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SHANGHÁI* Lázló Krasznahorkai

 

(Traducido del inglés por Rolando Prats)

 

Yao, ¿por qué miente?

 

En Shanghái, la metrópoli de dimensiones indeterminadas, orgullo de la Nueva China, Tierra de los Sueños de Grandes Posibilidades, sus propietarios de una riqueza como no se hubiese podido nunca imaginar en este país, importa algo: aquí, tal vez en la zona residencial más grande de China, no hay nada que buscar, pues aquí no hay pasado que pulverizar con sudorosa mano de obra, no hay monumento que proteger: esta es una ciudad moderna y joven en el sentido estricto de la palabra, en la que el pasado está representado por el antiguo Barrio Francés construido en el siglo XIX y algunos edificios europeos desperdigados, y por el Yu Yuan[1], ese jardín privado particularmente espléndido y gigantesco de la época de la dinastía Ming—aquí no existe el futuro, lo que además significa que Shanghái no sólo no tiene pasado

sino tampoco presente; cegada por su futuro, Shanghái no tiene tiempo para el presente, de modo que, después de todo, Stein y su intérprete carecen de expectativas, y hasta sienten una especie de alivio cuando una de las primeras noches se pasean por el famoso boulevard, ufano de sus fachadas europeas de hace cien años, o por el Bund[2], en el centro de la cioudad, a lo largo del río, desde donde, por encima del río Huangpu[3], pueden vislumbrar, en la otra orilla, los rascacielos del distrito ultramoderno de Pudong[4], espectáculo estimulante para tantos millones de nuevos chinos, sí, sienten alivio, de pie junto al muro a la orilla del río, en medio de la masa de jóvenes alegres y apretujados, y mientras dirigen la mirada hacia el tal Pudong hasta sienten una leve satisfacción, ya que es bueno ver, le señala Stein al intérprete, que esta vez no es el ilustre pasado, sino el ilustre futuro el que ha sido encerrado en un gueto: porque Pudong es un gueto, un distrito enclaustrado en que la Nueva China puede demostrarse a sí misma que ha tenido éxito, que ha tenido éxito en la construcción de los primeros kilómetros de la simbólica Súper Autopista, claramente un objeto ideológico de la Nueva China y que sólo puede conducir de vuelta al compulsiva y largamente esperado "Imperio Medio"[5], comprensible sólo para los chinos.

 

Tratan de abrirse paso a una reunión, para que después de la exasperante experiencia de Shanghái, adquirida en el curso de numerosos diálogos con conocidos intelectuales y que no desembocaron sino en malos recuerdos, el combate diario entre unos pocos ostentosamente prósperos y los oprimidos, decisivamente predominantes y en las últimas, y un largamente codiciado espectáculo de kunqu[6] en el Teatro Yifu[7], para que, después de todo eso, puedan compartir con alguien sus ideas acerca de la situación de la cultura tradicional: se dirigen a una cena con Yao Luren, un joven profesor universitario, bien vestido y acomodado, que enseña historia de la literatura en alguna universidad del Gran Shanghái. Se han dado cita frente al Hotel de la Paz; de ahí el joven profesor los lleva a un moderno restaurante de varios pisos, horriblemente ruidoso y abarrotado. Se abren paso con gran dificultad hacia la mesa reservada, se sientan y, después de presentarse con ayuda del intérprete, László Stein revela que se siente devastado, y que a los fines de esta conversación se ha preparado para algo que por lo general nunca se atreve a hacer: hablar de su desasosiego, con franqueza, ignorando las cortesías habituales, sin disimulo y, si es necesario, contradecir a su interlocutor, discutir e insistir y ahondar en sus ideas hasta sentir que el otro ha comprendido. Stein ni siquiera espera por los hors d'oeuvres, y ya ha empezado a dirigirse a Yao con particular franqueza, como si se hubiese sentado a conversar con un buen amigo.

 

Stein no habría podido cometer error más grave.

 

A manera de introducción, comienza a contarle a Yao: desde que empezó a viajar por el lugar, en esta provincia de China tan conocida por sus valiosas tradiciones, sólo ha tenido experiencias amargas. Ve la nueva vida de la Nueva China— centro neurálgico de un ansia monstruosa y vehemente de dinero y de cosas que se pueden obtener con dinero, ve las masas de turistas que inundan los llamados monumentos culturales, pero también ve que esas personas no tienen ningún vínculo con su propia cultura clásica, pues sus monumentos culturales han dejado de existir— en nombre de la restauración, la esencia de esos monumentos ha sido aniquilada, aniquilada por el más ordinario de los gustos y la más barata de las inversiones, así como por el aterrador principio de la mayor ganancia. Stein pregunta si esas impresiones coinciden con las de Yao. Le pregunta si le parece correcto pensar que la posición de la cultura clásica en China ha sido totalmente arrasada.

 

YAO. Ciertamente, no es el caso. Por el contrario, en mi opinión, la cultura clásica se encuentra en una posición mucho mejor de lo que ha estado nunca. Me refiero a que, en un sentido histórico, cuando a principios del pasado siglo se inició el proceso de modernización en China, este jamás condenó la cultura clásica al aniquilamiento. Por otra parte, no hacía falta hacerlo, porque un aspecto muy importante de la cultura clásica es que es muy adaptable, muy abierta a otras culturas, establece vínculos muy fácilmente y no rechaza otras culturas cuando se enfrenta a ellas. El mejor ejemplo de ello es cómo en China, antes de la era Han, no existía ninguna religión, en el sentido de personas que creyeran en un solo dios, o muchos dioses—semejante concepto religioso aparece sólo en el budismo, una religión extranjera que fue expresamente convertida en religión de Estado en el período comprendido entre las dinastías Han y Tang. Este es sólo un ejemplo, en el que podemos ahondar, y podemos afirmar con seguridad que los encuentros con los pueblos situados en la periferia de la esfera cultural de China fueron siempre muy cordiales. Así que ¿por qué ser hoy hostil a la civilización moderna de Occidente? Si nos fijamos en el siglo XX, se podría pensar superficialmente que la modernización era un movimiento dirigido contra la tradición. No es cierto. El verdadero objetivo de la modernización era lograr que la tradición viviese en su interior pero en forma renovada. Aquellos a quienes respetamos como las figuras más destacadas de ese movimiento, como Lu Xun, eran tan versados en la cultura clásica como los literatos de las épocas que precedieron la modernización.

