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Caliban (I)* Roberto Fernández Retamar

 

UNA PREGUNTA
 

UN PERIODISTA EUROPEO, de izquierda por más señas, me ha preguntado hace unos días: «¿Existe una cultura latinoamericana?». Conversábamos, como es natural, sobre la reciente polémica en torno a Cuba, que acabó por enfrentar, por una parte, a algunos intelectuales burgueses europeos (o aspirantes a serlo), con visible nostalgia colonialista; y por otra, a la plana mayor de los escritores y artistas latinoamericanos que rechazan las formas abiertas o veladas de coloniaje cultural y político. La pregunta me pareció revelar una de las raíces de la polémica, y podría enunciarse también de esta otra manera: «¿Existen ustedes?». Pues poner en duda nuestra cultura es poner en duda nuestra propia existencia, nuestra realidad humana misma, y por tanto estar dispuestos a tomar partido en favor de nuestra irremediable condición colonial, ya que se sospecha que no seríamos sino eco desfigurado de lo que sucede en otra parte. Esa otra parte son, por supuesto, las metrópolis, los centros colonizadores, cuyas «derechas» nos esquilmaron, y cuyas supuestas «izquierdas» han pretendido y pretenden orientarnos con piadosa solicitud. Ambas cosas, con el auxilio de intermediarios locales de variado pelaje.

 

Si bien este hecho, de alguna manera, es padecido por todos los países que emergen del colonialismo —esos países nuestros a los que esforzados intelectuales metropolitanos han llamado torpe y sucesivamente barbarie, pueblos de color, países subdesarrollados, Tercer Mundo—, creo que el fenómeno alcanza una crudeza singular al tratarse de la que Martí llamó «nuestra América mestiza». Aunque puede fácilmente defenderse la indiscutible tesis de que todo hombre es un mestizo, e incluso toda cultura; aunque esto parece especialmente válido para el caso de las colonias, sin embargo, tanto en el aspecto étnico como en el cultural es evidente que los países capitalistas alcanzaron hace tiempo una relativa homogeneidad en este orden. Casi ante nuestros ojos se han realizado algunos reajustes: la población blanca de los Estados Unidos (diversa, pero de común origen europeo) exterminó a la población aborigen y echó a un lado a la población negra, para darse por encima de divergencias esa homogeneidad, ofreciendo así el modelo coherente que sus discípulos los nazis pretendieron aplicar incluso a otros conglomerados europeos, pecado imperdonable que llevó a algunos burgueses a estigmatizar en Hitler lo que aplaudían como sana diversión dominical en westerns y películas de Tarzán. Esos filmes proponían al mundo —incluso a quienes estamos emparentados con esas comunidades agredidas y nos regocijábamos con la evocación de nuestro exterminio— el monstruoso criterio racial que acompaña a los Estados Unidos desde su arrancada hasta el genocidio en Indochina. Menos a la vista el proceso (y quizá, en algunos casos, menos cruel), los otros países capitalistas también se han dado una relativa homogeneidad racial y cultural, por encima de divergencias internas.

 

Tampoco puede establecerse un acercamiento necesario entre mestizaje y mundo colonial. Este último es sumamente complejo[1], a pesar de básicas afinidades estructurales, y ha incluido países de culturas definidas y milenarias, algunos de los cuales padecieron o padecen la ocupación directa —la India, Vietnam— y otros la indirecta —China—; países de ricas culturas, menos homogéneos políticamente, y que han sufrido formas muy diversas de colonialismo —el mundo árabe—; países, en fin, cuyas osamentas fueron salvajemente desarticuladas por la espantosa acción de los europeos —pueblos del África negra—, a pesar de lo cual conservan también cierta homogeneidad étnica y cultural: hecho este último, por cierto, que los colonialistas trataron de negar criminal y vanamente. Aunque en estos pueblos, en grado mayor o menor, hay mestizaje, es siempre accidental, siempre al margen de su línea central de desarrollo.

 

Pero existe en el mundo colonial, en el planeta, un caso especial: una vasta zona para la cual el mestizaje no es el accidente, sino la esencia, la línea central: nosotros, «nuestra América mestiza». Martí, que tan admirablemente conocía el idioma, empleó este adjetivo preciso como una señal distintiva de nuestra cultura, una cultura de descendientes de aborígenes, de europeos, de africanos, —étnica y culturalmente hablando. En su «Carta de Jamaica» (1815), el Libertador Simón Bolívar había proclamado: «Nosotros somos un pequeño género humano: poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias»; y en su mensaje al Congreso de Angostura (1819) añadió:

 

Tengamos en cuenta que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del norte, que más bien es un compuesto de África y de América que una emancipación de Europa, pues que hasta la España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado; el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y éste se ha mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza, trae un reato de la mayor trascendencia.
 

Ya en este siglo, en un libro confuso como suyo, pero lleno de intuiciones (La raza cósmica, 1925), el mexicano José Vasconcelos señaló que en la América Latina se estaba forjando una nueva raza, «hecha con el tesoro de todas las anteriores, la raza final, la raza cósmica»[2].

 

Este hecho está en la raíz de incontables malentendidos. A un euronorteamericano podrán entusiasmarlo, dejarlo indiferente o deprimirlo las culturas china o vietnamita o coreana o árabe o africana, pero no se le ocurriría confundir a un chino con un noruego, ni a un bantú con un italiano; ni se le ocurriría preguntarles si existen. Y en cambio, a veces a algunos latinoamericanos se los toma como aprendices, como borradores o como desvaídas copias de europeos, incluyendo entre estos a los blancos de lo que Martí llamó «la América europea», así como a nuestra cultura toda se la toma como un aprendizaje, un borrador o una copia de la cultura burguesa europea («una emanación de Europa», como decía Bolívar): este último error es más frecuente que el primero, ya que confundir a un cubano con un inglés o a un guatemalteco con un alemán suele estar estorbado por ciertas tenacidades étnicas; parece que los rioplatenses andan en esto menos diferenciados étnica aunque no culturalmente. Y es que en la raíz misma está la confusión, porque descendientes de numerosas comunidades indígenas, europeas, africanas, asiáticas, tenemos, para entendernos, unas pocas lenguas: las de los colonizadores. Mientras otros coloniales o excoloniales, en medio de metropolitanos, se ponen a hablar entre sí en sus lenguas, nosotros, los latinoamericanos y caribeños, seguimos con nuestros idiomas de colonizadores. Son las linguas francas capaces de ir más allá de las fronteras que no logran atravesar las lenguas aborígenes ni los créoles. Ahora mismo, que estoy discutiendo con estos colonizadores, ¿de qué otra manera puedo hacerlo, sino en una de sus lenguas, que es ya también nuestra lengua, y con tantos de sus instrumentos conceptuales, que también son ya nuestros instrumentos conceptuales? No es otro el grito extraordinario que leímos en una obra del que acaso sea el más extraordinario escritor de ficción que haya existido. En La tempestad, la obra última (en su integridad) de William Shakespeare, el deforme Caliban, a quien Próspero robara su isla, esclavizara y enseñara el lenguaje, lo increpa: «Me enseñaron su lengua, y de ello obtuve/ El saber maldecir. ¡La roja plaga/ Caiga en ustedes, por esa enseñanza!». («You taught me language, and my profit on’t/ Is, I know to curse. The red plague rid you/ For learning me your language! ») (La tempestad, acto I, escena 2.).

 

PARA LA HISTORIA DE CALIBAN

 

Caliban es anagrama forjado por Shakespeare a partir de «caníbal» —expresión que, en el sentido de antropófago, ya había empleado en otras obras como La tercera parte del rey Enrique VI y Otelo—, y este término, a su vez, proviene de «caribe». Los caribes, antes de la llegada de los europeos, a quienes hicieron una resistencia heroica, eran los más valientes, los más batalladores habitantes de las tierras que ahora ocupamos nosotros. Su nombre es perpetuado por el Mar Caribe (al que algunos llaman simpáticamente el Mediterráneo americano; algo así como si nosotros llamáramos al Mediterráneo el Caribe europeo). Pero ese nombre, en sí mismo —caribe—, y en su deformación caníbal, ha quedado perpetuado, a los ojos de los europeos, sobre todo de manera infamante. Es este término, este sentido, el que recoge y elabora Shakespeare en su complejo símbolo. Por la importancia excepcional que tiene para nosotros, vale la pena trazar sumariamente su historia.

 

En el Diario de navegación de Cristóbal Colón aparecen las primeras menciones europeas de los hombres que darían material para aquel símbolo. El domingo 4 de noviembre de 1492, a menos de un mes de haber llegado Colón al continente que sería llamado América, aparece esta anotación: «Entendió también que lejos de allí había hombres de un ojo, y otros con hocicos de perros que comían a los hombres»[3]; el viernes 23 de noviembre, esta otra: «la cual decían que era muy grande [la isla de Haití: Colón la llamaba por error Bohío], y que había en ella gente que tenía un ojo en la frente, y otros que se llamaban caníbales, a quienes mostraban tener gran miedo». El martes 11 de diciembre se explica «que caniba no es otra cosa que la gente del gran Can», lo que da razón de la deformación que sufre el nombre caribe —también usado por Colón: en la propia carta «fecha en la carabela, sobre la Isla de Canaria», el 15 de febrero de 1493, en que Colón anuncia al mundo su «descubrimiento», escribe: «así que monstruos no he hallado, ni noticia, salvo de una isla [de Quarives], la segunda a la entrada de las Indias, que es poblada de una gente que tienen en todas las islas por muy feroces, los cuales comen carne humana»[4].

 

Esta imagen del caribe/caníbal contrasta con la otra imagen del hombre americano que Colón ofrece en sus páginas: la del arauaco de las grandes Antillas —nuestro taíno en primer lugar—, a quien presenta como pacífico, manso, incluso temeroso y cobarde. Ambas visiones de aborígenes americanos van a difundirse vertiginosamente por Europa, y a conocer singulares desarrollos. El taíno se transformará en el habitante paradisíaco de un mundo utópico: ya en 1516, Tomás Moro publica su Utopía, cuyas impresionantes similitudes con la isla de Cuba ha destacado, casi hasta el delirio, Ezequiel Martínez Estrada[5]. El caribe, por su parte, dará el caníbal, el antropófago, el hombre bestial situado irremediablemente al margen de la civilización, y a quien es menester combatir a sangre y fuego. Ambas visiones están menos alejadas de lo que pudiera parecer a primera vista, constituyendo simplemente opciones del arsenal ideológico de la enérgica burguesía naciente. Francisco de Quevedo traducía Utopía como «No hay tal lugar». «No hay tal hombre», puede añadirse, a propósito de ambas visiones. La de la criatura edénica es, para decirlo en un lenguaje más moderno, una hipótesis de trabajo de la izquierda de la burguesía, que de ese modo ofrece el modelo ideal de una sociedad perfecta que no conoce las trabas del mundo feudal contra el cual combate en la realidad esa burguesía. En general, la visión utópica echa sobre estas tierras los proyectos de reformas políticas no realizados en los países de origen, y en este sentido no podría decirse que es una línea extinguida; por el contrario, encuentra peculiares continuadores —aparte de los continuadores radicales que serán los revolucionarios consecuentes— en los numerosos consejeros que proponen incansablemente a los países que emergen del colonialismo mágicas fórmulas metropolitanas para resolver los graves problemas que el colonialismo nos ha dejado, y que, por supuesto, ellos no han resuelto en sus propios países. De más está decir la irritación que produce en estos sostenedores de «no hay tal lugar» la insolencia de que el lugar exista, y, como es natural, con las virtudes y defectos no de un proyecto, sino de una genuina realidad.

