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Espontaneidad de los chalecos amarillos, contradicciones de Slavoj Žižek* Boris Kagarlitsky

 

 

*Publicado originalmente con el título “The Spontaneous Politics of the Masses: Slavoj Žižek and the Yellow Vests” en Counterpunch el 7 de enero de 2019. Traducido del inglés por Rolando Prats para Patrias. Actos y Letras.

 

 

 

El movimiento de los chalecos amarillos ha dejado boquiabiertos no sólo a las élites gobernantes francesas, sino también a los intelectuales de izquierda de toda Europa. Este, para ser justos, fue siempre el caso de todos los movimientos revolucionarios importantes de los últimos cien años. Jamás ninguna revolución que haya tenido éxito les pareció “correcta” a los intelectuales y políticos de izquierda. El hecho de que los “chalecos amarillos” sean tratados de manera similar podría considerarse una prueba de la importancia de los acontecimientos que estamos presenciando, y de sus posibilidades de iniciar cambios reales en la vida de la sociedad francesa y en el resto de Europa.

 

Los intelectuales han tratado con empatía a los "chalecos amarillos", al mismo tiempo que con escepticismo paternalista o incluso con condescendiente escarnio. Como si dijeran: los ciudadanos, por supuesto, tienen derecho a protestar, pero sus demandas y opiniones son contradictorias, y sus posibilidades de ganar esta batalla no son del todo evidentes. Además, casi todos los analistas han proclamado que el programa de los chalecos amarillos, que fue elaborado por el movimiento de base, no se puede llevar a la práctica.

 

Un ejemplo característico de esa crítica es la comparecencia de Slavoj Žižek en Russia Today.

 

Žižek ve en las protestas masivas en Francia un síntoma indiscutible de la crisis sistémica, pero a continuación repite como un papagayo a los ideólogos de la clase dominante en su denuncia del programa del movimiento. El intelectual esloveno ve la solución de los problemas en la aparición de algún tipo de burocracia socialista (no se sabe si esa burocracia ha de ser de tipo soviético o escandinavo) que enderece las cosas. Sin embargo, no está claro quién crearía esa burocracia y cómo, y por qué dicha burocracia expresaría los intereses de la sociedad y de los trabajadores.

 

De inmediato se hace evidente que mientras acusa de incoherencia a los “chalecos amarillos”, el filósofo se contradice a sí mismo a cada paso del camino. El razonamiento según el cual las demandas de los manifestantes son imposibles de satisfacer “dentro del sistema existente” es una abstracción, típica de los intelectuales, para quienes el sistema es algo completamente holístico e inmutable, por lo que cualquier exigencia que contradiga la condición actual del sistema es declarada irrealista. Žižek condena el populismo, pero al hacerlo pone en tela de juicio cualesquiera exigencias y necesidades populares expresadas por las masas.

 

Incluso si aceptáramos la tesis de Žižek sobre la imposibilidad de satisfacer las demandas de los manifestantes “dentro del sistema existente”, la pregunta sigue siendo: ¿quién y cómo va a cambiar este sistema? ¿La misma burocracia ilustrada, que, según admite el propio filósofo, existe sólo en su imaginación?

 

La tesis sobre la necesidad de cambiar el sistema por completo y de una sola vez suena muy radical, pero carece de sustancia política. Cualquier cambio en el sistema consiste en decenas, e incluso cientos de pasos y medidas concretos que simplemente no se pueden llevar a cabo simultáneamente y de una sola vez. Además, casi todos los cambios importantes involucran múltiples fases. La transición de una fase a la siguiente podría ocurrir en un período muy corto de tiempo dada una situación revolucionaria, pero el siguiente paso es imposible sin el primero. Por ejemplo, la creación de un sistema completo de planificación democrática es imposible sin hacerse antes con el control de las palancas superiores de la economía. Asimismo, la aplicación de un programa de inversión social a gran escala requiere reformas de las instituciones gubernamentales y cambios en la legislación financiera. Por supuesto, se pueden dar algunos pasos en esa dirección, pero debemos entender que no serán muy eficaces hasta que se haya acumulado una cierta masa crítica de transformaciones institucionales. De ahí que toda reforma o revolución, aunque finalmente hagan avanzar a la sociedad, va acompañada de resultados ambiguos y, a menudo, de un empeoramiento objetivo de la situación. Más importante aún es el hecho de que cualquier medida transformadora, cualquier paso para cambiar la sociedad y el Estado puede (y debe) ser considerado parcial, insuficiente, reformista, y así por el estilo. Una verdadera comprensión de su significado sólo es posible en el contexto de todo el proceso en su conjunto.

