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ACTOS Y LETRAS
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Patrias. Actos y Letras is a digital imprint of Communis
Año VI / Vol. 24 / enero a marzo de 2022
En busca de Edward Said Pankaj Mishra
11 de mayo de 2021
Publicado originalmente en la sección de libros de The New Yorker (26 de abril a 3 de mayo de 2021) con el título “The Reorientations of Edward Said”, con ocasión de la reciente publicación de la biografía Places of Mind. A Life of Edward Said (Nueva York, Farrar, Straus & Giroux, 2021, 464 páginas). Pankaj Mishra (Jhansi, Uttar Pradesh, India, 1969) es autor, entre otros, de From the Ruins of Empire: The Intellectuals Who Remade Asia (2012), Age of Anger: A History of the Present (2017) y Blind Fanatics: Liberals, Race, and Empire (2020). Traducido ahora para la sección Entre líneas de Patrias. Actos y Letras por Rolando Prats. El título y las notas son del traductor.
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“Profesor de terror”, rezaba el titular en la portada del número de agosto de 1989 de Commentary[1]. En las páginas interiores, un artículo describía a Edward Said, por aquel entonces profesor de inglés y literatura comparada de la Universidad de Columbia, como portavoz de los terroristas palestinos y confidente de Yasser Arafat. "Eduardo Said" era el nombre con que figuraba en el expediente de doscientas treinta y ocho páginas que le había abierto el F.B.I., en el supuesto, tal vez, de que un terrorista probablemente fuera alguien de nombre latino. V. S. Naipaul pronunciaba deliberadamente mal Said para que rimara con head, y llegó a decir que Said era “un egipcio que se había perdido en el mundo”. Said, cristiano árabe al que a menudo se tomaba por musulmán, tenía conciencia de los grandes riesgos de ser erróneamente identificado e incomprendido. En Orientalismo (1978), el libro que le dio fama, Said se propuso, como escribió en la introducción, responder a la pregunta de “lo que uno realmente es"[2]. La pregunta resultaba apremiante para alguien que era, simultáneamente, teórico literario, pianista clásico, crítico musical, posiblemente el intelectual público más famoso de Nueva York después de Hannah Arendt y Susan Sontag, y el más prominente defensor en los Estados Unidos de los derechos de los palestinos.
Seres múltiples y contradictorios formaron parte de la herencia de Said desde su nacimiento, en 1935, en Jerusalén Occidental, donde una comadrona le cantó en árabe y hebreo. Los Said eran episcopalianos y adinerados, y el padre, que se había pasado años en los Estados Unidos y se enorgullecía de tener la piel clara, le puso el nombre del Príncipe de Gales. Said no dejó nunca de aborrecer su nombre, sobre todo cuando le decían Ed. Enviado de adolescente a un internado estadounidense, Said encontró la experiencia "apabullante y desorientadora". Formado como estudioso de la literatura en Princeton y Harvard en la tradición humanista euroamericana, se convirtió en un entusiasta de la teoría francesa y de Michel Foucault. En Orientalismo, publicado dos décadas después de una carrera académica convencional, Said, inesperadamente, se describió a sí mismo como "sujeto oriental" e implicó a casi todo el canon occidental, desde Dante hasta Marx, en la degradación sistemática del Oriente.
Orientalismo quizás haya sido el libro académico más influyente de finales del siglo XX; sus tesis contribuyeron a ensanchar el campo de los estudios anticoloniales y postcoloniales. Sin embargo, es obvio que en algún momento Said llegó a sentir que la "teoría" era "peligrosa" para los estudiantes, llegándose a burlar de los "impronunciables postmodernismos jergales" de estudiosos como Jacques Derrida, a quien llegó a tildar de "dandy que andaba perdiendo el tiempo". Hacia el final de su vida, el presunto profesor de terror colaboró con el director de orquesta Daniel Barenboim en la creación de una orquesta de músicos árabes e israelíes, lo que enfureció a muchos palestinos, y hasta a algunos familiares de Said, partidarios de una campaña de boicot y sanciones contra Israel. Aún cuando su atractivo rostro adornaba camisetas y carteles de manifestantes de izquierdas en las calles de todo el mundo, Said no dejó de cultivar su gusto por los relojes Rolex, los trajes de Burberry y los zapatos de Jermyn Street hasta su muerte, por leucemia, en 2003.
