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Educación, cultura y revolución socialista Fernando Martínez Heredia

(Ponencia escrita para ser leída en el Primer Congreso de Educación y Cultura, celebrado en La Habana en abril de 1971. Permaneció inédita hasta su inclusión en El corrimiento hacia el rojo, Editorial Letras Cubanas, 2001, págs. 

115-132. Entre corchetes se indican las correcciones de omisiones, adiciones innecesarias, descuidos o erratas detectados por la redacción de Patrias. Actos y Letras en la edición de referencia.)

 

 

 

1.

La revolución socialista tiene objetivos tan ambiciosos que es preferible enunciarlos sintéticamente: cambiar el conjunto de la manera de vivir burguesa, crear una nueva manera de vivir, comunista. Eso significa vencer en todos los terrenos, en un proceso muy prolongado, al sistema de dominación social más poderoso y perfeccionado que existe. Ese sistema integra una suma tal de logros culturales que ellos han abierto la posibilidad de pensar un mundo sin dominación, pero a través del signo burgués de la cultura se reproducen continuamente las condiciones de permanencia de su dominación.

La revolución cubana abrió el camino para iniciar el cambio radical de la vida social. Primero fue la guerra revolucionaria que forjó una vanguardia capaz de alzar y conducir al pueblo hacia su liberación, y estableció un poder político revolucionario. Un siglo antes, Marx había escrito: «únicamente por medio de una revolución logrará la clase que derriba [a la clase dominante] salir del cieno en que se hunde y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases». El poder posibilitó masificar la actividad humana de liberación, al darles campo a las mayorías para cambiarse a sí mismas a la vez que cambiaban a la sociedad. Y puso en marcha el objetivo martiano antimperialista, cuya tarea era ahora liberar a Cuba de la relación neocolonial. Comenzó así el proceso de revolución socialista de liberación nacional.

El poder político y la expropiación de los burgueses cubanos y norteamericanos en Cuba han sido premisas obligadas para iniciar el proceso de transformaciones comunistas. A partir de ellas se generaron cambios que exigieron nuevas instituciones e ideologías, y estas mismas resultarán ineficaces y superables en la medida [en] que se produzca realmente una transición hacia el comunismo. La revolución sólo continúa si se revoluciona a sí misma una y otra vez. La dictadura revolucionaria no es algo dado para siempre: es una lucha tenaz y angustiosa contra las insuficiencias del país que fue capitalista colonizado para sobrevivir libre y socialista, y es formar parte de una revolución mundial contra el imperialismo. Una lucha contra la tenaza formada por la agresión multiforme de un enemigo que no se infiltra sólo por la costa, y por un déficit de capacidades productivas, organizativas, educacionales —en suma, culturales—, que tiene que ser eliminado, y no puede serlo por cualquier medio, sino por medios revolucionarios.

La revolución se produjo en un medio cultural definido por un tipo subalterno y contradictorio de desarrollo burgués neocolonial. Economía primari[a] exportadora estancada, con un pasado de colosales dinamismos azucareros y niveles técnicos irrisorios, los «auténticos» de Grau medio siglo después del partido de Martí, un mar de analfabetos, ciegos a la cultura escrita, cientos de miles de personas ajenas al cine por no haberlo visto nunca; estos son sólo algunos ejemplos del tipo de cultura neocolonial que regía. En Cuba yacían juntas, dominadas, expresiones muy avanzadas del pensamiento, las artes y las técnicas, con las muestras más terribles y cotidianas del desvalimiento, la miseria y la ignorancia. Este es el campo y la arcilla de la revolución socialista, la transformación más radical y profunda que puede emprender una sociedad. Si no partimos de relacionar nuestras realidades con nuestros propósitos será imposible actuar sobre nuestros problemas con probabilidades de éxito.

Frente a la manera de vivir anterior, la revolución ha actuado como desencadenante de enormes fuerzas sociales. Si tratamos de comprenderla, identificaremos acciones e impactos continuos o discretos, generales o parciales, heterogéneos; veremos crestas o momentos de mayor afectación, y efectos más o menos duraderos en sectores más o menos grandes de la población y en determinadas actitudes y esferas de las individualidades. Podemos registrar la efectividad de la revolución en su tendencia a integrar cada vez más personas, cada vez más actitudes de cada una de ellas, cada vez de modo más «natural» y duradero. El camino de esos cambios es, en el sentido más general del término, la educación revolucionaria, y su resultado orgánico futuro será la formación de una cultura nueva, radicalmente diferente a la cultura burguesa, capaz de circular en todos los procesos sociales y plantearse los problemas humanos desde una nueva dimensión.