 

Pero volvamos a la discusión sobre los “chalecos amarillos”. ¿Por qué no se pueden satisfacer sus demandas? En efecto, Žižek hace una importante salvedad: esas exigencias no se pueden satisfacer “dentro del sistema existente”. Pero incluso aquí está totalmente equivocado. La mayoría de esas demandas han sido otrora satisfechas por el capitalismo occidental, sólo que después de la victoria del neoliberalismo esos avances sociales fueron abolidos. En otras palabras, los manifestantes están tratando de recuperar las conquistas de la clase obrera que perdieron en los últimos 30 años. Por supuesto, es imposible volver a los años sesenta y setenta. El trabajo práctico sobre la restauración del Estado de bienestar sólo tendrá éxito si crea nuevas formas y nuevas posibilidades para su desarrollo. No obstante, estamos hablando aquí de otra cosa: la tesis de que las reformas sociales son imposibles dentro de un sistema capitalista sencillamente no es cierta. Otra cuestión totalmente distinta es que esas reformas nunca son resultado de la buena voluntad de la clase dominante, sino que más bien se logran a través de las luchas de la clase obrera.

 

Para apoyar su tesis sobre las exigencias contradictorias de los “chalecos amarillos”, Žižek señala que es imposible reducir los impuestos a los trabajadores y, al mismo tiempo, aumentar los fondos para la educación, la sanidad, la esfera social, etc. Resulta sumamente revelador que esa tesis haya sido tomada en préstamo de los expertos neoliberales. Es famosa en Rusia por la manera en que la formuló el Primer Ministro Dmitri Medvédev, quien fuera grabado en cámara mientras conversaba con unos jubilados en Crimea: “El dinero escasea, pero vayan tirando”.

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Sólo un movimiento de masas, que conjugue a diferentes grupos sociales y que de alguna manera tenga en cuenta sus diversos intereses, es capaz de atraer y movilizar a la gran mayoría de la población. Todo movimiento que alguna vez logró cambiar la sociedad era un movimiento populista.

 

 

En realidad, son muchas las maneras en que los gobiernos pueden obtener el dinero necesario para los gastos sociales. No hay necesidad de exprimir a la clase obrera con impuestos excesivos. Se pueden crear empresas estatales eficaces y utilizar las ganancias para sufragar necesidades sociales. Se pueden aumentar los impuestos a las grandes empresas, o al menos eliminar algunos de los beneficios fiscales de los que disfrutaron las transnacionales en casi todos los países en la última década. Se pueden reducir las prestaciones de las capas superiores de la burocracia, y dejar de malgastar recursos en proyectos “prestigiosos” sin sentido, se puede recortar el gasto en el aparato represivo, o se puede combatir más eficazmente la corrupción. Se puede estimular el crecimiento económico y aumentar los salarios, de modo que incluso cuando se recorten los impuestos, los ingresos presupuestarios globales aumenten. Incluso se pueden financiar programas sociales a expensas del déficit presupuestario: contrariamente a la opinión de los expertos liberales, el aumento del gasto público no conduce automáticamente a un aumento proporcional de la inflación (actualmente, los préstamos emitidos por los bancos privados estimulan la inflación mucho más que los gastos públicos).

 

Al mismo tiempo que repite la falsedad de los apologistas de la clase dominante sobre la imposibilidad de satisfacer las demandas de los manifestantes, Žižek no se da cuenta de que el peligro que para las élites entrañan las protestas de los "chalecos amarillos" proviene precisamente del hecho de que esas demandas se pueden satisfacer fácilmente incluso hoy en día, incluso dentro de la economía capitalista existente. No obstante, esas demandas simplemente contradicen los intereses de las élites gobernantes. En otras palabras, el problema no es que las demandas sean imposibles de satisfacer; el problema son las contradicciones de clase inherentes al capitalismo. Sólo la presión de las masas sobre las élites dominantes, que una vez y otra se han visto obligadas a hacer concesiones a los indignados, permitió que se lograran avances sociales dentro del sistema existente.

 

Lo mismo vale para la famosa “incoherencia” del programa de los “chalecos amarillos”. Ciertamente, sus exigencias son un tanto contradictorias. Sin embargo, esto no sólo no significa que sean imposibles de satisfacer, sino más bien apunta a todo lo contrario. Un programa socio-económico y político totalmente coherente y absolutamente no contradictorio puede existir sólo en la mente de un ideólogo, y aún así, sólo si este no se da cuenta de la existencia de contradicciones objetivas dentro de un proceso socio-histórico o una estructura social. Sólo un movimiento de masas, que conjugue a diferentes grupos sociales y que de alguna manera tenga en cuenta sus diversos intereses, es capaz de atraer y movilizar a la gran mayoría de la población. Todo movimiento que alguna vez logró cambiar la sociedad era un movimiento populista. La consigna bolchevique “Tierra a los campesinos”, que motivó al partido de Lenin a tomar el poder y ganar la guerra civil, no tuvo su origen en la teoría socialista, sino que reflejaba las necesidades reales del campesinado “pequeñoburgués”. Sin su participación, la revolución no habría tenido ninguna posibilidad de triunfo.