 

Stein lo interrumpe, y dice que, dejando de lado lo que Yao acaba de decir sobre la falta de religiosidad de la época anterior a la dinastía Han, hasta donde puede juzgar, a finales del siglo XIX y principios del XX, la idea de la modernización—a saber, la demanda incondicional de renovación de la cultura y la sociedad, se debió precisa y fundamentalmente a una profunda insatisfacción con la tradición. Por supuesto, las más grandes figuras de ese movimiento, añade, adquirieron su erudición clásica a través de la instrucción tradicional, ya que no existían otras formas de instrucción, pero todo lo que se proponía el movimiento que habían iniciado era crear una cultura moderna que reemplazase la tradicional. Y no ningún tipo de combinación de ambas culturas.

 

YAO. Reconozco que el proceso hacia una cultura china moderna se dio a expensas de la cultura tradicional. Pero eso no significaba, y no significa hoy en día, que hubiese cambiado la relación de los intelectuales chinos con la cultura tradicional. La base de la cultura de los intelectuales chinos es la cultura clásica tradicional, incluso hoy.

 

Pero es imposible que Yao Luren de veras piense eso, Stein mira al intérprete y le pide que traduzca con exactitud. Ahí tenemos a Shanghái, dice. Miramos por la ventana, caminamos por las calles, hablamos con la gente. Todo el mundo, sin excepción, se afana sin cesar... por el bien de la creación de una China moderna. Él, Stein, no ve más que masas de personas que sienten curiosidad por los procesos consumados del mundo moderno—es lo que estudian e imitan y a lo que se conforman. En su experiencia, continúa, a juzgar por las declaraciones de los intelectuales, están fundamentalmente interesados en lo que pasa en Estados Unidos, Europa y Japón. Y usted, Stein observa a su interlocutor con la más cándida de las miradas—como alguien que tratase de animar a la persona que tiene delante a poner una cara similar—¿dice que aquí los intelectuales viven en una cultura tradicional? ¿Que la base de su cultura es la tradición? Su impresión, dice Stein, después de cada reunión, es que los intelectuales ya no tienen ninguna relación con su antigua cultura, que sólo reaccionan a ella con declaraciones sin sentido. Le parece tan evidente, sobre todo aquí, en esta gigantesca ciudad que se moderniza a una velocidad tan espantosa, ¡que ya no sabe qué decir! Entonces se disculpa—Stein comienza a excusarse—pues sabe que está violando las reglas de la cortesía contradiciendo a su anfitrión, pero decirle a él que esos intelectuales—que ­­­­­­­­­­­­­claramente ocupan sus días con la adquisición práctica y la asunción psicológica de todos los valores del mundo moderno americanizado­—respetan la tradición, ¡no es algo que Stein pueda dejar pasar! ¡¿Así que realmente conocen la cultura clásica china como su propia cultura?! ¡¿Así que en realidad la viven como propia?! Lo único que se le ocurre es que Yao le diría eso a alguien que él crea que no entiende nada de la cultura china o de la modernización china, pero no puede concebir que el propio Yao crea en lo que está diciendo.

 

El intérprete da claras muestras de angustia, pero traduce con precisión. Yao lo escucha sin interrumpirlo, pero apenas puede contener los deseos de hablar.

 

YAO. Usted no diferencia entre la cultura de las clases educadas y la del estrato más amplio de la población. Y usted no ha tenido en cuenta que siempre han existido influencias mutuas y vínculos entre las dos capas de la cultura clásica. Le voy a citar un ejemplo. No son los intelectuales los únicos aficionados al teatro kunqu­­­—la población en general también lo disfruta realmente. Y usted puede ver en la audiencia no sólo a personas mayores, sino también a jóvenes. Existe una Sociedad de Investigaciones sobre el Kunqu que fue fundada después de la Revolution Cultural[8]. Es sólo un ejemplo. La cultura clásica china puede ser investigada desde muy diversos ángulos.

 

Stein piensa en que si continúa absteniéndose de circunloquios amables, Yao se verá finalmente obligado a abrirse. Y así, después de volver a disculparse, continúa diciendo que Yao no ha respondido a su pregunta. Por lo demás, y del mismo modo, añade, vivir e investigar una cultura son dos cosas muy diferentes. En China, hace sólo unas décadas, era algo fantástico, incluso formidable, cómo alguien podía sentir que la cultura clásica china era verdaderamente una realidad cotidiana, porque en sus profundidades era indestructible. Y él, Stein, había empezado con cierta secreta esperanza—porque, dice, siempre se empieza con alguna secreta esperanza en este país—, pero, bien, estas pocas semanas desde que llegó aquí han vuelto totalmente imposible para él seguir alimentando en su fuero interno esa esperanza, porque hoy por hoy afirmar que esta sociedad podría tener algún tipo de vínculo con sus propias tradiciones, que esta sería, en lo más profundo, su realidad diaria—es simplemente absurdo. El hambre increíble de estos últimos años por la creación de una economía de mercado, el hambre por la adquisición de dinero y posesiones vuelve ridículas tales declaraciones, incluso retroactivamente. Y en cuanto al ejemplo que cita Yao—Stein lo mira más resolutamente—da por seguro que no desea probar, citando la fundación de las sociedades kunqu, que el teatro kunqu está vivo y es floreciente. Las sociedades kunqu están muriendo porque ni la inteligencia ni el “estrato más amplio de la población” están sentados en la audiencia. Ningún tipo de estrato más amplio de nada se sienta ahí en absoluto. Ya es un milagro que incluso haya algunos espectadores, que incluso se presente alguna función en algún sitio.

 

YAO. La cultura clásica china sigue viva en las profundidades. En la superficie puede parecer que, mientras sigue en curso la construcción de una sociedad industrial, la cultura clásica ha sido relegada a un segundo plano, pero si en realidad esto hubiese ocurrido, los valores clásicos, una vez más, recuperarán su importancia—serán los valores a los que se vuelvan de nuevo las personas, puesto que tendrán necesidad de ellos, tendremos necesidad de nuestra propia cultura, cuya esencia no puede ser otra que la cultura clásica. No es algo que se pueda cambiar.

 

Stein le pregunta a Yao qué quiere, en realidad, decir con el término "cultura clásica china”.

 

YAO. Para mí significa una creencia. Otros piensan que es la práctica de la vida de acuerdo con los principios más elevados. Usted no puede entenderlo, pero es así, y los jóvenes de hoy se esfuerzan no solo por vivir una vida cotidiana.

¿Por qué no podría yo entenderlo? Stein abre los brazos. Nada le gustaría más, dice, que encontrar algunos hechos que le permitieran pensar lo mismo. Pero no encuentra ninguno, y deja caer los brazos. ¿Los jóvenes de hoy?—Y se hace eco de la expresión. Sin duda Yao es uno de esos jóvenes, y sabe muy bien cómo los jóvenes chinos pasan su tiempo en las ciudades. Entonces, ¿por qué dice otra cosa? Andan pegados todo el día a los pezones de la computadora o la televisión, en el mejor de los casos en librerías y bibliotecas, tratando de familiarizarse con la cultura de masas occidental, divirtiéndose con ello, o, en el más elevado de los casos, tratando de familiarizarse con los logros más valiosos de la cultura occidental y adaptándolos al aparato de su propia vida intelectual.