“Ser levantino es vivir a la vez en dos o más mundos sin pertenecer a ninguno— escribió una vez Said, citando al historiador Albert Hourani—. Ello se revela en el extravío, la pretenciosidad, el cinismo y la desesperación." Sus melancólicas memorias sobre la pérdida y el desarraigo, Fuera de lugar (1999), incitaron a futuros biógrafos a indagar sobre el vínculo entre la vida cerebral y emocional de su sujeto. Timothy Brennan, amigo y estudiante de postgrado de Said, recoge ahora con cautela el guante, en una biografía autorizada, Places of Mind. A Life of Edward Said (Nueva York, Farrar, Straus & Giroux, 2021). Brennan escudriña la vida privada de Said, incluidos sus matrimonios y otras relaciones románticas, empeñado en trazar una trayectoria intelectual y política. Una de las revelaciones semiocultas del libro es lo cerca que estuvo Said, con su riqueza levantina y su educación de Ivy League, de ser una suerte de playboy refinado, a la caza de mujeres por la costa este en su Alfa Romeo. En Jerusalén, Said fue a St. George's, escuela de varones para las castas gobernantes de la región. En El Cairo —adonde su familia se había trasladado en 1947, poco antes de que milicias judías ocuparan Jerusalén Occidental— asistió al británico Victoria College. Allí era conocido sobre todo por sus notas mediocres y su insubordinación y entre sus compañeros de clase se contaban el futuro rey Hussein de Jordania y el actor Omar Sharif.
El Cairo era entonces la principal metrópolis de un mundo árabe en rápido proceso de descolonización y asertividad política. La creación del Estado de Israel —en tierra palestina, a raíz de una resolución de las Naciones Unidas— y las crisis de refugiados y las guerras que sobrevinieron ocupaban la mente de todos. Sin embargo, Said vivía en una burbuja de cosmopolitas acomodados, hablaba mejor el inglés y el francés que el árabe y asistía a la ópera local. A los seis años empezó a tocar el piano de la familia, un Blüthner de media cola fabricado en Leipzig, y más tarde recibió clases particulares de Ignace Tiegerman, un judío polaco que se había hecho famoso por sus interpretaciones de Brahms y Chopin. El padre de Said, dueño de un próspero comercio de efectos de escritorio, era socialmente ambicioso, y su estancia en los Estados Unidos le había llegado a inculcar una duradera admiración por Occidente. En algún momento, acarició la idea de trasladar a toda su familia a los Estados Unidos. En cambio, en 1951, se contentó con enviar a su hijo a la Northfield Mount Hermon School, en las afueras de Massachusetts.
Brennan muestra hasta qué punto Said fue, en sus inicios, como confesó en una ocasión, una "criatura de educación estadounidense e incluso medio WASP[3] de clase alta", alejada del "destino singularmente severo" de un palestino árabe en Occidente. Los recitales de Glenn Gould en Boston parecen haberlo afectado más que los movimientos sísmicos del mundo postcolonial, como el Gran Salto Adelante o la insurgencia antifrancesa en Argelia. La revolución egipcia había estallado poco después de que Said se marchara a los Estados Unidos y una turba de manifestantes redujera a cenizas la papelería de su padre. Transcurridos diez años, la familia ya se había trasladado al Líbano. Sin embargo, esos acontecimientos parecen haber influido menos en Said que las corrientes políticas de su país adoptivo. "Haber llegado a los Estados Unidos en pleno apogeo de la Guerra Fría —escribe Brennan— colorearía los sentimientos de Said hacia el país durante el resto de su vida." Ya a Alfred Kazin, como escribió este en sus diarios en 1955, le preocupaba el hecho de que los intelectuales hubieran encontrado en los Estados Unidos una nueva “ortodoxia”: la idea del país como "espíritu del mundo y esperanza del mundo". Ese consenso se vio afianzado por la profesionalización de la vida intelectual. Con sus puestos de trabajo, universidades, medios de comunicación, editoriales y think tanks ofrecían dinero y estatus social a antiguos bohemios y afanados buscavidas. Said inició su carrera precisamente en esos momentos, en que muchos intelectuales estadounidenses que comenzaban a ascender en la escala social se convirtieron, según su posterior e implacable análisis, en "abanderados de los fuertes".