 

En cuanto a la visión del caníbal, ella se corresponde —también en un lenguaje más de nuestros días— con la derecha de aquella misma burguesía. Pertenece al arsenal ideológico de los políticos de acción, los que realizan el trabajo sucio del que van a disfrutar igualmente los encantadores soñadores de utopías. Que los caribes hayan sido tal como los pintó Colón (y tras él una inacabable caterva de secuaces), es tan probable como que hubieran existido los hombres de un ojo y otros con hocico de perro, o los hombres con cola, o las amazonas, que también menciona en sus páginas, donde la mitología grecolatina, el bestiario medioeval, Marco Polo y la novela de caballería hacen lo suyo. Se trata de la característica versión degradada que ofrece el colonizador del hombre al que coloniza. Que nosotros mismos hayamos creído durante un tiempo en esa versión sólo prueba hasta qué punto estamos inficionados con la ideología del enemigo. Es característico que el término caníbal lo hayamos aplicado, por antonomasia, no al extinguido aborigen de nuestras islas, sino al negro de África que aparecía en aquellas avergonzantes películas de Tarzán. Y es que el colonizador es quien nos unifica, quien hace ver nuestras similitudes profundas más allá de accesorias diferencias.

 

La versión del colonizador nos explica que al caribe, debido a su bestialidad sin remedio, no quedó otra alternativa que exterminarlo. Lo que no nos explica es por qué, entonces, antes incluso que el caribe, fue igualmente exterminado el pacífico y dulce arauaco. Simplemente, en un caso como en otro, se cometió contra ellos uno de los mayores etnocidios que recuerda la historia. (Innecesario decir que esta línea está aún más viva que la anterior.) En relación con esto, será siempre necesario destacar el caso de aquellos hombres que, al margen tanto del utopismo —que nada tenía que ver con la América concreta— como de la desvergonzada ideología del pillaje, impugnaron desde su seno la conducta de los colonialistas, y defendieron apasionada, lúcida, valientemente a los aborígenes de carne y hueso: a la cabeza de esos hombres, la figura magnífica del padre Bartolomé de Las Casas, a quien Bolívar llamó «el Apóstol de la América», y Martí elogió sin reservas. Esos hombres, por desgracia, no fueron sino excepciones.

 

Uno de los más difundidos trabajos europeos en la línea utópica es el ensayo de Montaigne «De los caníbales», aparecido en 1580. Allí está la presentación de aquellas criaturas que «guardan vigorosas y vivas las propiedades y virtudes naturales, que son las verdaderas y útiles»[6]. En 1603 aparece publicada la traducción al inglés de los Ensayos de Montaigne, realizada por Giovanni Floro. No sólo Floro era amigo personal de Shakespeare, sino que se conserva el ejemplar de esta edición que Shakespeare poseyó y anotó. Este dato no tendría mayor importancia si no fuera porque prueba sin lugar a dudas que el libro fue una de las fuentes directas de la última gran obra de Shakespeare, La tempestad (1611). Incluso uno de los personajes de la comedia, Gonzalo, que encarna al humanista renacentista, glosa de cerca, en un momento, líneas enteras del Montaigne de Floro, provenientes precisamente del ensayo «De los caníbales». Y es este hecho lo que hace más singular aún la forma como Shakespeare presenta a su personaje Caliban/caníbal. Porque si en Montaigne —indudable fuente literaria, en este caso, de Shakespeare— «nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones [...] lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres»[7], en Shakespeare, en cambio, Caliban/caníbal es un esclavo salvaje y deforme para quien son pocas las injurias. Sucede, sencillamente, que Shakespeare, implacable realista, asume aquí al diseñar a Caliban la otra opción del naciente mundo burgués. En cuanto a la visión utópica, ella existe en la obra, sí, pero desvinculada de Caliban: como se dijo antes, es expresada por el armonioso humanista Gonzalo. Shakespeare verifica, pues, que ambas maneras de considerar lo americano, lejos de ser opuestas, eran perfectamente conciliables. Al hombre concreto, presentarlo como un animal, robarle la tierra, esclavizarlo para vivir de su trabajo y, llegado el caso, exterminarlo: esto último, siempre que se contara con quien realizara en su lugar las duras faenas. En un pasaje revelador, Próspero advierte a su hija Miranda que no podrían pasarse sin Caliban: «De él no podemos prescindir. Nos hace el fuego,/ Sale a buscarnos leña, y nos sirve / A nuestro beneficio» («We cannot miss him: he does make our fire/ Fetch in our wood and serves in offices/ That profit us») (Acto I, escena 2). En cuanto a la visión utópica, ella puede —y debe— prescindir de los hombres de carne y hueso. Después de todo, no hay tal lugar.

 

Que La tempestad alude a América, que su isla es la mitificación de una de nuestras islas, no ofrece a estas alturas duda alguna. Astrana Marín, quien menciona el «ambiente claramente indiano (americano) de la isla», recuerda alguno de los viajes reales, por este continente, que inspiraron a Shakespeare, e incluso le proporcionaron, con ligeras variantes, los nombres de no pocos de sus personajes: Miranda, Sebastián, Alonso, Gonzalo, Setebos[8]. Más importante que ello es saber que Caliban es nuestro caribe.

 

No me interesa seguir todas las lecturas posibles que desde su aparición se hayan hecho de esta obra notable[9]. Bastará con señalar algunas interpretaciones. La primera de ellas proviene de Ernest Renan, quien en 1878 publica su drama Caliban, continuación de La tempestad[10]. En esta obra, Caliban es la encarnación del pueblo, presentado a la peor luz, sólo que esta vez su conspiración contra Próspero tiene éxito, y llega al poder, donde seguramente la ineptitud y la corrupción le impedirán permanecer. Próspero espera en la sombra su revancha. Ariel desaparece. Esta lectura debe menos a Shakespeare que a la Comuna de París, la cual ha tenido lugar sólo siete años antes. Naturalmente, Renan estuvo entre los escritores de la burguesía francesa que tomaron partido feroz contra el prodigioso «asalto al cielo»[11]. A partir de esa hazaña, su antidemocratismo se encrespa aún más: «en sus Diálogos filosóficos», nos dice Lidsky, «piensa que la solución estaría en la constitución de una élite de seres inteligentes que gobiernen y posean todos los secretos de la ciencia»[12]. Característicamente, el elitismo aristocratizante y prefascista de Renan, su odio al pueblo de su país, está unido a un odio mayor aún a los habitantes de las colonias. Es aleccionador oírlo expresarse en este sentido:
 

Aspiramos [dice], no a la igualdad sino a la dominación. El país de raza extranjera deberá ser de nuevo un país de siervos, de jornaleros agrícolas o de trabajadores industriales. No se trata de suprimir las desigualdades entre los hombres, sino de ampliarlas y hacer de ellas una ley[13].

 

Y en otra ocasión:

 

La regeneración de las razas inferiores o bastardas por las razas superiores está en el orden providencial de la humanidad. El hombre de pueblo es casi siempre, entre nosotros, un noble desclasado, su pesada mano está mucho mejor hecha para manejar la espada que el útil servil. Antes que trabajar, escoge batirse, es decir, que regresa a su estado primero. Regere imperio populos, he aquí nuestra vocación. Arrójese esta devorante actividad sobre países que, como China, solicitan la conquista extranjera. [...] La naturaleza ha hecho una raza de obreros, es la raza china, de una destreza de mano maravillosa, sin casi ningún sentimiento de honor, gobiérnesela con justicia, extrayendo de ella, por el beneficio de un gobierno así, abundantes bienes, y ella estará satisfecha; una raza de trabajadores de la tierra es el negro [...]; una raza de amos y de soldados, es la raza europea [...] Que cada uno haga aquello para lo que está preparado, y todo irá bien[14].

 

Innecesario glosar estas líneas que, como dice con razón Césaire, no pertenecen a Hitler, sino al humanista francés Ernest Renan.

 

Es sorprendente el primer destino del mito de Caliban en nuestras propias tierras americanas. Veinte años después de haber publicado Renan su Caliban, es decir, en 1898, los Estados Unidos intervienen en la guerra de Cuba contra España por su independencia, y someten a Cuba a su tutelaje, convirtiéndola, a partir de 1902 (y hasta 1959), en su primera neocolonia, mientras Puerto Rico y las Filipinas pasaban a ser colonias suyas de tipo tradicional. El hecho —que había sido previsto por Martí muchos años antes— conmueve a la intelligentsia hispanoamericana. En otra parte he recordado que «el 98» no es sólo una fecha española, que da nombre a un complejo equipo de escritores y pensadores de aquel país, sino también, y acaso, sobre todo, una fecha hispanoamericana, la cual debía servir para designar un con- junto no menos complejo de escritores y pensadores de este lado del Atlántico, a quienes se suele llamar con el vago nombre de «modernistas»[15]. Es el 98 —la visible presencia del imperialismo norteamericano en la América Latina— lo que, habiendo sido anunciado por Martí, da razón de la obra ulterior de un Darío o un Rodó.

 

Un temprano ejemplo de cómo recibirían el hecho los escritores latinoamericanos del momento lo tenemos en un discurso pronunciado por Paul Groussac en Buenos Aires, el 2 de mayo de 1898:
 

Desde la Secesión y la brutal invasión del Oeste [dice], se ha desprendido libremente el espíritu yankee del cuerpo informe y « calibanesco», y el viejo mundo ha contemplado con inquietud y temor a la novísima civilización que pretende suplantar a la nuestra declarada caduca[16].

