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Cartas a Elpidio Félix Varela

 

PRÓLOGO

 

Las Cartas a Elpidio no contienen una defensa de la religión, aunque, por incidencia, se prueban en ellas algunos de sus dogmas. Mi objeto sólo ha sido, como anuncia el título, considerar la impiedad, la superstición y el fanatismo en sus relaciones con el bienestar de los hombres, reservándome para otro tiempo presentar un tratado polémico sobre esta importante materia. No creo haber ofendido a ninguna persona determinada, pero no ha sido posible prescindir de dar algunos palos a ciertas clases. Quisiera que hubieran sido más flojos; pero estoy hecho a dar de recio, y se me va la mano.

 

Aunque puede decirse que cada tomito forma una obra separada, he creído conveniente presentarlos como partes de una sola, por la relación que entre sí tienen. Como mi objeto no es exasperar, sino advertir, quedarán inéditos el segundo y tercer tomos, si por desgracia no tiene buena acogida el primero; y éste deberá, entonces, considerarse como una obra separada.

 

Preveo que este avechucho puede acarrearme algunos enemigos, pero ya es familia a cuyo trato me he habituado, pues hace tiempo que estoy como el yunque, siempre bajo el martillo. Vivo, sin embargo, muy tranquilo; pues, como escribía yo a un amigo, el tiempo y el infortunio han luchado en mi pecho, hasta que convencidos de la inutilidad de sus esfuerzos, me han dejado en pacífica posesión de mis antiguos y nunca alterados sentimientos.

 

[F. V.]

Carta Segunda


La impiedad destruye la confianza de los pueblos y sirve de apoyo al despotismo


Al descontento que causa la impiedad le sigue, querido Elpidio, la desconfianza de los pueblos; mal terrible que destruye todos los planes de la más sabia política y anula los esfuerzos del más justo gobierno. Persuadidos los hombres de la necesidad de una garantía contra la malicia, y no pudiendo encontrarla en las leyes, que como dijo un sabio de la antigüedad, nada valen sin las buenas costumbres, claman por un principio que las produzca y asegure. La vida de los impíos es un testimonio irrefragable de que no siguen este deseado principio y que la relajación está, casi siempre, unida a la impiedad ¡Cómo pueden inspirar confianza! El sagrado juramento es en sus labios una ficción ridícula y una mofa la más insultante. Jurar por un Dios en que no se cree, o de quien nada se espera y nada se teme, es tratar a los demás hombres como a niños, o a dementes; cuyas ideas suelen aprobarse sólo por complacerlos y acallarlos. ¿Puede darse mayor insulto? Los que empiezan por mentir en la misma promesa, ¿podrá creerse que tienen ánimo de cumplirla?

 

Preséntanse como creyentes y juran como ellos, dando a entender que tienen las mismas ideas y los mismos sentimientos, al paso que en su mente contrarían cada una de sus mismas palabras; resultando que ni ellos se creen mutuamente, ni nadie los cree, por muy bien que desempeñen su papel cómico-político.
 

Difundida, pues, la impiedad en el cuerpo social destruye todos los vínculos de aprecio, y a la manera de un veneno corrompe toda la masa y da la muerte. El honor viene a ser un nombre vano, el patriotismo una máscara política, la virtud una quimera y la confianza una necesidad. ¿Crees que exagero, Elpidio? Reflexiona, y verás que sólo copio. Sí, en la historia de los pueblos encontrarás el original de la imagen, verás los partidos políticos, que cual densas nubes impelidas por contrarios vientos, chocan con furia, mas no teniendo cohesión entre sus partes se deshacen y desaparecen; o bien se mezclan formando otras nuevas, que a impulso de distinto viento van a chocar con las más lejanas, repitiendo allá la misma escena; y de este modo observan un denso velo que roba a nuestra vista los rayos luminosos del sol de justicia. Pero ¡qué!, me dirás, ¿es siempre la impiedad la que forma los partidos? No; pero siempre se mezcla en todos ellos sin pertenecer a ninguno, y a todos los corrompe. El impío es hombre del momento, mas el justo es hombre de la eternidad. Tienen, pues, consistencia las sociedades de los justos y son deleznables las de los perversos. Mas cuando por desgracia se reúnen elementos tan contrarios, como la justicia y la impiedad, basta un ligero impulso para separarlos; e interrumpida la acción, por sólidas que sean algunas de las partes, el todo queda disuelto. ¡He aquí el pernicioso efecto de la impiedad!
 

Si los partidos tuvieran el derecho de expulsión, y si pudieran ser conocidos todos los que la merecen, sin duda que llegarían a formarse cuerpos políticos homogéneos. Mas un partido es una casa abierta y sin propietario, donde entra y sale el que le parece, y donde muchos suponen haber estado, sin que pueda probárseles su impostura. De aquí el descrédito de la generalidad por unos pocos; que fingen haberse separado en consecuencia de crímenes que observaron en sus antiguos compañeros, que acaso nunca lo fueron; de aquí la facilidad de producir gran confusión y entorpecer las operaciones ordenadas; de aquí, en fin, la oportunidad para asechanzas políticas. Paréceme, querido Elpidio, que estas ligeras observaciones bastan para explicar un fenómeno que algunos creen tan raro, quiero decir, cómo pueden hombres de virtud y mérito hallarse en partidos detestables; y cómo se encuentran tantos perversos en partidos los más santos. Hállanse, a veces, estos seres extraños a la cabeza de los mismos partidos; y he aquí una gran prueba de que no siempre las ideas de las clases convienen con las de sus principales.
 

¿Para qué, me dirás, hablar tanto de partidos? Para hacer ver, mi Elpidio, que por más justa que sea su causa y más sagrado su objeto, su ruina es inevitable si prevalece en ellos la impiedad; y como el género humano está necesariamente compuesto de partidos, resulta que la impiedad, enemiga de la virtud, siembra la desconfianza en los pueblos e impide su felicidad. Sólo un vínculo interno puede unir a los hombres cuando no pueden ser sometidos a los externos. ¿Y quién no ve que las leyes y la opinión jamás podrán contener los desvaríos y perfidias, cuando una multitud de hombres diseminados en la sociedad saben evitar sus golpes, y aun se fingen sus más fieles observadores? No se funda, pues, la confianza de un partido sobre otra base que el sentimiento de justicia, de sensatez y de honor, que supone en los demás el que de buena fe profesa unos principios.
 

Convencidos de estas verdades, y conociendo la necesidad de inspirar confianza a los hombres, si queremos vivir en paz con ellos, han pretendido algunos demostrar que la moralidad no depende de la religión; y aunque horrorizados de su misma doctrina, no se han atrevido a deducir las consecuencias, es claro que de ella se infiere que los impíos pueden ser virtuosos. Puestos ya en contacto los dos términos, virtud e impiedad, creo, mi caro amigo, que es palpable la contradicción, y tamaño absurdo queda completamente refutado. La materia, sin embargo, es de tal importancia que conviene ilustrarla con algunas reflexiones.
 

Respecto de la vida eterna no hay más que una religión y una moral derivada de ella y meritoria por este sagrado principio; mas, respecto a la sociedad, pueden unas religiones nominales, quiero decir, unas falsas doctrinas religiosas, inspirar una moral correcta; que, como su principio, sólo tiene mérito ante los hombres. Vemos, pues, en las sectas religiosas, hombres caritativos, sobrios y justicieros; que por estos actos merecen aprecio, excitan admiración, sin que tampoco se diga que por ello desmerecen ante Dios; pues caeríamos en el absurdo de afirmar que todas las operaciones de los pecadores son pecado.1 Estas dos líneas deben marcarse perfectamente, para no incurrir en errores funestos acerca del influjo de la religión en la sociedad, confundiéndolo con el productivo del mérito para la vida eterna. Distinguiendo, pues, la moral social y la religiosa diremos que ésta no es legítima y perfecta sino cuando proviene de la única y verdadera religión; mas aquélla puede ser perfecta aunque tenga por origen una falsa religión. En cuanto a la impiedad, es destructora de ambas clases de moral, por más que digan sus apologistas.
 

Un incrédulo vive sólo para gozar en este mundo cuanto pueda; y según sus principios, es un tonto si pudiendo gozar no goza por voces insignificantes de virtud y honor; mas, según sus mismos principios y los de la sana moral, son mucho más tontos que él los que tienen la simpleza de fiarse de sus palabras. Es una fiera encadenada por las leyes; mas si está a su alcance una víctima, o si fallan las cadenas, la destrucción es segura.
 

