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En la vida y en la muerte: fervor de Jean-Luc Nancy Daniel Alvaro

30 de agosto de 2021

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En su gesto de extender entre nosotros la presencia de Jean-Luc Nancy, Patrias. Actos y Letras tiene a bien reproducir, en entrega común, en su sección Communis, el homenaje que Daniel Alvaro, investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y docente de la Universidad de Buenos Aires, rinde al autor de El sentido del mundo, publicado ayer 29 de agosto —y actualizado hoy—  en Página12, seguido de una entrevista que el propio Alvaro le hiciera a Nancy con ocasión de cumplir este 80 años el 26 de julio de 2020, y que apareció publicada en español, también en Página12, el 7 de septiembre de ese mismo año y, en forma ampliada, en Lobo suelto!, el 21 de ese mismo mes. Se ha revisado y modificado ligeramente la traducción de la entrevista, cuyo título es del Consejo Editorial de Patrias.

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Para quienes conocíamos la desbordante actividad filosófica de Jean-Luc Nancy, y con más razón para quienes también sabíamos la vida que llevaba, su muerte resulta simplemente inconcebible. Desde hace mucho tiempo, Nancy se había transformado en un activo sobreviviente. Un trasplante de corazón a principios de la década de 1990 y los efectos más o menos esperables de la disminución inmunitaria que siguió a la operación lo habían dejado al borde de la muerte. Esta serie de sucesos, al mismo tiempo una “aventura metafísica” y una “performance técnica”, fue narrada por Nancy en un conocido ensayo titulado El intruso (Buenos Aires, Amorrortu, 2006). Desde entonces, sus estadías en el hospital se hicieron recurrentes y terminaron por volverse habituales. Lejos de lo que se podía esperar, los 30 años de sobrevida con el corazón de otra persona y con recaídas de salud intermitentes fueron increíblemente fecundos. La mayor parte de su obra, compuesta por más de un centenar de libros y un sinnúmero de contribuciones, fue realizada en este periodo durante el cual el pensamiento de la finitud y la experiencia de la urgencia fueron la trama sutil de su escritura. Nancy escribía noche y día, incansablemente, sobre los temas más variados. Tenía especial inclinación por la historia de la filosofía, la ontología y la política, la estética, la religión y el psicoanálisis, pero siempre se mostraba abierto y extremadamente atento a otros lenguajes, a otras sensibilidades. Sus colaboraciones con artistas del mundo de la danza y la pintura, del dibujo y el cine, seguramente serán recordadas junto a sus publicaciones sobre la comunidad, la libertad, el cuerpo, la democracia y el sentido.

Con el correr de los años, Nancy también se había convertido en el sobreviviente de una corriente de la filosofía francesa contemporánea que nunca se identificó como tal, que en realidad nunca fue del todo identificable, y que sin embargo se deja reconocer a través de ciertos gestos filosóficos que encuentran acogida en las obras de Nietzsche y Heidegger, por nombrar solamente las referencias más resonantes. Los nombres de Georges Bataille, Maurice Blanchot, Jacques Derrida y Philippe Lacoue-Labarthe forman parte de esa corriente, de esa “comunidad de los que no tienen comunidad” que marcó el siglo XX y parte del XXI con escritos y debates que conciernen fundamentalmente a la filosofía, la política y el arte. Nancy no solo se inscribe en ella, sino que su filosofía está inextricablemente ligada por lazos de pensamiento, pero también de camaradería y amistad, a todas esas personalidades. A cada una de ellas, se entiende, de manera diferente. En parte por una cuestión generacional, en parte por la contingencia de la vida, a Nancy le tocó sobrevivir a los amigos y en algunos casos también le tocó despedirlos. Lo que en todo caso vale la pena retener es que Nancy, en calidad de superviviente, continuó interrogando y poniendo a prueba las ideas legadas por sus amigos ya ausentes, tal vez como una estrategia para prolongar la vida de aquellos que ya no lo acompañaban, tal vez como una afirmación práctica de la máxima que leemos en El intruso: “Aislar la muerte de la vida, no dejar a una íntimamente trenzada en la otra, introduciéndose cada una en el corazón de la otra, eso es lo que nunca hay que hacer”.

La interdicción de separar lo que de hecho no es separable, debe ser leída como parte de una operación filosófica que se las ingenia para pensar la vida a partir de la muerte y, simultáneamente, la muerte a partir de la vida. Derrida se había referido a esta relación indecidible con una frase que Nancy solía usar como otro nombre para la existencia: “la-vida-la-muerte”. En el último tiempo y muy especialmente desde que se declaró la pandemia mundial por coronavirus, este enunciado había cobrado especial relevancia en las reflexiones de Nancy. En julio de 2020, con motivo de su cumpleaños 80, le propuse entrevistarlo para hablar sobre su vida, pero desde el arranque la conversación se encaminó involuntariamente y de manera muy natural hacia la muerte, hacia su propia muerte, de la que sin duda se sentía próximo sin verse por ello en la necesidad de abandonar la tarea de toda una vida consistente en explorar o inspeccionar “los límites del pensamiento y de la acción”. “Inspección de eso que siempre supo desembocar en lo inexplorable, en lo imposible, pero de lo cual ahora se siente vivamente la forma o el aspecto”. Nadie mejor que un superviviente como él, alguien que en la proximidad absoluta de la muerte se aferró a la vida, para comunicar la sensación de un cuerpo colmado por un vacío inminente: “La ‘desembocadura’ da a un vacío cuya densidad se puede presentir y se busca rozar” (Un virus demasiado humano, Buenos Aires, La Cebra, 2020).