 

El escritor francoargentino Groussac siente que «nuestra» civilización (entendiendo por tal, visiblemente, a la del «Viejo Mundo», de la que nosotros los latinoamericanos vendríamos curiosamente a formar parte) está amenazada por el yanqui «calibanesco». Es bastante poco probable que por esa época escritores argelinos y vietnamitas, pateados por el colonialismo francés, estuvieran dispuestos a suscribir la primera parte de tal criterio. Es también francamente extraño ver que el símbolo de Caliban —donde Renan supo descubrir con acierto al pueblo, si bien para injuriarlo— sea aplicado a los Estados Unidos. Y sin embargo, a pesar de esos desenfoques, característicos por otra parte de la peculiar situación de la América Latina, la reacción de Groussac implicaba un claro rechazo del peligro yanqui por los escritores latinoamericanos. No era, por otra parte, la primera vez que en nuestro continente se expresaba tal rechazo. Aparte de casos de hispanoamericanos como los de Bolívar, Bilbao y Martí, entre otros, la literatura brasileña conocía el ejemplo de Joaquín de Sousa Andrade, o Sousândrade, en cuyo extraño poema «O Guesa Errante» el canto X está consagrado a «O inferno de Wall Street», «una Walpurgisnacht de bolsistas, policastros y negociantes corruptos»[17]; y de José Verissimo, quien en un tratado sobre educación nacional, de 1890, al impugnar a los Estados Unidos, escribió: «los admiro pero no los estimo».

 

Ignoro si el uruguayo José Enrique Rodó —cuya famosa frase sobre los Estados Unidos: «los admiro, pero no los amo», coincide literalmente con la observación de Verissimo— conocía la obra del pensador brasileño; pero es seguro que sí conociera el discurso de Groussac, reproducido en su parte esencial en La Razón, de Montevideo, el 6 de mayo de 1898. Desarrollando la idea allí esbozada, y enriqueciéndola con otras, Rodó publica en 1900, a sus veintinueve años, una de las obras más famosas de la literatura hispanoamericana: Ariel. Implícitamente, la civilización norteamericana es presentada allí como Caliban (apenas nombrado en la obra), mientras que Ariel vendría a encarnar —o debería encarnar— lo mejor de lo que Rodó no vacila en llamar más de una vez «nuestra civilización» (pp. 223 y 226); la cual, en sus palabras como en las de Groussac, no se identifica sólo con «nuestra América Latina» (p. 239), sino con la vieja Romania, cuando no con el Viejo Mundo todo. La identificación Caliban-Estados Unidos que propuso Groussac y divulgó Rodó estuvo seguramente desacertada. Abordando el desacierto por un costado, comentó José Vasconcelos: «si los yanquis fueran no más Caliban, no representarían mayor peligro»[18]. Pero esto, desde luego, tiene escasa importancia al lado del hecho relevante de haber señalado claramente dicho peligro. Como observó con acierto Benedetti, «quizá Rodó se haya equivocado cuando tuvo que decir el nombre del peligro, pero no se equivocó en su reconocimiento de dónde estaba el mismo»[19].

 

Algún tiempo después —y desconociendo seguramente la obra del colonial Rodó, quien por supuesto sabía de memoria la de Renan—, la tesis del Caliban de éste es retomada por el escritor francés Jean Guéhenno, quien publica en 1928, en París, su Caliban habla. Esta vez, sin embargo, la identificación renaniana Caliban/pueblo está acompañada de una apreciación positiva de Caliban. Hay que agradecer a este libro de Guéhenno el haber ofrecido por primera vez una versión simpática del personaje[20]. Pero el tema hubiera requerido la mano o la rabia de un Paul Nizan para lograrse efectivamente[21].

 

Mucho más agudas son las observaciones del argentino Aníbal Ponce en la obra de 1935 Humanismo burgués y humanismo proletario. El libro —que un estudioso del pensamiento del Che conjetura que debió haber ejercido influencia sobre él[22]— consagra su tercer capítulo a «Ariel o la agonía de una obstinada ilusión». Al comentar La tempestad, dice Ponce: «en aquellos cuatro seres ya está toda la época: Próspero es el tirano ilustrado que el Renacimiento ama; Miranda, su linaje; Caliban, las masas sufridas [Ponce citará luego a Renan, pero no a Guéhenno]; Ariel, el genio del aire, sin ataduras con la vida»[23]. Ponce hace ver el carácter equívoco con que es presentado Caliban, carácter que revela «alguna enorme injusticia de parte de un dueño», y en Ariel ve al intelectual, atado de modo «menos pesado y rudo que el de Caliban, pero al servicio también» de Próspero. El análisis que realiza de la concepción del intelectual («mezcla de esclavo y mercenario») acuñada por el humanismo renacentista, concepción que «enseñó como nadie a desinteresarse de la acción y a aceptar el orden constituido», y es por ello hasta hoy, en los países burgueses, «el ideal educativo de las clases gobernantes», constituye uno de los más agudos ensayos que en nuestra América se hayan escrito sobre el tema.

 

Pero ese examen, aunque hecho por un latinoamericano, se realiza todavía tomando en consideración exclusivamente al mundo europeo. Para una nueva lectura de La tempestad —para una nueva consideración del problema—, sería menester esperar a la emergencia de los países coloniales que tiene lugar a partir de la llamada Segunda Guerra Mundial, esa brusca presencia que lleva a los atareados técnicos de las Naciones Unidas a forjar, entre 1944 y 1945, el término zona económicamente subdesarrollada para vestir con un ropaje verbal simpático (y profundamente confuso) lo que hasta entonces se había llamado zonas coloniales o zonas atrasadas.[24]

 

En acuerdo con esa emergencia aparece en París, en 1950, el libro de O. Mannoni Sicología de la colonización. Significativamente, la edición en inglés de este libro (Nueva York, 1956) se llamará Próspero y Caliban: la sicología de la colonización. Para abordar su asunto, Mannoni no ha encontrado nada mejor que forjar el que llama «complejo de Próspero», «definido como el conjunto de disposiciones neuróticas inconscientes que diseñan a la vez la figura del paternalismo colonial» y «el retrato del racista cuya hija ha sido objeto de una tentativa de violación (imaginaria) por parte de un ser inferior»[25]. En este libro, probablemente por primera vez, Caliban queda identificado como el colonial, pero la peregrina teoría de que éste siente el «complejo de Próspero», el cual lo lleva neuróticamente a requerir, incluso a presentir y por supuesto a acatar la presencia de Próspero/colonizador, es rotundamente rechazada por Frantz Fanon en el cuarto capítulo («Sobre el pretendido complejo de dependencia del colonizado») de su libro de 1952 Piel negra, máscaras blancas.

 

El primer escritor latinoamericano y caribeño en asumir nuestra identificación (especialmente la del Caribe) con Caliban fue el barbadense George Lamming, en Los placeres del exilio (1960), sobre todo en los capítulos «Un monstruo, un niño, un esclavo» y «Caliban ordena la historia». Aunque algún pasaje de su enérgico libro, el cual tiene de ensayo y de autobiografía intelectual, podría hacer creer que no logra romper el círculo que trazara Mannoni, Lamming señala con claridad hermosos avatares americanos de Caliban, como la gran Revolución Haitiana, con L’Ouverture a la cabeza, y la obra de C.L.R. James, en especial su excelente libro sobre aquella revolución, The Black Jacobins (1938). El núcleo de su tesis lo expresa en estas palabras: «La historia de Caliban —pues tiene una historia bien turbulenta— pertenece enteramente al futuro»[26].
 

En la década del sesenta, la nueva lectura de La tempestad acabará por imponerse. En El mundo vivo de Shakespeare (1964), el inglés John Wain nos dirá que Caliban

produce el patetismo de todos los pueblos explotados, lo cual queda expresado punzantemente al comienzo de una época de colonización europea que duraría trescientos años. Hasta el más ínfimo salvaje desea que lo dejen en paz antes de ser «educado» y obligado a trabajar para otros, y hay una innegable justicia en esta queja de Caliban: «¡Porque yo soy el único súbdito que tenéis, que fui rey propio!» Próspero responde con la inevitable contestación del colono: Caliban ha adquirido conocimientos e instrucción (aunque recordemos que él ya sabía construir represas para coger pescado y también extraer chufas del suelo como si se tratara del campo inglés). Antes de ser utilizado por Próspero, Caliban no sabía hablar: «Cuando tú, hecho un salvaje, ignorando tu propia significación, balbucías como un bruto, doté tu pensamiento de palabras que lo dieran a conocer». Sin embargo, esta bondad es recibida con ingratitud: Caliban, a quien se permite vivir en la gruta de Próspero, ha intentado violar a Miranda; cuando se le recuerda esto con mucha severidad, dice impertinente, con una especie de babosa risotada: «¡oh, jo!... ¡Lástima no haberlo realizado! Tú me lo impediste; de lo contrario, poblara la isla de Calibanes». Nuestra época [concluye Wain], que es muy dada a usar la horrible palabra miscegenation (mezcla de razas), no tendrá dificultad en comprender este pasaje[27].

 

Y casi al ir a terminar esa década de los sesenta, en 1969, y de manera harto significativa, Caliban será asumido con orgullo como nuestro símbolo por tres escritores antillanos, cada uno de los cuales se expresa en una de las grandes lenguas coloniales del Caribe. Con independencia uno de otro, ese año publica el martiniqueño Aimé Césaire su obra de teatro, en francés, Una tempestad, adaptación de La tempestad de Shakespeare para un teatro negro; el barbadense Edward Kamau Brathwaite, su libro de poemas, en inglés, Islas, entre los cuales hay uno dedicado a «Caliban»; y el autor de estas líneas, su ensayo en español «Cuba hasta Fidel», en que se habla de nuestra identificación con Caliban[28]. En la obra de Césaire, los personajes son los mismos que los de Shakespeare, pero Ariel es un esclavo mulato, mientras Caliban es un esclavo negro; además, interviene Eshú, «dios-diablo negro». No deja de ser curiosa la observación de Próspero cuando Ariel regresa lleno de escrúpulos, después de haber desencadenado, siguiendo las órdenes de aquél, pero contra su propia conciencia, la tempestad con que se inicia la obra: «¡Vamos!», le dice Próspero, «¡Tu crisis! ¡Siempre es lo mismo con los intelectuales!». El poema de Brathwaite llamado «Caliban» está dedicado, significativamente, a Cuba. «En La Habana, esa mañana [...]», escribe Brathwaite, «Era el dos de diciembre de mil novecientos cincuenta y seis./ Era el primero de agosto de mil ochocientos treinta y ocho./ Era el doce de octubre de mil cuatrocientos noventa y dos.// ¿Cuántos estampidos, cuántas revoluciones?»[29].