 

Stein mira a Yao y siente que este observa sus argumentos con una mirada cada vez más fría. De hecho, es en este momento que debe parar, pero no se da por vencido, trata de retroceder un poco, de buscar algún principio, algún punto en común, y comienza a interrogar a Yao: En términos generales, ¿qué considera la esencia de la cultura?

 

YAO. La cultura es la fuerza que nos ayuda a descubrir la esencia de la vida. Es encantamiento. La cultura china fue siempre un continuum, nunca se occidentalizó. Tampoco lo hará ahora. Porque la tradición es más fuerte de lo que usted cree.

 

Stein siente que la conversación es una suerte de caída en picada, en la que, no obstante, él único que está cayendo es él. Comienza a perder la paciencia; comienza a olvidar que es precisamente eso lo que no debería hacer­­—si quiere hacerse entender—, así que entonces le confiesa a Yao que se sentiría eufórico si pudiese sentir la fuerza de esa tradición. Lo que pasa es que, responde con tristeza, solo experimenta lo opuesto. En todas partes. Es tan evidente aquí en las grandes ciudades que ni siquiera tiene sentido intentar demostrarlo. Y en el campo, pues, ¿qué otra cosa quieren que no sea, especialmente los jóvenes—y de nuevo lo mira con esa mirada sincera—qué quieren que no sea residir en las grandes ciudades en esta moderna cultura de masas, porque es de eso de lo que estamos hablando aquí—o, en el caso de los intelectuales, hacerse de contactos, en medio de las ventajas de la gran ciudad, con la cultura de élite de Occidente y asimilar totalmente esa cultura? Y, además, tan pronto como sea posible y en números cada vez mayores… En cada ciudad, con cada conocido, cada amigo, en cada conversación, Stein alza la voz, esta es su experiencia. Y como sabe Yao, añade, el objetivo de su viaje no es averiguar si la intelectualidad china respeta de palabra la tradición, sino ver si la vive. Ni que decir tiene que la respeta. ¿Pero acaso la vive? O, si ello ya no fuera posible, ¿qué harían ustedes, hablando en términos prácticos? ¿Se paran ustedes—Stein pregunta con amargura— frente a los templos cada vez que se aparecen esos “conservacionistas” que no saben nada para proteger con vuestro propio cuerpo los tesoros? ¿Salvaguardan ustedes objetos artísticos en toda China? ¿Se los llevan a los museos para que puedan encontrar refugio? ¿Y luego van con sus hijos a esos museos a mirar esos objetos? No, niega con la cabeza, Stein no cree que Yao haga eso. Esas creaciones artísticas originales fueron destruidas por la guerra civil, o por la era maoísta, o por el gangsterismo turístico de hoy, o por el propio tiempo, o peor, han sido falsificadas y vendidas como si fuesen auténticas. Lo que en la mayoría de los casos ha visto, Stein se dice a sí mismo, en sus viajes durante los últimos 10 años por las provincias de China y sus visitas a templos y monumentos, no es otra cosa que la destrucción de esos exquisitos objetos a manos de gente indigna de ellos. Adondequiera que ha ido se ha topado con falsificaciones y fraudes. Porque, continúa diciendo con amargura, los templos se falsifican en nombre de su reconstrucción. Los monumentos antiguos son "salvados" pero no lo son—esos monumentos son necesarios, por lo que en lugar de salvados son destruidos sobre la base de consideraciones puramente materiales nacidas de un enfoque barato y diletante. Entonces se percata—Stein desacelera, pues se da cuenta de que está hablando demasiado rápido para el intérprete— de que el único objetivo es vender algo que antes era un auténtico templo, un auténtico lugar sagrado, una estatua auténtica de Buda; venderlo como una falsificación, ya sea como nuevo "por arte de magia" o vuelto a embadurnar y, lo que no deja de ser triste, incluso a inocentes turistas chinos. Eso es lo que está pasando, esa es su experiencia—y Stein ahora siente que ha podido recuperar un tono más calmado. Y así, explica, tratando de persuadir con los ojos a Yao de sus buenas intenciones, lo que los chinos están aniquilando es su propia cultura, que de hecho podrían estar viviendo. Pero ustedes no quieren vivir esa tradición, usted y sus compatriotas, dice Stein, y con un gesto señala el bullicioso salón, usted y sus compatriotas viven la cultura de masas de segunda clase que hace juego con la llamada moderna economía de mercado, así como la llamada cultura de élite, dragada del escuálido vórtice del mercado; y lo hacen por su propia voluntad, igual que nosotros, por cierto, en Europa. Y le pide al intérprete que, una vez más, y de forma continua a partir ahora, añada una disculpa. Y el intérprete dice que eso ha estado haciendo de manera constante. Prácticamente después de cada frase. Pero le señala a Stein que ya no hay manera de llevar la conversación a un nivel más amigable. Y tiene razón. A Yao se le ha crispado el rostro, su voz desciende de alturas cada vez mayores.  Ya ha quedado claro que apenas tiene nada que declarar que este europeo sea digno de escuchar.

 

YAO. Está equivocado. La cultura tradicional juega hoy en China un papel decisivo en la vida—a pesar de tendencias capitalistas.

 

Por algunos instantes, permanecen callados, Stein piensa, Yao come. ¿Qué debe hacer? ¿Continuar? ¿Detenerse? Stein decide no detenerse, y entonces pregunta si en las condiciones actuales la intelectualidad tiene alguna oportunidad de participar en las decisiones. ¿Tiene la intelectualidad algún tipo de importancia en cuanto a su influencia en lo que sucede en China? Porque usted lo sabe—trata de señalar a la atención del otro aquello que comparten incondicionalmente, en las otras sociedades del mundo, las llamadas sociedades desarrolladas, la situación es trágica: la capa de la sociedad conocida como la intelectualidad independiente se ha desplomado, no tiene influencia en nada en absoluto, lo que tiene que decir no es importante, escribe sobre el estado del mundo, pero ninguna decisión se toma como resultado de su influencia o sus aportaciones, las cosas se deciden a un nivel con el cual la intelectualidad independiente—en el antiguo sentido del término— no tiene ningún vínculo. La inmensa mayoría de ellos han optado por un papel acrítico frente a las estructuras de poder con el fin de tener algún acceso al proceso real de adopción de decisiones. Y cuando se le ocurre esa idea es como si pudiera despertar de nuevo el interés de Yao en la conversación: la propia erudición ha desaparecido, Stein dice, y con ello el concepto mismo de erudición. Y—aunque sea por un breve momento—en los ojos de Yao finalmente destella un cierto interés.