Sin embargo, su propio impulso inicial, nacido de la inseguridad del inmigrante, lo llevó —como dijo más tarde— a querer convertirse en "algo que el sistema requería". Sus primeros mentores intelectuales eran figuras emblemáticas de la cultura literaria estadounidense como R. P. Blackmur y Lionel Trilling. Escribió una tesis sobre Conrad que le valió un premio; leyó a Sartre y a Lukács. En sus primeros escritos, absorbió fielmente todas las tendencias entonces dominantes en los departamentos de inglés, desde el existencialismo hasta el estructuralismo. Devoto de Chopin y Schumann, parece haber sido tan indiferente al blues y al jazz como a la música árabe. Adoraba las películas de Hollywood, pero no existen pruebas de que, en ese período, se interesara por la obra de James Baldwin o Ralph Ellison, o por el movimiento de los derechos civiles. Cuando un grupo de estudiantes que protestaban contra la guerra de Vietnam interrumpieron una de sus clases, llamó a los servicios de seguridad del campus.
Brennan detecta un indicio de lo que estaba por venir en un comentario de Said sobre el ser dual de Conrad: uno, "el transcriptor educado, atento y deseoso por complacer; otro, un demonio poco dispuesto a cooperar". Se diría que una gran rabia impotente se había ido cocinando a fuego lento en Said mientras se convertía en testigo de "la red de racismo, estereotipos culturales, imperialismo político, ideología deshumanizadora que aprisiona al árabe o al musulmán". En una conversación filmada para el Canal 4 de la televisión británica, Said afirmó que muchos de sus héroes culturales, como Isaiah Berlin y Reinhold Niebuhr, albergaban prejuicios contra los árabes. "Todo lo que podía hacer —dijo— era constatarlo." También asistió atónito a la aclamación por la crítica de The Arab Mind (1973), escrito por el académico judío húngaro Raphael Patai, que describía a los árabes como un pueblo fundamentalmente inestable.
No es difícil percatarse de la manera en que Said, al tiempo que seguía impartiendo sus cursos sobre "grandes libros" en Columbia, habría llegado a sentir intensamente las frustraciones que los escritores e intelectuales de los países subyugados por Europa y los Estados Unidos habían experimentado durante tanto tiempo: muchas de las figuras canónicas del liberalismo y la democracia occidentales, desde John Stuart Mill hasta Winston Churchill, despreciaban a los pueblos no blancos. Entre los aspirantes a intelectuales que llegaban a los Estados Unidos y Europa desde Asia, África y América Latina, era especialmente profundo un sentimiento de amargura. Tras haber luchado por emular a la élite cultural de Occidente adquiriendo conocimientos sobre su literatura y su filosofía, se habían dado cuenta de que sus modelos seguían mayormente ignorando los mundos de los que procedían. Por si fuera poco, el elevado precio de esa ignorancia lo pagaban, a menudo con sangre, los pueblos de sus países.
Mucho de lo que ocurre hoy no habría sorprendido a Said. Asediado durante gran parte de su vida por "el poder superior de las mentiras incesantemente repetidas —escribe Brennan—, sabía que no iba a ganar" (...) "En lo que respecta a la crueldad y la injusticia —le escribió a un admirador—, la desesperanza es sumisión, y es inmoral". Reconforta pensar en su estilo tardío de estar en el mundo, en la lucidez con que reconocía la derrota y en la determinación, más firme que nunca, a pesar de todo, de permanecer de pie junto a un pueblo rechazado. A la pregunta sobre “lo que uno realmente es", terminó por responder de manera desafiante: “Soy palestino". Nos da una medida de su nobleza el hecho de que, entre los muchos seres de que disponía para sí, Said hubiese escogido el que más dolor le causara.
Edward Said (1935-2003)
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Fue la Guerra de los Seis Días, en 1967, y la exultante cobertura por los medios de comunicación estadounidenses de la aplastante victoria de Israel sobre los países árabes, lo que acabó con el deseo de Said de complacer a sus mentores blancos. Entonces comenzó a acercarse a otros árabes y a estudiar metódicamente los escritos occidentales sobre Oriente Medio. En 1970, conoció a Arafat, lo que dio inicio a una larga y problemática relación en la que Said emprendió dos tareas igualmente inútiles: asesorar al radical con barba de tres días y pistola sobre la manera de hacer amigos y ejercer influencia en Occidente, y disipar en Arafat la impresión de que él, Said, era un representante de los Estados Unidos.