Los ejemplos de ese proceso son innumerables. Ya no se recuerdan los tiempos en que la docilidad del trabajador manual era exigida por la miseria y la satisfacción más común se reducía a llegar a conocer un oficio o beber el día del cobro. Los obreros organizados de hoy ven como algo natural el pleno empleo y el cumplimiento de un orden laboral que les es muy favorable, le asignan un valor social a su actividad y conocen la fuerza de su actuación política; el vago ya no es considerado un «vivo», sino la escoria de la sociedad. Ahora emergen como fundamentales otros problemas, como es, por ejemplo, la baja productividad resultante de la falta de recursos, baja calificación, deficiencias organizativas e indisciplina. Solamente una revolución socialista puede aspirar al desarrollo económico sin acudir a la coacción y el soborno burgueses de los trabajadores, puede pedir esfuerzos máximos sin imponer tasas de inversión asfixiantes.

Un conjunto de funciones sociales tiene un enorme papel, de maneras diversas, en la educación de la población: maestros, funcionarios, trabajadores científicos, artistas, periodistas; las de defensa armada de la revolución, de su seguridad, de las leyes del país. En la reproducción de la vida económica de la sociedad en condiciones socialistas se produce simultáneamente una parte de la nueva educación; a través de las funciones citadas arriba se proyecta, se difunde, se orienta, se garantiza, se corrige el rumbo y se socializa esa educación comunista. El trabajo de miles de jóvenes del MINFAR y el MININT en función de la defensa y la acción social en numerosos aspectos de la vida del país son factores educativos importantísimos; sin embargo, me referiré aquí solamente a maestros, artistas, científicos y técnicos, periodistas y organismos que tienen que ver con esas funciones desde el tema de este escrito.

La complejidad del trabajo que realizan estos últimos no es menor que la confrontada por los compañeros que enfrentan los problemas de la producción. El conjunto del proceso educativo de la población contribuirá en medida no pequeña a ir desterrando la falta de iniciativa, de capacitación y de aprecio por la eficiencia, que pesan como lastre neocolonial sobre nuestros procesos económicos. Pero atenderé aquí a los procesos educativos en sí mismos, y sus problemas específicos.

Los propósitos de la educación, enunciados en forma muy general, consisten en desarrollar las capacidades de los individuos a la vez que la generación y socialización de actitudes nuevas, superiores a las que genera la sociedad burguesa, que brinden un sentido nuevo al ejercicio de aquellas capacidades.

El capitalismo afianza su hegemonía en las sociedades que domina mediante el signo burgués impreso a las actividades sociales. El consumo de infinidad de productos se efectúa (o se desea) a partir de los mecanismos mercantiles de comercialización, y de la ideología burguesa acerca del consumo, que es vivida por la mayoría de la población. La escolarización de la gran masa, la formación universitaria y las profesiones y objetos de trabajo de los técnicos y los científicos, las instituciones que producen diarios, revistas, libros, películas, o que presentan, agrupan o lanzan a literatos y artistas, son todas actividades que responden a necesidades sociales. Pero la principal necesidad social del sistema es eternizar la dominación burguesa. ¿Cómo se conjugan la necesidad social y la necesidad de la clase dominante? Me limito aquí a señalar que el extraordinario despliegue cultural contemporáneo —sin cuyos productos no es posible plantearse ir lejos en las transformaciones revolucionarias— está transido de significación burguesa, y desempeña papeles ideológicos fundamentales en el sistema de dominación social.