 

YAO. Esa es una pregunta específica. Las opiniones de la intelectualidad, sus juicios, su influencia, no afectan directamente los procesos de la sociedad. La intelectualidad puede afectar la realidad a través de la transmisión de la cultura y la educación. En la China imperial, por ejemplo, eran los propios intelectuales los instructores del emperador. Podían influir en los gobernantes fundando escuelas y por medio de la instrucción que se impartía en ellas, aun cuando no tuvieran un papel político directo. No existen ejemplos similares a este en ningún otro lugar del mundo, existía solo en China, y desde entonces nunca ha existido ningún tipo de mecanismo similar...

 

Stein asiente con aprobación, y dice que sí, que ese pasado era realmente maravilloso. Por eso, dice, el mundo entero respeta en grado tan extraordinario el antiguo orden social del confucianismo[9] o, más exactamente, la función que el propio Confucio quería atribuirles a los preceptos morales. La imagen de semejante sistema, que podría incluso considerarse ideal, puede verse en el pasado milenario de China, en que la erudición en esencia significaba vivir conforme a preceptos morales que poseían el valor más alto posible y habían sido incorporados en la estructura de la sociedad; la sociedad era una estructura construida sobre la creencia en la moral. Stein no se detiene en este punto, pues sin duda—señala con un movimiento de la mano—Yao sabe de ello de manera mucho más precisa y profunda; de modo que Stein plantea solo una pregunta: ¿Qué ha quedado de ello? Nada, Sr. Yao. ¿Está de acuerdo?

 

YAO. No. En absoluto. El papel de los intelectuales es hoy igualmente importante. Usted me ha transmitido lo que ha sucedido con los intelectuales en los países anglosajones desarrollados. Ello, sin embargo, no va a suceder en China.

 

Del rostro decepcionado de Stein se infiere claramente que no contaba con esa respuesta. Y expresa su decepción o, más bien, su incomprensión, preguntándose si Yao puede de veras creer que la constelación en la que China entró con la autorización de las relaciones mercantiles no es en todas partes la misma. ¿Cree Yao realmente que el efecto de la legitimación de las inversiones, los mercados de divisas y las leyes de las finanzas globales de alguna manera podrían ver disminuido su poder en China, y sólo en China, y de alguna manera funcionar de manera diferente?

 

YAO. China no es igual. China es diferente. China no se puede comparar con ningún otro país. Las leyes son diferentes aquí, específicas. Por ejemplo, la tradición de la importancia social de la intelectualidad, su extraordinaria importancia, el papel vitalmente importante y bien conocido de los literatos, es muy fuerte.

 

Está claro que Yao quiere extenderse, sin condiciones, sobre el asunto, por lo que Stein simplemente lo interrumpe de manera servicial, indicando que comparte la opinión de Yao, y pregunta cómo podría explicarse esa prestigiosa función social.

 

YAO. La escritura china—y su destacado papel—no puede compararse con nada. Desde que existe la escritura, la escritura y las personas instruidas han tenido una importancia decisiva en la historia del espíritu y la sociedad en China. En ningún otro lugar del mundo la escritura o un sistema de escritura han tenido una importancia tan crucial. Fue sólo gracias al respeto innato por la escritura, inherente al confucianismo, que China era gobernada de acuerdo con los principios confucianos y que China se asentó en la tradición confuciana—tradición que se mantiene hasta hoy. La escritura china era sagrada, irrevocable, era obligatorio el respeto absoluto por ella, por lo que la tradición de la cultura clásica, preservada por escrito, era ejemplar e irrefutable. No sostengo que no hayan actualmente o no hayan habido influencias perjudiciales derivadas del confucianismo—que hizo que la sociedad fuese demasiado rígida, todo el mundo lo reconoce. Pero es importante su posición de respeto por la escritura y, a través de ella, por la creación, única en el mundo, de una cultura vigente en la escritura—, esa posición siempre ha sido y sigue siendo muy digna de reconocimiento...

 

Stein lo interrupe y dice que él, junto a muchos otros, no ve en el confucianismo o, más propiamente dicho, en las enseñanzas de Confucio, un instrumento mediante el cual la sociedad se vuelva excesivamente rígida, sino más bien una teoría de la sociedad que puede asegurar la continuidad de la sociedad. No es que la volviese rígida, sino que le ofrecía continuidad. O tal vez ni siquiera le ofrecía esa continuidad, sino que simplemente articulaba y codificaba la idea de que la sociedad era algo continuo. Y le pregunta a Yao si en su opinión sería posible cualquier tipo de renacimiento del pensamiento confuciano.

 

YAO. El actual estado de cambio es inconmensurable. Pero tengo la sensación de que esos cambios son externos. La tradición opera en las profundidades. Y uno de los elementos más decisivos de esto es el confucianismo. No creo, sin embargo, que pueda revivirse en forma inalterada. Pero es indiscutible que jugará un papel crucial en el futuro. La sociedad actual se encuentra en un estado de agitación. Si volviera la tranquilidad, entonces China también volvería a sus propias tradiciones. En mi opinión, en China ocurrirá lo contrario que en Europa del Este, en las antiguas sociedades comunistas. En Hungría, la intelectualidad desempeñó solo un papel insignificante, de ninguna manera su papel se puede comparar con el de los intelectuales chinos. En China, ese papel no podrá nunca disminuir. Pues siempre ha sido muy fuerte.

 

Stein tiene serias dudas sobre ese razonamiento, pero a fin de no interrumpir lo que ha comenzado, pregunta si la intelectualidad de hoy en día no se ha distanciado demasiado del llamado estrato más amplio de la sociedad.

 

YAO. Históricamente hablando, esa relación no fue demasiado maravillosa, es decir, siempre fue mala. Los intelectuales siempre creyeron que el destino del mundo, es decir, China, estaba en sus manos. Ese fue uno de los rasgos más negativos de los literatos chinos. No se preocupaban por tener ningún tipo de vínculo real con un espectro más amplio de la población, se creían únicos y, por lo tanto, menospreciaban a las clases más bajas. Ello tendrá que cambiar en un renacimiento democrático.