 

NUESTRO SÍMBOLO

 

Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Caliban. Esto es algo que vemos con particular nitidez los mestizos que habitamos estas mismas islas donde vivió Caliban: Próspero invadió las islas, mató a nuestros ancestros, esclavizó a Caliban y le enseñó su idioma para entenderse con él:
 

¿Qué otra cosa puede hacer Caliban sino utilizar ese mismo idioma para maldecir, para desear que caiga sobre él la «roja plaga»? No conozco otra metáfora más acertada de nuestra situación cultural, de nuestra realidad. De Tupac Amaru, Tiradentes, Toussaint L’Ouverture, Simón Bolívar, José de San Martín, Miguel Hidalgo, José Artigas, Bernardo O’Higgins, Juana de Azurduy, Benito Juárez, Máximo Gómez, Antonio Maceo, Eloy Alfaro, José Martí, a Emiliano Zapata, Amy y Marcus Garvey, Augusto César Sandino, Julio Antonio Mella, Pedro Albizu Campos, Lázaro Cárdenas, Fidel Castro, Haydee Santamaría, Ernesto Che Guevara, Carlos Fonseca o Rigoberta Menchú; del Inca Garcilaso de la Vega, Sor Juana Inés de la Cruz, el Aleijadinho, Simón Rodríguez, Félix Varela, Francisco Bilbao, José Hernández, Eugenio María de Hostos, Manuel González Prada, Rubén Darío, Baldomero Lillo u Horacio Quiroga, a la música popular caribeña, el muralismo mexicano, Manuel Ugarte, Joaquín García Monge, Heitor VillaLobos, Gabriela Mistral, Oswald y Mário de Andrade, Tarsila do Amaral, César Vallejo, Cándido Portinari, Frida Kahlo, José Carlos Mariátegui, Manuel Álvarez Bravo, Ezequiel Martínez Estrada, Carlos Gardel, Miguel Ángel Asturias, Nicolás Guillén, El Indio Fernández, Oscar Niemeyer, Alejo Carpentier, Luis Cardoza y Aragón, Edna Manley, Pablo Neruda, Joâo Guimaraes Rosa, Jacques Roumain, Wifredo Lam, José Lezama Lima, C.L.R. James, Aimé Césaire, Juan Rulfo, Roberto Matta, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos, Violeta Parra, Darcy Ribeiro, Rosario Castellanos, Aquiles Nazoa, Frantz Fanon, Ernesto Cardenal, Gabriel García Márquez, Tomás Gutiérrez Alea, Rodolfo Walsh, George Lamming, Kamau Brathwaite, Roque Dalton, Guillermo Bonfil, Glauber Rocha o Leo Brouwer, ¿qué es nuestra historia, qué es nuestra cultura, sino la historia, sino la cultura de Caliban?

 

En cuanto a Rodó, si es cierto que equivocó los símbolos, como se ha dicho, no es menos cierto que supo señalar con claridad al enemigo mayor que nuestra cultura tenía en su tiempo —y en el nuestro—, y ello es enormemente más importante. Las limitaciones de Rodó, que no es éste el momento de elucidar, son responsables de lo que no vio o vio desenfocadamente[30]. Pero lo que en su caso es digno de señalar es lo que sí vio, y que sigue conservando cierta dosis de vigencia y aun de virulencia. 
 

Pese a sus carencias, omisiones e ingenuidades [ha dicho también Benedetti], la visión de Rodó sobre el fenómeno yanqui, rigurosamente ubicada en su contexto histórico, fue en su momento la primera plataforma de lanzamiento para otros planteos posteriores, menos ingenuos, mejor informados, más previsores [...] la casi profética sustancia del arielismo rodoniano conserva, todavía hoy, cierta parte de su vigencia[31].
 

Estas observaciones están apoyadas por realidades incontrovertibles. Que la visión de Rodó sirvió para planteos posteriores menos ingenuos y más radicales, lo sabemos bien los cubanos con sólo remitirnos a la obra de Julio Antonio Mella, en cuya formación fue decisiva la influencia de Rodó. En un vehemente trabajo de sus veintiún años, «Intelectuales y Tartufos» (1924), en que Mella arremete con gran violencia contra falsos valores intelectuales de su tiempo —a los que opondrá los nombres de Unamuno, Vasconcelos, Ingenieros, Varona—, Mella escribe:
 

Intelectual es el trabajador del pensamiento. ¡El trabajador!, o sea, el único hombre que a juicio de Rodó merece la vida [...] aquel que empuña la pluma para combatir las iniquidades, como otros empuñan el arado para fecundar la tierra, o la espada para libertar a los pueblos, o los puñales para ajusticiar a los tiranos[32].
 

Mella volverá a citar a Rodó ese año[33], y al siguiente contribuirá a formar en La Habana el Instituto Politécnico Ariel[34]. Es oportuno recordar que ese mismo año 1925, Mella se encuentra también entre los fundadores del primer Partido Comunista de Cuba. Sin duda el Ariel de Rodó sirvió a este primer marxista orgánico de Cuba —y uno de los primeros del Continente— como «plataforma de lanzamiento» para su meteórica carrera revolucionaria.

 

Como ejemplos también de la relativa vigencia que aún en nuestros días conserva el planteo antiyanqui de Rodó, están los intentos enemigos de desarmar ese planteo. Es singular el caso de Emir Rodríguez Monegal, para quien Ariel, además de «materiales de meditación filosófica o sociológica, también contiene páginas de carácter polémico sobre problemas políticos de la hora. Y ha sido precisamente esta condición secundaria pero innegable la que determinó su popularidad inmediata y su difusión». La esencial postura de Rodó contra la penetración norteamericana aparecerá así como un añadido, como un hecho secundario en la obra. Se sabe, sin embargo, que Rodó la concibió, a raíz de la intervención norteamericana en Cuba en 1898, como una respuesta al hecho. Rodríguez Monegal comenta:

 

La obra así proyectada fue Ariel. En el discurso definitivo sólo se encuentran dos alusiones directas al hecho histórico que fue su primer motor [...] ambas alusiones permiten advertir cómo ha trascendido Rodó la circunstancia histórica inicial para plantarse de lleno en el problema esencial: la proclamada decadencia de la raza latina[35].
 

El que un servidor del imperialismo como Rodríguez Monegal, aquejado por la «nordomanía» que en 1900 denunció Rodó, trate de emascular tan burdamente su obra, sólo prueba que, en efecto, ella conserva cierta virulencia en su planteo, aunque hoy lo haríamos a partir de otras perspectivas y con otro instrumental. Un análisis de Ariel —que no es ésta en absoluto la ocasión de hacer— nos llevaría también a destacar cómo, a pesar de su formación, a pesar de su antijacobinismo, Rodó combate allí el antidemocratismo de Renan y Nietzsche (en quien encuentra «un abominable, un reaccionario espíritu», p. 224), exalta la democracia, los valores morales y la emulación. Pero, indudablemente, el resto de la obra ha perdido la actualidad que, en cierta forma, conserva su enfrentamiento gallardo a los Estados Unidos, y la defensa de nuestros valores.
 

Bien vistas las cosas, es casi seguro que estas líneas de ahora no llevarían el nombre que tienen de no ser por el libro de Rodó, y prefiero considerarlas también como un homenaje al gran uruguayo, cuyo centenario se celebra este año. El que el homenaje lo contradiga en no pocos puntos no es raro. Ya había observado Medardo Vitier que «si se produjera una vuelta a Rodó, no creo que sería para adoptar la solución que dio sobre los intereses de la vida del espíritu, sino para reconsiderar el problema»[36].

 

Al proponer a Caliban como nuestro símbolo, me doy cuenta de que tampoco es enteramente nuestro, también es una elaboración extraña, aunque esta vez lo sea a partir de nuestras concretas realidades. Pero ¿cómo eludir enteramente esta extrañeza? La palabra más venerada en Cuba —mambí— nos fue impuesta peyorativamente por nuestros enemigos, cuando la guerra de independencia, y todavía no hemos descifrado del todo su sentido. Parece que tiene una evidente raíz africana, e implicaba, en boca de los colonialistas españoles, la idea de que todos los independentistas equivalían a los negros esclavos —emancipados por la propia guerra de independencia—, quienes constituían el grueso del Ejército Libertador. Los independentistas, blancos y negros, hicieron suyo con honor lo que el colonialismo quiso que fuera una injuria. Es la dialéctica de Caliban. Nos llaman mambí, nos llaman negro para ofendernos, pero nosotros reclamamos como un timbre de gloria el honor de considerarnos descendientes de mambí, descendientes de negro alzado, cimarrón, independentista; y nunca descendientes de esclavista. Sin embargo, Próspero, como bien sabemos, le enseñó el idioma a Caliban, y, consecuentemente, le dio nombre.

 

¿Pero es ése su verdadero nombre? Oigamos este discurso de 1971:

 

Todavía, con toda precisión, no tenemos siquiera un nombre, estamos prácticamente sin bautizar: que si latinoamericanos, que si iberoamericanos, que si indoamericanos. Para los imperialistas no somos más que pueblos despreciados y despreciables. Al menos lo éramos. Desde Girón empezaron a pensar un poco diferente. Desprecio racial. Ser criollo, ser mestizo, ser negro, ser, sencillamente, latinoamericano, es para ellos desprecio[37].

 

Es, naturalmente, Fidel Castro, en el décimo aniversario de Playa Girón.
 

Asumir nuestra condición de Caliban implica repensar nuestra historia desde el otro lado, desde el otro protagonista. El otro protagonista de La tempestad no es Ariel, sino Próspero[38]. No hay verdadera polaridad Ariel-Caliban: ambos son siervos en manos de Próspero, el hechicero extranjero. Sólo que Caliban es el rudo e inconquistable dueño de la isla, mientras Ariel, criatura aérea, aunque hijo también de la isla, es en ella, como vieron Ponce y Césaire, el intelectual.
 

OTRA VEZ MARTÍ

 

Esta concepción de nuestra cultura ya había sido articuladamente expuesta y defendida, en el siglo pasado, por el primero de nuestros hombres en comprender claramente la situación concreta de lo que llamó —en denominación que he recordado varias veces— «nuestra América mestiza»: José Martí[39], a quien Rodó quiso dedicar la primera edición cubana de Ariel, y sobre quien se propuso escribir un estudio como los que consagrara a Bolívar y a Artigas, estudio que, por desgracia, al cabo no realizó[40].

 

Aunque lo hiciera a lo largo de cuantiosas páginas, quizá la ocasión en que Martí ofreció sus ideas sobre este punto de modo más orgánico y apretado fue su artículo de 1891 «Nuestra América». Pero antes de comentarlo someramente, querría hacer unas observaciones previas sobre el destino de los trabajos de Martí.