Temen, pues, los buenos de todos los partidos, y aun los mismos impíos temen, cuando estas fieras con aspecto humano discurren por todas partes y se mezclan con los hijos de la paz sólo para devorarlos. Entran los recelos, empiezan las pesquisas, auméntanse las inquietudes, falta el sufrimiento, la prudencia falta, sucede el furor, síguense los ataques, y empezada la matanza, concluye con la desolación. De las fieras que la causaron, unas se retiran saciadas; otras rugen, porque les ha cabido poco; y otras, cubriéndose con ajena piel, van con apariencia de ovejas a introducirse en los rebaños, para preparar nuevo exterminio. Tal es, mi amado Elpidio, la importante lección que la experiencia ha dado en todas las vicisitudes de los pueblos, y sabes que yo he sido uno de los oyentes de esta severísima y sabia maestra...
¡Ah, qué profundas son las heridas que causan en el cuerpo social las emponzoñadas garras del monstruo de la impiedad! Extinguidos o aminorados los sentimientos religiosos y no hallando consuelo alguno sobre la tierra, se entregan los ánimos a una lamentable indolencia, o a una desesperación espantosa; dase de mano a todos los proyectos y parece que los pueblos renuncian a toda tentativa de prosperidad. El siglo pasado nos presentó, en una de las más florecientes naciones de Europa un ejemplo de estas terribles verdades; sí, un ejemplo, Elpidio, que jamás se borrará de la memoria de los hombres; pero que, desgraciadamente, no ha bastado a escarmentarlos. Era la Francia un delicioso albergue de la industria y un magnífico alcázar de la ciencia; cubrían sus campos mieses abundantes y blanqueaban sus colinas rebaños numerosos; veíanse sus puertos poblados de mástiles y sus caminos sellados de carros. Pero ¡ah! En medio de tantas delicias iba haciendo progresos la impiedad, y ya sabes cuál fué el funesto resultado. No renovemos la memoria de tantas miserias y sólo copiemos de aquel horroroso cuadro algunos ligeros rasgos que puedan servir a nuestro intento.
Sabes que jamás se ha visto más difundida y poderosa la impiedad, pero, ¿te acuerdas haber visto jamás tan difundida la injusticia? Pero, qué digo la injusticia, ¿no se vió aquel sabio e ilustre pueblo reducido a la barbarie? ¿En qué pecho habitaba entonces la confianza? Los mismos asesinos temían ser asesinados; ni el amor conyugal, ni el filial, ni la antigua y pura amistad producían efecto alguno, desde que una turba impía los calificó de necedades. Cerrar los ojos para no percibir una verdad tan clara es aumentar la desgracia con el tormento de haberla causado, pero ¡cuántos de estos ciegos voluntarios no hallamos por todas partes! Hay, sí, una clase, o, mejor dicho, una multitud dispersa de hombres más perversos que ignorantes, cuyo placer es la discordia, cuya ciencia es el engaño y cuyo objeto es la destrucción; mas con suma perfidia invocan, para cohonestar sus depravados intentos; invocan, sí, los nombres respetables de los más célebres patriotas, a quienes suponen autores de los más desatinados proyectos; declaman contra el destino que los ha frustrado y quieren cubrir con el velo del heroísmo aquella escena memorable de la degradación de la especie humana. De este modo impiden los efectos saludables de tan terrible experimento e inducen a los pueblos a emprender otros semejantes.
Afortunadamente, el sentido común popular, aquel instinto que tiene la muchedumbre para dirigirse a ciertos objetos que la favorecen y separarse de otros, que la perjudican, no está enteramente extinguido; y a pesar de todos los esfuerzos de los impíos, la multitud sencilla conoce la tendencia y palpa los frutos de la impiedad, a la cual hace responsable de los raudales de sangre que inundaron la Francia; y de aquí el odio con que son mirados por los pueblos los apóstoles del exterminio. Ocurren éstos a los insultos y denuestos; declaman contra la ignorancia popular y ponderan la corrupción del pueblo que le hace incapaz de empresas nobles (empresas a que ellos mismos sirven de obstáculos); y pasan de este modo una vida de tormento, causándoselo a otros. El pueblo, por su parte, irritado por tanto insulto, odia más y más a sus calumniadores, y crece rápidamente la desconfianza, al ver que la impiedad se extiende y que sus ataques son alevosos y tremendos. Prodúcese un temor pánico en ciertas clases y un furor bélico en otras, y advirtiendo ellas mismas sus contrarias disposiciones, entran nuevos recelos y tómanse nuevas precauciones. Cada hombre ve en su semejante un enemigo, que al momento supone un impío; y como estos monstruos nada respetan, procura vivir en continua observación, fruto de una justa desconfianza.

 

¡Qué triste idea atormenta mi espíritu! ¡Qué infausto resultado, si bien debía esperarse de tales elementos! Temo, querido Elpidio, que no acertaré a presentar con sus propios colores al monstruo de la impiedad ejerciendo la mayor de sus crueldades y la más baja de sus perfidias: quiero decir, abriendo el camino para que le siga otro monstruo no menos horrendo y destructor: el bárbaro despotismo. ¿Te sorprende mi aserción? ¿Crees que la impiedad sólo se amista con los libres? ¿Piensas que no hay déspotas impíos? No; tu alma grande no puede abrigar unas ideas tan degradantes de la especie humana; y tu sano juicio afirmará, como el de todos los buenos, que jamás hubo un hombre libre que fuese impío, ni un déspota que dejase de serlo. La impiedad desata todos los vínculos del amor arreglado y deja expeditos todos los movimientos de las pasiones; que muy pronto degeneran en furias que ejercen en el corazón humano el más insufrible de todos los despotismos, convirtiendo al oprimido en el opresor de sí mismo. Esta cruel opresión experimenta el déspota; sus desenfrenadas pasiones le arrastran por todas partes y como fiera maltratada se ceba en cuantas víctimas encuentra en su malhadada carrera. Mientras mayor es el número de sus injusticias, mayor es la inquietud de su corazón, y mayor es su compromiso con los agentes de sus crueldades. Es un esclavo cubierto de oro para hacer más visibles los signos de su esclavitud. ¿Y crees que la santa piedad, por esencia bienhechora, pacífica y amorosa; crees, Elpidio que esta suave y deliciosa emanación del cielo, habita en un monstruo esclavo de las furias y ministro del infierno? Si es que conserva alguna fe, ¿no es semejante a la de los demonios? ¿No es un impío práctico, de cuyas nociones especulativas tenemos mucho derecho para dudar?
 

Los dos santos principios de la felicidad humana, la justa libertad y la religión sublime, están en perfecta armonía y son inseparables. Una hipocresía política pretende desunirlos, pero un estado tan violento no puede ser duradero, y el tiempo corre al fin el velo y descubre al hipócrita. De aquí tantas alteraciones políticas en ambos sentidos; de aquí tanta sangre vertida, tantas riquezas malgastadas, tantos pueblos arruinados y tantos crímenes, cuya memoria sirve de castigo a sus autores. Después de tantos escarmientos y de experiencia tan dilatada, qué diremos de nuestros libres que quieren ser impíos y de nuestros religiosos que quieren ser esclavos? Mi respuesta franca sería que ni los unos son libres, ni los otros son religiosos, sino unas hordas de ilusos y de pícaros que con distinto vestido sirven a un mismo amo, quiero decir, al demonio.
 

¡Ah! mi caro amigo, estas masas, al parecer tan heterogéneas, convienen perfectamente en atraer el crimen y repeler la virtud; y de aquí resulta que inundado el orbe por un diluvio de males, pierden los buenos la esperanza de purificarlo y todos se desalientan. Su inacción dejó expedita la ominosa influencia de la tiranía, a la cual muy pronto ofrecen sus inciensos los pérfidos que se fingieron sus enemigos mientras no pudieran ser sus compañeros; y fatigados los pueblos, deben al degradante despotismo.
 

No creas que hablo sólo de los reyes entre los cuales ha habido padres de los pueblos y fieras que los han devorado; mis observaciones se dirigen al despotismo en todos sus estados, y verás que en todos ellos es favorecido por el monstruo de la impiedad. Existe, sí, existe un despotismo popular no menos detestable que el monárquico; y los pueblos han sido sus víctimas, obligándolos, para mayor pena, a votar su injusta sentencia. En nombre de los pueblos se han destruído sus riquezas, muertos sus hijos, destruído sus ciudades y, lo que es más, hollado sus leyes. A este lamentable estado no pudo conducirle sino la impiedad; que alejando las virtudes a quienes el pueblo había confiado su suerte y que fieles conservadoras de tan estimable depósito impedían la entrada a sus enemigos; alejando, sí los ángeles tutelares del género humano, los genios que la Divinidad envía para consuelo de los mortales oprimidos; queda franca la entrada al monstruo, que muy pronto elige sus satélites y principia sus devastaciones.
 

Con oprobio de la naturaleza humana se empieza a predicar por todas partes la necesidad de oprimir los pueblos, en vez de predicar la de no exasperarlos. No se omite sofisma de ninguna clase para alucinar a la multitud, cuya razón poco ejercitada cede a los impulsos de la imaginación, que se procura acalorar con las terríficas imágenes de tantos desastres. Recuérdanse los gemidos de las víctimas, pero no se recuerdan los golpes de sus inmoladores; no se recuerdan las causas de tantos sacrificios, antes se inventan otras que sean menos odiosas y que cubran con el velo de la prudencia los efectos de la perversidad. De este modo, se encadenan y aprisionan los pueblos, mi caro amigo, e importa nada que las llaves de esta horrenda cárcel estén en una o muchas manos.
 