Si hoy tuviera que elegir una palabra y solo una para decir el tenor de una filosofía y una vida como la suya, esa palabra sería fervor. El entusiasmo era, por así decirlo, su disposición hacia el mundo, su modo de ser y estar con otros existentes. Todo lo que hacía, y Nancy ante todo fue un hacedor, un creador, un generador…, lo hacía con una intensidad de sentimiento, con una pasión, ante la cual era imposible permanecer insensible o indiferente. El carácter excesivo de su discurso, de sus estilos y de sus grandes temas de exploración, respondía a un deseo inescrutable por tocar los límites, unas veces para sentir o presentir la extremidad y otras veces directamente para transgredirlos. Este exceso es reconocible en ciertas figuras retóricas y sobre todo en el vocabulario que usaba habitualmente, por ejemplo, en las palabras que implican un movimiento “hacia afuera” o “más allá”: de la exposición a la existencia, pasando por la excritura, la extensión y la experiencia. El fervor de Nancy, llamativo pero discreto, paciente y activo, a la vez pensante, sintiente e imaginante, fue su forma singular de introducir una diferencia filosófica y política en el mundo. El ardor con el que siempre hizo valer la exigencia de lo infinito (verdad o sentido, justicia, libertad, valor inconmensurable de todos los seres) en lo finito de nuestras existencias es el mismo que lo llevó a afirmar la vida hasta el último suspiro, hasta el último soplo.

El retrato del pensador erudito que en estos días reproducen los diarios de todo el mundo tiene el inconveniente de eclipsar un lado no menos importante de su figura que en verdad es indisociable del anterior. Nancy fue sin duda uno de los representantes más destacados del pensamiento contemporáneo, y también fue el portador de una mirada diáfana y una sonrisa amplia, una persona tremendamente ocurrente y con un gran sentido del humor, alguien que practicaba la filosofía como un intercambio entre iguales y que siempre estaba dispuesto a realizar, con una paciencia y una amabilidad asombrosas, las muchas peticiones que le llegaban todos los días desde los puntos más remotos del planeta. Intuyo que le hubiera gustado ser recordado no solo como un filósofo del sentido, sino también como un conductor del sentido, una especie de comunicador o de médium entre el sentido y los sentidos, entre lo inteligible y lo sensible, entre el más acá y el más allá. 

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Jean-Luc Nancy

 

 

Pensar la ausencia de fundamento Jean-Luc Nancy en conversación con Daniel Alvaro


Acaba de cumplir 80 años en medio de una pandemia mundial inimaginable hasta hace poco tiempo atrás. ¿Cómo se siente?

 

Estoy contento de haberme escapado hasta ahora del virus, ya que formo parte de las personas “de alto riesgo”, dada mi edad y, además, mi estado de trasplantado inmunodeprimido. Por supuesto que siempre he tenido y tengo mucho cuidado. Pero el hecho de haber cumplido 80 años es mucho más importante que el riesgo viral. Porque obliga a preguntarse: ¿qué significa eso? ¿Por qué es un cumpleaños rodeado de un aura particular? Terminé por pensar que esta edad, hoy en día, representa o simboliza una culminación: una vida culmina. Es decir que se está, de aquí en adelante, en la última línea recta hacia la muerte, por un lado y, por otro, que se puede considerar que se ha vivido y hecho lo que había para vivir y hacer.

 

Desde luego que no puedo prescindir de seguir trabajando, escribiendo, explorando. Pero no es más una aventura a través de los océanos o las montañas. Es más bien una inspección de los límites del pensamiento y de la acción (porque escribir, discutir, publicar, intercambiar son acciones). Inspección de eso que siempre supo desembocar en lo inexplorable, en lo imposible, pero de lo cual ahora se siente vivamente la forma o el aspecto. La “desembocadura” da a un vacío cuya densidad se puede presentir y se busca rozar. Habría que escribir de otra manera, dejar escribirse de otra manera.

 

 

Es usted una de las voces filosóficas reconocidas en todo el mundo que opinaron sobre la nueva condición social, económica, política y existencial en la que nos encontramos desde que la COVID-19 empezó a propagarse. A casi seis meses de la declaración de la pandemia, ¿cuál es su evaluación general de la situación?