La expropiación económica no significa que de inmediato una economía se torne socialista, pero en los terrenos que llamamos culturales el problema es aún más agudo, porque el carácter burgués está aún más oculto, sobre todo en ciertos aspectos sutiles. Que la prensa en manos de la revolución sirva a fines opuestos a la prensa de dueños burgueses está muy claro para todos; pero que no puede solicitarse mediante anuncios la incorporación a la zafra como machetero como se anunciaba «Coca Cola», es algo aclarado hace apenas cinco meses. Un factor realmente importante es que la formación de los trabajadores intelectuales —en términos generales y dejando a un lado ciertos problemas de la noción misma— conlleva mecanismos eficaces y antiguos para hacer de ellos auxiliares mayores o menores, conscientes o no, del sistema de dominación de clases. A pesar de que las actitudes y prácticas revolucionarias, y los procesos formativos en general, aumentan la receptividad a la ideología comunista, pesan todavía sobre muchos trabajadores intelectuales las formas mismas en que se realizan sus actividades, y aspectos como la «comunidad» literaria o artística, la «neutralidad» y «objetividad» del trabajo científico, la majestad del grado profesional o el relumbrar de la fama, cuya carga ideológica burguesa no ayuda a discernir los campos entre actitudes y productos revolucionarios o no revolucionarios.

Como es natural, de estas deficiencias no están exentos los que desempeñan funciones directivas, en la medida en que como individuos no hayan conseguido superarlas. Es justo reconocer también que las instituciones y procedimientos que la propia revolución pone en práctica van perdiendo vigencia muchas veces ante nuevas situaciones, y otras veces muestran ineficiencias o errores nuevos, derivados del proceso mismo de transición.

En resumen: la toma del poder político es sólo la premisa para revolucionar el conjunto de la vida social; esa gran transformación implica el desquiciamiento sucesivo, continuado y heterogéneo de las estructuras e ideologías prexistentes, y también de las que va creando el propio proceso revolucionario, todo ello en relación obligada con las circunstancias internacionales de la revolución y de la contrarrevolución. Instituciones e individuos han sido casi hasta ahora moldeados por el capitalismo, y del mundo apenas estrenado se recae penosamente en el mundo que se quiere destruir, no solamente a causa de las «desviaciones». El capitalismo detenta todavía una poderosa cultura material, y se sirve de una enorme cultura espiritual incomparable a la de cualquier época anterior; los revolucionarios comunistas impulsan el mundo de la miseria y el desvalimiento en un combate por las premisas de una existencia digna para todos, y están obligados a la dificilísima tarea de expropiar y cambiar de su signo burgués a aquella cultura para que concurra a la formación de una cultura nueva y distinta. Es imprescindible una teoría y una política para la negación del modo de vida burgués, pero a condición de ser también capaz de servir a la afirmación de un nuevo modo social de vida.

2.

En la sociedad en transición revolucionaria, la unificación de la población en el esfuerzo educacional no elimina la diversidad y especificidad de las actividades a que nos estamos refiriendo. La escolarización, la educación universitaria y especializada, las actividades literarias y artísticas, las ciencias sociales, naturales y exactas, los medios masivos de comunicación, son dedicaciones diversas, con objetos, motivaciones, historia y problemas a veces muy lejanos entre sí; sus modos de educar, la entidad y el ámbito de esa función en cada una de ellas son, por tanto, variadas. En estos apuntes atenderé sobre todo a los principios y los procedimientos que utilizan los órganos de la dictadura del proletariado para orientar, impulsar y coordinar esas actividades, esto es, a la política cultural.

Lo primero, naturalmente, es la necesidad de su existencia y su especificidad. Si el proceso revolucionario pretende la transformación total de la vida social, condición insoslayable de la creación del comunismo, todas las actividades sociales deben estar presididas por y contribuir a esa necesidad principal. Por tanto, la política cultural es parte orgánica en el conjunto de una política de dictadura del proletariado; su naturaleza, funciones y límites están fijados por el alcance del movimiento revolucionario y el momento en que se encuentre. Aparecen así dos precisiones: por una parte es utópico desarrollar la política cultural que se desee, sin consideración [de] los papeles educativos que debe desempeñar en la circunstancia concreta en que se inscribe ni el grado de realización que puede tener en esa misma coyuntura; por otra, es tan absurdo prescindir de una política cultural que ordene los impulsos y las reacciones del poder revolucionario como lo sería prescindir de una política de desarrollo económico, puesto que ambas se dirigen a un mismo (y difícil) objetivo.

Hasta ahí llega, sin embargo, la analogía. El orden planeado de una política cultural se ejerce sobre un ámbito específico, por las características de sus problemas, de sus objetivos, sus medios y sus cuadros. Ante todo, se trata de un aspecto de la dictadura revolucionaria. «Con la revolución todos los derechos, contra la revolución ningún derecho», se ha definido en breve su principio: la función del trabajo intelectual es referida a su inteligibilidad última, es referida a la Revolución. De paso, Fidel ponía en su lugar al estado de derecho, institución e ideología del sistema burgués. El principio enunciado es, obviamente, sólo el punto de partida; desde él se hace imprescindible elaborar los modos específicos de una política cultural.