Por muy poco que reflexionemos sobre las operaciones del despotismo en todas sus especies, conoceremos, mi amado Elpidio, que este aborto infernal no puede avenirse con la piedad, que es hija del cielo; antes procura destruirla para poder reducir a los hombres al estado de barbarie y crueldad absolutamente necesarias para sus criminales procedimientos. Sólo hallándose el hombre privado de todo temor de Dios puede despreciar su ley divina, desatender los dictámenes de la conciencia y arrojarse como un tigre sobre sus semejantes para devorarlos. ¿Y qué otra cosa hacen los déspotas? Ni las lágrimas de la vida, ni los gemidos del huérfano, ni las quejas lastimosas del honrado padre de familia, ni los avisos del sabio bastan a separar al déspota de sus crueldades. Sufrimiento, virtud y ciencia, estos tres resortes de la simpatía, son insignificantes para un hombre cuyo bárbaro placer consiste en ser temido. Nada más análogo a la impiedad, que priva de aquel vínculo agradable de sumisión a un Ser Supremo y vengador, pero, al mismo tiempo, padre amoroso de los mortales, a quienes promete una dichosa inmortalidad.
 

Permíteme, querido amigo, que aun detenga tu atención por algunos momentos, y sigamos los rastros de esta víbora que ha causado y está causando tantos daños a los pueblos. Investigaremos, aunque con suma pena, los distintos medios que emplea para disfrazarse y para hacer agradable su activo veneno.
 

Declaman los déspotas contra la impiedad que les abrió el camino y llevando al colmo su hipocresía hacen creer a los pueblos que sólo aspiran a verla destruída. Invocan el sagrado nombre de la religión, pero con un semblante que deja entrever sus contrarios sentimientos, si bien no autoriza para pronunciarlos impíos. Cuentan, pues, con los ignorantes e irreflexivos, que por desgracia son muchos; y sostienen su influjo conservando en ambos partidos una ligera esperanza de un total pronunciamiento. Piensa el hombre religioso, pero incauto, que los resquicios de impiedad que aun se observan en el déspota podrán ser destruídos por la abundancia de sus buenas cualidades, y llama buenas todas aquellas cuya malicia él no alcanza a percibir. Anímase el impío al traslucirse una identidad de sentimientos y no duda que pronto se conseguirá una identidad de sabias y francas operaciones y llama tales, los ataques descarados e infructuosos contra la religión. El déspota, entre tanto, saca partido de ambas clases de hombres alucinados y se vale de la impiedad como instrumento que sabe manejar de distinto modo. Extraño fenómeno, mi caro amigo: el odio y temor de la impiedad subyuga al devoto y el deseo de propagarla contiene al impío, quedando ambos encadenados por la mano infausta del despotismo ilustrado, que para asegurar más víctimas, se vale de la ignorancia que en los unos toma el nombre de prudencia y en los otros el de ilustración.
 

También suelen valerse los déspotas de otro medio aun más infame para su inaudita perfidia. Suponen la impiedad mucho más difundida de lo que, por desgracia, se encuentra y pintan un porvenir el más funesto y casi inevitable, y afectando la imaginación en sumo grado, preparan los ánimos para sufrir cualquiera medida, que toman con una afectada pena y como por fuerza, cuando no es sino el resultado de una maquinación infernal. Los impíos, por su parte, caen también en el lazo, pues creyéndose más fuertes de lo que son, se descubren y atacan sin reserva; pero destruídos en sus primeras tentativas aumentan las glorias del despotismo y lo radican por los mismos medios que emplearon para destruirlo, creyéndolo identificado con la piedad; sin advertir que ellos mismos eran los agentes de que se valió para la ruina común y la elevación de su sangriento y detestable trono.
 

Sirve también el despotismo de la impiedad para hacer nulo el poder de las leyes, que son sus enemigas. Quiere destruirlas, mas su origen es tan noble y tan grande su influencia en las almas piadosas, que la tentativa es arriesgada y es menester prepararlas despojando al corazón humano de unos sentimientos celestiales que jamás pueden avenirse con las perversidades de los déspotas. Temen éstos perder en la lucha si no encuentran compañeros en sus crímenes, y no pudiendo ser los justos, les es preciso acogerse a los impíos, a quienes pueden comprar a poco precio porque nada valen y nada respetan. Infringidas las leyes por un gran número, llega el pueblo a habituarse a estas infracciones y poco a poco va preparándose el terreno para levantar otro monumento al crimen. Acúsanse de injustas o inadecuadas las leyes, preséntase como efecto de un sentimiento popular e instinto benéfico la osadía de una descarada desobediencia y empiezan los aduladores de los déspotas a formar las coronas con que se proponen premiar su perfidia, dándola el nombre de alta prudencia e ilustrado celo, que superior a inertes documentos remueve los obstáculos de la prosperidad. ¿No has oído varias veces este lenguaje? ¿Y crees que puede salir de los labios de la piedad?
 

Anuladas las leyes y sueltas las pasiones entran los hombres en una guerra funestísima e inevitable, por no tener campo determinado, ni bandera marcada para reconocerse los enemigos. Es guerra de perfidias, de asechanzas y de vileza, y en esta clase de combates el despotismo conoce la superioridad de sus armas y cuánto pueden servirle los impíos. El triunfo es cierto, y según la máxima de los déspotas, los medios son justos. Convencidos, sin embargo, de la naturaleza versátil e infame de los agentes que han empleado, se ven en la dura necesidad de halagarlos por una parte y reprimirlos por otra; quiero decir, que los déspotas, para cimentarse, permiten a veces los excesos de la impiedad, y otras contienen sus demasías, sometiéndola al mismo cetro de hierro con que gobiernan al pueblo inocente. La historia antigua y moderna presenta pruebas convincentes de esta verdad y entre otros ejemplos bástanos recordar la vida del impío Federico, pues jamás ha habido un príncipe tan déspota y que con más destreza haya manejado a sus hermanos los impíos, para hacerles servir a sus intentos. El mismo filósofo de Vernay, el soberbio Dios del gusto, no se escapó de ser azotado como un canalla por orden de aquel astuto príncipe, que tanto sabía fomentar su orgullo con favores extraordinarios. Vióse la impiedad exaltada y reprimida alternativamente, pero siempre sirviendo a las miras del despotismo más desenfrenado, si bien con oprobio de la filosofía tomó aquel sabio tirano el título de filósofo.
 

Abortando monstruos semejantes consigue la impiedad levantar monumentos al error, cimentándolos sobre una ciega fama que trasmite a la posteridad, como objeto de honor y gloria, estos seres inicuos, cuyos nombres deberían borrarse de los anales de los pueblos y de la historia de los tronos. Una brillante esclavitud, una miseria disfrazada y una ignorancia ilustre son los medios más a propósito para alucinar a los incautos y producir esclavos míseros e ignorantes, propios súbditos del infernal despotismo. Los elogios que tributa la impiedad a estos célebres impíos y los especiosos argumentos de que se vale para hacer menos odiosa su infausta memoria, son unos escollos en que naufragan los pueblos y sobre los cuales levantan sus tronos los tiranos. Sí, querido amigo, sobre la roca de la impiedad está elevado, en medio de un mar de pasiones y miserias humanas, el suntuoso fuerte de la tiranía, cuyos cimientos ocultan las agitadas olas, dejando sólo visibles sus robustas murallas. Dirígense a este interesante objeto las naves mal gobernadas y creen no sólo aproximarse sin riesgo, sino encontrar abrigo, pero ¡ah! míseras corren a un naufragio lamentable.
 

La desgracia es mucho más sensible cuando a ella se une el engaño, y aunque no pueda vencerse un enemigo, sirve de consuelo el conocerlo. Cae el engaño en cierta degradación, que lleva consigo el ridículo, y la naturaleza humana jamás deja resentirse de esta herida por más que el tiempo llegue a cicatrizarla. Recuerda el hombre desgraciado la serie de sus sufrimientos sin que le causen nueva pena, y aun a veces causándole placer por serle honrosos; mas nunca recuerda sin rubor la historia de sus ilusiones y de los engaños de que ha sido víctima. Válese, pues, la soberbia humana de todos los medios posibles para ocultar estas pruebas de su debilidad, que tanto deshonor le causan, y no siendo posible ocultar los hechos se hace preciso desfigurarlos. Este es el origen de la que podemos llamar obstinación política, por la cual procuran los hombres llevar adelante sus ideas aun cuando perciben que son equivocadas, y sin cuidarse del bien de los pueblos, sólo atienden a la gloria de su nombre. Yo podría presentarte, Elpidio, infinitos ejemplos, mas es difícil darlos sin hacer alusiones ofensivas, y los creo, por otra parte, innecesarios, si meditas sobre la marcha de la política.
Ya percibirás la tendencia de mis observaciones, conociendo que el más cruel de los despotismos es el que se ejerce bajo la máscara de la libertad; y como rara vez los impíos son déspotas de otro modo que fingiéndose amigos de los libros, su tiranía es la más insoportable, pero desgraciadamente es la más bien cimentada. Es muy difícil que la conozcan los pueblos, antes se dejan arrastrar de contrarias apariencias y toda tentativa para contenerla tiene el aspecto de una defección de las banderas de la libertad. Entra, pues, el temor en los buenos, y notando este funesto efecto los impíos, cobran ánimo y representan con más descaro su papel y para favorecer a los déspotas se fingen sus enemigos. De este modo se encadenan los pueblos, mi querido Elpidio; mas no creas he terminado la triste enumeración de las tramas de la impiedad en favor del despotismo; yo no pretendo indicarlas todas, porque nunca acabaría; mas permíteme que no pase en silencio una de las más terribles, formada por un corto número de pícaros ilustrados y practicada por una infinidad de infames ignorantes.