 

Por definición, ningún programa impecablemente “coherente” podría nunca ser aplicado porque nunca obtendrá el apoyo de la mayoría. Aunque un “dictador sabio” intentara imponerlo desde arriba, en realidad tendría que hacer concesiones, dada la incoherencia de los intereses públicos y la necesidad de mantener el apoyo de una masa suficientemente amplia de sus súbditos.

 

Al mismo tiempo, la incoherencia de las demandas de los “chalecos amarillos” es por otro lado deliberadamente exagerada por la propaganda de las autoridades. Desde el punto de vista de la izquierda, la exigencia de la disolución de los principales bancos parece más bien dudosa. Los economistas marxistas o keynesianos de izquierda ciertamente dirán que la nacionalización de las principales instituciones financieras y su subordinación al control público es mucho más razonable desde el punto de vista de los intereses de la sociedad. Pero, en primer lugar, dicha exigencia no sólo es harto factible, sino que no contradice la lógica de la economía de mercado. Y, en segundo lugar, incluso si se llevara a la práctica, nada terrible ocurriría. Además, la situación sería mucho mejor de lo que es ahora, ya que la disolución de los bancos debilitaría su poder político y socavaría el control de las políticas gubernamentales por el capital financiero.

 

¿Significa todo esto que Žižek está equivocado sobre la crisis sistémica? De ninguna manera. El movimiento de los “chalecos amarillos refleja realmente el hecho de que el sistema ha alcanzado un cierto punto crítico". No obstante, la transición de la sociedad a una condición cualitativamente diferente se produce precisamente a través de levantamientos populares “contradictorios” como estos, que los historiadores han estado llamando revoluciones desde hace trescientos años. Si los “chalecos amarillos” ganaran, si sus reivindicaciones se satisficieran en sentido general (y jamás ningún programa pudo cumplirse en su totalidad, por lo menos no de una sola vez), ello no conduciría a la abolición del capitalismo.

 

Esto, por un lado, alterará radicalmente el equilibrio de las fuerzas de clase en la sociedad y, por el otro, dará lugar a nuevos intereses y demandas sociales que surjan de la nueva situación y de las nuevas oportunidades que esta propiciaría.

 

De hecho, nos encontramos ante una especie de “programa de transición” (para usar el término de León Trotsky), con la única diferencia de que este programa no es formulado por intelectuales y políticos, sino espontáneamente por las propias masas.

 

Podemos criticar los movimientos espontáneos de base acompañados de inevitables excesos y errores tanto como queramos, pero tenemos que admitir que en las condiciones de bancarrota total de la comunidad política e intelectual de izquierda, las masas simplemente no tienen otra opción que tomar en sus propias manos su destino. En otras palabras, la política espontánea de las masas es mejor que el oportunismo de los políticos y el narcisismo de los intelectuales.

 

No es de extrañar que para los intelectuales de izquierda, incluidos los mejores (Slavoj Žižek es uno de ellos), este giro de los acontecimientos sea inesperado y desagradable. Los intelectuales pueden criticar a los políticos tanto como quieran, poniéndose por encima de los juegos de la política, pero en algún momento tal vez descubran que su integridad y la profundidad de sus declaraciones no les ofrecen ninguna ventaja a los ojos de las masas. Por si fuera poco, la situación es aún peor para los intelectuales públicos que para los académicos. Estos últimos, al menos, no esperan que el pueblo, habiendo visto la luz, los convoque como nuevos líderes. Por el contrario, los intelectuales públicos confunden genuinamente su éxito mediático y su popularidad con su influencia pública. No sólo son cosas diferentes, sino que, en algunos casos, son cosas opuestas.

 

Todo movimiento progresista de masas necesita intelectuales. Los “chalecos amarillos” también los necesitan, pero no como maestros y mentores arrogantes, ni como jueces quisquillosos que se dediquen a evaluar las acciones de otras personas, sino como compañeros iguales y útiles.

 

El derecho a calificar para la dirección de un movimiento de masas ha de ganarse con una presencia práctica en ese movimiento. No con antiguos logros ni publicaciones ingeniosas, sino con la actividad constante, la participación directa en los eventos y la voluntad de compartir con la gente no sólo la responsabilidad de los resultados de su lucha, sino también los riesgos (incluidos los morales) y los fracasos. Es importante centrarse no en la corrección teórica abstracta, sino en la eficiencia política y el éxito práctico aquí y ahora, en la eficiencia de los intereses de este movimiento y en el bloque de fuerzas sociales que este movimiento representa. Uno no necesita juzgar o evaluar, sino participar, luchar, cometer errores, corregir errores y ganar.

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