 

Esta última frase, y su obvia y hueca demagogia o, mejor dicho, su inconmensurable falsedad, una vez más vence a Stein, por lo que enseguida trata de pasar a otro tema, o abordar el mismo tema desde un ángulo diferente, porque Stein no se puede dar por vencido, no puede parar, se precipita ahora mismo cuesta abajo, y pregunta y vuelve a preguntar, por ejemplo, qué tipo de esperanza podría haber para un joven que quisiese familiarizarse con su propia cultura clásica. Porque ¿de dónde, de qué tipo de fuentes podría adquirir ese conocimiento? Dado que la cultura clásica no es un elemento real y vivo de la existencia cotidiana o de los festivales—en su lugar tenemos la cultura de la China moderna. Así que ¿dónde puede un joven aprender nada en absoluto sobre su propia

cultura original? ¿No es absurda la situación? Todas las obras de arte son falsas—en vez de restaurar monumentos antiguos, lo que tiene lugar es una suerte de comercio fraudulento, de modo que quien quiera entender la cultura clásica china contemplando sus objetos materiales no tiene ninguna posibilidad de lograrlo. En cuanto al conocimiento de la escritura clásica y la erudición clásica, parece muy obvio que no son el centro del interés de las generaciones más jóvenes. Están interesadas en otras cosas por completo diferentes, ¿no?

 

YAO. Alguien que quiera familiarizarse con la cultura clásica tiene que cumplir ciertos requisitos. Es cierto que las crónicas históricas siempre reflejaron de manera extraordinaria la visión del mundo de una determinada dinastía y que, por tanto, cada dinastía se dedicó a reescribir constantemente el pasado. Pero siempre hubo una parte de la intelectualidad que mantuvo su independencia y escribió la verdad en secreto. Esas obras están a disposición de cualquier joven que quiera leerlas.

 

Pero, pregunta Stein, ¿pueden realmente leer esos textos antiguos? De hecho, levanta un poco la voz: ¿Desean en absoluto leer esas obras? Si vamos a una biblioteca, ¿veremos esas obras clásicas figurar de manera prominente en la lista de volúmenes prestados?

 

La resignación que puede oírse en la voz de Stein le deja claro a Yao precisamente lo que que este visitante europeo piensa de él. Su respuesta es todo lo fría y breve que puede ser.

 

YAO. Están cada vez más interesados en la lectura de esos textos antiguos.

 

Stein le pregunta si lo dice en serio. El intérprete, sonrojándose, traduce sus palabras. Nada podrá ya salvar la noche.

 

YAO. Sí. Cada vez más. Y hay cada vez más interés en la cultura clásica como estilo de vida.
 

Stein siente otro estallido de aflicción, de modo que ya no siente la necesidad de tratar de salvar lo que pueda ser salvado. Y como se siente impotente, comienza a burlarse, y menciona que su vida y su estilo de vida, los de Yao, no parecen confirmar nada de lo que acaba de decir. Al menos, si se lo mira, todo en él recuerda a un intelectual que vive cómodamente en una sociedad moderna, industrializada.

 

YAO. No son más que apariencias. Ahora estoy usando pantalones vaqueros. Pero en casa tengo ropas tradicionales chinas.

 

¿Y se viste usted a veces con esas ropas?—pregunta Stein.

 

YAO. Sí. Y cuando estoy en casa siempre bebo té chino tradicional.

 

Entonces, ¿no bebe Cola, como ahora?

 

YAO. No, té.

 

¿Y que lee? ¿Los clásicos? Cuando se acuesta por la noche, ¿saca algún clásico de la era Tang y se va a la cama con él en las manos?

 

YAO. Tengo libros clásicos. Y a veces los leo, si bien no todos los días. O podría decirle algo más—viajo mucho. Muy a menudo me detengo en medio de un hermoso paisaje, y entonces siento lo mismo que quienes crecieron en la cultura clásica. Siempre me viene a la mente algún verso clásico. Y me gustan la música y el teatro tradicionales.
El intérprete trata de detenerlo, pero ya no es posible, por lo que Stein interroga a Yao, y le pregunta: ¿Cómo mantiene vivos sus vínculos con todo eso? ¿Encuentra conciertos a los que ir, espectáculos clásicos? Porque aquí en
Shanghái realmente hay que cazarlos, son tan infrecuentes...

 

YAO. No voy muy a menudo a ese tipo de eventos. Pero a veces lo hago.

 

¿No prueba eso precisamente que él mismo no puede vivir de acuerdo con los principios de la cultura clásica, como un mundo verdaderamente vivo, incluso si quisiera? Por lo menos, por pura reverencia, podría tratar de no renunciar a tener una relación de aceptación y respeto con esas tradiciones, ¿no?

 

YAO. No es posible vivir de acuerdo con la cultura clásica en todos los sentidos del término. Esta es la China moderna.
 

Stein se alegra de que al menos Yao diga eso. Le gustaría saber si sus conocidos son tan fieles a la tradición como él.

 

YAO. No, mis conocidos no. El modo de vida occidental es más conveniente. Actualmente es el estilo ideal. No es seguro que un estilo de vida tradicional resulte adecuado para los tiempos modernos de hoy. Esto hay que entenderlo. Por eso no podemos hablar de la utilización de la cultura clásica en el sentido cotidiano del término. Por ejemplo, tenemos el abrigo tradicional largo y negro, que aguna vez fue muy apreciado por los literatos, con sus botones característicos. Botones tradicionales chinos. Es algo inconveniente, ¿verdad? Son difíciles de abotonar. El estilo occidental de vestir es mucho más simple y conveniente. Entonces ¿por qué no adoptarlo? Pero eso no quiere decir que yo no admire la manera antigua de abotonarse como una tradición.

 

Al oír este ejemplo, Stein hace un enorme esfuerzo por mantener la compostura, y le pregunta si por el contrario esto no prueba que la tradición ya está muerta, en el mejor de los casos es algo para los museos, un motivo para irse los domingos de excursión con los hijos, que 10 minutos más tarde quieren ir a McDonald's. De lo contrario: ¿Cómo podría tener lugar ese diálogo? ¿Educa él a sus hijos de acuerdo con los principios de la tradición clásica?

 

YAO. Por supuesto que no es posible hoy en día.

 

Entonces, ¿dónde pueden ser validados los puntos de vista formados a través de la cultura clásica—su propia cultura? ¿Se los puede transmitir a sus estudiantes en la universidad, por no decir a sus hijos?

 

YAO. Mi impresión es que cada más estudiantes se interesan en la cultura tradicional china. En mi opinión, son muy pocos los que no lo están.

 

Se vuelve a hacer silencio en la mesa. El bullicio en el restaurante es cada vez más y más fuerte. Mientras tanto comen en silencio. El intérprete toca discretamente con el codo a Stein para que diga algo. Stein se limpia la boca, pone a un lado los palillos y, sin preocuparse por si lo que está a punto de decir tiene alguna relación con lo que han estado diciendo, o si incluso lo ha mencionado ya, dice que ha estado en muchos monasterios budistas pero que cada uno de ellos ha sido puesto en manos de incompetentes que han arruinado las estructuras y que han creado falsificaciones en nombre de la restauración. Han convertido en basura algo que era sagrado. Y no hay lugar para Buda en un edificio así.