En Orientalismo, el demonio que en Said no estaba dispuesto a cooperar salió por fin a la luz. Se definió entonces, audazmente, como "producto del proceso histórico" del colonialismo y declaró su intención de "inventariar las huellas" que en él mismo había dejado una cultura "cuya dominación ha[bía] sido un factor tan poderoso en la vida de todos los orientales". El móvil principal de la obra era someter a crítica la cultura intelectual occidental; al decir de Brennan, para Said "[l]os medios de comunicación, los think tanks y las universidades colaboraban, consciente o inconscientemente, con las aventuras de la política exterior de sus respectivos Estados". Para una obra que llegó a servir de trampolín de mil carreras académicas y que dio paso a una jerga muy abundante y opaca, se trataba de una idea más bien simple. Una que, tampoco, era en absoluto original. Noam Chomsky venía exponiendo prácticamente el mismo argumento desde los años sesenta, y pensadores y activistas antiimperialistas llevaban mucho tiempo observando el nexo entre saber y poder en los países imperialistas. A finales del siglo XIX, Jamal al-Din al-Afghani[4] había denunciado a Reuters por el sesgo de su cobertura de las protestas antibritánicas en el Irán; Simone Weil había exhortado a una reflexión sostenida sobre la experiencia de los colonizados. En la propia universidad en que estudió Said, Franz Boas había impugnado las teorías raciales pseudocientíficas utilizadas como justificación por los supremacistas blancos.
Lo que otorgaba a Orientalismo su sello distintivo era su inmensa panoplia de conocimientos occidentales —frutos de la formación de Said en la Ivy League— y su audaz cruce de fronteras disciplinarias: historia, filología, antropología, estudios literarios. También resultaba sorprendente que Said, en deuda declarada con Foucault, se ocupara de las representaciones más que de lo representado, del discurso del imperialismo más que de su funcionamiento real o de su manifestación en la desigualdad social y económica. El "orientalismo" tenía poco que decir sobre el papel de los intereses de clase abrumadoramente masculinos en la conquista imperial, la expansión del capitalismo industrial o el destino de las mujeres, los campesinos y los trabajadores. Said tampoco había constreñido su marco temporal a los dos siglos anteriores, en que los imperialismos modernos de Europa y América habían expandido su poder por todo el mundo y estaban en condiciones de generar un conocimiento generalizado, aunque en gran medida defectuoso, sobre los orientales. Said insistía en que el pensamiento orientalista justificaba el dominio colonial no a posteriori, sino "de antemano", y postuló así una ininterrumpida tendencia occidental a representar a los orientales como inferiores, desde la antigua Grecia hasta The New York Times, pasando por la Italia renacentista.
Orientalismo, tal vez en contra de los deseos del propio Said, acabó por dibujar un eterno e insalvable abismo entre las sociedades occidentales y las no occidentales. Al tiempo que desacreditaba gran parte del conocimiento producido en Europa y América a lo largo de dos milenios, el libro no exhibía ninguna conciencia del vasto archivo de pensamiento asiático, africano y latinoamericano que lo había precedido, del que formaban parte discursos ideados por élites no occidentales —como la teoría brahmánica de las castas en la India— para hacer que su dominio pareciera natural y legítimo. No es de extrañar que los ideólogos de la casta superior del supremacismo hindú citen con aprobación Orientalismo cuando arremeten contra los estudiosos occidentales de la religión y la historia de la India. La crítica que en Orientalismo se hace del eurocentrismo era, de hecho, curiosamente eurocéntrica, y su visión de un "Occidente" de constancia y coherencia internas tenía mucho en común con la genealogía del mundo libre "de Platón a la OTAN"[5] popularizada durante la Guerra Fría. En ambas narrativas, los antiguos griegos, los italianos del Renacimiento y los sabios franceses de la Ilustración habían contribuido a la creación de la "civilización occidental".