 

Sabes cuánto ridiculizan los impíos las obras de los Padres de la Iglesia y no ignoras que la mayor parte de ellos ni siquiera han visto los estantes que las contienen. Habrás advertido muchas veces cuán fastidioso se hace para ellos todo el que se atreve a citar algún autor piadoso y bien adviertes que de este modo van separando los hombres de toda veneración hacia aquellos antiguos maestros de la virtud y limitando la instrucción de sus secuaces a la lectura de algunos folletos que forman el intento. Nada más favorable a las miras de los déspotas. Saben que los pueblos, por más extendida que esté la corrupción, reciben siempre con sospecha las doctrinas que vienen por el órgano de la impiedad, y se alegran al ver odiada la lectura de las obras de los Padres, cuya santidad tiene un gran influjo en los corazones justos; y así es que sus sentencias serían unas barreras a las atrocidades. Todas las máximas de los pueblos libres, todas las doctrinas de civilización han sido enseñadas por los Padres y se hallan en esos mamotretos que condenan sin haber leído. Temblarían los déspotas, mi amado Elpidio, si pudieran ponerse en la mano de los pueblos las páginas en que sin consideración ni rebozo se les acusa y condena por hombres a quienes la Iglesia ha declarado santos, y a quienes la más astuta malicia no ha podido negar el mérito de la virtud más acendrada; por hombres que fueron la admiración de su siglo y son ahora el desprecio de los necios que se han abrogado el título de filósofos.
 

Entre otros varios ejemplos que omito, me limitaré a traducir un artículo interesantísimo de Santo Tomás cuya lectura te sorprenderá, pues seguramente no esperas que hable en términos tan claros y tan fuertes. Dice, pues (1.2ae.q:q105 art.1):
Dos cosas deben atenderse en el establecimiento de los príncipes en una ciudad o nación. Primero, que todos tengan alguna parte en el principado; pues de este modo se conserva la paz del pueblo, amando todos semejante institución y sosteniéndola; segundo, en cuanto a la especie de gobierno o establecimiento del principado, que es de diversas especies; siendo las más notables el reino, en que manda uno según la virtud; la aristocracia, esto es, el poder de los óptimos en que gobiernan unos pocos según la virtud. Por  lo tanto, la mejor institución de los príncipes en una ciudad o reino, es cuando uno manda según la virtud y bajo él mandan otros, también según la virtud; y, sin embargo, este principado pertenece a todos, porque todos pueden elegir y ser electos. Tal es todo cuerpo político mixto de reino en cuanto a que uno manda, de aristocracia en cuanto a que muchos mandan según la virtud, y de democracia, esto es, de la potestad del pueblo, en cuanto a que de los individuos del pueblo se pueden elegir los príncipes, y porque al pueblo pertenece elegirlos. Esto fué establecido por la ley divina. Moisés y sus sucesores gobernaron al pueblo como con un imperio singular sobre todos, y esto es una especie de reino. Elegíanse setenta y dos ancianos según la virtud, pues se dice (Deut. 1,14): Saqué de vuestras tribus varones sabios y nobles y los constituí príncipes; y esto era aristocrático. Pero era democrático el elegirse éstos de entre todo el pueblo, pues se dice (Exod. 18,21): Probé de toda la plebe varones sabios y también porque el pueblo los elegía.2

 

En el mismo artículo propone Santo Tomás un argumento diciendo que “el reinado representa el gobierno divino en que un Dios gobierna al mundo desde el principio. Luego la ley no debió dejar al pueblo la institución de los reyes sino establecerlos ella misma.” Es muy notable la manera en que el santo Doctor responde a este argumento. “El reino —dice— es el mejor de los gobiernos si no se corrompe. Mas por la gran potestad que se concede al rey es fácil que degenere en tiranía, a menos que no tenga una perfecta virtud el individuo a quien se concede este gran poder. Pero la virtud perfecta se encuentra en pocos, y los judíos eran crueles y avaros. Por este motivo no instituyó Dios al principio un rey con plena potestad sino un juez y gobernador que los custodiase; mas después, como indignado por la petición del pueblo, les concedió un rey según consta. 1. Reg. 8:7.
 

“No te desecharon, sino a mí, para que no reine sobre ellos. Sin embargo, al principio determinó Dios en cuanto al establecimiento de los reyes, primero el modo de elegirlos, disponiendo dos cosas: que esperasen el juicio divino en la elección y que no eligiesen por reyes a extranjeros, porque semejantes reyes suelen no tener afecto a los pueblos que vienen a mandar y por consiguiente no se cuidan de ellos. En segundo lugar, ordenó Dios, en cuanto a los reyes constituídos, el modo con que deben comportarse; a saber, que no multipliquen sus carros y caballos, que no tengan muchas mujeres, ni acumulen inmensas riquezas; porque la codicia de estos objetos hace inclinar a los príncipes a la tiranía y abandonan la justicia. También determinó el Señor el modo de comportarse los reyes respecto de Dios, esto es, que leyesen y meditasen siempre su ley y permaneciesen siempre en su temor y obediencia. En cuanto a los súbditos les mandó que no los despreciasen y oprimiesen soberbiamente y que no se separasen de la justicia.”3
 

Propone el Santo Doctor otro argumento en estos términos: “Así como el reino es el gobierno más perfecto, así la tiranía es la mayor corrupción de un gobierno. Mas el Señor, al establecer los reyes, les dió un derecho tiránico, pues leemos (1. Reg. 8:2): Este será el derecho del rey que mandará: cogerá vuestros hijos, etc. Luego la ley no estableció los príncipes de un modo conveniente.” Oye la respuesta, Elpidio, y te admirarás de la solidez, claridad, y firmeza con que el Ángel de las Escuelas sostiene la angélica doctrina de la libertad de los pueblos: “Debe responderse —dice— que semejante derecho no corresponde al rey por institución divina, sino que más bien se pronosticaba la usurpación de los reyes, que se abrogan un derecho inicuo, degenerando en tiranos y robando a sus súbditos; lo cual es claro, porque al fin del texto se agrega: seréis esclavos, lo cual pertenece propiamente a la tiranía, porque los tiranos gobiernan a sus súbditos como esclavos; de donde se infiere que Samuel sólo quería aterrar al pueblo para que no pidiese rey, pues el texto continúa: mas el pueblo no quiso oír la voz de Samuel, etc., etc.”4
 

Tratando de la rapiña presenta y resuelve el mismo santo Doctor este argumento (Segunda, 2ae. q. 66, art. 18): “Los príncipes quitan a sus súbditos muchas cosas por violencia, lo cual parece una especie de rapiña; y sería cosa muy grave decir que los príncipes pecan en esto, porque entonces serían condenados casi todos los príncipes. Luego parece que no es ilícito tomar alguna cosa por rapiña.” La respuesta es tremenda: “Si los príncipes —dice el santo Doctor— exigen de sus súbditos lo que les corresponde para conservar el bien común, aunque usen de violencia no es rapiña; pero si los príncipes quitan algo indebidamente por violencia, es rapiña y latrocinio. Por esto dijo San Agustín (lib. IV Civ. Dei. cap. IV, in princ.): Separada la justicia, ¿qué otra cosa son los reinos sino unos grandes latrocinios? Porque los latrocinios, ¿qué otra cosa son sino unos reinos pequeños? Y en Ezequiel (22:27) se dice: sus príncipes en medio de ella como lobos que roban la presa. Por tanto están obligados a la restitución y son ladrones, y pecan tanto más gravemente cuanto más peligrosa y común es su acción contra la justicia pública, para cuya custodia están puestos.”5
 

El texto de San Agustín citado por Santo Tomás merece particular atención y no creo disgustarte insertándolo todo entero. Después de las palabras citadas, continúa San Agustín: “El mismo ejército es de hombres, rígese por el imperio de los príncipes, sujétase al pacto de la sociedad y divídese la presa al capricho. Si llega a crecer este mal por la adición de hombres depravados, en términos que se apodere de lugares, fije su asiento, ocupe ciudades y subyugue pueblos; toma evidentemente el nombre de reino, que le da en público, no la codicia removida sino la impunidad agregada. Con elegancia y verdad respondió a aquel gran Alejandro un pirata que había prendido; pues preguntándole el rey qué le parecía su crimen de infestar los mares, él respondió, con libertad y descaro: “lo que a ti respecto del orbe de la tierra; pero como yo lo hago con un buque pequeño me llaman ladrón; y porque tú lo haces con grandes ejércitos te llaman emperador.” (Aug., De Civ. Dei, lib. IV, cap.  IV.)6

 