Así como la guerra revolucionaria violentó el orden social existente y se dio como un producto no normal en el cuadro de actividades posible, la educación revolucionaria tiene que producirse como actividad que va más allá de lo que «normalmente» debía esperarse de las limitaciones de nuestro medio social actual. En realidad[,] el proceso revolucionario es resultado, en sus rasgos más generales, de la violencia que ejercen los hombres sobre sus condiciones de existencia para arrancarles efectos diferentes a los que normalmente producirían. Ya en el poder la revolución, la educación se propone nada menos que mantener la formación de los individuos siempre por encima de aquella que generarían sus condiciones de existencia, esto es, instrumentar su permanente inconformidad y su eficiencia transformadora de esas condiciones de existencia en una dirección comunista. La educación es garantía de la continuidad del proceso mediante la ampliación progresiva de la conciencia y la capacidad de la población para producir nuevos cambios sociales.

Pero no se trata, naturalmente, de un medio imperfecto que pueda ser «reformado» por la acción de un grupo de hombres esclarecidos; ese mito iluminista tiene su lugar en la panoplia ideológica burguesa. «Las circunstancias las hacen cambiar los hombres y el educador necesita, a su vez, ser educado», escribió Marx hace siglo y cuarto. Ese es el punto de partida que necesita el esfuerzo educacional: la exigüidad de recursos culturales para la educación sólo puede ser combatida con éxito por la revolución continuada de las circunstancias, de los hombres que son educados y de los educadores, como en su día los insurgentes cambiaron el contenido y el sentido del poder político y se cambiaron a sí mismos en la lucha.

Las dificultades reales son tremendas. La actividad intelectual, decíamos arriba, implica en su acto mismo y en la preparación para ejercerla, una función de la dominación de clase. Conseguir que esta no sea su función actual entre nosotros es ya un triunfo tremendo, y sin embargo incompleto y siempre amenazado. Aquí están, imprescindibles, las técnicas modernas de instrucción, comunicación de masas, de dirección; la mundialización de formas expresivas que tanto sirven a la comunicación; los ambientes «cultos», las «comunidades» científicas y artísticas. Ese complejo cultural es portador o se elabora bajo el signo ideológico burgués. La actividad intelectual pertenece —ha pertenecido hasta la revolución— por derecho propio al mundo de la dominación de clase, ¿hasta qué punto ha dejado de ser así entre nosotros?

Sin duda, hasta un punto avanzado. No se asume la dignidad humana en la medida en que lo ha hecho el pueblo cubano en revolución sin derribar las barreras primeras y segundas de la dominación, las más terribles y ostensibles. Sentirse dueño del país, participar del movimiento histórico, entender lo escrito y poder gozar de las expresiones artísticas, crecer innumerables dimensiones por la conjunción de oportunidades personales y deberes sociales, son avances extraordinarios hacia la socialización de las actividades intelectuales, que facilitan la consolidación de su cambio de función y la tendencia a la amortiguación de su oposición al trabajo manual. Esos logros nos exigen plantearnos cuáles son los problemas de hoy, qué dificultades deben vencerse para seguir avanzando.

El propósito de estas notas no es abarcarlas, sino solamente apuntar algunas de ellas para contribuir a un debate necesario. Hay elementos objetivos que no escapan a quien tenga alguna sensibilidad: las dificultades materiales que confronta el sistema de escolarización por la escasez de recursos del país es sólo una, aunque importante. La escasez de personal calificado caracteriza prácticamente a todas las actividades y es por tanto una constante, asumida a veces con cierta conformidad. Pero no es posible plantear una política únicamente a partir de esos elementos objetivos: ella sería la política correspondiente a las condiciones de existencia y no a su revolucionamiento.