 

En vida de Martí, el grueso de su obra, desparramada por una veintena de periódicos continentales, conoció la fama. Sabemos que Rubén Darío llamó a Martí «Maestro» (como, por otras razones, también lo llamaban en vida sus seguidores políticos) y lo consideró el hispanoamericano a quien más admiró. Ya veremos, por otra parte, cómo el duro enjuiciamiento de los Estados Unidos que Martí solía hacer en sus crónicas era conocido en su época, y le valdría acerbas críticas por parte del proyanqui Sarmiento. Pero la forma peculiar en que se difundió la obra de Martí —quien utilizó el periodismo, la oratoria, las cartas, y no publicó ningún libro—, tiene no poca responsabilidad en el relativo olvido en que va a caer dicha obra a raíz de la muerte del héroe cubano en 1895. Sólo ello explica que a nueve años de esa muerte —y a doce de haber dejado Martí de escribir para la prensa continental, entregado como estaba desde 1892 a la tarea política—, un autor tan absolutamente nuestro, tan insospechable como Pedro Henríquez Ureña, escriba a sus veinte años (1904), en un artículo sobre el Ariel de Rodó, que los juicios de éste sobre los Estados Unidos son «mucho más severos que los formulados por dos máximos pensadores y geniales psicosociólogos antillanos: Hostos y Martí»[41]. En lo que toca a Martí, esta observación es completamente equivocada, y dada la ejemplar honestidad de Henríquez Ureña, me llevó a sospechar primero, y a verificar después, que se debía sencillamente al hecho de que para esa época el gran dominicano no había leído, no había podido leer a Martí sino muy insuficientemente: Martí apenas estaba publicado para entonces. Un texto como el fundamental «Nuestra América» es buen ejemplo de este destino. Los lectores del periódico mexicano El Partido Liberal pudieron leerlo el día 30 de enero de 1891. Es posible que algún otro periódico local lo haya republicado[42], aunque la más reciente edición de las Obras completas de Martí no nos indica nada al respecto. Pero lo más posible es que quienes no tuvieron la suerte de obtener dicho periódico, no pudieron saber de ese texto —el más importante documento publicado en esta América desde finales del siglo pasado hasta la aparición en 1962 de la Segunda Declaración de La Habana— durante cerca de veinte años, al cabo de los cuales apareció en forma de libro (La Habana, 1911) en la colección en que empezaron a publicarse las obras de Martí. Por eso le asiste la razón a Manuel Pedro González cuando afirma que durante el primer cuarto de este siglo, las nuevas promociones no conocían sino muy insuficientemente a Martí. Gracias a la aparición más reciente de varias ediciones de sus obras completas —en realidad, todavía incompletas— es que «se le ha redescubierto y revalorado»[43]. González está pensando sobre todo en el deslumbrante aspecto literario de la obra («la gloria literaria», como él dice). ¿Qué no podemos decir nosotros del fundamental aspecto ideológico de la misma? Sin olvidar muy importantes contribuciones previas, hay puntos esenciales en que puede decirse que es ahora, después del triunfo de la Revolución Cubana, y gracias a ella, que Martí está siendo «redescubierto y revalorado». No es un azar que Fidel haya declarado en 1953 que el responsable intelectual del ataque al cuartel Moncada era Martí; ni que el Che haya iniciado en 1967 su trascendente Mensaje a la Tricontinental con una cita de Martí: «Es la hora de los hornos, y no se ha de ver más que la luz». Si Benedetti ha podido decir que el tiempo de Rodó «es otro que el nuestro [...] su verdadero hogar, su verdadera patria temporal era el siglo XIX», nosotros debemos decir, en cambio, que el verdadero hogar de Martí era el futuro, y por lo pronto este tiempo nuestro que sencillamente no se entiende sin un conocimiento cabal de su obra.

 

Ahora bien, si ese conocimiento, por las curiosas circunstancias aludidas, le estuvo vedado —o sólo le fue permitido de manera limitada— a las primeras promociones nuestras de este siglo, las que a menudo tuvieron por ello que valerse, para ulteriores planteos radicales, de una «primera plataforma de lanzamiento» tan bien intencionada pero al mismo tiempo tan endeble como el decimonónico Ariel, ¿qué podremos decir de autores más recientes que ya disponen de ediciones de Martí, y, sin embargo, se obstinan en desconocerlo? No pienso ahora en estudiosos más o menos ajenos a nuestros problemas, sino, por el contrario, en quienes mantienen una consecuente actitud anticolonialista. La única explicación de este hecho es dolorosa: el colonialismo ha calado tan hondamente en nosotros, que sólo leemos con verdadero respeto a los autores anticolonialistas difundidos desde las metrópolis. De ahí que dejemos de lado la lección mayor de Martí; de ahí que apenas estemos familiarizados con Artigas, con Recabarren, con Mella, incluso con Mariátegui y Ponce. Y tengo la triste sospecha de que si los extraordinarios textos del Che Guevara conocen la mayor difusión que se ha acordado a un latinoamericano, el que lo lea con tanta avidez nuestra gente se debe también, en cierta medida, a que el suyo es nombre prestigioso incluso en las capitales metropolitanas, donde, por cierto, con frecuencia se le hace objeto de las más desvergonzadas manipulaciones. Para ser consecuentes con nuestra actitud anticolonialista, tenemos que volvernos efectivamente a los hombres y mujeres nuestros que en su conducta y en su pensamiento han encarnado e iluminado esta actitud[44]. Y en este sentido, ningún ejemplo más útil que el de Martí. No conozco otro autor latinoamericano que haya dado una respuesta tan inmediata y tan coherente a otra pregunta que me hiciera mi interlocutor, el periodista europeo que mencioné al principio de estas líneas (y que de no existir, yo hubiera tenido que inventar, aunque esto último me privara de su amistad, la cual espero que sobreviva a este monólogo). «¿Qué relación», me preguntó este sencillo malicioso, «guarda Borges con los incas?». Borges es casi una reducción al absurdo, y de todas maneras voy a ocuparme de él más tarde; pero es bueno, es justo preguntarse qué relación guardamos los actuales habitantes de esta América en cuya herencia zoológica y cultural Europa tuvo su indudable parte, con los primitivos habitantes de esta misma América, esos que habían construido culturas admirables, o estaban en vías de hacerlo, y fueron exterminados o martirizados por europeos de varias naciones, sobre los que no cabe levantar leyenda blanca ni negra, sino una infernal verdad de sangre que constituye —junto con hechos como la esclavitud de los africanos— su eterno deshonor. Martí, que tanto quiso en el orden personal a su padre, valenciano, y a su madre, canaria; que escribía el más prodigioso idioma español de su tiempo —y del nuestro—, y que llegó a tener la mejor información sobre la cultura euronorteamericana de que haya disfrutado un hombre de nuestra América, también se hizo esta pregunta, y se la respondió así: «Se viene de padres de Valencia y madres de Canarias, y se siente correr por las venas la sangre enardecida de Tamanaco y Paramaconi, y se ve como propia la que vertieron por las breñas del cerro del Calvario, pecho a pecho con los gonzalos de férrea armadura, los desnudos y heroicos caracas»[45].

 

Presumo que el lector, si no es venezolano, no estará familiarizado con los nombres aquí evocados por Martí. Tampoco yo lo estaba. Esa carencia de familiaridad no es sino una nueva prueba de nuestro sometimiento a la perspectiva colonizadora de la historia que se nos ha impuesto, y nos ha evaporado nombres, fechas, circunstancias, verdades. En otro orden de cosas —estrechamente relacionado con éste—, ¿acaso la historia burguesa no pretendió borrar a los héroes de la Comuna del 71, a los mártires del primero de mayo de 1886 (significativamente reivindicados por Martí)? Pues bien, Tamanaco, Paramaconi, «los desnudos y heroicos caracas» eran indígenas de lo que hoy llamamos Venezuela, de origen caribe o muy cercanos a ellos, que pelearon heroicamente frente a los españoles al inicio de la conquista. Lo cual quiere decir que Martí ha escrito que sentía correr por sus venas sangre de caribe, sangre de Caliban. No será la única vez que exprese esta idea, central en su pensamiento. Incluso valiéndose de tales héroes[46], reiterará algún tiempo después:

 

Con Guaicaipuro, con Paramaconi [héroes de las tierras venezolanas, probablemente de origen caribe], con Anacaona, con Hatuey [héroes de las Antillas, de origen arauaco] hemos de estar, y no con las llamas que los quemaron, ni con las cuerdas que los ataron, ni con los aceros que los degollaron, ni con los perros que los mordieron[47].

 

El rechazo de Martí al etnocidio que Europa realizó en América es total, y no menos total su identificación con los pueblos americanos que le ofrecieron heroica resistencia al invasor, y en quienes Martí veía los antecesores natura- les de los independentistas latinoamericanos. Ello explica que en el cuaderno de apuntes en que aparece esta última cita siga escribiendo, casi sin transición, sobre la mitología azteca («no menos bella que la griega»), sobre las cenizas de Quetzalcoatl, sobre «Ayacucho en meseta solitaria», sobre «Bolívar, como los ríos...» (pp. 28-29).

 

Y es que Martí no sueña con una ya imposible restauración, sino con una integración futura de nuestra América que se asiente en sus verdaderas raíces y alcance, por sí misma, orgánicamente, las cimas de la auténtica modernidad. Por eso la cita primera, en que habla de sentir correr por sus venas la brava sangre caribe, continúa así:

 

Bueno es abrir canales, sembrar escuelas, crear líneas de vapores, ponerse al nivel del propio tiempo, estar del lado de la vanguardia en la hermosa marcha humana; pero es bueno, para no desmayar en ella por falta de espíritu o alarde de espíritu falso, alimentarse por el recuerdo y por la admiración, por el estudio justiciero y la amorosa lástima, de ese ferviente espíritu de la naturaleza en que se nace, crecido y avivado por el de los hombres de toda raza que de ella surgen y en ella se sepultan. Sólo cuando son directas prosperan la política y la literatura. La inteligencia americana es un penacho indígena. ¿No se ve cómo del mismo golpe que paralizó al indio se paralizó a América? Y hasta que no se haga andar al indio, no comenzará a andar bien la América [«Autores americanos aborígenes», cit., pp. 336-337].

 

La identificación de Martí con nuestra cultura aborigen fue pues acompañada por un cabal sentido de las tareas concretas que le impuso la circunstancia: aquella identificación, lejos de estorbarle, le alimentó el mantener los criterios más radicales y modernos de su tiempo en los países coloniales. Este acercamiento de Martí al indio existe también con respecto al negro[48], naturalmente. Por desgracia, si en su época ya se habían iniciado trabajos serios sobre las culturas aborígenes americanas —trabajos que Martí estudió amorosamente—, habría que esperar hasta el siglo XX para la realización de trabajos así en relación con las culturas africanas y el notable aporte que ellas significan para la integración de la cultura americana mestiza (Frobenius, Delafosse Suret-Canale; Ortiz, Ramos, Herskovits, Roumain, Metraux, Bastide, Franco)[49]. Y Martí había muerto seis años antes de romper nuestro siglo. De todas formas, la «guía para la acción» la dejó claramente trazada en este campo con su tratamiento de la cultura del indio y con su conducta concreta en relación con el negro.

 

Así se conforma su visión calibanesca de la cultura de lo que llamó «nuestra América». Martí es, como luego Fidel, consiente de la dificultad incluso de encontrar un nombre que, al nombrarnos, nos defina conceptualmente; por eso, después de varios tanteos, se inclina por esa modesta fórmula descriptiva, con lo que, más allá de razas, de lenguas, de circunstancias accesorias, abarca a las comunidades que con problemas comunes viven «del [río] Bravo a la Patagonia», y que se distinguen de «la América europea». Ya dije que, aunque dispersa en sus numerosísimas páginas, tal concepción de nuestra cultura se resume felizmente en el artículo-manifiesto «Nuestra América». A él remito al lector, a su reiterada idea de que no se pueden

 

regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sièyes no se desestanca la sangre cuajada de la raza india; 

 

a su arraigado concepto de que «el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico» (énfasis de R.F.R.); a su consejo fundador:

 

La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.