¿Puede hablarse con más firmeza y pueden darse golpes más terribles al despotismo? ¿Cómo puede decirse que la Iglesia lo fomenta, cuando coloca en sus altares y venera las imágenes de estos portentos de ciencia, de virtud y de libertad cristiana, cuyas obras inmortales son la norma de todos sus teólogos? ¿Y por qué —dirás— no prohíben estas obras los déspotas? ¡Ah! mi Elpidio, ellos están seguros del efecto sin correr el riesgo de ser su causa; ellos han confiado este encargo a los impíos, que por todos medios hacen odiosa la lectura de dichas obras, y este odio es más poderoso que la más severa prohibición. Consiguen, pues, los déspotas que muchos incautos e ignorantes crean que efectivamente su despotismo está fundado en las obras de los Padres, y por la veneración en que les tienen, no se atrevan a sospecharlo injusto y mucho menos a resistirlo. Por otra parte, desprecian los tiros de la misma impiedad que les ha servido de instrumento; pues siendo tan ominosa, bástales declarar impío a todo hombre ilustrado que se atreva a oponerse, y lo consiguen fácilmente propagando que es enemigo de los Santos Padres. Es un triunfo para el despotismo el presentarse como blanco de los tiros de la impiedad, y así es que a veces la provoca; pero tiembla cuando se ve acometido por la virtud. ¿Quién sino un varón de la ciencia y eminente virtud de San Ambrosio se hubiera atrevido a marchitar las glorias de un emperador triunfante, tratándole como a un criminal, reprendiéndole por su cruel despotismo y sujetándole a pública penitencia? Después de la cruel matanza cometida en Tesalónica, venía el gran Teodosio a entrar en el templo como un tigre ensangrentado que busca un asilo en que reposar por un momento, evitando el horror que le causa la vista de los restos palpitantes de sus víctimas. El santo prelado le sale al encuentro y le detiene con la terrible espada de la palabra divina, semejante al ángel guarda del Paraíso, cuyos frutos se conservan en el sagrado templo; y aquel príncipe, a cuya voz obedeciendo, las águilas romanas conducían la muerte por toda la tierra, subyugándola a su imperio, se humillan ante el sacerdote del Señor, en cuyo rostro resplandece la virtud como destello de la luz eterna. Oye, Elpidio, las enérgicas frases del elocuentísimo Ambrosio: “¿Con qué ojos te atreves a mirar, ¡oh! emperador, el templo del que es Señor de todos nosotros? ¿Cómo presumes de elevar a Dios unas manos que aun están humeantes con la sangre injustamente derramada? ¿Cómo te atreverás a tocar el sagrado cuerpo del Salvador del mundo con esas mismas manos manchadas en la carnicería cometida en Tesalónica? ¿Y cómo te atreverás a recibir aquella sangre preciosa en una boca que, en la furia de una pasión, pronunció las injustas y crueles palabras que han hecho que se derrame la sangre de tantos inocentes? Retírate, pues, y mira bien como agregas un crimen a otro crimen.” (Vide Teodoreto, Eccl. Hist., cap. 17.)
 

Estas terribles palabras aterraron de tal modo al emperador Teodosio, que se retiró vertiendo lágrimas; y sujetándose a una penitencia de ocho meses, dió una satisfacción a la humanidad ofendida y sirvió de ejemplo a todos los gobernantes. ¿Hubiera causado tan saludable efecto la más enérgica imprecación en los labios de la impiedad? No, mi amigo; las reconvenciones de los impíos son como las de los cómicos, que pierden toda su fuerza luego que recordamos el papel que representan. El despotismo jamás se ha contenido por las sátiras e inventivas de los pretendidos filósofos, antes por el contrario, ha adquirido siempre más vigor para continuar sus opresiones; semejante a un caballo desbocado, que aumenta la velocidad de su carrera y no respeta objeto alguno, mientras mayor es la algazara de los que tuvieron la imprudencia de desenfrenarlo. Sí, querido Elpidio, el freno santo de la religión es el único que puede subyugar las pasiones humanas, cuando el poder garantiza la impunidad; y los que pretenden destruir este vínculo sagrado dejan al género humano sin defensa alguna contra la tiranía, que se burla de las leyes y desprecia las declamaciones de los ilusos, que intentan que sirvan de barrera cuando ellos mismos las han desvirtuado y reducido a frases pomposas pero de poca consistencia, a la manera de las bombas de aire con que suelen divertirse los niños. No así las palabras del justo. Ellas indican su divino origen, y por grande que sea el poder y elevación de los mortales, un sentimiento que en vano procuran acallar no cesa de repetirles que más poderoso y elevado es el cielo; y faltan las fuerzas para resistir cuando es inútil la resistencia. A la manera que el rayo del Olimpo estremece y detiene al guerrero, cuyo valor siempre encontró pábulo en los ataques de sus semejantes, así la voz del justo conmueve al inicuo exaltado, cuyas perversas intenciones siempre fueron fomentadas por los esfuerzos que sus desgraciadas víctimas hicieron para distraerlas. La impiedad, conociendo su peligro, ha procurado siempre que el confuso estruendo de las pasiones humanas impida que se oiga esta voz celestial; mas siendo ella eterna, se deja percibir en los intervalos que hacen sus fatigados antagonistas. Oye, entonces, el impío la reprobación de su impiedad, oye el déspota la sentencia contra su crimen y oye el tirano el celestial decreto de su exterminio. Sin embargo, con una fatal obstinación, disfrazada con el nombre de fortaleza, continúan estos miserables en su criminal intento; excitan nuevamente las pasiones, para no oír aquella voz divina que los condena, y llega a tanto su delirio que se creen enemigos, cuando todos tienen un mismo origen y aspiran a un mismo fin. No hay duda, el impío, el déspota y el tirano son tres clases de rebeldes contra la divinidad, cuyo motivo es la soberbia, y todos se dirigen a romper los vínculos que unen a los hombres con el Ser Supremo. Rómpelos el impío negando su existencia; rómpelos el déspota, despreciando los divinos mandatos; y rómpelos el tirano, que es un déspota destructor en alto grado, sustituyendo a la Divinidad y haciéndose dueño de la vida de los hombres y árbitro de su fortuna y de su suerte.
 

Es, por tanto, evidente que la impiedad facilita los medios necesarios al despotismo y a la tiranía y podemos decir que prepara el camino de tal modo, que no deja obstáculo de ninguna clase. ¿Cómo puede haberlo, si no existen tales vínculos y si aun no existe el ser que podía constituirlos? El déspota y el tirano quedan libres de todo cuidado y ni siquiera deben pensar en unas quimeras semejantes. ¡Qué consecuencias tan horrorosas se derivan de este principio! Y ¿qué diremos de los que se empeñan en inculcarlo?
 

Una y mil veces lo repito, Elpidio: los impíos que con una ignorancia sólo igualada por su perversidad, han procurado y procuran ridiculizar la religión y retraer a los hombres de la lectura de las obras de los maestros de la virtud y de la ciencia de la felicidad, no han hecho ni hacen más que favorecer la tiranía. En un pueblo virtuoso es imposible que se erija un tirano. Estos monstruos son abortos del infierno y sólo pueden nutrirlos y halagarlos las hidras infernales: mas entre los hijos del justo cielo, entre los verdaderos cristianos, se encuentran abandonados y mueren de hambre. Preciso es que haya pícaros y necios para que haya tiranos, y no son las obras de los Padres de la Iglesia las que pueden formar tales elementos. Fórmanse, sí, por una multitud de apologías de un ridículo pirronismo, que con el equivocado título de obras filosóficas corren por todas partes, arrancando aplausos de una chusma de tontos brillantes, que con todos los refinamientos de la culta sociedad exceden en barbarie al salvaje de las selvas. Fórmanse por una porción de tunantes vestidos de clérigos, que con desdoro de su sagrado ministerio y con lágrimas de los verdaderos eclesiásticos, dan pábulo a la impiedad con su total abandono, y acaso son ellos los primeros impíos. Fórmanse por una multitud de monos fajados y sin faja, a quienes por mal nombre llaman militares, sólo porque se visten como lo que son, aunque no se cuidan del honor del vestido; y así es que permiten que sea deshonrado, y le mudan con facilidad, porque su intención no es otra que sacar partido sin atender a los medios. De estos ilustres traidores a la causa de los pueblos que los mantienen, apenas hay uno que no sea impío; ¿y cómo puede dejar de serlo el hombre que profanando una profesión protectora de la justicia y de los derechos nacionales; una profesión introducida sabiamente en la sociedad para contener el crimen y dar vigor a las leyes; cómo, repito, puede dejar de ser un detestable impío el que abusando de tan inestimable depósito, faltando a la confianza pública se erige en ministro del despotismo e infringe todas las leyes divinas y humanas? ¿Habrá quien crea que en su corazón tan depravado hay una sola chispa del sagrado fuego de la piedad?
 

¡Con cuánta pena se ven mezclados y alternando con esta condecorada canalla, cuya osadía e impunidad se fundan en el abuso de las armas que se pusieron en sus manos para defender la patria; con cuánta pena se ven, querido Elpidio, formando un cuerpo estos deformes miembros de la sociedad; los verdaderamente ilustres militares, o, mejor dicho, los únicos militares que en medio de los aplausos de sus conciudadanos, marchan por la senda del honor hacia el templo de la gloria!
 

Conocidos más por sus virtudes e importantes servicios que por las distinciones e insignias de su clase, reciben las miradas del aprecio de todos los buenos; pero ¡ah! muy pronto son atacados por el monstruo de la impiedad, que teme que su ejemplo pueda proporcionar a los pueblos una santa milicia. Válese, pues, de todos los medios, y estos dignísimos militares son representados por sus compañeros en vestido como unos tontos ilusos, esclavos del despotismo; como unos hombres gobernados por clérigos y frailes, con quienes no puede contarse para nada noble; deberían decir, para nada impío.
 

