Parlamento, y es sorprendente que a pesar de toda esa tara, haya sido confesor del Rey". Sabido es que a través del molinismo, que intentaba unir la gracia y la libertad, hubo benévolos contactos entre jesuitas franceses y españoles. De tal manera, que en el Popol Vuh, a través de copistas jesuitas y graciosos filólogos españoles del siglo XVIII, nos parece percibir como un eco de la lucha entre los pandavas y los kuravas. Las disputas entre Brahma y Siva, que terminan por la decapitación del primero, atravesando los tres mundos con la cabeza en la mano, como un San Dionisio. Al llegar a Varanosi y rodar de sus manos la cabeza de Brahma, libera su culpa y borra la sangre. Ese pasaje pasa a las últimas páginas del Popol Vuh. Para recapturar la cabeza de Hunapú, rebanada por acuchilladores murciélagos, su hermano Ixbalanqué acerca una calabaza a los hombros de su hermano muerto, estableciendo con un pedernal los agujeros de la cara. Esos jesuitas galantes y humanistas, no sólo se encrespan con las tumultuosas teogonías indias, sino el recuerdo de la mitología odiseica es transuflado al Popol Vuh. El gran cangrejo, que aparece a los pies de la montaña de Meaván, "de tan gran tamaño que puede nutrir a un hombre varios días", es también un gigante a vencer, un gigante frente a otro. Zipacná, pierde la partida con el cangrejo en su cueva, a pesar de seguir al pie de la letra los consejos que le dictan, "sólo entrando boca abajo y arrastrándose con cautela sobre la tierra será posible cogerlo". Es innegable que el recuerdo del Polifemo homérico y de otros Polifemos, está presente, y aunque pierde la partida, apareciendo como la inversión de la fábula, nos deja con la duda si el Polifemo es el cangrejo o Zipacná el engañado. He ahí la gran astucia de estos escribas jesuitas del siglo XVIII, en el combate que se iba a desenvolver en la cueva, convenía que no quedase ningún sobreviviente, y en esta extraña polifemaida no había ni la posibilidad dionisíaca de Ulises., asegurándose no tan sólo la muerte del monstruo sino la del héroe astuto. Uno a uno, ante los hermanos enemigos, los sombríos señores de Xibalbá se han burlado de la astucia y de la lucidez. Los señores de Xibalbá desean ser vencidos más por la magia que por la inteligencia, o por Odiseo, fecundo en recursos.
 

En esas primeras teogonías el conejo y el colibrí son animales preferidos para estar más cerca del fuego y de las tretas. En la enloquecida persecución de los Gemelos a los animales, logran apresar momentáneamente al conejo, pero éste se deshizo entre los dedos como si fuese rocío de niebla. He ahí la graciosa explicación de por qué el conejo usa el rabo corto. Cuando Ixbalanqué lanza la pelota por encima de los gimnastas, para burlar el ceño furibundo de los señores de Xibalbá, es el conejo el que la recoge y se pierde en el bosque, borrando las huellas con las patas posteriores. Hecho de importancia radical, pues lo aprovecha Ixbalanqué, para coger la cabeza de Hunapú y ponerla sobre un cuerpo decapitado, poniendo la calabaza que la reemplazaba sobre el muro. El colibrí, en el origen del fuego en las tribus ecuatorianas, como esbozamos anteriormente, logra burlar las astucias de Tacques. Se moja las alas para burlar la puerta entreabierta de Tacques, cuchilla para los robadores del fuego. Por su centelleante brevedad, que le impedía llevarse un tizón de fuego, pasea las plumas de su cola por las llamas, de donde vuela al makuna o árbol de corteza muy seca, de ahí salta y se irisa por los tejados, exclamando: "¡Aquí tenéis el fuego! Tomadlo pronto y llevadlo todos"... En donde vemos al gracioso colibrí en el role de la gigantomaquía prometeica.
 