Cuando el libro comenzó a ser atacado por orientalistas de viejo cuño, como Bernard Lewis, quien cuestionaba los conocimientos de historia árabe e islámica de su autor, Said pudo defenderse sin esfuerzo. Lewis, más tarde uno de los historiadores predilectos de Dick Cheney y teórico de la "rabia musulmana", era una ilustración demasiado condenatoria de la tesis de Said. Said era mucho más vulnerable a las críticas de los sujetos orientales cuyas representaciones degradantes se había propuesto exponer. La más devastadora de esas críticas salió de la pluma del crítico indio Aijaz Ahmad. Catorce años después de la publicación de Orientalismo, Ahmad examinó por qué y cómo una obra que presentaba numerosos y evidentes defectos se había convertido en un clásico que era objeto de culto entre los académicos. Según Ahmad, la preocupación de Said por las representaciones, más que por los intereses materiales, y su priorización de las desigualdades raciales sobre las opresiones de clase y de género, habían resultado especialmente útiles para los académicos con posibilidades de ascenso en la escala social que llegaban a las universidades estadounidenses desde el mundo en desarrollo. Esos intelectuales emigrados, en su mayoría hombres, solían ser miembros de las clases dirigentes de sus respectivos países, en particular de las clases que habían florecido durante el dominio colonial. Sin embargo, escribió Ahmad, el libro de Said les proporcionaba "relatos de opresión que les permitirían obtener un trato preferente, puestos de trabajo reservados y salarios más altos". Para un tipo de sujeto oriental más elegante [posher], denunciar el Occidente orientalista se había convertido en una forma de encontrar trabajo fijo en él.
A lo que Ahmad añadió que Said, al someter a crítica una tradición humanista evidentemente corrompida, ofrecía, como antídoto, una mera versión literaria del humanismo: "actitudes muy textuales hacia las historias del colonialismo y el imperialismo". En los años ochenta, Orientalismo contribuyó a forjar un activismo de seminario. En 1992, Richard Rorty podía apuntar a un tipo instantáneamente reconocible: "Una de las contribuciones de la nueva izquierda ha sido permitir a los profesores, cuya leve culpa por la comodidad y seguridad de sus propias vidas alguna vez los llevó a la actividad política extraacadémica, decir: 'Lo siento, pero ya di en el trabajo.'" En retrospectiva, Orientalismo, al igual que los libros orientalistas sobre la rabia musulmana y el choque de civilizaciones, parece pertenecer a una época de horizontes políticos estrechos. Es poco probable que los jóvenes politizados de hoy en día se limiten al análisis del discurso a la manera de Foucault cuando se enfrentan a las aplastantes realidades de la desigualdad, la evisceración de los servicios públicos, el racismo incorporado en la cultura dominante [mainstream racism] y el desastre del medio ambiente.
Said dejó de lado su libro, que había resultado pionero, casi tan rápido como había dejado de lado las diversas tendencias del departamento de inglés que alguna vez abrazara. Según Brennan, aunque llegó a apreciar los esfuerzos por "diversificar las facultades en términos de etnia y origen nacional", a Said le preocupaba el modo en que Orientalismo fomentaba "la fijación en la 'identidad' personal" en el mundo académico. Tras haber contribuido a crear el campo de los estudios postcoloniales, Said empezó a preguntarse si el postcolonialismo era siquiera una categoría válida, dadas las continuas depredaciones del colonialismo en grandes partes del mundo. Como si quisiera burlarse del culto a la especialización en el mundo académico, ensalzó la figura del intelectual independiente y del aficionado sin afiliación. Comenzó a leer ampliamente literaturas no occidentales y a invocar, a veces de forma demasiado indiscriminada, a escritores y pensadores asiáticos y africanos que había dejado sin mencionar en Orientalismo. Con el apoyo de Jacqueline Kennedy Onassis, entonces editora de Doubleday, ayudó a dar a conocer en inglés la narrativa de Naguib Mahfouz. Y lo que es más importante, en una serie de libros, artículos y apariciones en la televisión, Said asumió la tarea, a menudo cruelmente desalentadora, de educar a los estadounidenses sobre Palestina.
Su editor, Pantheon, rechazó La cuestión palestina (1979), el primero de los muchos intentos de Said de hacer que los estadounidenses comprendieran el destino del pueblo palestino. Publicado finalmente por Times Books, La cuestión palestina lo convirtió, según Brennan, en "un paria entre el ala pro-israelí de la industria editorial neoyorquina". Entretanto, un editor interesado de Beirut le pidió a Said que eliminara del libro toda crítica a Siria y la Arabia Saudita. Por su parte, los desastres políticos en Oriente Medio seguían socavando la causa de Said. El Primer Ministro de Israel, Menachem Begin, que se oponía tenazmente a la creación de un Estado palestino, fomentaba los asentamientos judíos en Cisjordania y Gaza, territorios arrebatados a los palestinos en 1967. En junio de 1982, Begin autorizó una invasión militar del Líbano —adonde habían huido muchos refugiados palestinos— supuestamente para expulsar a Arafat y a los militantes. Miles de civiles murieron y la infraestructura quedó hecha ruinas.