Resulta, pues, que privados los pueblos del apoyo de una justa milicia se ven entregados en manos de los déspotas, que mandan sus célebres asesinos a que maten y destruyan a su arbitrio, siempre que consigan remachar las cadenas que oprimen a la humanidad contra la voluntad del Ser Supremo. Eleva la impiedad varios de estos hijos suyos predilectos, y los coloca en altos destinos confiándoles su causa, a la cual siempre son fieles, así como infieles a la noble causa de la justicia y santa libertad, inconciliables con los sentimientos impíos y las miras ambiciosas de estos cobardes. Sí, lo repito, de estos cobardes; pues desconocen el valor ordenado, que es el único virtuoso, y los vemos entregarse al furor, o a la condescendencia y debilidad, siendo en ambos casos completamente vencidos por una pasión degradante. No tienen, no, aquel santo valor que constituye a un digno militar como un ángel de justicia enviado del cielo para conservar sus derechos sobre la tierra, cuando pierden las leyes su poder y no son obedecidas por la perversidad, o el delirio de los hombres. Aquel valor que no teme la muerte por la justicia, pero sí teme darla sin ella; aquel valor imperturbable por las amenazas del crimen, pero siempre sumiso y sensible a la voz de la virtud. ¡Qué pocos militares encontramos hoy día que posean este santo valor! Y ¿cuál es la causa de tanta pérdida, sino la impiedad? ¿Quién sino este monstruo del Averno ha puesto a disposición de los déspotas esas furias desvastadoras, con que oprimen la inocencia, se burlan de la justicia, extinguen el saber, destruyen la libertad, profanan la religión, y para decirlo de una vez, todo lo aniquilan?
La obediencia es la primera ley de una buena milicia, pero los déspotas no se atreverían a dar órdenes inicuas a militares honrados; y si éstos tuviesen la desgracia de ser compelidos a operar injustamente, nunca irían más allá de lo que exige la obediencia y jamás tendrían el bárbaro placer de agregar nuevas crueldades y mayores injusticias a las intentadas por sus perversos mandarines. Los pueblos verían en ellos unos hermanos que con dolor y sólo por necesidad los atacaban, mas no unos tigres que se aprovechan de la ocasión de devorar y quisieran no poner término a la mortandad. Un ejército justo será siempre un consuelo para el pueblo, así como uno inicuo será siempre su infortunio.

 

Fórmanse también los necios y los pícaros por el mal ejemplo de otros de la misma clase, pero que para más oprobio de la religión toman la más sagrada insignia como distintivo de su solapada impiedad. Toman, sí, toman la adorada cruz del Salvador del mundo y tráenla colgada sobre el pecho precisamente para indicar que la detestan. Estos notorios impíos, cuyas intrigas y maquinaciones contra la religión y cuya infamia en los medios empleados para adquirir tales decoraciones son bien conocidas: estos impíos se llaman caballeros de tal o cual cruz, y deshonran a los verdaderos caballeros; que no pueden serlo sino los hombres de bien, y de los cuales muchos por sus virtudes y heroicas acciones han merecido tan ilustre distintivo como es la cruz del Señor, que la patria agradecida ha puesto sobre su pecho para indicar la habitación del honor y de un santo patriotismo. Estas son las cruces que el pueblo considera en su altar legítimo, pero la generalidad de ellas sólo se presentan profanadas en una farsa burlesca. Usamos los cristianos el signo de la cruz para ahuyentar al demonio e impedirle la entrada, mas parece que muchos de estos caballeros traen la cruz sobre el pecho para impedir la salida, por temor de que hasta el mismo demonio se horrorice de habitar en semejante corazón y trate de escaparse. ¡Cuántas de estas cruces de salida, conocerás tú, mi amado Elpidio! La impiedad es muy varia en sus disfraces y nunca es tan peligrosa como cuando se cubre con el velo de la virtud y de la religión misma que pretende destruir. Bajo los amables nombres de heroísmo, nobleza, y otros semejantes, alucina a una multitud de incautos y excita las pasiones más terribles. Los mismos que han sido víctimas de la ambición, se convierten en ambiciosos cuando falta la virtud, y así es que la impiedad proporciona satélites al despotismo aumentando el número de estos caballeros de la cruz de la salida. ¿Te ríes? Y ¿por qué no he de dar yo su propio título a una orden tan extensa y notoria? Sin duda, esperarás que notando la impiedad en las diversas clases que componen el cuerpo social, no pase en silencio la judicatura con todos sus agregados; mas permíteme que nada diga acerca de estos traficantes de justicia, ladrones legales, corruptores de la moral, opresores de los pobres, estafadores de las viudas, asesinos de toda honra y enemigos de la paz y felicidad de los hombres. Confundidos con estos perversos se encuentran varones beneméritos por su ciencia y virtud, que como verdaderos órganos de la justicia, difunden el consuelo difundiendo la inocencia y oponiéndose al crimen; pero estos seres benéficos son tan raros, que vienen a ser como los monstruos de una clase, que parece que es depravada por naturaleza. ¡Qué felices serían los pueblos si la impiedad no hubiera corrompido un estado no sólo tan útil sino tan necesario! Pero ¡qué desgracia cuando los intérpretes y depositarios de las leyes son sus impunes infractores! ¿Y crees que puede serlo un letrado verdaderamente piadoso o que puede dejar de serlo uno verdaderamente impío?
 

No creas, mi caro amigo, que las observaciones que acabo de hacer tienen por objeto desacreditar las clases a que se refieren, pues muy al contrario, sólo es mi ánimo indicar lo que dichas clases sufren por la influencia de la impiedad, que siempre es un cuerpo extraño, que jamás se amalgama con las otras partes. Sí, querido Elpidio, el mayor tormento que puede darse a un hombre de bien es confundirle con los pícaros; y mucho más cuando algunos signos adoptados por la sociedad como indispensables en una clase, imposibilitan la distinción entre buenos y malos y hacen necesaria esta desgracia. Un militar honrado debe vestirse como todos los pícaros de su clase y entrar en sus filas; un eclesiástico digno de este nombre se viste los mismos hábitos que los inicuos que por desgracia ejercen el mismo ministerio; y de aquí resulta que el descrédito es general, y sufre toda la clase, cuando sólo deberían sufrir ciertos individuos.
 

He aquí uno de los males más graves que produce la impiedad. Corrompidas por ella todas las clases del Estado, pierden todas su verdadero prestigio, que consiste en el aprecio, y confianza de los pueblos, y sólo conservan el prestigio de apariencia, o mejor dicho, el privilegio de usar los signos de condecoración, que ya han pasado a ser signos de ignominia. Los buenos se ruborizan de usarlos, pero se ven compelidos a hacerlo, y los malos tratan de sacar todo el partido que pueden de este vano esplendor, convencidos por el testimonio de su conciencia de que no tienen nada que esperar de parte del pueblo que los detesta. Queda, pues, desvirtuada la sociedad y reducida a un gran teatro en que diversas clases de farsantes ejecutan diversos papeles por el dinero que les pagan. En un teatro semejante, y no en una sociedad bien organizada, es donde puede presentarse con todo descaro y osadía el funesto despotismo; estando seguro de ser sufrido por la desconfianza que inspiran todas las clases, que son las bases del Estado, y así es que el pueblo no cree encontrar en ellas ningunos defensores de sus derechos; y por otra parte, se persuade que es imposible contrarrestar la acción de tantas y tan perversas corporaciones. Los verdaderos amantes del pueblo gimen al ver tanto engaño, mas no pueden remediarlo, pues para vivir en sociedad es menester pertenecer a cierta clase, o ser inútil, a menos que no se trate de un hombre extraordinario que por sí solo equivalga a una clase, o por lo menos que no necesite de ellas.
 

Esta es la razón por qué ningún sistema político, sea el que fuere, puede ser duradero en un pueblo semejante. Un sistema de gobierno es como un plano en arquitectura, que bien ejecutado forma un hermoso edificio; mas supone la solidez de las piedras, pues si éstas se deshacen la magnificencia de la obra sólo sirve para hacer más espantosa su ruina. No hay duda que las instituciones políticas, y las leyes civiles sirven de protección y de estímulo, pero no bastan para consolidar los pueblos; antes son como los vestidos, que protegen el cuerpo y le libran de la intemperie, mas si está corrompido no pueden sanarlo. Una prudencia social, fruto de la moralidad y de la ilustración, es el verdadero apoyo de los sistemas y de las leyes, que en consecuencia adquieren todo su vigor contra los perversos. ¿Y quién será tan demente que espere hallar esta prudencia en una sociedad de impíos? No; jamás podrán tenerla, pues han socavado su fundamento, que es la virtud, y de aquí resulta que ningún sistema puede consolidarse por ello. Sólo el despotismo puede establecerse con tales elementos, porque no es sistema sino barbarie; y así es que necesita de pícaros y de bárbaros y los halla en abundancia entre los impíos, que bajo diversas denominaciones inundan la sociedad.
 