 

VIDA VERDADERA DE UN DILEMA FALSO

 

Es imposible no ver en aquel texto —que, como se ha dicho, resume de modo relampagueante los criterios de Martí sobre este problema esencial— su rechazo violento a la imposición de Próspero («la universidad europea [...] el libro europeo [...] el libro yanqui»), que ha de ceder ante la realidad de Caliban («la universidad hispanoamericana [...] el enigma hispanoamericano»): «La historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra». Y luego: «Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores».

 

Pero nuestra América había escuchado también, expresada con vehemencia por un hombre talentoso y enérgico muerto tres años antes de aparecer este trabajo, la tesis exactamente opuesta, la tesis de Próspero[50]. Los interlocutores no se llamaban entonces Próspero y Caliban, sino civilización y barbarie, título que el argentino Domingo Faustino Sarmiento dio a la primera edición (1845) de su gran libro sobre Facundo Quiroga. No creo que las confesiones autobiográficas interesen mucho aquí, pero ya que he mencionado, para castigarme, las alegrías que me significaron olvidables westerns y películas de Tarzán en que se nos inoculaba, sin saberlo nosotros, la ideología que verbalmente repudiábamos en los nazis (cumplí doce años cuando la Segunda Guerra Mundial estaba en su apogeo), debo también confesar que, pocos años después, leí con apasionamiento este libro. Encuentro en los márgenes de mi viejo ejemplar mis entusiasmos, mis rechazos al «tirano de la República Argentina» que había exclamado: «¡Traidores a la causa americana!». También encuentro, unas páginas adelante, este comentario: «Es curioso cómo se piensa en Perón». Fue muchos años más tarde, concretamente después del triunfo de la Revolución Cubana en 1959 (cuando empezamos a vivir y a leer el mundo de otra manera), que comprendí que yo no había estado del lado mejor en aquel libro, por otra parte, notable. No era posible estar al mismo tiempo de acuerdo con Facundo y con «Nuestra América». Es más: «Nuestra América» —y buena parte de la obra de Martí— es un diálogo implícito, y a veces explícito, con las tesis sarmientinas. ¿Qué significa si no la frase lapidaria de Martí: «No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza»? Siete años antes de aparecer «Nuestra América» (1891) —aún en vida de Sarmiento—, había hablado ya Martí (en frase que he citado más de una vez) del 

 

pretexto de que la civilización, que es el nombre vulgar con que corre el estado actual del hombre europeo, tiene derecho natural de apoderarse de la tierra ajena perteneciente a la barbarie, que es el nombre que los que desean la tierra ajena dan al estado actual de todo hombre que no es de Europa o de la América europea[51].

 

En ambos casos, Martí rechaza la falsa dicotomía que Sarmiento da por sentada, cayendo en la trampa hábilmente tendida por el colonizador. Por eso, cuando dije hace un tiempo que «Martí, al echarse del lado de la “barbarie” prefigura a Fanon y a nuestra revolución»[52] —frase que algunos apresurados, sin reparar en las comillas, malentendieron, como si Fanon, Fidel y el Che fueran apóstoles de la barbarie—, escribí «barbarie» así, entre comillas, para indicar que desde luego no había tal estado. La supuesta barbarie de nuestros pueblos ha sido inventada con crudo cinismo por «quienes desean la tierra ajena»; los cuales, con igual desfachatez, daban el «nombre vulgar» de «civilización» al «estado actual» del hombre «de Europa o de la América europea». Lo que seguramente resultaba más doloroso para Martí era ver a un hombre de nuestra América —y a un hombre a quien, a pesar de diferencias insalvables, admiró en sus aspectos positivos—[53] incurrir en este gravísimo error. Pensando en figuras como Sarmiento fue que Martínez Estrada, quien había escrito antes tanta página elogiosa sobre Sarmiento, publicó en 1962, en su libro Diferencias y semejanzas entre los países de la América Latina:

 

Podemos de inmediato sentar la premisa de que quienes han trabajado, en algunos casos patrióticamente, por configurar la vida social toda con arreglo a pautas de otros países altamente desarrollados, cuya forma se debe a un proceso orgánico a lo largo de siglos, han traicionado a la causa de la verdadera emancipación de la América Latina[54].

 

Carezco de la información necesaria para discutir ahora las virtudes y defectos de este peleador burgués: me limito a señalar su contradicción con Martí, y la coherencia entre su pensamiento y su conducta. Como postuló la civilización, arquetípicamente encarnada en los Estados Unidos, abogó por el exterminio de los indígenas, según el feroz modelo yanqui, y adoró a la creciente República del Norte, la cual, por otra parte, a mediados del siglo no había mostrado aún tan claramente las fallas que le descubriría luego Martí. En ambos extremos —que son precisamente eso: extremos, bordes de sus respectivos pensamientos—, él y Martí discreparon irreconciliablemente.

 

Jaime Alazraki ha estudiado con detenimiento «El indigenismo de Martí y el antindigenismo de Sarmiento»[55]. Remito al lector interesado en el tema a este trabajo. Aquí sólo traeré algunas de las citas de uno y otro aportadas en aquel estudio. He mencionado varias de las observaciones de Martí sobre el indio. Alazraki recuerda otras:

 

No más que pueblos en ciernes, [...] no más que pueblos en bulbo eran aquellos en que con maña sutil de viejos vividores se entró el conquistador valiente y descargó su ponderosa herrajería, lo cual fue una desdicha histórica y un crimen natural. El tallo esbelto debió dejarse erguido, para que pudiera verse luego en toda su hermosura la obra entera y florecida de la naturaleza. ¡Robaron los conquistadores una página al Universo!

 

Y también:

 

¡De toda aquella grandeza apenas quedan en el museo unos cuantos vasos de oro, unas piedras como yugo, de obsidiana pulida, y uno que otro anillo labrado! Tenochtitlán no existe. No existe Tulan, la ciudad de la gran feria. No existe Texcuco, el pueblo de los palacios. Los indios de ahora, al pasar por delante de las ruinas, bajan la cabeza, mueven los labios como si dijesen algo, y mientras las ruinas no les quedan detrás, no se ponen el sombrero.

 

Para Sarmiento, por su parte, la historia de América es «toldos de razas abyectas, un gran continente abandonado a los salvajes incapaces de progreso». Si queremos saber cómo interpretaba él el apotegma de su compatriota Alberdi «gobernar es poblar», es menester leerle esto: «Muchas dificultades ha de presentar la ocupación de país tan extenso; pero nada ha de ser comparable con las ventajas de la extinción de las tribus salvajes»: es decir, para Sarmiento gobernar es también despoblar de indios (y de gauchos). ¿Y en cuanto a los héroes de la resistencia frente a los españoles, esos hombres magníficos cuya sangre rebelde Martí sentía correr por sus venas? También Sarmiento se ha interrogado sobre ellos. Ésta es su respuesta:

 

Para nosotros Colocolo, Lautaro y Caupolicán, no obstante los ropajes nobles y civilizados [con] que los revistiera Ercilla, no son más que unos indios asquerosos, a quienes habríamos hecho colgar ahora, si reapareciesen en una guerra de los araucanos contra Chile, que nada tiene que ver con esa canalla.

 

Por supuesto, esto implica una visión de la conquista española radicalmente distinta de la mantenida por Martí. Para Sarmiento, «español, repetido cien veces en el sentido odioso de impío, inmoral, raptor, embaucador, es sinónimo de civilización, de la tradición europea traída por ellos a estos países». Y mientras para Martí «no hay odio de razas, porque no hay razas», para el autor de Conflicto y armonías de las razas en América, apoyado en teorías seudocientíficas, 

 

puede ser muy injusto exterminar salvajes, sofocar civilizaciones nacientes, conquistar pueblos que están en posesión de un terreno privilegiado; pero gracias a esta injusticia, la América, en lugar de permanecer abandonada a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada hoy por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más bella y la más progresiva de las que pueblan la tierra; merced a estas injusticias, la Oceanía se llena de pueblos civilizados, el Asia empieza a moverse bajo el impulso europeo, el África ve renacer en sus costas los tiempos de Cartago y los días gloriosos del Egipto. Así pues la población del mundo está sujeta a revoluciones que reconocen leyes inmutables; las razas fuertes exterminan a las débiles, los pueblos civilizados suplantan en la posesión de la tierra a los salvajes.

 

No era pues menester cruzar el Atlántico y buscar a Renan para oír tales palabras: un hombre de esta América las estaba diciendo. En realidad, si no las aprendió, al menos las robusteció de este lado del Océano, sólo que no en nuestra América, sino en la otra, en «la América europea», cuyo más fanático devoto fue Sarmiento, en nuestras tierras mestizas, durante el siglo XIX. Aunque no faltaron en ese siglo los latinoamericanos adoradores de los yanquis, sería sobre todo gracias al cipayismo delirante en que, desgraciadamente, ha sido pródigo nuestro siglo XX latinoamericano, que encontraríamos pariguales de Sarmiento en la devoción hacia los Estados Unidos. Lo que Sarmiento quiso hacer para la Argentina fue exactamente lo que los Estados Unidos habían realizado para ellos. En sus últimos años, escribió: «Alcancemos a los Estados Unidos [...] Seamos Estados Unidos». Sus viajes a aquel país le produjeron un verdadero deslumbramiento, un inacabable orgasmo histórico. A similitud de lo que vio allí, quiso echar en su patria las bases de una burguesía acometedora, cuyo destino actual hace innecesario el comentario.

 

También es suficientemente conocido lo que Martí vio en los Estados Unidos como para que tengamos ahora que insistir en el punto. Baste recordar que fue el primer antimperialista militante de nuestro continente; que denunció, durante quince años, «el carácter crudo, desigual y decadente de los Estados Unidos, y la existencia, en ellos continua, de todas las violencias, discordias, inmoralidades y desórdenes de que se culpa a los pueblos hispanoamericanos»[56]; que a unas horas de su muerte, en el campo de batalla, confió en carta a su gran amigo mexicano Manuel Mercado: «cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso [...] impedir a tiempo que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América».[57]

 

Sarmiento no permaneció silencioso ante la crítica que —con frecuencia desde las propias páginas de La Nación— hacía Martí de sus idolatrados Estados Unidos, y comentó así la increíble osadía:

 

Una cosa le falta a don José Martí para ser un publicista [...] Fáltale regenerarse, educarse, si es posible decirlo, recibiendo del pueblo en que vive la inspiración, como se recibe el alimento para convertirlo en sangre que vivifica [...] Quisiera que Martí nos diera menos Martí, menos español de raza y menos americano del Sur, por un poco más del yankee, el nuevo tipo del hombre moderno [...] Hace gracia oír a un francés del Courier des Etats Unis reír de la beocia y de la incapacidad política de los yankees, cuyas instituciones Gladstone proclama como la obra suprema de la especie humana. Pero criticar con aires magisteriales aquello que ve allí un hispanoamericano, un español, con los retacitos de juicio político que le han trasmitido los libros de otras naciones, como queremos ver las manchas del sol con un vidrio empañado, es hacer gravísimo mal al lector, a quien llevan por un campo de perdición [...] Que no nos vengan, pues, en su insolente humildad los sudamericanos, semi-indios y semi-españoles, a encontrar malo [...][58].