Si revisamos una colección de cantos chalquenses, cantos esencialmente guerreros de una tribu mexicana, lo primero que sorprendemos son las rodelas, el grito herido de las águilas, el ojo de la venganza, las perentorias llamadas del tamboril, sucumbir bajo las flores del aretillo colgante, del caballito del diablo, de los zarcillos y las guirnaldas paradisíacas: "la rosa rodela y el arbusto aretillo colgante os darán fuerzas, nobles esclarecidos. Con sartas de rosas y flores de amaranto, en vuestras manos, seréis glorificados. Con cantos y flores a la altura de vuestros pechos, seréis estimados y bien recibidos a la hora del incendio de las batallas". Cantos Chalquenses, colección de Ortiz Montellano.
Dos tipos de imaginación resaltan en esas teogonías paradojales y en esos cantos guerreros, más llenos de sosiego refinado que de bélico ardor: la imaginación provenzal, que tiende como en la cacería del unicornio a la muerte del monstruo. Paisaje de venatorias, de juego de tablas y torneos, de gaya scienza. Los mismos presagios colombinos son recuerdos de las palomas minervinas. Mapas de ciudades desconocidas, delicada jardinería que las ciudades cuanto más oníricas más diseñan. En el momento de la tensión del disfrute que se avecina, el Almirante graba en su cuaderno: "Vieron pasar una caña y un palo, y tomaron otro palillo labrado, a lo que parecía, con hierro, y un pedazo de caña y otra yerba que nace en tierra, y una tablilla". Donde parece coincidir la delicadeza provenzal con el primor minucioso de la lámina china, afanosa del relieve de cada hoja y de cada plantación de bambú.

 

En la otra estación imaginativa, los monstruos son colocados en la tierra desconocida, en la incunnábula. Yo le llamaría a la fiebre que recorrió a la Europa prerrenacentista, la imaginación de Kublai Kan, desatada par los viajes de Marco Polo a Cipango. La imaginación de un imperio centrado en una nueva ciudad, por una dinastía que se inicia, donde situar los monstruos como nuevas maravillas del mundo. Las sonajeras en el combate de los chalquenses, parecen recordar las instrucciones musicales de Kublai Kan, para entrar en el combate. "Tan pronto como se disponía el orden del combate, los músicos hacían sonar un número infinito de instrumentos de viento, atabales y chirimías, y todos cantaban a toda voz, según la costumbre de los tártaros antes de entrar en la lucha. No comenzaban a pelear antes de oír la señal emitida por címbalos y tambores, y era tal el tañer de címbalos y el golpear de tambores y tal el canto, que era maravilla para el oído". Todavía en la época de Coleridge, precisado por las nubes marmóreas del opio, la ciudad de Kublai Kan, mantenía sus emblemáticos poderes imaginativos. Se buscaba por todas partes algo mongólico, bárbaro y desusado, que calmase el cansancio de la dinastía de los Sung. La intimidad que guía a los hombres de la conquista es el encuentro de una sangre nueva o bárbara, que en plena entrada del Renacimiento, aportase el nuevo fervor. Se diría que en las cortes de Juan II, de Francisco I, de Enrique VIII, había el deseo de encontrar los nuevos mongoles, los nuevos bárbaros, la nueva sangre. Esa apetencia de imaginaria búsqueda mongólica, unida a los restos de los de imaginación provenzal, traía aparejado el concepto del "salvaje bueno", y posteriormente de las "indias galantes" en la época ya remansada de Couperin, donde el cansancio de la imaginación europea había descendido de la búsqueda de la bondad al encuentro de las delicias.
 

La imaginación de Kublai Kan está vivaz y en relumbre en nuestros días. Cuando en La tierra purpúrea, de Hudson, el relato de los estancieros en lo inverosímil y desusado, llega a la gran serpiente lampalagua, del tamaño de un muslo de hombre, que absorbe el aire, a través de la distancia, poniendo en camino la presa, hasta adentrarse por la cueva de su garganta, retrocede a la era de la imaginación Kublai Kan. Los prodigiosos animales del Katmandú, en la Persia de Marco Polo, dirigen con su red imaginaria la aparición de las otras "maravillas del mundo". La "niebla seca" ya prepara la trampa para los viajeros desusados, que abandonados a sus deleites ingenuos, se sienten rodeados del polvo y de envolvente oscuridad, hasta que despiertan entre flechas, y la mano de humo dulce, que comienza a ceñirlos y a desangrarlos.
 