El factor positivo más importante para trascender []la insuficiencia de nuestras posibilidades educacionales actuales —y además el único recurso abundante para un país pequeño en revolución— está en las capacidades potenciales desplegables por la mayoría de la población en un proceso de profundización política de su actitud ante la educación para una nueva sociedad. Esto exigiría esfuerzos crecientes, sobre todo a maestros, funcionarios, periodistas, artistas, científicos; pero, ¿acaso no han respondido los trabajadores manuales al reclamo de Fidel el 26 de julio pasado de redoblar esfuerzos y desarrollar la politización, al mismo tiempo que culminaba una etapa de enormes tensiones y esfuerzos laborales? También exigiría señalar los errores, las debilidades, hacer la autocrítica profunda de las actividades intelectuales; pero, ¿no se ha hecho una más honda en un momento crucial para la economía y la sociedad, y no salió de allí un movimiento vigoroso de rectificación, de profundización en los problemas, de fortalecimiento? La educación no puede ser menos revolucionaria que la política. La función del trabajo intelectual en la educación para el comunismo necesita audacias, esfuerzos y señalamientos.

La fidelidad ilimitada a la revolución —que no es un foro parlamentario ni un juego de salón, sino una lucha a muerte— fijaría las fronteras y aseguraría los propósitos de ese proceso. Dentro de ella se debe incidir en el aumento del aprovechamiento de todos los medios educacionales a nuestro alcance, revisar las ideas que tenemos acerca de su uso, aprender a darle[s] un sentido de educación socialista a las actividades, aumentar las capacidades de la población y su ejercicio a través de actitudes revolucionarias. Se debe ir al encuentro de nuevos modos de ser del trabajo intelectual que permitan combatir eficazmente la incapacidad, la formación de grupos burocráticos, el intelectualismo, la falta de criterios e iniciativa, la debilidad ante las formas de penetración ideológica capitalista, la resultante, en suma, de la cultura burguesa que nos queda y de ciertos híbridos subdesarrollados propios de la fase temprana de la transición revolucionaria.

Los debates sin restricciones entre revolucionarios y la clarificación de problemas, conductas y líneas a seguir multiplicarían las fuerzas del trabajo intelectual, por el aumento de su eficiencia y su precisión ideológica, en un tiempo en que este última es, a la vez que importante en sí misma, condición de la primera.

La reproducción «normal» de la llamada cultura —orientada ideológicamente a favor de la dominación burguesa— contribuye a dificultar la elaboración de una política cultural socialista. Un ejemplo: en sociedades capitalistas, literatos y artistas (o más exactamente, una parte de ellos) sufren a la vez un proceso de exaltación y desprecio sociales. Son «vedettes», ejemplo a imitar o piedra de escándalo, y simultáneamente son tolerados a regañadientes como inútiles o sospechosos al orden establecido. Estoy abordando la cuestión desde el punto de vista de sus funciones en el sistema de dominación, pero quien la vea así solamente simplificará demasiado y no entenderá ni siquiera el ángulo que abordo. Ese carácter ambiguo ha sido creado socialmente; acumula viejas historias, funciones y situaciones, pero hoy es sólo una de las consecuencias de la sujeción y articulación del desarrollo del arte y la vida del artista en la formación social burguesa. La dominación necesita que existan lugares de la comunidad humana posible, o del rechazo a la miseria de la vida; que haya alimento espiritual de altos principios siempre por realizar, y si es posible incluirlos en la base cultural del régimen; también puertas de escape que se franqueen, nichos para los rebeldes que posean un intelecto y una sensibilidad superiores «a lo vulgar». En todos los casos, son válvulas de seguridad para el sistema, en la medida en que canalice más bien que desarrolle inquietudes. Que la fracción dominante pueda considerar inútil o sospechoso al artista demuestra, entre otras cosas, que nadie es perfecto; pero, además, indica el carácter contradictorio de las potencias que desencadena el capitalismo. En el mismo proceso que despliega un poder de clase inigualado, brinda premisas para representarse o intentar su destrucción por medio de la revolución.

