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FIESTAS NOMBRADAS. Lecturas de Tratados en La Habana Juan Carlos Zamora*

 

*A propósito de la publicación, en la sección Letra viva de Patrias, de trabajos de autores seminales de la llamada generación de Orígenes, como José Lezama Lima, Virgilio Piñera y Cintio Vitier, y en particular de un breve ensayo en dos partes de Lezama Lima sobre José Martí, perteneciente a Tratados en La Habana (Universidad Central de Las Villas, Santa Clara, 1958 (primera edición)), nos pareció oportuno y pertinente incluir en este primer volumen de Patrias una versión ligeramente abreviada y revisada y corregida de un artículo de Juan Carlos Zamora sobre esa obra de Lezama, originalmente publicado en el número tres de la revista guantanamera El Mar y la Montaña en marzo de 2012 (Rolando Prats).

 

Tratados en La Habana, de José Lezama Lima, tuve el privilegio de descubrirlo hace ya muchísimos años, cuando era estudiante, en la biblioteca del desaparecido Instituto Preuniversitario Urbano Rubén Batista Rubio, una de las más nutridas y ricas de nuestros planteles educacionales. Cuando el Instituto se construyó —fruto de exigentes y largas jornadas de huelgas estudiantiles revolucionarias en Guantánamo contra el gobierno de Grau San Martín—, todas las embajadas del continente americano contribuyeron al avituallamiento de su biblioteca: desde México y la Argentina hasta los Estados Unidos. Lo mismo podríamos decir de sus laboratorios de física, química y biología; este último albergaba una impresionante colección taxidérmica de aves, mamíferos y reptiles cubanos.

 

El libro de Lezama que nos ocupa estaba allí, y lo encontré entre mis febriles búsquedas bibliofílicas. Todavía recuerdo el momento en que abrí las tapas azules de aquella su primera edición de 1958 y, luego de hojearlo, me detuve en el artículo en que se comentaba la publicación de una supuesta obra de Federico Nietzsche titulada Mi hermana y yo. Para entonces mis preocupaciones filosóficas, que nunca he abandonado, tenían prioridad sobre mi quehacer poético. Mis predilecciones filosóficas oscilaban entre Nietzsche, Soren Kierkegaard y la obra temprana de Karl Marx;  descubrir a un autor cubano que comentaba de manera tan certera, desenmascarándolas, las manipulaciones de la obra de Nietzsche a manos de su propia hermana, Elisabeth Förster-Nietzsche, despertó mi curiosidad y me llevó a leer íntegramente el libro; pero los otros ensayos de Tratados me eran menos familiares y se me convirtieron en un reto. Tomé en préstamo el volumen, lo leí varias veces, y debatí y comenté con mi tío Agustín Zamora textos como “Introducción a un sistema poético” y “Dignidad de la poesía”.

 

Pasó el tiempo y un día me avisaron de que nuestro Instituto ya estaba en proceso de disolución y con él su espléndida biblioteca. Aquella edición de Tratados en La Habana fue entonces adoptada por mi biblioteca personal y allí durmió tranquila entre los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot,  La decadencia de Occidente de Oswald Spengler y las Elegías de Duino de Rainer Maria Rilke, hasta que a finales de los ochenta alguien se lo llevó de paseo y nunca lo trajo de vuelta…

 

En Tratados en La Habana Lezama pendula de los rincones más oscuros o arcanos de su poética a las apreciaciones más diáfanas sobre el acontecer cultural cubano y universal, o tal vez deba decirse de lo cubano a la luz de lo universal, y de lo universal a la luz enriquecedora de la insularidad. En ese espíritu tan habanero y ecuménico, Lezama va de Santo Tomás a Paul Claudel, de Picasso a Portocarrero, de Thomas Mann a Rimbaud, de Santa Teresa a Pascal, de Mallarmé a Cintio Vitier, de Lydia Cabrera a Eliseo Diego, de Amelia Peláez a Víctor Manuel, de Lorenzo García Vega a Julián Orbón al Padre Gaztelu.

 

Por su diversidad y alcance, este volumen se puede abrir y comenzar a leer por cualquier página. Cualquiera de sus ensayos y artículos puede servirnos de punto de partida desde el que retomar o asumir una lectura consecutiva, de manera similar a como se toma un punto estratégico en territorio enemigo, y después, desde ahí, se avanza hasta tomar la ciudad. ¡Toda la obra de José Lezama Lima es una ciudad embrujada, una cantidad hechizada!