En su país de residencia, Said se vio enfrentado a una derecha reaccionaria que, tras hacer retroceder los logros de los movimientos progresistas de los años sesenta, había creado una base mucho más sólida que la de la izquierda académica. Incrustada en lo más profundo de la Administración Reagan, podía, según escribió Kazin en 1983, "contar siempre con el apoyo de Begin". Esa red de derechas ejercía una gran influencia. Saul Bellow, quien le había dado la espalda a Begin, parecía creer, sin embargo, en la descripción que hacía Commentary de Said como profesor de terror y había avalado un best-seller de 1984, From Time Immemorial, de Joan Peters, que negaba la existencia de palestinos en Palestina antes de la llegada de los sionistas. Un artículo publicado en The Wall Street Journal en 1999, titulado "El falso profeta de Palestina", afirmaba que Said se habría inventado su infancia en Jerusalén, acusación difamatoria que se repitió posteriormente en Time. En 2003, el testimonio contra Said de un miembro de la Hoover Institution se convirtió en la pieza central de las audiencias en torno a un proyecto de ley de la Cámara de Representantes con el que se pretendía reglamentar buena parte de los estudios postcoloniales.
En su empeño por presentar, en semejantes circunstancias. el "sionismo desde el punto de vista de sus víctimas", Said no sacrificó los matices, y esos escrúpulos le costaron frecuentes ataques por todos los flancos. Los palestinos, junto con muchos en Asia y África mal informados sobre el Holocausto, veían a Israel como otra potencia colonialista blanca, del tipo que había robado y ocupado las tierras de los pueblos de piel más oscura durante siglos. Pero Said imbuyó de complejidad moral lo que llamó la "política de desposesión", describiendo a los palestinos, a menudo para indignación de estos, como víctimas indirectas de crímenes europeos sin precedentes contra los judíos: "víctimas de las víctimas". A su vez, Said le recordaba al público estadounidense que las críticas al sionismo no debían equipararse con el antisemitismo, ni la lucha por los derechos de los palestinos debía confundirse con el apoyo a la familia real saudí y otras tiranías árabes.
Said había abogado por que se negociara con Israel y por la solución de los dos Estados mucho antes de que Arafat aceptara ambas cosas, en 1988. Esa importante concesión del líder palestino, que Said ayudó a poner por escrito en Argel, reconocía implícitamente el derecho de Israel a existir y despejaba el camino para el proceso de paz que condujo, en 1993, al primer Acuerdo de Oslo. Sin embargo, para cuando Arafat y el Primer Ministro israelí Yitzhak Rabin se dieron un vacilante apretón de manos en el Jardín Sur de la Casa Blanca, Said ya había denunciado el acuerdo como "un instrumento de rendición palestina, un Versalles palestino". A sus ojos, un liderazgo palestino avejentado, exhausto y cada vez más venal había sucumbido a los halagos y las presiones estadounidenses e israelíes. Los dirigentes palestinos, ignorantes de los hechos sobre el terreno creados por los colonos sionistas en Cisjordania y Gaza —Arafat ni siquiera había visto los territorios ocupados desde que partiera de ellos en 1967— habían consentido una forma de ocupación nueva y casi permanente. La Autoridad Palestina respondió proscribiendo los libros de Said. A muchos intelectuales de Palestina —escribe Brennan— también les molestaban las referencias de Said al "sufrimiento de los judíos" y lo consideraban demasiado americanizado. Said no dio su brazo a torcer. Habiendo llegado a la conclusión de que la creación de un Estado palestino era imposible, comenzó a defender —con audacia y, según parece ahora, con clarividencia— la solución de un solo Estado: una democracia secular que garantizara iguales derechos a judíos y árabes.
Said, que alguna vez se había tomado su tiempo antes de expresar sus opiniones políticas, recuperó, en sus últimos diez años, el tiempo que había perdido. En repetidas ocasiones azotó a Fouad Ajami, Daniel Pipes, Kanan Makiya y otros expertos en Oriente Medio designados por la opinión dominante y los think tanks. A menudo atacó a Naipaul, cuyo periodismo sobre las sociedades musulmanas, poderosamente literario pero intelectualmente lánguido, era celebrado tanto por los liberales como por los conservadores del establishment. Al decir de Said, Naipaul se había hecho de su dorada reputación occidental como alguien que decía la verdad sobre el mundo en desarrollo porque eludía la perjudicial presencia de Occidente en ese mundo, al tiempo que describía a los asiáticos y africanos como intelectualmente indefensos y políticamente perplejos. Said también despachó sin miramientos a muchos pensadores de izquierdas, habiendo llegado a describir los escritos de Jürgen Habermas como "puras elucubraciones". Terminó por desilusionarse con Foucault y Sartre y hasta reprendió al crítico marxista Fredric Jameson ("Me gustaría que fueras más activo políticamente. . . Hay mucho que hacer."). Hacia el final de su vida, renegó de otro de sus ídolos, Theodor Adorno, pues le había llegado a parecer demasiado altiva la habitual pose de desilusión del crítico alemán.