 

Sarmiento, tan vehemente en el elogio como en la invectiva, coloca aquí a Martí entre los «semi-indios», lo que era en el fondo cierto y, para Martí, enorgullecedor, pero que en boca de Sarmiento ya hemos visto lo que implicaba...

Por todo esto, y aunque escritores valiosos han querido señalar posibles similitudes, creo que se comprenderá lo difícil que es aceptar un paralelo entre estos dos hombres como el que realizara, en doscientas sesenta y dos despreocupadas páginas, Emeterio S. Santovenia: Genio y acción. Sarmiento y Martí (La Habana, 1938). Baste una muestra: para este autor, 

 

por encima de las discrepancias que señalaron el alcance o las limitaciones de sus respectivas proyecciones sobre América, surgió la coincidencia [sic] de sus apreciaciones [las de Sarmiento y Martí] acerca de la parte que tuvo la anglosajona en el desarrollo de las ideas políticas y sociales que abonaron el árbol de la emancipación total del nuevo mundo [p.73].

 

Pensamiento, sintaxis y metáfora forestal dan idea de lo que era nuestra cultura cuando formábamos parte del mundo libre, del que el señor Santovenia fue eximio representante —y ministro de Batista en sus ratos de ocio.

 

(Continuará)

 

*Habida cuenta de la extensión de este ensayo de Roberto Fernández Retamar, se publica ahora en Patrias. Actos y Letras la primera de dos partes.

 

Notas
 

* Estas páginas son sólo unos apuntes en que resumo opiniones y esbozo otras para la discusión sobre la cultura en nuestra América. El trabajo apareció originalmente en Casa de las Américas, Nº 68, septiembre-octubre de 1971.

[1] Cf. Yves Lacoste: Les pays sous-développés, París, 1959, esp. pp. 82-84. Una tipología sugestiva y polémica de los países extraeuropeos ofrece Darcy Ribeiro en Las Américas y la civilización, trad. De R. Pi Hugarte, t. 1, Buenos Aires, 1969, pp. 112-128.

[2] Un resumen sueco de lo que se sabe sobre esta materia se encontrará en el estudio de Magnus Mörner La mezcla de razas en la historia de América Latina, trad., revisada por el autor, de Jorge Piatigorsky, Buenos Aires, 1969. Allí se reconoce que «ninguna parte del mundo ha presenciado un cruzamiento de razas tan gigantesco como el que ha estado ocurriendo en América Latina y en el Caribe desde 1492» (p. 15). Por supuesto, lo que me interesa en estas notas no es el irrelevante hecho biológico de las «razas», sino el hecho histórico de las «culturas»: cf. Claude Lévi-Strauss: Race et histoire... [1952] París, 1968, passim.

[3] En las palabras iniciales de su Diario, dirigidas a los Reyes Católicos, Colón menciona «la información que yo había dado a Vuestras Altezas de las tierras de India y de un príncipe que es llamado Gran Can, que quiere decir en nuestro romance Rey de los Reyes». En lo que toca al término «caribe» y su evolución, cf. Pedro Henríquez Ureña: «Caribe» [1938], Observaciones sobre el español en América y otros estudios filológicos, compilación y prólogo de Juan Carlos Ghiano, Buenos Aires, 1976. Y en lo que toca a la atribución de antropofagia a los caribes, cf. estos autores, que impugnan tal atribución: Julio C. Salas: Etnografía americana. Los indios caribes. Estudio sobre el origen del mito de la antropofagia, Madrid, 1920; Richard B. Moore: Caribs, «Canibals» and Human Relations, Barbados, 1972; Jalil Sued Badillo: Los caribes: realidad o fábula. Ensayo de rectificación histórica, Río Piedras, Puerto Rico, 1978; W. Arens: «2. Los Antropófagos Clásicos», El mito del canibalismo, antropología y antropofagia [1979], traducido del inglés por Stella Mastrángelo, México, 1981; Peter Hulme: «1. Columbus and the Cannibals» y «2. Caribs and Arawaks», Colonial Encounters. Europe and the Native Caribbean, 1492-1797, Londres y Nueva York, 1986. En los tres últimos títulos se ofrecen amplias bibliografías-

[4] La carta de Colón anunciando el descubrimiento del Nuevo Mundo, 15 de febrero-14 de marzo 1493, Madrid 1956, p. 20.

[5] Ezequiel Martínez Estrada: «El Nuevo Mundo, la isla de Utopía y la isla de Cuba», Cuadernos Americanos, marzo-abril de 1963; Casa de las Américas, Nº 33, noviembre-diciembre de 1965. Este último número es un Homenaje a Ezequiel Martínez Estrada.

[6] Miguel de Montaigne: Ensayos, trad. de C. Román y Salamero, Buenos Aires, 1948, tomo 1, p. 248.

[7] Loc. cit.

[8] William Shakespeare: Obras completas, traducción, estudio preliminar y notas de Luis Astrana Marín, Madrid, 1961, pp. 107-108.

[9] Así, por ejemplo, Jan Kott nos advierte que hasta el siglo XIX «hubo varios sabios shakespearólogos que intentaron leer La tempestad como una biografía en el sentido literal, o como un alegórico drama político». J. K.: Apuntes sobre Shakespeare, trad. de J. Maurizio, Barcelona, 1969, p. 353.

[10] Ernest Renan: Caliban. Suite de «La Tempete», París, 1878. (Curiosamente tres años después, en 1881, Renan publicó también L’eau de Jouvence. Suite de «Caliban», en que se retractó de algunas tesis centrales de su pieza anterior, explicando: «Amo a Próspero, pero no amo en absoluto a las gentes que lo restablecerían en el trono. Calibán, mejorado por el poder, me complace más. […] Próspero, en la obra presente, debe renunciar a todo sueño de restauración por medio de sus antiguas armas. Caliban, en el fondo, nos presta más servicios que los que nos prestaría Próspero restaurado por los jesuítas y los zuavos pontificales. [...] Conservemos a Caliban; tratemos de encontrar un medio de enterrar honorablemente a Próspero y de incorporar a Ariel a la vida, de tal manera que no esté tentado ya, por motivos fútiles, de morir a causa de cualquier cosa». Renan reunió esas y otras piezas teatrales en Drames philosophiques, París, 1888. Ahora es más fácil consultarlos en sus Oeuvres complètes, tomo III [...], París, 1949. La cita que acabo de hacer está en las pp. 440 y 441).

[11] Cf. Arthur Adamov: La Commune de París (8 mars-28 mai 1871), Anthologie, París, 1959; y especialmente Paul Lidsky: Les écrivains contre la Commune, París, 1970.
[12] Paul Lidsky: Op. cit., p. 82.

[13] Cit. por Aimé Césaire en Discours sur le colonialisme [1950], 3a. ed., París, 1955, p. 13. Es notable esta requisitoria, muchos de cuyos postulados hago míos. Traducido parcialmente en Casa de las Américas, Nº 36-37, mayo-agosto de 1966. Este número está dedicado a África en América.

[14] Cit. en Op. Cit., pp. 14-15.

[15] Cf. R.F.R.: «Destino cubano» [1959], Papelería, La Habana, 1962, y sobre todo: «Modernismo, 98, subdesarrollo», trabajo leído en el III Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, México, 1968. Incluido en Ensayo de otro mundo, 2a. ed., Santiago de Chile, 1969.

[16] Cit. en José Enrique Rodó: Obras completas, edición con introducción, prólogo y notas de Emir Rodríguez Monegal, Madrid, 1957, p. 193. Cf. También, de Rubén Darío: «El triunfo del Caliban», El Tiempo, Buenos Aires, 20 de mayo de 1898 (cit. muy parcialmente en Rodó: Op. cit., p. 194). En aquel artículo, que no se sabe si Rodó llegó a conocer, Darío rechaza a esos «búfalos de dientes de plata […] los bárbaros» y añade: «No puedo estar de parte de ellos, no puedo estar por el triunfo de Caliban. […] Sólo un alma ha sido tan previsora sobre este concepto […] como la de Sáenz Peña; y esa fue, ¡curiosa ironía del tiempo!, la del padre de Cuba libre, la de José Martí» (R.D.: «El triunfo de Caliban», Prosas políticas, introducción de Julio Valle-Castillo y notas de Jorge Eduardo Arellano, Managua, 1982, pp. 85-86). Darío, citando al curioso ocultista francés Josephin Peladan (a quien atribuye la comparación), ya había equiparado los Estados Unidos a Calibán en su «Edgar Allan Poe», Los raros [1896], Buenos Aires, 1952, p. 20.

[17] Cf. Jean Franco: The Modern Culture of Latin America: Society and the Artist, Londres, 1967, p. 49.

[18] José Vasconcelos: Indología, 2a. ed., Barcelona, s.f., pp. x-xiii.

[19] Mario Benedetti: Genio y figura de José Enrique Rodó, Buenos Aires, 1966, p. 95.

[20] La visión aguda pero negativa de Jan Kott lo hace irritarse por este hecho: «Para Renan», dice, «Caliban personifica al Demos. En su continuación [...] su Caliban lleva a cabo con éxito un atentado contra Próspero. Guéhenno escribió una apología de Caliban-Pueblo. Ambas interpretaciones son triviales. El Caliban shakespeareano tiene más grandeza» (Op. cit. en nota 9, p. 398).

[21] La endeblez de Guéhenno para abordar a fondo este tema se pone de manifiesto en los prefacios en que, en las sucesivas ediciones, va desdiciéndose (2a. ed., 1945; 3a. ed., 1962) hasta llegar a su libro de ensayos Caliban y Próspero (París, 1969), donde, al decir de un crítico, convertido Guéhenno en «personaje de la sociedad burguesa y un beneficiario de su cultura», juzga a Próspero «más equitativamente que en tiempos de Caliban habla» (Pierre Henri Simon en Le Monde, 5 de julio de 1969).

[22] Michael Löwy: La pensée de Che Guevara, París, 1970, p. 19.

[23] Aníbal Ponce: Humanismo burgués y humanismo proletario, La Habana, 1962, p. 83.

[24] J.L. Zimmerman: Países pobres, países ricos. La brecha que se ensancha, trad. de G. González Aramburo, México, D.F., 1966, p. 1.