¡Ah! mi Elpidio, qué lúgubres ideas excita en mi alma el tristísimo cuadro que he empezado a describir, y que no puedo continuar: la pluma se desliza de mi trémula mano y una nube de lágrimas empaña mis ojos... Mi imaginación me arrebata a regiones bien distantes y mi espíritu recorre campos inmensos cubiertos de tinieblas, que interrumpidas a veces por suaves destellos de una luz celestial descubren horrendos precipicios donde ya miles y miles perecieron, y otras tribus numerosas corren incautas a la misma suerte. ¡Oh! Pueda esta luz divina esparcirse uniforme y constantemente sobre la superficie de la tierra; descúbranse estas simas espantosas, estas bocas por donde el infierno vomita sus furias sobre la tierra; reciban éstas la impresión de los rayos del sol de justicia y retrocedan ciegas y confusas al tenebroso averno de donde salieron; véanse con toda claridad estos monstruos disfrazados, no se confundan por más tiempo con los seres perfectos a quienes vanamente imitan. ¡Oh, mi Elpidio! ¡Qué feliz sería la sociedad, si poniendo freno a las pasiones y obedeciendo a una ley divina, se guiasen los hombres por los sentimientos de justicia y de amor mutuo! Las diversas clases no serían entonces unos ejércitos que prueban sus fuerzas y emplean todos sus recursos para destruirse; sino por el contrario, serían unas familias numerosas y bien gobernadas, que siendo partes de un cuerpo social perfecto y noble, conservarían un mutuo interés y aprecio, como animadas por un mismo espíritu. Trataríase siempre de curar los males y no de aumentarlos con una hipócrita crueldad que toma el nombre de celo. No se destruirían los hombres por meros caprichos, antes como hermanos procurarían su conservación y el bien general de la gran familia. Desaparecerían las injustas pretensiones, los insultos, el desprecio, la sátira mordaz, la injuria y el denuesto. Huiría la envidia de la tierra y la discordia no se atrevería a asomar su horrible cabeza; la paz hija de la inocencia extendería su feliz reinado, y los hombres libres de inquietudes trabajarían de acuerdo en la promoción del bien social.  Veríanse las ciencias y las artes cultivadas por almas que habiendo despejado las nubes de las preocupaciones, podrían percibir sus bellezas y apreciar sus tesoros. Encontrarían las flaquezas humanas, en vez de fieras que se prevalen de ellas para destruir al débil, encontrarían, sí, amado Elpidio, seres benéficos, en cuyos pechos excitarían una justa piedad y de quienes recibirían una dulce corrección y eficaz remedio. Aparecerían las virtudes, cesando el huracán de la soberbia, y bajo un cielo que publica la gloria de un Dios de clemencia, viviría una gran familia tranquila y contenta, uniendo su voz a la de esos astros obra de la omnipotencia y a la de los espíritus que viven ya seguros en la fuente del amor. Este sería un pueblo verdaderamente libre, ilustrado y dichoso; éste sería, para decirlo de una vez, un pueblo cristiano.
 

No es vana imaginación, no es un mero efecto de mis sentimientos religiosos; yo pongo la causa en las manos de los enemigos de mi creencia; yo constituyo juez a esa misma impiedad que tanto la odia y combate; mas, tal es la evidencia de los hechos, que de sus inicuos labios espero la más justa de las sentencias. “Ábranse las páginas del Evangelio, de ese Sagrado Testamento del autor del Cristianismo, y cada palabra brotará mil virtudes y destruirá mil crímenes. Aun el incrédulo, que niega su origen divino, advierte que la caridad movió la pluma desde la primera hasta la última sílaba de este santo libro. Las pasiones no reciben en él la más ligera lisonja, antes son siempre refrenadas. Los hombres se presentan todos iguales, y sin derecho alguno; ni el más ligero pretexto para ser injusto; los vicios son corregidos sin consideración a las personas, y la naturaleza jamás aparece vejada, pero siempre dirigida. Foméntanse las buenas obras con premios y atérranse los vicios con castigos eternos. La franqueza y generosidad, el desprecio de los bienes temporales, la sincera amistad, el amor puro, la paz y la alegría, la obediencia sin bajeza y la superioridad sin orgullo, la ciencia con humildad, la riqueza sin avaricia, la pobreza sin envidia, el sufrimiento con heroísmo, la grandeza de alma, la elevación de ideas, en fin, todos los dones celestiales, brotan de este código divino. ¿Y no será el que conviene al pueblo feliz que yo había descrito? ¿Podrá haber un pueblo verdaderamente feliz sin este código de salud? No; es el único en su naturaleza y origen; no es la obra de los hombres, que no son dueños de la felicidad: viene de las manos del único ser que puede darla. El tirano se estremece al abrirlo, mas el hombre libre encuentra su placer en leerlo; el criminal se aterra y el justo se consuela con su vida; éste es el código, dice, de los hijos del cielo; éstas son las leyes de la ciudad de paz y de alegría; éste es fruto del árbol de la vida; éstas son las arras del más santo desposorio, en que una grey dichosa se une al más benéfico de los pastores, a cuyo lado descansa sin temor de los asaltos de lobos carniceros. 
 

Varias veces he meditado, mi caro Elpidio, sobre la analogía entre la Iglesia Católica y las sociedades libres, y siempre he concluído que el Cristianismo y la libertad son inseparables; y que ésta, cuando se halla perseguida, sólo encuentra refugio en los templos del Dios de los cristianos. En los umbrales de estos sagrados asilos quedan detenidas las obras del orgullo humano, y sólo entra la obra de Dios-el hombre. Recibe, pues, la santa religión a todos sus hijos con igual afecto, concédeles las mismas prerrogativas, convídalos al mismo banquete y en nada se cuida de las distinciones, justas o injustas, que el mundo ha establecido entre ellos. Háblales con un lenguaje amoroso y al mismo tiempo severo, para reprenderles sus vicios y predicarles amor y justicia. Fórmase, pues, en el santo templo una junta celestial, en que reina una santa libertad unida a una justa sumisión, y aprenden los hombres a ser iguales sin dejar de ser diferentes, puesto que los ricos y los pobres, los sabios y los ignorantes, los poderosos y los débiles, y aun los mismos príncipes, unidos con sus vasallos, todos forman una familia, todos se consideran sujetos a las leyes y libres de opresión y de injusticia. La augusta madre de esta unánime familia despide a sus hijos con las bendiciones del cielo, recomendándoles la paz y la benevolencia, la mutua caridad, que más enérgica que las leyes, suple los defectos de éstas y conserva los pueblos en perfecta armonía. Incúlcales todos los deberes sociales y recomiéndales que jamás falten al amor mutuo; que lejos de perseguirse deben prestarse todo auxilio, como hijos del Padre Celestial, que a todos ama, a todos sustenta y a todos protege. Díceles, en fin, que conserven fuera del santo recinto los cristianos sentimientos que en él han nutrido, y que volviendo al mundo no olviden que han vivido en el cielo. Sí, en el cielo, por la unión espiritual con el Dios del cielo, por las sublimes ideas y virtudes celestiales, que han recibido como don gratuito en la augusta Casa y ante el trono del Eterno.
Con tales sentimientos salen del santo templo los verdaderos cristianos, y si los conservasen, ¿crees, mi amigo, que podrían ser déspotas? ¿Crees que hollarían las leyes, infringirían los derechos, destruirían la paz y encenderían la guerra? Es, pues, evidente que el Cristianismo es irreconciliable con la tiranía y que toda sociedad verdaderamente cristiana es verdaderamente libre. Una nación cristiana forma un inmenso templo, cuya extensión no disminuye su regularidad, antes se aumenta el sagrado fuego del justo amor, aumentando el número de los seres virtuosos. La libertad nada teme cuando la virtud está segura; y el poder se ejerce con aprobación, y sin obstáculos, cuando la justicia y no la perversidad guía a los que mandan.

 

En vano procura la impiedad presentar planes espaciosos de sociedades quiméricas; en vano inunda el orbe de libros visionarios para suplir los benéficos efectos de la santa religión; la base es deleznable y el coloso social no puede cimentarse sobre ella. No hay sociedad perfecta sin amor perfecto, y el de los impíos jamás puede serlo. Depende la perfección del amor de la del objeto amado y de la constancia y manera del que ama; y sólo hay un ser perfecto, que es Dios; sólo un modo constante, que es la luz inalterable de la religión; y sólo hay una manera justa de amar, y es refiriendo todo al Ser Supremo. ¿Podrá hacer esto la impiedad? Ella nos brinda con unos placeres muy pronto acibarados, con una ciencia muy pronto desmentida y con un ostentoso poder, que al soplo de virtud queda desvanecido, cual desaparece una densa nube a la acción del contrario viento, sin dejar otra cosa que la memoria de su ridícula soberbia. No puede ser, no, el principio del amor justo y del bienestar de los hombres; no puede ser el fundamento de una sociedad libre, y sólo puede nutrir las hidras sobre que descansa el detestable trono de la tiranía.
 