 

Como todo el mundo, constato que la extensión de la pandemia es potente en el espacio y en el tiempo. Que, en consecuencia, muchas de las dudas que algunos tenían al comienzo fueron desbaratadas. Ningún sistema de protección es absolutamente preferible ni fácil de elegir según las situaciones. Que las personas mayores sean, como desde el inicio, las más amenazadas saca a la luz elecciones o preferencias culturales (o civilizatorias, palabra penosa) que no valen simplemente por su diversidad antropológica, sino más bien como marcadores de una opacidad de nuestra propia civilización tecno-económica mundial, para la cual la productividad y la aptitud para consumir son los primeros criterios de calidad de la existencia, seguidos por la aptitud para dejarse explotar y someter por las violencias tecno-económicas.

 

Si somos sensibles a las preguntas suscitadas por esta situación es por un reflejo que nos hace “respetar la vida humana” sin que seamos capaces de pensar lo que justifica ese respeto. De ahí que ese respeto formal sea vano y se adapte a la perpetuación de todas las conductas que agravan las desigualdades y las injusticias. No sabemos por qué el hombre es respetable, ni por qué los seres vivos en general son respetables, ni por qué se supone que hay una igualdad de todos los humanos, ni por qué la vida y la naturaleza en general deberían ser consideradas con precaución y moderación. Las grandes religiones han fallado en su misión, que era darle sentido a la existencia. La fe en el progreso técnico ha revelado hoy que es tan poco fiable como las religiones. Ha llegado el tiempo, muy claramente, de pensar esa ausencia de fundamento en toda su amplitud y profundidad.

 

Se podría decir que es hoy usted el último sobreviviente de una corriente de la filosofía francesa contemporánea que se remonta a Georges Bataille y Maurice Blanchot, y continúa con Jacques Derrida y Philippe Lacoue-Labarthe, por solo nombrar algunos de ellos. ¿Cómo vive esa herencia? ¿Y cuál es, si tuviera que arriesgar una respuesta breve, el gesto de pensamiento que todos ustedes comparten?

 

Ese gesto es precisamente el que designa el no-fundamento como la verdad de la que hay que hacerse cargo. Sin embargo, quiero agregar que esa tradición no es exclusivamente francesa, sino también alemana y, más ampliamente, que eprocede del corazón del pensamiento desde que la filosofía se separó de la mitología y de la sacralidad. Ello vale también para varias tradiciones de pensamiento orientales. Cuando Heidegger dice que el ser no es y cuando el Tao dice que el camino no es el camino, hay una proximidad cierta, incluso si va acompañada de una distancia enorme. Quiero decir que, en todo caso, la mundialidad de nuestra situación es cierta y no se reduce a la “mundialización” como despliegue del capital y de la técnica. Esa globalización produce sin haberlo querido una mundialidad que va a volverse contra ella y que ya ha comenzado a agrietar el “globo”.

¿Y su propio legado? ¿Qué cree que deja, filosóficamente hablando, y a quiénes?

 

Me trata como si estuviera muerto… o como si hubiera escrito un testamento, lo que implica proyectarse más allá de la propia muerte. Y no está equivocado, porque en efecto 55 años de actividad pública, docente y editorial inevitablemente forman una especie de conclusión. Pero los legados intelectuales siempre son descubiertos y, de cierta manera, constituidos por los sucesores —en el simple sentido de quienes vienen después y revuelven la pila de textos, de grabaciones, de declaraciones para extraer de ellos lo que aún les parece "vivo"—. (En otra época hubo un título-fórmula muchas veces repetido: Lo que está muerto y lo que está vivo del pensamiento de X.).

 

No puedo escribir un testamento filosófico porque la filosofía no es una propiedad. No existe “mi” filosofía, como tampoco existe una filosofía “de Derrida” o “de Badiou”. Existe La filosofía, es decir, el río que recoge miles de afluentes y que arrastra eso que ahí se sumerge de una sociedad, de una época, de ciertas lenguas y ciertas traducciones, de sensibilidades diversas y preocupaciones comunes. Cada pensador es un receptor de un aspecto de su tiempo.

 

Las herencias no son simplemente transmisiones de capitales. Cuando una herencia se reduce a eso, está perdida. Los herederos no saben qué hacer con ella, a menos que hayan retomado verdaderamente el espíritu del muerto. Esto es cierto incluso para las herencias materiales. Todavía más para las espirituales, si es que se puede hablar de herencia.

 

Por supuesto, yo vengo de Platón, Agustín, Descartes, Spinoza, Kant, Hegel, Heidegger, Derrida, Deleuze, Lacan. Y de Rousseau, Schopenhauer, Marx, Nietzsche, Bataille. Pero también de gente que no tiene nombres célebres, de amigos, de profesores, de encuentros, de libros encontrados por azar. Y de la guerra de Argelia, del fin del comunismo, del eclipse de Europa, de la era cibernética, etcétera. No se me puede identificar como a esos grandes nombres o esos acontecimientos. Soy un contrabandista, paso de un tiempo a otro, del siglo XX al siglo XXI, del ateísmo seguro de sí mismo a la inquietud por otro “espíritu”, de un soplo a otro.

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