Brennan nos dice que la "batalla de Said para hacer que la historia palestina fuera tan sofisticada y persuasiva como la hasbara[7] israelí" llegó a obtener algunos pequeños éxitos. Mary-Kay Wilmers, cofundadora y editora de London Review of Books, hasta entonces instintivamente pro-israelí, llegó a convencerse de que "los palestinos tenían un caso más o menos incontestable". Said recibió por correo mensajes de admiración de Nadine Gordimer, Kenzaburo Oe, Jodie Foster y Emma Thompson. No está claro qué habrá pensado Said de una admiradora carta de Patricia Highsmith, cuyos motivos posiblemente habrían guardado mayor relación con su antisemitismo que con ningún tipo de solidaridad con los palestinos. Es muy probable que lo haya complacido una nota de I. F. Stone en la que este encomiaba la capacidad de Said para "afirmar las grandes virtudes y el valor de [su] pueblo oprimido y rechazado" y que concluía afirmando: "Los tuyos se han convertido en los 'judíos' sensibles y los míos en los 'goyim'[8]". En sus últimos años, marcados por un gran brío retórico, Said comenzó a llamarse a sí mismo "el último de los intelectuales judíos" y se dio a meditar sobre el hecho de que los partidarios de Israel no tenían ni idea de lo que "significaba ser un intelectual judío, comprometido con la ecumenidad y la justicia universal". Se le escuchó decir que James Baldwin y Malcolm X eran sus almas gemelas.
Al mismo tiempo, Said era consciente de la poca influencia real que tenía. Tras los atentados terroristas del 11 de septiembre, su antiguo adversario Bernard Lewis emergió como el principal teórico de las guerras estadounidenses en el mundo musulmán, y The Arab Mind se convirtió en una especie de guía entre los oficiales militares en el Iraq. ("Es necesario entender la mente árabe —había declarado a la prensa uno de esos militares a la salida de un pueblo que acaban de cercar con alambre de púas—. Lo único que entienden es la fuerza.”). Que Donald Trump haya consentido a déspotas árabes asesinos, o que el gobierno israelí se muestre una vez más resuelto a seguir anexando tierras palestinas, no habría sorprendido a Said. Asediado durante gran parte de su vida por "el poder superior de las mentiras incesantemente repetidas —escribe Brennan—, sabía que no iba a ganar".
A finales de los noventa, físicamente devastado por la leucemia, Said seguía oponiéndose enérgicamente a los abanderados de los fuertes. "En lo que respecta a la crueldad y la injusticia —le escribió a un admirador—, la desesperanza es sumisión, y es inmoral". Reconforta pensar en su estilo tardío de estar en el mundo, en la lucidez con que reconocía la derrota y en la determinación, más firme que nunca, a pesar de todo, de permanecer de pie junto a un pueblo rechazado. A la pregunta sobre “lo que uno realmente es", terminó por responder de manera desafiante: "Soy palestino". Nos da una medida de su nobleza el hecho de que, entre los muchos seres de que disponía para sí, Said hubiese elegido el que más dolor le causara.
Notas
[1] Commentary es una revista mensual estadounidense, fundada en 1945, y cuya línea editorial fue paulatinamente desplazándose de la izquierda anti-estalinista a la derecha neo-conservadora y pro-israelí.
[2] Edward W. Said, Orientalismo (Presentación de Juan Goytosolo, trad. María Luisa Fuentes), Barcelona, Random House Mondadori, p. 51.
[3] Acrónimo en inglés de White Anglo-Saxon Protestant, es decir, blanco anglosajón protestante de clase alta, usualmente de ascendencia británica.
[4] Jamal al-Din al-Afghani (1838/39-1897). Activista político e ideólogo islámico. Figuró entre los fundadores del modernismo islámico y abogó por la unidad panislámica.