[25] O. Mannoni: Phsychologie de la colonisation, París, 1950, p. 71, cit. por Frantz Fanon en: Peau noire, masques blancs [1952] (2a. ed.), París [c. 1965], p. 106.

[26] George Lamming: The Pleasures of Exile, Londres, 1960, p. 107. No es extraño que al añadir unas palabras a la segunda edición de este libro (Londres, 1984), Lamming manifestara su entusiasmo por la Revolución Cubana, que según él cayó «como un rayo del cielo [...] [y] reordenó nuestra historia», añadiendo: «La Revolución Cubana fue una respuesta caribeña a esa amenaza imperial que Próspero concibió como una misión civilizadora» (Op. cit., p. [7]). Al comentar la primera edición del libro de Lamming, el alemán Janheinz Jahn había propuesto una identificación Caliban-negritud. (Neo-African Literature: A History of Black Writing, trad. del alemán por Oliver Coburn y Ursula Lehrburguer, Nueva York, 1969, pp. 239-242).

[27] John Wain: El mundo vivo de Shakespeare, trad. de J. Silés, Madrid, 1967, pp. 258-259.

[28] Aimé Césaire: Une tempête. Adaptation de La tempête de Shakespeare pour un théâtre nègre, París, 1969; Edward K. Brathwaite: Islands, Londres, 1969; R.F.R.: «Cuba hasta Fidel», Bohemia, 19 de septiembre de 1969.

[29] La nueva lectura de La tempestad ha pasado a ser ya la habitual en el mundo colonial o referido a él. No intento, por tanto, sino mencionar unos cuantos ejemplos más. Uno, del escritor de Kenya James Nggui: «África y la descolonización cultural», El Correo [de la Unesco], enero de 1971. Otro, de Paul Brown: «’This thing of darkness I acknowledge mine’: The Tempest and the Discourse on Colonialism», Political Shakespeare. New Essays in Cultural Materialism, ed. por Jonathan Dollimore y Alan Sinfield, Ithaca y Londres, 1985. Cf. nuevos ejemplos (y muchos de los ya citados) en: Rob Nixon: «Caribbean and African Appropiations of The Tempest», Critical lnquiry, Nº 13 (Primavera 1987), y José David Saldívar: The Dialectics of Our America. Genealogy, Cultural Critique, and Literary History, Durham y Londres, 1991, esp. «III. Caliban and Resistance Cultures». Saldívar llega a hablar de «The School of Caliban», pp. [123]-148.

[30] «Es abusivo», ha dicho Benedetti, «confrontar a Rodó con estructuras, planteamientos, ideologías actuales. Su tiempo es otro que el nuestro [...] su verdadero hogar, su verdadera patria temporal, era el siglo XIX» (Op. cit., en nota 19, p. 128).

[31] Op. cit., p. 102. Un énfasis aún mayor en la vigencia actual de Rodó se encuentra en el libro de Arturo Ardao Rodó. Su americanismo (Montevideo, 1970), que incluye una excelente antología del autor de Ariel. Cf. también de Ardao: «Del Caliban de Renan al Caliban de Rodó», Cuadernos de Marcha, Montevideo Nº 50, junio 1971. En cambio, ya en 1928 José Carlos Mariátegui, después de recordar con razón que «a Norteamérica capitalista, plutocrática, imperialista, sólo es posible oponer eficazmente una América, latina o ibera, socialista», añade: «El mito de Rodó no obra ya —no ha obrado nunca— útil y fecundamente sobre las almas». J.C.M.: «Aniversario y balance» [1928], Ideología y política, Lima, 1969, p. 248.

[32] Hombres de la Revolución. Julio Antonio Mella, La Habana, 1971, p. 12. 33 Op. cit., p. 15.

[33] Op. cit., p. 15.

[34] Cf. Erasmo Dumpierre: Mella, La Habana [c. 1965], p. 145; y también José Antonio Portuondo: «Mella y los intelectuales» [1963], Crítica de la época, La Habana, 1965, p. 98.

[35] Emir Rodríguez Monegal: en Rodó: Op. cit. en nota 16, pp. 192 y 193 (Énfasis de R.F.R.). 

[36] Medardo Vitier: Del ensayo americano, México, 1945, p. 117

[37] Fidel Castro: Discurso de 19 de abril de 1971. 38 Jan Kott: Op. cit. en nota 9, p. 377.

[38] Jan Kott: Op. cit. en nota [9], p. 377.

[39] Cf.: Ezequiel Martínez Estrada: «Por una alta cultura popular y socialista cubana» [1962], En Cuba y al servicio de la Revolución Cubana, La Habana, 1963; R.F.R.: «Martí en su (tercer) mundo» [1964], Ensayo de otro mundo, cit. en nota 15; Noël Salomon: «José Martí et la prise de conscience latinoaméricaine», Cuba Sí, Nº 35-36, 4to. trimestre 1970, 1er. trimestre 1971; Leonardo Acosta: «La concepción histórica de Martí», Casa de las Américas, Nº 67, julio-agosto de 1971.

[40] José Enrique Rodó: Op. cit. en nota 16, pp. 1359 y 1375.

[41] Pedro Henríquez Ureña: Obra crítica, México, 1960, p. 27.

[42] Ivan A. Schulman ha descubierto que fue publicado antes, en enero 1 (no 10, como se lee por error) de 1891, en La Revista Ilustrada de Nueva York (I.S.: Martí, Casal y el Modernismo, La Habana, 1969, p. 92).

[43] Manuel Pedro González: «Evolución de la estimativa martiana», Antología crítica de José Martí, recopilación, introducción y notas de M.P.G., México, 1960, p. xxix.

[44] No se entienda por esto, desde luego, que sugiero dejar de conocer a los autores que no hayan nacido en las colonias. Tal estupidez es insostenible. ¿Cómo podríamos postular prescindir de Homero, de Dante, de Cervantes, de Shakespeare, de Whitman —para no decir Marx, Engels o Lenin? ¿Cómo olvidar incluso que en nuestros propios días hay pensadores de la América Latina que no han nacido aquí? Y en fin, ¿cómo propugnar robinsonismo intelectual alguno sin caer en el mayor absurdo?

[45] José Martí: «Autores americanos aborígenes» [1884], O.C., VIII, 336. Me remito a la edición en veintisiete tomos de las Obras completas de José Martí publicadas en La Habana entre 1963 y 1965. En 1973 se añadió un confuso tomo con «Nuevos materiales». Al citar, indico en números romanos el tomo y en arábigos la(s) página(s) de esa edición.

[46] A Tamanaco dedicó además un hermoso poema: «Tamanaco de plumas coronado» [c. 1881], O.C., XVII, 237.

[47] J. M.: «Fragmentos» [c. 1885-1895], O.C., XXII, 27.

[48] Cf., por ejemplo, «Mi raza» [1892]: O.C., II, 298-300. Allí se lee: «El hombre no tiene ningún derecho especial porque pertenezca a una raza u otra: dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos [...] Si se dice que en el negro no hay culpa aborigen, ni virus que lo inhabilite para desenvolver toda su vida de hombre, se dice la verdad [...], y si a esa defensa de la naturaleza se la llama racismo, no importa que se la llame así; porque no es más que decoro natural, y voz que clama del pecho del hombre por la paz y la vida del país. Si se alega que la condición de esclavitud no acusa inferioridad en la raza esclava, puesto que los galos blancos de ojos azules y cabellos de oro, se vendieron como siervos, con la argolla al cuello, en los mercados de Roma, eso es racismo bueno, porque es pura justicia, y ayuda a quitar prejuicios al blanco ignorante. Pero ahí acaba el racismo justo». Y más adelante: «Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro. Cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro». Algunas de estas cuestiones se abordan en el trabajo de Juliette Oullion «La discriminación racial en los Estados Unidos vista por José Martí», Anuario Martiano, Nº 3, La Habana, 1971.

[49] Cf. el Nº 36-37 de Casa de las Américas, mayo-agosto de 1966, dedicado a África en América.

[50] Me refiero al diálogo en el interior de la América Latina. La opinión miserable que América le mereciera a Europa puede seguirse con algún detalle en el vasto libro de Antonelo Gerbi La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica 1750-1900, trad. de Antonio Alatorre, México, 1960, passim

[51] J.M.: «Una distribución de diplomas en un colegio de los Estados Unidos» [1884], O.C., VIII, 442.

[52] R.F.R.: Ensayo de otro mundo, cit. en nota 15, p. 15.

[53] «Sarmiento, el verdadero fundador de la República Argentina», dice de él, por ejemplo, en carta de 7 de abril de 1887 a Fermín Valdés Domínguez, a raíz de un cálido elogio literario que le hiciera públicamente el argentino (O. C., XX, 325). Sin embargo, es significativo que Martí, tan atento siempre a los valores latinoamericanos, no publicara un solo trabajo sobre Sarmiento, ni siquiera a raíz de su muerte en 1888. Es difícil no relacionar esta ausencia con el reiterado criterio martiano de que para él callar era su manera de censurar.

[54] Ezequiel Martínez Estrada: «El colonialismo como realidad», Casa de las Américas, Nº 33, noviembre-diciembre de 1965, p. 85. Estas páginas aparecieron originalmente en su libro Diferencias y semejanzas entre los países de la América Latina (México, 1962), y fueron escritas en aquel país en 1960, es decir, después del triunfo de la Revolución Cubana, que llevó a Martínez Estrada a considerables replanteos. Cf., por ejemplo, su «Retrato de Sarmiento», conferencia en la Biblioteca Nacional de Cuba el 8 de diciembre de 1961, donde dijo: «Si se hace un examen riguroso e imparcial de la actuación política de Sarmiento en el gobierno, efectivamente se comprueba que muchos de los vicios que ha tenido la política oligárquica argentina fueron introducidos por él»; y también: «Él despreciaba al pueblo, despreciaba al pueblo ignorante, al pueblo mal vestido, desaseado, sin comprender que éste es el pueblo americano». Revista de la Biblioteca Nacional, La Habana, Año 56, Nº 3, julio-septiembre de 1965, pp. 14-16.

[55] Jaime Alazraki: «El indigenismo de Martí y el antindigenismo de Sarmiento», Cuadernos Americanos, mayo-junio de 1965 (los términos de este ensayo —y casi las mismas citas— reaparecen en el trabajo de Antonio Sacoto «El indio en la obra literaria de Sarmiento y Martí», Cuadernos Americanos, enero-febrero de 1968). Cf. también, de Jacques Lafaye: «Sarmiento ou Martí? [...]», Langues Néo-Latines, Nº 172, mayo de 1965.

[56] J.M.: «La verdad sobre los Estados Unidos» [1894], O.C., XXVIII, 294.

[57] J.M.: Carta a Manuel Mercado de 19 de mayo de 1895. O.C., XX, 151.

[58] Domingo Faustino Sarmiento: Obras completas, Santiago de Chile-Buenos Aires, 1885-1902, t. XLVI, Páginas literarias, pp. 166-173.
 

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