Esa imaginación elemental propicia a la creación de unicornios y ciudades levantadas en una lejanía sin comprobación humana, nos ganaban aquel calificativo de niños, con que nos regalaba Hegel en sus orgullosas lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, calificativo que se nos extendía muy al margen de aquella ganancia evangélica para los pequeñuelos, sin la cual no se penetraba en el reino. Hay allí una observación, que no creo haber visto subrayada, que es necesario crear en el americano necesidades, que levanten sus actividades de gozosa creación. Además de la función y el órgano, hay que crear la necesidad de incorporar ajenos paisajes, de utilizar sus potencias generatrices, de movilizarse para adquirir piezas de soberbia y áurea soberanía. "Recuerdo haber leído, dice Hegel con una displicencia casi exenta de ironía, que a media noche un fraile tocaba una campana para recordar a los indígenas sus deberes conyugales". ¿Han meditado en lo que implica esa testaruda afirmación de Hegel, de desarrollar en el americano, el concepto y la vivencia de la necesidad? La gana española que pasa a nosotros como desgana, falta de rechazo y aproximación. La gana española es una manifestación de signo negativo, no tener ganas en el español es apertrecharse para una resistencia si alguien pretende sacarlo de sus apetencias. En el desgane americano hay como un vivir satisfecho en la lejanía, en la ausencia, en el frío estelar ganando las distancias dominadas por el impersonal rey del abeto.
 

Es muy significativo que tanto los que hacen crónicas sin letras, un Bernal Díaz del Castillo, como los misioneros latinizados y apegados a las sutilezas teologales, escriben en prosa de primitivo que recibe el dictado del paisaje, las sorpresas del animal descubierto, acorralado. Se percibe en las primeras teogonías americanas, aun en los cantos guerreros, un no resuelto, un quedarse extasiado ante las nuevas apariciones de las nubes. Es muy curioso que en las tribus precortesinas hay el convencimiento de que alguien va a venir, se está en la espera de la nueva aparición. Sin embargo, en los cronistas el asombro está dictado por la misma naturaleza, por un paisaje que ansioso de su expresión se vuelca sobre el perplejo misionero, sobre el asombrado estudiante en quien la aventura rompió el buen final del diploma de letras.
 

Al extremo de que cuando la batalla se establece sobre el retrato de primores, minucias trabajadas con alucinación, los indios sorprenden en los campamentos y en las tertulias levantadas en el fanal de proa. La cornucopia solemne y ceremoniosa, abierta ante Cortés, los deslumbra y achica, "lo primero que vio, dice Bernal Díaz del Castillo, una rueda de hechura de sol de oro muy fino, que sería tamaño como una rueda de carreta, con muchas maneras de pinturas, gran obra de mirar''. Todo esto haría pensar a los españoles en las embajadas persas ante el Papa, en la llegada de los Hermanos Polo a la remota Cipango. Existe por parte de los aztecas como un afán cruel, de secreto desdén, en abrumar lo necesario imprescindible, la pobreza castellana, la enjutez de las naos avisadas tan sólo para el botín. Y luego, "otra mayor rueda de plata, figurada la luna, y con muchos resplandores y otras figuras en ella". Ante ese vuelco del primor obsequioso, se percibe a Cortés atolondrado, vacilando para lograr la igualdad con aquellos hechizos. Cortés debe haberse considerado obligado a extraer de sus valijas y secretos, esa escondida obra muy querida, que todos llevamos en los viajes, una hoja inicialada, un cuchillo con volante medialuna. El hidalgo castellano, que en su pobreza, extrema el sacrificio al devolver la embajada, envía "una copa de vidrio de Florencia, labrada y dorada con muchas arboledas y monterías que estaban en la copa". Momentánea tregua del señorío, en que compiten los primaverales cuarteles del envío y el despliegue, lujoso, como en ese primer movimiento de los guerreros al enfrentarse, en el que desenredan un garbo, o sueltan el halcón tan sólo por la fiesta de su amarillo candela.
 