 

YAO. Usted, señor, ha estado aquí solo por unos días, y usted sólo ve la superficie.

 

Stein responde que él ha estado aquí durante meses, y no por primera vez, y que ni siquiera comenzó a venir aquí durante los últimos años, sino que lo ha estado haciendo desde 1990, y que ve un proceso implacable, además de los monasterios destruidos que acaba de mencionar está, por ejemplo, lo caras que son las entradas, la sumamente agresiva comercialización, el engaño y las mentiras. Y los chinos están haciendo esto en nombre de su propia cultura.

 

YAO. Esa es sólo la superficie.

 

Stein lo mira con ojos incautos. Entonces ¿qué puede hacer para ver no sólo la superficie, si es que esa es la superficie?

 

YAO. Usted no tiene en absoluto la menor posibilidad de comprender nada sobre la cultura china.

 

Entonces—Stein baja la cabeza resignado—nada.

 

YAO. Usted tendría que vivir aquí, y usted tendría que conocer la vida china. Y otra cosa: no conoce la escritura china. El fundamento de la cultura china es el conocimiento de la escritura china. Usted nunca sabrá absolutamente nada sobre la cultura china.

 

Es como si esta idea se le hubiese ocurrido al propio Stein de vez en cuando, en eso está de acuerdo, y reconoce que lo que Yao acaba de decir da que pensar. Porque también él se da cuenta de las consecuencias de esa laguna. Y hasta se ha puesto a estudiar. Le pregunta a Yao, no sin malicia, si está familiarizado con la cultura europea.

 

YAO. Claro que lo estoy. Se me considera alguien que conoce la cultura europea sumamente bien.

 

¿Cuánto tiempo ha pasado en Europa?

 

YAO. Nunca he estado en Europa.

 

Francamente, Stein ahora no entiende, pero propulsado por una nueva idea plantea otra pregunta: ¿Cuántos idiomas habla Yao?

 

YAO. Japonés y chino. Con eso basta. Todo lo importante se traduce. Especialmente en los últimos años.

 

Con cautela, a fin de no correr el riesgo de obligar a su anfitrión a ponerle rápidamente fin a la velada, Stein le pregunta si no considera que, en su esfuerzo por conocer Europa y la cultura europea, Yao no tendría que seguir los mismos principios que le acaba de señalar a Stein.

 

YAO. No. Un intelectual chino es diferente de un intelectual europeo. Y China tiene a su disposición un historial cultural rico y formidable. Así que lo que entendamos de otras culturas es más que suficiente para formamos nuestras propias opiniones. China está interesada en China, y nuestra tarea es llevar a China, a través de sus propias tradiciones, de vuelta a su antigua prominencia en el mundo.

 

Y es este el punto del que no hay regreso. Stein siente que si no quiere ofender irrevocablemente a Yao, lo mejor que puede hacer es no seguir. El clamor de las hordas de comensales en el restaurante casi le provoca un dolor físico. Apenas han tocado la comida. Y es obvio que Yao está harto de la conversación. Con ayuda del intérprete, conversan sobre el tiempo que hace, la increíble velocidad del desarrollo de Shanghái, Yao le pregunta si ya han visto Pudong, sí, por supuesto, lo hemos visto, pregunta si han comprado alguna ropa de moda o aparatos electrónicos, porque este es el lugar para hacerlo, el intérprete dice, no, no lo hemos hecho; deberían comprar algo, al menos comprarse algo ustedes, Yao bromea con el intérprete, un joven que estaría definitivamente interesado en los productos de Shanghái, conocidos en todo el mundo. El intérprete responde que agradece mucho el consejo.

 

Vive aquí. Y sabe que no hay esperanza.


El trono vacío

 

Cuando regresan al piso que han alquilado en Shanghái, están tan agotados que por los días sólo duermen y salen a caminar, y luego, porque los primeros llamados paseos les parecieron quizás demasiado atrevidos, sólo duermen—más exactamente, yacen en sus camas junto a la Universidad de Fudan[10], en un piso de la zona residencial construida en el espíritu del realismo socialista internacional, compuesta por edificios de cuatro pisos, armados a la carrera con paneles de hormigón—en un lugar que millones y millones de residentes de Shanghái consideran su casa, sus días colmados de sueño o medio dormidos, días en los que no hay luz, ni siquiera afuera, una nube maciza e inmóvil se cierne sobre esta metrópoli de indecibles proporciones, y como no hay cambios, yacen en sus camas en vano, el cansancio de sus piernas no desaparece, de la misma manera que no se dispersa la nube encima de ellos; deciden, sin embargo, que no van a cancelar ninguna de sus reuniones, así que se van al Museo de Shanghái, después de haber admirado la verdaderamente deslumbrante colección de estatuas tan cuidadosamente ordenadas, para que la Señora Liu Huali, uno de los directores, la jefa ejecutiva— esto lo leen, por segunda vez, después de la reunión en Zurich, en su tarjeta de presentación, para que la Señora Liu, que es hermosa y trata constantemente de enmascarar su belleza, pueda responder a sus preguntas: si tuviesen alguna, añade con frialdad, y descienden, en un ascensor, a bastante distancia por debajo de la tierra, a continuación atraviesan varios pasillos, entran en un espacio verdaderamente colosal, inesperado, en una arboleda subterránea cuya presencia jamás podría haberse deducido del estilo moderno del edificio, entran en una arboleda, un jardín con aire acondicionado, se podría decir, entran en un espacio al aire libre debajo de la tierra, los árboles se inclinan sobre un agradable salón de té, las plantas florecen resplandecientes alrededor de las mesas, los pájaros trinan y, si alzan la mirada, ven el más azul de los cielos, un cielo puro en lo alto, pero para su consternación todo está hecho de plástico y con la falta total de límites del estridente kitsch chino, de modo que en los primeros momentos, cuando una niña se aparece con el té tras un gesto silencioso de la Sra. Liu, Stein ni siquiera sabe si va a pedir nada en absoluto en este sitio, pero luego de beber un sorbo de la fina taza recobra sus fuerzas, y comienza, por ahora con cierta mala conciencia, porque ya ha comenzado de esta manera tantas veces.