 

Al igual que, en su momento, Regino E. Boti, Lezama y el grupo que se nucleó en torno a él y la revista Orígenes renovaron profundamente la literatura y la poesía cubanas.  A Lezama podríamos catalogarlo de poeta-filósofo. Su manera novedosa, aunque sumamente compleja, de abordar y ejercer la creación literaria, convirtieron su labor creadora en un acto de descolonización intelectual en momentos en que nuestra realidad política y social, y por tanto también cultural, padecía de lo que Rubén Martínez Villena llamó “la costra tenaz del coloniaje”, bajo la máscara de una República epigonal. Si bien de manera nada explícita políticamente hablando, Lezama y Orígenes insuflaron en nuestro quehacer cultural una cubanía más esencial y menos pintoresquista, llevando lo cubano a una dimensión y dignidad más altas, salvándolo del facilismo manipulable que se place en la condición segundona, “sabrosona” y cómplice de nuestro cautiverio. Condición que ya habían descubierto otros pensadores como Fernando Ortiz y Jorge Mañach.

 

Como dijo Martí en “Nuestra América”, “injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras Repúblicas”. Fue ese el empeño  de Lezama y Orígenes, redescubrir de manera menos mimética o empírica el tronco estético y axiológico de nuestra fronda, y desde ahí (re)injertar en él los valores de la llamada cultura universal, que solo es universal, para nosotros, en la medida en que también es nuestra. O dicho de otro modo, tensar la cuerda de lo universal en el arco de nuestra propia particularidad.

 

En las páginas de Tratados también asistimos a un inusual y creador redescubrimiento de José Martí y su obra. Durante la República epigonal, la obra de Martí fue objeto de manipulaciones que le mellaban su filo revolucionario y estético y a veces hasta se lo robaban. El propio Mañach, que en su Indagación del choteo se quejaba de nuestra carencia de dramaticidad o tragicidad, escribió una biografía de Martí en la que, a pesar de sus virtudes en su género, comete la terrible omisión de presentárnoslo desprovisto de todo filo antiimperialista y trágico. No es de extrañar que cuando Cuba se avecinó a lo verdaderamente trágico, Mañach terminara en la fiesta anexionista del choteo libre asociado, en esa segunda patria electiva de Martí, Puerto Rico.

 

Tratados en La Habana consta de sesenta y dos trabajos, entre ensayos y artículos agrupados en tres secciones. En el centro de cada una de esas secciones, se levantan tres columnas maestras que sostienen el frontón de este edificio barroco, tres textos fundamentales:  “Introducción a un sistema poético”, “Sucesiva o coordenadas habaneras” y “Dignidad de la poesía”.

“Introducción a un sistema poético” es un texto desafiante en que Lezama, armado con la metáfora como herramienta epistemológica, invoca y convoca los más disímiles referentes culturales, filosóficos, míticos y poéticos de tradiciones y legados de Oriente y Occidente, egipcios, hindúes, chinos, greco-romanos, bíblicos... a un heterodoxo diálogo cuyo propósito central es cuestionar las negaciones empobrecedoras de la modernidad cartesiana. Desde una reconsideración de la ontología y sobre todo de la Poética de Aristóteles a la luz de Santo Tomás —un Santo Tomás arrancado de su inmovilidad canónica—, Lezama se impone la tarea de convertir la poesía, o lo poético, en una herramienta cosmovisiva autónoma, y en ese propósito se hace acompañar por Pascal, Dante, el Siglo de Oro español, Goethe, Rimbaud, Proust, pasando por un originalísimo y enriquecedor redescubrimiento de José Martí, hasta desembocar en lo poético como acto de gracia y aproximación a lo divino. Algo hay de convergencia entre la visión histórica de Spengler —con su noción goethiana del “protofenómeno” como raíz de todo eón cultural— y la de Lezama con sus eras imaginarias, aunque este último termina bifurcándose en una dirección más meridiana y esperanzadora —desde su descubrimiento del barroco americano— frente a los augurios crepusculares del pensador tudesco.

       

Tratados en La Habana contiene un texto de género inclasificable: “Sucesivas o Coordenadas habaneras”. En un transitar imaginario por calles y sitios capitalinos, Lezama nos descubre  La Habana como una gigantesca metáfora reflexiva de la cultura universal. En las ochenta y cinco secciones de “Sucesivas”, el hilo de la imaginación lezamiana (imaginación que, en su caso, nunca es mera fantasía o mero fantasear, sino cognoscencia por y a través de la imagen) nos conduce por el laberinto citadino, convirtiendo cada lugar o asunto en anudamientos tropológicos en que quedan atrapados, como en una enorme tela de araña, desde el pensamiento católico medieval, la filosofía de los siglos XIX y XX, Goethe, San Ignacio de Loyola, Martí, Montaigne, el Siglo de Oro español y la pintura del Bosco hasta la plástica vanguardista, Kandinsky, Paul Klee, la pintura y la literatura cubana, el ballet, la danza. Estas setenta y cuatro páginas de verdadera odisea de la imaginación pensante constituyen uno de los monumentos más altos levantados por y a esa ciudad que todos amamos.