Si la revolución en el poder no se sacude de encima los pesos ideológicos del capitalismo puede correr el riesgo de compartir su desprecio-exaltación del literato y el artista, y dañar gravemente su propio proyecto. Exagerar la política de consideraciones hacia personas o grupos cuya conducta es no revolucionaria de manera activa, sólo por ser artistas o literatos, sin apreciar las consecuencias sociales negativas que eso acarrea. O por el contrario, calificar genéricamente de «conflictivos» a artistas y literatos, llenar de sospechas el ambiente intelectual, ahogar la expresión de criterios e imponer «lo que entienden los funcionarios». Ambas actitudes son muy negativas; utilizarlas alternativamente es funesto. Ellas agreden las iniciativas e impiden la corrección de errores y debilidades. Se corre el riesgo de que funcionarios e instituciones se coloquen al margen de los intereses y la disciplina política de la dictadura revolucionaria, y no sea suficientemente valorada su acción social negativa. Una resultante perversa es la absurda posición del intelectual como «conciencia crítica de la sociedad» —otra vez el intelectual fuera de la realidad— en vez de la conciencia y la actuación crítica de los revolucionarios sobre su sociedad. En realidad[,]esa posición completa un par, es un espejo frente a la torpeza del funcionario que no abre caminos revolucionarios para el arte: en realidad[,] constituyen dos impotencias frente a las necesidades del cambio social.

Trataré de ejemplificar problemas y hacer algunos comentarios en un campo que me es menos desconocido que otros, la enseñanza universitaria, con el único objeto de contribuir a la profundización en un aspecto específico de la educación.

3. 

Para la Universidad, el problema del cumplimiento de su función como instrumento educacional se presenta hoy como el problema de la universalización. Si no se toma como un juego de palabras («universalización de la universidad»), se entiende el sentido profundo de la propuesta de Fidel: como otras instituciones con que cuenta la dictadura proletaria, la Universidad debe cumplir el cúmulo de funciones que la etapa actual le exige, y contribuir simultáneamente a la transformación de la concepción y la realidad actual de los llamados estudios superiores, esto es, echar las bases de su futura desaparición como Universidad.

Esto no elimina —sería vicio utopista o expresión demagógica— la comprensión de los innumerables problemas acuciantes de la realidad cubana actual: la Universidad debe enfrentarse a las insuficiencias y necesidades de hoy con los recursos de hoy, y aportar algo a su solución. Un programa de universalización, sin embargo, fijaría el rumbo y marcaría los medios por los cuales estas mismas tareas actuales pueden contribuir a cambiar a los hombres en el proceso mismo en que ellos cambian a sus circunstancias. Si la lucha por el desarrollo tiene objetivos comunistas, la Universidad no puede simplemente modernizarse; debe revolucionarse una y otra vez.

En la etapa actual, la realidad y nuestros propósitos permiten y exigen que se aborde la concepción de ese programa y se den los primeros pasos para su puesta en práctica. Los escollos no son pequeños: es necesario que la universidad enfrente y supere sus propias contradicciones. En contra están las formaciones ideológicas universitarias que resisten a los cambios, compuestas por las fortalezas mentales de la tradición de alta cultura, el retraso en que han caído las estructuras, la rutina burocrática y las debilidades de la formación revolucionaria. Es necesario lograr la articulación de esfuerzos y la colaboración con una gran parte de las actividades del país y las instituciones implicadas en ellas, esto es, que el esfuerzo universitario esté integrado a una política más general.

Las insuficiencias universitarias para afrontar la tarea son enormes (en adelante, nuestros comentarios y sugerencias se referirán a la Universidad de La Habana). La institución universitaria alcanza su estructura y desarrollo modernos durante el despliegue del capitalismo; aparente neutralidad, templo laico de estudios «superiores», espacio con ciertas libertades de cátedra, verticalismo autoritario, facultades y departamentos como compartimentos de saberes acotados que sirven a profesiones con linderos precisos. Pensadores y estudiosos contemporáneos han explicado ya con bastante profundidad las funciones que cumple la universidad en la conservación del sistema burgués. Pero la existencia del poder revolucionario —y de las instituciones políticas y la ideología de la revolución en la Universidad— nos hace a veces olvidar las formas de pervivencia de la ideología y estructura burguesas en las concepciones y el funcionamiento universitarios.

No se trata de buscar «deformaciones». Las instituciones y las personas en nuestra sociedad en transición tienen facetas nuevas y viejas, ritmos de cambio, permanencias tenaces y también algunos defectos nuevos. La revolución es lucha por el comunismo, no el comunismo mismo, aunque eso no exima de «culpas» a los revolucionarios. En la universidad, como en otros terrenos, lo importante es localizar las formas en que persiste el signo burgués de su anterior función, los aspectos ineficaces del trabajo revolucionario actual y los modos eficaces de socializar conductas revolucionarias tendientes al comunismo.