[5] La frase rima en inglés: “Pleito to NEITO”.
[6] Sobre el libro de marras, se ha vuelto un deber elemental citar in extenso lo que sigue; lo que de paso nos exime de tener que abundar en la abyección de tanto Saul Bellow, original y copias:
“Les contaré otro caso, el último, y hay muchos otros como éste. He aquí una historia que es realmente trágica. ¿Cuántos de ustedes conocen a Joan Peters, el libro de Joan Peters? Hace unos años [en 1984] salió un best-seller, del que se hicieron unas diez ediciones, de una mujer llamada Joan Peters —o, al menos, firmado por Joan Peters— titulado From Time Immemorial. Un libro voluminoso, de aspecto académico, con muchas notas a pie de página, que pretendía demostrar que los palestinos eran todos inmigrantes recientes [es decir, a las zonas de asentamiento judío de la antigua Palestina, durante los años del mandato británico de 1920 a 1948]. Y alcanzó gran popularidad, recibió literalmente cientos de críticas favorables, y ninguna negativa: The Washington Post, The New York Times, todo el mundo andaba como loco con el libro. De pronto había un libro que demostraba que realmente no había palestinos. Por supuesto, el mensaje implícito era que si Israel los expulsaba a todos, ello no plantearía problema moral alguno, porque los palestinos no eran sino inmigrantes recientes que habían llegado allí después de que los judíos construyeran el país. Y el libro contenía todo tipo de análisis demográficos, y un profesor muy importante de demografía de la Universidad de Chicago [Philip M. Hauser] lo había autenticado. Se había convertido en el gran éxito intelectual de ese año: Saul Bellow, Barbara Tuchman, todo el mundo hablaba del libro como si fuera lo mejor que se hubiese inventado después del cake de chocolate. Y bien, un estudiante de postgrado de Princeton, alguien llamado Norman Finkelstein, se puso a leer el libro. Estaba interesado en la historia del sionismo, y mientras leía el libro se sorprendió de algunas de las cosas que el libro decía. Norman era un estudiante muy cuidadoso, y empezó a comprobar las referencias, y resultó que todo era un engaño, que era completamente falso: probablemente había sido elaborado por alguna agencia de inteligencia o algo así. Bueno, Finkelstein escribió un breve documento con sólo algunas conclusiones preliminares, de más o menos unas veinticinco páginas, y lo envió a unas treinta personas interesadas en el tema, estudiosos de la materia y demás, diciéndoles: 'Esto es lo que he encontrado en este libro, ¿cree que valga la pena continuar?"'
Bueno, recibió una respuesta, de mi parte. Le dije, sí, creo que es un tema interesante, pero, le advertí, si sigues con esto, te vas a meter en problemas, porque vas a exponer a la comunidad intelectual estadounidense como una partida de impostores, y no les va a gustar, y te van a destruir. Así que le dije: Si quieres hacerlo, adelante, pero ten conciencia de en qué te estás metiendo. Se trata de un problema importante, supone una gran diferencia si eliminas la base moral para expulsar a toda una población —lo cual es preparar el terreno para cometer algunos auténticos horrores—, así que la vida de mucha gente podría estar en juego. Pero tu vida también está en juego —le dije—, porque si sigues con esto, vas a ver arruinada tu carrera.
Y bien, no me creyó. Nos hicimos muy amigos después de aquello, no lo conocía de antes. Siguió adelante y escribió un artículo, y empezó a enviarlo a las revistas. Nada: ni siquiera se molestaban en responder. Al final conseguí colocar un trozo en In These Times, una pequeña revista de izquierdas publicada en Illinois, donde algunos de ustedes lo habrán visto. Por lo demás, nada, ninguna respuesta. Entretanto, sus profesores —estamos hablando de la Universidad de Princeton, que se supone que es un lugar serio— dejaron de hablarle: no le daban cita, no leían sus artículos, y básicamente tuvo que dejar el programa.” (Tomado de “The Fate of an Honest Intellectual”, en Noam Chomsky, Understanding Power, Nueva York, The New Press, 2002, pp. 244-248. Accesible en https://chomsky.info/power01/. La traducción es mía.)
[7] Diplomacia pública de Israel, o política de relaciones públicas dirigida a diseminar por todo el mundo una imagen positiva del Estado de Israel y su comportamiento.
[8] Gentiles (extranjeros, no judíos) para los antiguos hebreos.