La primera embajada de Moctezuma había sido plástica y detallada. ¿Por qué se perdieron esos primeros retratos que los artistas de Moctezuma hacían de Cortés y sus capitanes? Exquisitos artistas se solazan no tan sólo en los nuevos rostros, sino pintan lebreles, pelotas y los desconocidos caballos. Cortés, antes del cambio ceremonioso de la obsequiosidad, les juega la broma por el susto. Manda que se preparen las lombardas para el trueno gordo, rodado por la garganta de los roquedales. Los enviados plásticos, después del natural asombro, se aplicaron a pintar el mismo trueno, que es prueba de adelantar al enemigo, asegurándole en el diseño previo y la previsión topográfica.
La relación de los cronistas no lo consigna, pero el asombro de Cortés debe haber sido crecido y temeroso en secreto, ver aquellos embajadores plásticos, afanosos de copiar su ejército hombre por hombre, todas las piezas y animales. Tampoco se consigna el natural júbilo tribal, de ver llegar aquel ejército reducido por la miniatura y el doble. Aquellas danzas de la muerte que se deben haber trenzado entre los retratados, los doblados, sabiendo cómo agrupar las flechas para cada rostro. Sutilizadas las vanguardias guerreras por aquel doblaje plástico, se comprende por qué a Cortés, cuando llegaron los envíos de su obsequiosidad mayor y lujosa, no le quedó más remedio que echarle mano a aquella copa florentina, recorrida de arboledas y floridas venatorias.

 

Por esa falta de apostilla para lo que después va a interesar a otras secularidades, no tenemos noticias suficientes ni desarrollos de aquellos casos de españoles colonizados por los indios, como aquel Gonzalo Guerrero, que no quiso ganarse el destino de Aguilar, el traductor. Ya casado, ya con tres hijos, ya con las orejas horadadas. Y también cacique. Además, tranquila y eficazmente dominado por su mujer, que cuando Aguilar, el traductor, intenta sonsacarlo, le dice: "Mira con qué viene este esclavo a llamar a mi marido; ídos vos y no curéis de más pláticas".
 

Eran los hombres sin insistencias humanísticas los que podían captar el asombro, el nuevo unicornio, que no regresaba para morir; la gran serpiente, y no marina, aspirante tromba de aire, que desde la lejanía, ordena los deseos de su incorporación, con fruitivos espasmos para el anhelo que no ha sido visto. Los hombres del gran enchape clásico, un Mateo Alemán, un Gutiérre de Cetina, refugiados en México, balbucean, hacen ejercicios de pronunciación, o se pierden en lances coloniales de escalas de seda y farol tuerto. Devorados por la mitología grecorromana, por el período tardío de sus glosadores, no podían sentir los nuevos mitos con fuerza suficiente para desalojar de sus subconciencias los anteriores. Dos mitos, sin embargo, en las últimas treguas de la colonización y en las primeras de los virreinatos, recorren las obras del barroco incipiente, del despertar americano para la acumulación y la saturación. El mito de Acteón, a quien la contemplación de las musas lo lleva a metamorfosearse en ciervo, durmiendo con las orejas tensas y movientes, avizorando los presagios del aire. El otro mito tomado de Plinio, sobre la vigilancia de las águilas, que alejan sueño con una garra levantada, sosteniendo una piedra para que al caer se vuelva a hacer imposible el sueño. Símbolos de astucia, de cautela o resguardo, ¿qué enemigos justificaban esa vigilancia extremada? ¿Se iba realizando aquella monarquía universal, aquella luz de imperio, aquella Ecumene prometida? Muy al contrario, aflojado aquel centro metropolitano, la escenografía con sus gárgolas de cartón sudado, con la reina disfrazada de la pastora Marcela y el rey de niño amor, ocupaba el sitio donde el hombre avanza dentro de la naturaleza, acompañándose tan sólo del ruido de sus propios pasos naturales para alcanzar la gracia sobrenatural.

 

*Tomado de José Lezama Lima, El reino de la imagen, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1981.
 

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