 

Mi estimada Señora Liu, usted sabe muy bien, pues ya le hablé de esto en Zurich, cuando nos conocimos, el profundo respeto que siento por la cultura clásica china. He sostenido muchas conversaciones con muchos intelectuales diferentes, he estado en muchos lugares y ahora, como antes, ahora también he cometido un gran error: he continuado creyendo que China sigue siendo el antiguo imperio, a ese respecto el último de todos. Tampoco tiene paralelo en la historia del mundo, ya que, de alguna manera, todavía es guiada por el espíritu clásico a pesar de los factores de la modernidad—renovación, apertura, como usted los llama—todo indiscutible y, a su manera, impresionante. Yo creía eso, en el curso de mis viajes y mis conversaciones yo creía eso, y continuamente pedía cuentas al respecto, aquí, en este país, pero he pagado amargamente por esa postura de pedir cuentas sobre las cosas, porque, bueno, es evidente que ya no es el caso. Estoy destrozado, si me permite usted declaración tan confidencial tan pronto, pero sé que no tengo a nadie más a quien agradecérselo que a mí mismo. Por ejemplo, continuamente pregunté si existía alguna posibilidad de que lo que mantuvo unida a China, si cabe usar la frase, durante milenios—si existe en absoluto alguna posibilidad de que las enseñanzas de Confucio vuelvan, revivan, y de que China, este nuevo imperio, una vez más ordene su vida de acuerdo con las enseñanzas de ese gran filósofo, de que reintegre la moral a la vida diaria. Ya usted ve, Señora Liu, lo tonto que yo era, aunque todavía lo soy, un poco, porque ahora hago la misma pregunta: ¿Qué opina usted de las enseñanzas de Confucio? ¿Queda alguna esperanza de que algo del espíritu original de esas enseñanzas pueda volver a la sociedad china y la cultura de hoy?

 

Sería absurdo citar la respuesta que sigue. De las palabras de la mujer no brotan sino banalidades, cuya realidad es tan aplastante y untuosa que han transcurrido apenas unos minutos de conversación, allí en el jardín subterráneo, y ya Stein comienza a devanarse los sesos, tratando de encontrar entre las reglas de la cortesía el único comportamiento que le permita poner fin inmediatamente a la conversación, pues—Stein observa la mirada impávida de la Señora Liu—es más que obvio que no conseguirá nada con esto. Él, Stein, sin embargo se enreda en otra pregunta y, en lugar de zafarse de esta atmósfera, se encierra a sí mismo aún más en ella.

 

Usted, Señora Liu, afirma que la cultura nacional ha entrado en una era más nueva y más resplandeciente que, sin embargo, no carece de dificultades. Entiendo. Entonces, permítame por favor expresarlo de esta manera: si salimos a la calle, y nos fijamos en la gente allá afuera, u observamos a la multitud que hace cola frente a la taquilla, aun con las mejores intenciones del mundo no podríamos decir sino que esas personas—por ejemplo­—han llegado a un punto en que tal vez hayan comenzado a respetar su propia cultura. Pero decir que esa cultura será ahora su cultura, o que alguna vez podría serlo, es o un error o una mentira.

 

Ni que decir tiene, esta vez la respuesta no se desvía un ápice de la terrible embestida de banalidades lanzada hace solo un instante, por lo que Stein guarda silencio, la Señora Liu sigue hablando, a veces en inglés, a veces en chino, a Stein le resulta insoportable seguirla escuchando, dirige suplicante una mirada al intérprete—¿podría darle algún consejo sobre cómo salirse de esta?—pero el intérprete no puede, al intérprete le cuesta transmitir en oraciones completas el hilo de pensamiento, tan dolorosamente hueco, de la tan elegantemente vestida Señora Liu, quien en todo se conforma a la imagen de la directora ejecutiva rica que ha viajado mucho, de modo que Stein, con torpeza incluso mayor, se enreda en todavía más preguntas.

 

Dice que admirar una cultura o respetar una cultura no es lo mismo que vivirla, sentirla y practicarla como parte de la vida cotidiana. Los europeos, como sabe muy bien la Señora Liu, se encuentran en una situación similar, ya que realmente respetan las antiguas culturas de Grecia y Roma pero nunca se imaginarían ni por un segundo, ni siquiera en sus sueños, que su cultura contemporánea es, “en sus profundidades”, idéntica a la helénica o la romana. Lo que es doloroso en el caso de China, sin embargo, es que la extinción de esta increíble cultura antigua ha tenido lugar solo recientemente, cuando todavía podría haberse cometido el error—y en lo que respecta a Stein, todavía él comete ese error—, todavía podría haberse engañado uno mismo, embaucado a sí mismo, consentido a creerse en su fuero interno que tal vez este dramático giro de los acontecimientos no había ocurrido, que en realidad nada había sido decidido, que no había nada definitivo, y que lo que en China había existido durante miles de años no tenía por qué desmoronarse por completo.

 

Pero la Señora Liu está hecha de un material demasiado severo para que nadie le haga perder el ritmo, y Stein se siente como si estuviera escuchando a un orador en una reunión del Partido Comunista de China, los clichés saliendo a chorros sin perturbaciones ni trabas; pero lo que es aun más desalentador en este paraíso de plástico es que la Señora Liu no entiende lo le que están diciendo, la Señora Liu no puede comprender lo que le quieren decir porque, en lo que se refiere a la Señora Liu, "el cambio es la la ley natural del desarrollo histórico” en que "lo moderno y lo tradicional deben coexistir armoniosamente”—así que, a partir de este momento, Stein no hace ningún esfuerzo por tratar de forzar las cosas, y ni siquiera es necesario, porque la jefa ejecutiva del justificadamente famoso Museo de Shanghái no necesita que le pregunten nada para decir lo que ha aprendido, y la Señora Liu recita y recita su lección—cuando de repente se dan cuenta de que un solo rasgo humano de esta funcionaria de alto rango, esta funcionaria inaccesible, este ser cuya belleza y feminidad son por necesidad ocultadas en la neutralidad del uniforme de una funcionaria de alto rango, un solo rasgo humano se ha quedado sin ocultar, tal vez porque no se puede ocultar; que, mientras habla, como alguien que de vez en cuando cediera a un mal hábito, la Señora Liu toma un mechón de su extraordinariamente rutilante cabello, negro como el ébano, de donde el pelo le cae por encima del hombro cerca de la diminuta, fina oreja, bien, ella toma un mechón, o más exactamente, la punta de una hebra en perfecto estado, tira de esa hebra delante de su cara y coloca la punta de la hebra en su boca, obviamente de manera mecánica, y recita y recita lo que tiene que recitar, sin dejar de chupar por unos segundos este, a todas luces, dulce mechón. Entonces, como alguien que se diera cuenta de lo que está haciendo, se lo echa rápidamente para atrás, lo endereza, y minutos más tarde, se olvida de sí misma, y comienza a hacerlo todo de nuevo.

