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Influencias en busca de Martí* José Lezama Lima

 

I
 

Los aires se arremolinan propicios para Antonio Pérez. De valido y hombre de vihuelas palencianas se va trocando en el alzado contra Felipe II. El que lo hace temblar y equivocarse de estribo. Pasa por el fuego de la Inquisición y la hace más punta a la verdad contra su Señor. Va obligando a todos al heroísmo, a la decisión extrema. Esa fué la sorpresa de Antonio Pérez, llevó a todos a comprometerse, estiró el gato a leopardo. Fué una trampa gigante para el Rey, que lo llevó a meter fuego a la cizaña, al mismo fuego de cizaña. A querer sacar a Pérez de Zaragoza por la Inquisición, y empiezan como una zambra ciempiés los motines de Zaragoza. Los fueros se extienden como una malla para prohijar al maldito por las langostas persecutorias. Pero los fueros son guindados y tres años después su calaverón permanece intocable. Pena de muerte al que lo toque. Para la fiesta de la coronación de Felipe III, el esqueleto traqueteado se guarda en su envoltura natural, y Zaragoza celebra un fasto con un enterramiento. El recuerdo sumergido empieza a organizar su lenguaje de pedúnculos que mueven bultos de humo, corrientes fantasmales.
 

Los motines estallan como una candela apisonada. El pueblo pregunta de azotea a reja, de balcón a grillete, por el Perseguido. Se muestra y siestea delante del griterío y las turbas amansan. En una escapatoria, sin los papeles en regla, el pueblo acrece el coche como una nube y le saca el bocado real a los troncos. El Perseguido, para los francos allende, y aquende el oidor de los susurros del Bearnés, bonachón que lo mortifica y a veces le escurre la paga de sus secretos, y el Duquesito de Essex, que unas veces le sonríe y otras le excusa el portalón. Pero lo que en Zaragoza fué su sangre resistente en la conciencia aguda del motín. Y el hombre que se alzó frente al coágulo central de la monarquía, cuando su punta rebrillaba como una luciérnaga en las mazmorras más lejanas.
 

Entonces llegó a lo que Antonio Pérez había dejado con caballos voladores y el peso de sus secretos, para apoderarse de la herencia del motín popular, José Martí. No recoge la lengua escrita de Baltasar Gracián, sino las órdenes y avisos que Antonio Pérez transparentaba a través de los tabiques carcelarios para avivar la espera de los amotinados de afuera. La lengua de Antonio Pérez es la de las cartas y la de los consejos que da a reyes y principales. El idioma conversa, con las interrupciones que le sueltan los escuchas en personas o en sombra, traza nudillos por el aliento varonil y sentencias extraídos con la yesca de la averiguación inmediata y presente.
 

En Zaragoza, Martí siente las vivencias del destierro de Antonio Pérez. La obsequiosidad principal y la tierna despedida en las cartas del secretario, deben haber sido leídas por Martí, avivadas las junturas de ambos destierros. «Señora, si hubiese por allá unas manos, le dice a la hermana del Bearnés, que es de quien más se fía, guárdemelas V.A.; que las he menester más que un manco». Cómo Martí sentiría esos bandazos suaves, esos toques resbalantes y cariciosos, donde su ternura parece adquirir la textura de una piel clásica y de buena compañía. En otra carta enviada a Enrique IV, rompe su escritura con esos creados halagos cariñosos, tan del gusto de Martí: «Envío a V. M. el agua de los ojos del alma, Señor, y de las entrañas mías la destilaría yo muy alegre para vuestra salud y vida; sino que estoy ya todo seco, y aun para una destilación, inútil ya. De donde me vengo a aborrecer yo mismo, porque cuando no soy de provecho para quien amo, no me querría ver». Un jesuita como Gracián, que adquiere su idioma por lentos escarceos humanistas y por bruñimiento en los jardines de Lastanosa, le echaría mano a la movilidad y a la rapidez verbal de Antonio Pérez, para adquirir con el mayor relieve la más decidida penetración de la sentencia. El fino henchimiento tropical y la elegancia estoica del habanero, llevaría a Martí al recuerdo del palacio de Lastanosa en Huesca por los fríos del alto Aragón, donde Gracián hacía tertulias para aligerar el estío.
 

El recuerdo de Martí le da más resistencia a los objetos y a los restos. Rodeado de leopardos, catálogos de flores, monedas romanas, semillas privilegiadas, Lastanosa colecciona para que Gracián cuente, y Martí, con extensiva ley americana, avive de nuevo. El jesuita, malhumorado, describe con sequedad las guarnecidas maravillas de Lastanosa, pero precisa los claroscuros y figuras que reclamaría más tarde Martí. La ternura del desterrado Antonio Pérez y aquella suntuosidad como amargada y rasguñada de Gracián –repetimos: jardines de Lastanosa vistos por Gracián–, los encandila de nuevo Martí en su mochila donde se guardan la brújula y la carta amorosa.
 