El desprecio a la separación entre trabajo manual e intelectual es un valor muy común en nuestra universidad. Pero es posible que su incorporación sea superficial, si no trasciende []la mera disposición a ir a trabajos voluntarios y considerar los mismos como una «obligación de todo trabajador intelectual». Hasta ahí puede ser la inversión que hace la buena conciencia para asegurarse un sueño tranquilo después que se ha cumplido con el proletariado. Esa relación externa es reforzada por los malos métodos usados muchas veces en las movilizaciomes, la falta de información y de relación con la unidad productiva, que refuerzan la poca estimación que en sí mismo despierta el tipo de trabajo de técnica rudimentaria que casi siempre realiza el voluntario. Ya los más jóvenes traen de su enseñanza media experiencias de trabajos voluntarios que incluyen esas deficiencias, pero ese inicio más temprano en sus vidas del nexo trabajo manual trabajo intelectual es un rasgo muy positivo.

Por otra parte, ya son extraordinarios la formación especializada y los niveles científicos que pueden trasmitirse a los individuos que tengan acceso temprano, prolongado y eficaz a instituciones formadoras desarrolladas. Nos resulta imprescindible lograr la formación de gran número de esos cuadros, que en un futuro cercano serán obviamente candidatos a dirigir cada vez más procesos sociales, por la capacidad que adquieran y por la complejidad de esos procesos. Pero por eso es vital que su formación logre de ellos actitudes y visiones del mundo revolucionarias. Si no es así, su función social tenderá a apoyar la perpetuación de la dominación de las mayorías por un grupo, en vez de contribuir con su ejemplo y su orientación a la creación de una nueva cultura de liberación.

El apelativo «superior» y el carácter de «misterio» de las carreras (las palabras mismas portan una idea de élite que está lejos de haber desaparecido) son favorecidos por la concepción misma y la estructura de estudios y organizativa de muchas áreas universitarias, por el academicismo, la «ética profesional», el desprecio a los menos capacitados que trabajan en objetos análogos a los de los especialistas universitarios, la falta de buenas divulgaciones y las insuficiencias de la enseñanza especializada para jóvenes y adultos que trabajan. Todo eso conspira contra una asunción más profunda de sus deberes sociales en una revolución socialista por parte de aquellos que tienen una capacitación mayor que la promedio. Solamente cuando la superación de esta situación haya avanzado largo trecho podrá pensarse seriamente en la futura desaparición de la especificidad «trabajador intelectual» —expresión, por cierto, vergonzante—, porque sólo entonces se estará realmente en vías de superar definitivamente la significación social de dominación de clase entrañada en la separación del trabajo manual y el intelectual.

Me permito hacer una prevención acerca de las trampas de ciertos lenguajes, porque ellas condicionan fuertemente la manera de pensar ligada a las cuestiones culturales en la sociedad de clases. Más de una vez naufraga una iniciativa atinada al ser traducida al sistema de pensamientos posibles para un medio dado, sea de estudiosos o de funcionarios (no considero aquí el componente oportunista que puedan tener algunas conductas). Se adoptan acríticamente las normas y los comportamientos que parecen implicar modernización, o fortalecer [e]l nuevo orden. Por ejemplo, se considera un gran avance disciplinario la imposición de restricciones, en ocasiones absurdas, convirtiendo un instrumento en un fin en sí. Se puede así provocar malestar o rechazo [en] una masa de estudiantes, sin prestar suficiente atención a aspectos fundamentales de la disciplina estudiantil, como sería el estudio. En el fondo, la superficialidad en la concepción disciplinaria puede estar ligada a la creencia en la solución individualista del problema de los estudios: los «mejores» y «más inteligentes» se graduarán, los demás «quedarán en el camino».

Quisiera dejar para el debate opiniones y sugerencias específicas, con el ánimo de situar algunos elementos de los problemas actuales de nuestra Universidad, que ayuden en algo a su profundización. Dejo sin tratar aspectos tan importantes como la integración de la política universitaria en una política más general que implique la actuación de numerosos órganos del Estado en relación con ella, por no tener elementos suficientes ni parecerme procedente aquí. O los problemas de la formación de adolescentes en nuestra sociedad actual, capa de la cual pronto saldrá la gran mayoría del alumnado universitario; las obligaciones de la universidad en los trabajos e investigaciones en ese campo son tan principales que resulta imprescindible examinarlas en cualquier consideración que se haga de la universalización.

La Habana, abril de 1971.

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