 

Ni una sola frase queda, ni una sola palabra de la llamada conversación que se extiende por cerca de una hora, solo esta pequeña falla del mecanismo Liu; no pueden recordar con ninguna precisión su hermoso y noble rostro, no pueden recordar el color de su ropa, después de tres o cuatro días todo se ha entremezclado, si llevaba dos o tres diamantes relucientes en los dedos, si llevaba, por ejemplo, una pulsera, no, ni siquiera eso, casi nada, sólo puede recordar ese gesto, con el cual se llevaba subrepticiamente a la boca un pequeño mechón de pelo negro y lo chupaba un poco por la punta, solo eso queda de la hermosa Señora Liu, una de las principales curadoras del famoso Museo de Shanghái, todo lo demás se lo traga el tiempo, y no hacen sino permanecer acostados en la cama durante unos días en el oscuro apartamento, después se aproxima otro adiós, y empiezan a tratar de averiguar cómo decirle adiós a Shanghái, empiezan de nuevo a salir a caminar, y nada—no logran encontrar el centro de Shanghái, van del Hotel de la Paz al antiguo Barrio Francés, de la estación de trenes de Shanghái al Yu Yuan; cuando una de las últimas noches se dirigen hacia Nanjing[11] desde Fuzhou Lu, lugar frecuentado por sus librerías, y en medio de los rascacielos de la época de la primera bonanza económica, iluminado por las luces de neón de la noche, de repente notan un edificio muy alto, peculiar—en los primeros minutos es sólo la sensación, mientras dirigen la mirada en una u otra dirección, de que han posado la vista en algo importante, lo buscan, una vez más tratan de averiguar lo que era, y entonces ven lo que habían visto hace unos segundos, ven ese edificio altísimo que ocupa toda una manzana, ni siquiera ven toda su masa, parcialmente oultada por los otros edificios, solamente el tercio superior, lo que es suficiente, porque eso es lo que es esencial: que ellos puedan ver el techo contra el fondo del cielo oscuro.

 

Los arquitectos quisieron crear algo particular en el techo del edificio, algo memorable, algo que dirigiera la atención de la gente hacia la forma, por así decirlo, el símbolo de la nueva Shanghái, y entonces decidieron que lo mejor que podía exhibirse en el techo era un loto enorme, gigantesco[12], pintado de oro, e iluminado por la noche, y de veras, Stein, de la emoción agarra por el brazo a su compañero, los dos parados allí entre las ondulantes multitudes de Nanjing Lu: en el techo de ese edificio, extendiéndose bien hacia abajo, florece un loto colosal de color dorado, sus pétalos descendentes secretamente iluminados por las más resplandecientes luces de neón, y allá en lo alto, un loto monumental en el cielo oscuro de la noche, un trono en forma de loto, dice Stein al intérprete, y miran y dicen adiós, y ambos están pensando enque como ese tipo de escultura de un trono desocupado en forma de loto, tal vez con la excepción de Sri Lanka, nunca prevaleció demasiado, incluso durante el período anicónico del budismo, de modo que ninguna memoria o tradición de este tipo podría haber sobrevivido en realidad, sobre todo aquí en China, no es posible en este caso que se trate de algún tipo de referencia; entonces por qué no pensaron en ello, los arquitectos, por qué no repararon en que este trono significaba que no hay nadie en el trono, acaso tenían en absoluto conciencia de que estaban, involuntaria pero perfectamente, expresando la manera en que esta ciudad podía designarse a sí misma: que de la manera más hábil posible habían encontrado el símbolo más elocuente de esta nueva Shanghái, este Trono de Loto de oro fosforescente, un Trono de Loto en que ya nadie se sienta, creando así una imagen de cómo Buda ha dejado la ciudad, cómo esta gigantesca Shanghái ha sido abandonada a su propia suerte debajo de su propio gigantesco resplandor, cómo se precipita ciegamente hacia adelante con su espantosa velocidad, y mientras tanto el trono está vacío.


*El traductor ha reunido bajo este título dos capítulos de la obra Destruction and Sorrow beneath the Heavens: Reportage (Destrucción y tristeza bajo los cielos: Reportaje) del novelista y guionista húngaro Lázló Krasznahorkai, traducida del húngaro al inglés por Ottilie Mulzet (Seagull Books, 2016) y que aparecen aquí por primera vez en español. Todas las notas son de Lázló Krasznahorkai.

Notas

 

[1] Yu Yuan (“Jardín de las Alegrías”): Jardín privado de Shanghái construido a finales del siglo XVI por un solitario funcionario gubernamental e inspirado en los parques imperiales de Beijing.

[2] Bund: Famoso paseo ribereño del centro de Shanghái, junto al que se alzan la mayoría de los edificios de estilo occidental de los siglos XIX y XX.

[3] Huangpu: Afluente del Yangtze que atraviesa Shanghái.

[4] Pudong: Desde 1990, centro financiero y comercial, en las márgenes del Huangpu, en el centro de la ciudad.

[5] “Imperio Medio”: También conocido como Zhongguo, designa a China. Según la tradición, el nombre se refiere a la idea de los chinos de que su país es el centro del mundo.

[6] Kunqu: Tipo de ópera china de los muchos (hasta 300) que todavía existen. Floreció sobre todo entre los siglos XVI y XVII. Basado en la fusión de los estilos operáticos del norte y del sur, se caracteriza por un control y refinamiento extraordinarios de su música, sus textos y sus espectáculos teatrales.

[7] Teatro Yifu: Originalmente conocido como Teatro Tianchan, actualmente lleva el nombre de uno de sus patrocinadores. Es el más antiguo y famoso teatro de Shanghái y todavía ofrece espectáculos de opera china tradicional. Floreció particularmente entre las dos guerras.

[8] Revolución Cultural (1966-1976): Período más extremo de las luchas por el poder que se propagaron violentamente entre las filas de los dirigentes del Partido Comunista de China, en el curso de la cual el Presidente Mao Zedong hizo que los jóvenes del país participaran en su empeño por liquidar a sus enemigos. Este período de la historia de China se caracterizó por relaciones interpesonales caóticas, la paralización de la intelectualidad, el aniquilamiento de los valores culturales y cultos descabelladamente extremos de la personalidad.

[9] Confucianismo: Antigua escuela filosófica e ideología que definió al imperio chino en el segundo siglo antes de nuestra era.

[10] Universidad de Fudam: Universidad de mayor renombre de China.

[11] Nanjing: Calle comercial más famosa de Shanghái.

[12] Loto: En el budismo, símbolo de Buda, el infinito y la bienaventuranza.

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