Interrumpamos estas serias reflexiones para divertirnos un poco recordando las monadas, los gestos y torneos de los sabios de tertulia, que tantas veces habrás observado. Figúrate uno de estos farsantes filosóficos entrando en una gran concurrencia, tan hinchado de orgullo, que éste lo eleva del suelo, que apenas toca ligeramente con la punta de un zapatito lustroso y ajustado; de manera que bien podría correr sobre frágiles cristales sin quebrarlos. La elegancia, compostura y aderezo de sus vestidos, sus rizados cabellos y los perfumes que exhala, indican el tiempo que ha empleado en el tocador; y sus miradas con estudio y misteriosas, sus pasos simétricos, y sus gestos y movimientos sistematizados acaban de completar los signos de la ligereza de su espíritu y de la ociosidad de su vida. No bien toma asiento cuando da a conocer que es todo un filósofo y un liberal de marca, y sin más garantías ni prueba que su dicho, asegura que no puede haber libertad mientras haya necios que crean en la religión y que ésta fué inventada para sostener el despotismo. Repite con afectado entusiasmo los nombres de algunos célebres impíos, mas no cita sus obras, pues ni aun éstas ha leído. Habla de las contradicciones de la Biblia, que jamás ha abierto, y declama contra clérigos y frailes ociosos, siendo él mismo un tipo de ociosidad. Ridiculiza a todo el mundo, sin advertir que él es un dechado del ridículo. Fijan los concurrentes la vista sobre este necio refinado, y él, tomando las burlas delicadas por justos elogios, continúa vomitando sublimes sandeces; y después de haber malgastado el tiempo, sale ufano del concurso, creyendo haber descubierto los arcanos de la más profunda filosofía y hecho un gran servicio a la causa de la libertad.
 

Si estos locos serio-gracioso-filosóficos fueran tratados como tales, poco importaría a la sociedad que continuasen en su delirio; mas, desgraciadamente, encuentran muchos tan tontos como ellos, aunque no tan vanos, que no perciben su demencia y siguen sus consejos, tomándolos por modelos. Yo los considero como los más eficaces agentes del despotismo, pues que no son sospechosos a sus incautos enemigos, si bien no se ocultan a los más expertos, que siendo en corto número, no pueden ser temibles. Son estos sabios figurines como los mosquitos, pues siendo débiles e insignificantes, consiguen con sus primeras picadas y suma petulancia inquietar una sociedad la más numerosa, e interrumpir los más útiles trabajos. Debemos, pues, espantarlos al soplo de una indiferencia y menosprecio, más nunca golpearlos por evitar sus picadas. A la segunda morisqueta político-religiosa que hagan, sin ser atendidos, desisten de la tercera, conociendo que es mala especulación. Bien sabes que estos camaleones políticos se mantienen del aire de la vanidad, y cuando ésta no encuentra pábulo, se retiran desconcertados. ¡Cuánto perderían los déspotas si tomasen otro oficio estos saltimbanquis eruditos!
 

Sólo es verdaderamente libre el que no puede ser esclavo, y esta prerrogativa sólo conviene al virtuoso. Gózala, Elpidio, pues el Cielo te la ha dado para consuelo de los buenos y gloria de la Patria.


Notas

 

1 Este fué uno de los errores de Lutero.
2 Respondeo dicendum, quod circa bonam ordinationem principum in aliqua civitate, vel gente duo sunt attendenda. Quirum unum est ut omnes aliquiam partem habeant inprincipatu: per hoe enim conservatur pax populi, et omnes talem ordinationem amant, et custodium, ut dicitur II Polit (cap. 1). Aliud est quod attenditur secundum speciem regiminis, vel ordinationis principatuum: cujus cum sint diversae species, ut Philosophus tradit in III Polit. (cap. V), praecipuae tamem sunt Regmun in quo unus principatur secundum virtutem; et Aristocratia, id est potestas optimorum in qua aliqui pauci principantur secundum virtutem. Unde optima ordinatio principum est in aliqua civitate, vel regno, in que unus praeficitur secundum virtutem, qui omnibus praesit, et sub ipso sunt aliqui principantes secundum virtutem: et tamen talis principatus ad omnes pertinet, tum quia ex omnibus eligi possunt; tum quia etiam ad omnibus eliguntur.Talis vero est omnis politia bene conmixta ex Regno, in quantum unus praeest; et Aristocratia, inquantum multi principantur secundum virtutem; et ex Democratia, id est potestate populi, in quantum ex popularibus possunt eligi principes, et ad populum pertinet electio principum. Et hoc fuit institutum secundum legem divinam. Nam Moyses, et ejus successores gubernabant populum, quasi singulariter omnibus principantes, quod est quaedam species regni. Eligebantur autem septuaginta duo seniores secundum virtutem: dicitur enim Deut. l.15. Tuli de vestris tribus viros sapientes et nobiles, et constitui eis principes: et hoc erat aristocraticum. Sed democraticum erat quod isti de omni populo eligebantur. diciturenim Exod. 18.21. Provide de omni plebe viros sapiente, etc., et etian quod populus eos eligebat: unde decitur Deut. 1.13. Date ex vobis viros sapientes, etc. Unde patet quod optima fuit ordinatio principum quam lex instituit.
3 Praeterea Otimis est optima adducere, ut Plato dicit (in Timaeo) (aliquant. a princ.) Sed optima ordinatio civitatis, vel populi cuiuscumque est ut gubernetur per Regem: quia huiusmodi regnum maxime repraesentat divinum regimen, quo unus Deus mundum gubernat a principio. Igitur lex debuit Regem populo instituere, et non permittere hoc eorum arbitrio, sicut permittitur Deuteron. 17.14. Cum dixeris, Constituam super me Regem... eum constitues, etc. Ad secundum dicendum, quod regnum est optimun regimen populi, si non corrumpatur. Sed propter magnam potestatem, quae Regi conceditur, de facili regnum degenerat in tyrannidem, nisi sit perfecta virtus ejus cui tales potestas conceditur, quia non est nisi virtuosi bene ferre bonas fortunas, ut Philosophus dicit in X Ethic. (cap. 8). Perfecta autem virtus in paucis invenitur: et praecipue judaei crudeles erant, et ad avaritiam proni: per quae vitia maximae homines in tyrannidem decidunt. Et ideo Dominus a principio eis Regem non instituit cum plena potestate, sed judicem, et gubernatorem in corum custodiam; sed postea Regem ad petitionem populi quasi idignatus concessit, ut patet per hoc quod dixit ad Samuelem I. Reg. 8:7. Non te abjecerunt, sed me, ne regnem super eos. Instituit tamen a principio circa Regem instituendum, primo quidem modum eligendi, in quo duo determinavit, ut scilicet in ejus electione expectarent judicium Domini, et ut non facerent Regem alterius gentis: quia tales Reges solent parum affici ad gentem cui praeficintur, et per consequens non curare de ea. Secundo ordinavit circa Reges institutos, qualiter deberent se habere quantum ad seipsos, ut scilicet non multiplicarent currus, et equos: neque uxores neque etiam inmensas divitias: quia ex cupditate horum principes ad tyrannidem declinat, et justitiam derelinquunt. Instituir etiam qualiter se deberent habere ad Deum, ut scilicet semper legerem, et cogitarent de lege Dei, et semper essent in Dei timore, et obedientia Instituit etiam qualiter se haberent ad subditos suos, ut scilicet non superbe eos contemnerent, aut opprimerent, neque etiam a justicia declinarent.
4 Praeterea. Sicut regnum est optimum regimen, ita tyrannis est pessima coruptio regiminis. Sed Dominus Regem instituendo, instituit justyrannicum: dicitur enim 1. Reg. 8:2. Hoc erit jus Regis qui moderaturus est vobis: filios vestros tollet, etc. Ergo inconvenienter fuit provisum per legem circa principum ordinationem.At quintum dicendum, quod illud ius non debebatur Regis ex institutione divina, sed magis praenuntiabatur usurpatio Regum, qui sibi iusiniquum constitunt, in tyranndem degenerantes, et subditos depraedantes, et hoc patet per hoc quod in fine subdit: Vosque eritis ei servi: quod proprie pertinet ad tyranniden: quia tyranni suis subditis principantur ut servis: unde hoc dicebat Samuel ad terremdum eos, ne Regent peterent: sequitur enim: Noluit autem audire populus vocem Samuelis. Potest tamem contingere quod bonus Rex absque tyrannide filios tollat, et constituat tribunos, et centuriones, et multa accipiat a subditis suis propter comunne bonum procurandum.
5 Ad tertium dicendum, quod su Principes a subditis exigant quod eis secundum justitiam debetur propter bonum commune conservandum, etiamsi violentia adhibeatur, non est rapiña. Si vero aliquid Principes indebite extorqueant per violentiam, rapiña est, sicut et latrocinium. Unde dicit Augustinus in IV de Civ. Dei (cap. IV in princ.): Remota justitia, quid sunt regna nisi magna latrocinia? quia et latrocinia quid sunt nisi parva regna? Et Ezechiel (22:27) dicitur. Principes ejus in medio ejus, quasi lupi rapientes praedam. Unde ad restitutionem tenentur, sicut et latrones: et tanto gravius peceant quam latrones, quanto periculosius, et communius contra publicam justitiam agunt, cujus custodes sunt positi.
6 Remota itaque justia quid sunt regna, nisi magna latrocinia? quia et ipsa latrocinia quid sunt, nisi parva regna? Manus et ipsa hominum est. imperio principis regitur, pacto societatis adstringitur, placiti lege praeda dividitur. Hoc malum si intantum perditorum hominum accesibus crescit, ut et loca tenear, sedes constituar, civitates occupet, populos subjuget, evidentius regni nomen assumit, quod el jam in manifesto confert non adempa cupiditas, sed addita impunitas. Eleganter enim et veraciter Alexandro illo Magno quidam comprehensus pirata respondit. Nam cum idem rex hominem interrogasset quid ei videretur, ut mare haberet infestum: illi libera contumancia. Quos tibi, inquit, ut orbem terrarum: sed quia id ego exiguo navigio facio, latro vocor; quia tu magna classe, imperator.

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