 

La  tercera “columna” de Tratados es “Dignidad de la poesía”, que me atrevería a definir como una continuación de “Introducción a un sistema poético”; continuación más diáfana en que Lezama comienza a definir varios de sus hallazgos: el poeta como guardián de la posibilidad infinita —definición muy próxima a la de Heidegger sobre el hombre como pastor del Ser—, y el de la poesía —no del verso— como clave de comprensión de la Historia a través de sus eras imaginarias. No es una comprensión de la Historia a través de sus productos conceptuales muertos, sino desde las posibilidades o imposibilidades que pretendió vivir o encarnar cada época o eón histórico, cosa esta que tiene cierta convergencia, aunque distante, con las visiones de Walter Benjamín ante el Angelus Novus de Paul Klee.

 

De lo que sí no cabe duda es de que la visión de Lezama sobre la poesía como clave de comprensión filosófica de la Historia tiene una clara influencia de Wilhelm Dilthey. En “Dignidad de la poesía” vuelve a reaparecer y a ahondarse el redescubrimiento de José Martí, quien en su camino de entrega y sacrificio traza la liturgia de los misterios iniciativos. No es casual entonces que también aparezca Dostoievsky enlazado con citas de San Mateo y San Pablo, como también la muerte del gran pensador cristiano-socialista Charles Péguy como cumplimiento de una sentencia de Pascal. Hay aquí —y lo digo a quienes hayan pretendido  encontrar en Lezama un pretexto para el escapismo estético— una sutil pero incontestable afirmación de la eticidad de lo poético.

 

Mediando entre estas tres “columnas” se intercalan en el barroco palacio lezamiano cincuenta y nueve textos que comentan y nos invitan a un pensar redescubridor sobre Matisse, Claudel, Santa Teresa —aguda puntualidad teológica y literaria—, Martí, nuevamente, siempre; Eliseo Diego, Nietzsche, Pascal, Amelia Peláez o Víctor Manuel. Entre esos textos de menor extensión, pero no menos agudos, están “Plegaria tomista”, “Loanza de Claudel”, “Mann y el fin de la grandeza” —en que dice proféticamente, como si estuviera leyendo la actual narrativa cubana: “Una vuelta al realismo, sin una nueva posición frente a la realidad, es tan solo un sadismo sin visión, un fragmento vanidoso que ladra su incomprensible pequeñez”— , “Influencias en busca de José Martí”, “Playas del árbol” —donde leemos: “¿La poesía? Un caracol nocturno en un rectángulo de agua”, o “Me sumerjo y no corro...”—,“Epifanía del paisaje”, “Pascal y la poesía”—tres páginas para pensar a fondo—, y “Otra página sobre los Divertimentos de Eliseo Diego”, para algunos (yo entre ellos) nuestro poeta mayor.

 

A través de todos esos temas “tratados” en La Habana, nuestra ciudad capital y la cultura cubana toman conciencia de sí, amarrando sus cables o tensores tropológicos a las orillas más distantes en el tiempo y en el espacio.

 

No neguemos que Lezama, en su batalla por atrapar lo indecible, crea giros gramáticos y metafóricos que suelen hacer ardua su lectura. A veces nos sorprende, por ejemplo, su manera de sustantivar los adjetivos, igual que su abuso de la adjetivación de los substantivos. Sin embargo, en Lezama la obscuridad nunca es pose ni fin en sí—como el telón con que algunos actuales escribas de versos cubren y ocultan su vacío o su amontonamiento de disparates impunes, con la complicidad de la ausencia entre nosotros de una crítica literaria verdaderamente rigurosa—sino remanente del desafío de sus intuiciones con las inercias retóricas del lenguaje. Dificultades como esas u otras—que merecen ser vencidas por sus finales compensaciones—no deben impedir que nos adentremos en sus boscosas páginas, no exentas de espacios en que una claridad otoñal penetra entre las ramas y asistimos callados al júbilo de la comprensión y al gozo de la belleza.

 

Años después de haber visto partir sin regreso aquel preciado ejemplar de la edición original de Tratados en La Habana, la Editorial Letras Cubanas, sin las tapas azules de esta y en humilde papel gazeta, devolvíó la obra a mis anaqueles, no tanto como objeto del tener, sino como amigo silencioso de la adolescencia en las puertas del ser que vuelve y me convida a una fiesta innombrable.

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