Noviembre 18, 1955.

 

II
 

En una visita de Felipe IV por tierras de Aragón, para sacarle alguna sonrisa después que le sacaron los fueros, debió acompañarlo el Paravicino. ¿Qué partido tomarían las gentes aragonesas en la disputa patronal entre los partidarios del «hijo del trueno» y los teresianos? El Monarca manda que se prediquen por las bulas declarando a Teresa patrona copartícipe con Santiago. Quizá eso fuera bastante para que los aragoneses se declararan santiaguistas. El Paravicino, a quien todos conocen por su valimiento en la corte, es el predicador del Rey, y por ser Góngora y el Greco grandes amigos suyos, van a decirnos su gran oración por la Madre Teresa. Martí acude todas las tardes a la biblioteca de la Universidad de Zaragoza, y la fuerza de su intuición para todos los escondrijos del idioma donde brota creación pura, tiene que haberlo llevado a los gruesos tomos de los sermoneros. «Dar el último Santiago, dice el Paravicino al abrir su loa por Santa Teresa, solemos decir en España, al último romper de los campos; ocasión de gran peligro, si voz de grande aliento, donde le va al Capitán ser vencido o victorioso. [¡]Extraña diferencia de fortuna por más que merezca la mejor el ánimo! «La última Teresa», me parece que hemos de decir también desde hoy». Viene el Milanesado y aunque la poquedad de salud le doblega, lo desinfla en desmayos o en flatos lamentosos, mantiene siempre el alborear sentencioso, un rezumar la sorpresa para tenerla después como en danza y acometida. La poesía de Góngora y Villamediana lo asestan, a Góngora lo van poniendo fuera de la corte, volviendo como racionero a Córdoba. Siempre pasa por allí el Paravicino para recibir con su protección a los perseguidos literarios, a los que despiertan el resentimiento de la expresión mustia y sobrepasada. Posa para el Greco, cambia sonetos con Góngora, y logra detener las afiladuras de la grosería contrala expresión pintiparada y albeante. Como Antonio Pérez logra alzarse por la persecución, por el uno contra todos, por la ardilla contra el tigre, por el osado veloz contra el prudente lentísimo, al señorío del héroe máximo, el que se aventura a que todas las batallas puedan ser empeñadas y corridas. Así también el Paravicino cubre el llano de los encuentros por la expresión tronada. Que el Greco, por lo de los Ángeles en Trento, entra en lances con la Inquisición, que hace fiestas con violas y amaneceres perversos, el Paravicino los destruye con sonetos y con su gran cruz de trinitario marchando al encuentro de los pinceles del Greco. Que Góngora y Villamediana, por el incendio cuando lo de Niquea, tienen que hacer postas con alas, el Paravicino los escuda también con sonetos y declaraciones de propia minoridad respetuosa para Góngora: «Rinda pues al mayor, el menor, culto». Cuando muere el Greco, Góngora y Paravicino entrecruzan sus sonetos laudatorios para guarnecer el túmulo. Los principios de esos sonetos parecen batir albricias por las opulencias del nacimiento cretense, y el oriente que allí tocan los hace como aludir a joyas y presentimientos. La alegría de su nacimiento y la majestad de la marcha en esos sonetos, parece como si aún acompañara al Greco, cuando crece como ese pedazo de ráfaga de materia que prolonga alguna de sus figuras, y después lo fuéramos recomponiendo por el hechizo de aquellas palabras amistosas, que son las primeras que vienen a ocupar un lugar cuando la sombra se levanta.
 

El Perseguido, que se alza con la energía hasta la frontera, y allí le empiezan a brotar nuevas palabras de artificio amistoso. Si antes, en Antonio Pérez, en sus días de orgullo cortesano, se enredaba en sus dispendios, que enloquecidos querían rivalizar con el legítimo. ¿No era Antonio Pérez tan bastardo como lo era Don Juan de Austria? Ahora, más allá de sus palabras pirenaicas, se le despierta un tierno lamentoso, que lo igualan al lamentoso, henchido en sus palabras orgullosas, que el Paravicino vive por la enfermedad. En esa ley de la gravedad de la lejanía, que es el amurallamiento resistente de José Martí, tendría que tropezar con esas citas que un montón de palabras del mejor linaje volvían a pasear por Aragón. De donde parece que Martí las toma, las aposenta y les presta tierra americana para su nueva flor.
 

Noviembre 19, 1955.

*Tomado de José Lezama Lima, Tratados en La Habana, Universidad Central de Las Villas, Santa Clara, 1958 (primera edición), págs. 118-123.

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