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De la censura* Rolando Prats

 

*Publicado originalmente en Toda la noche oirán - A logbook by Rolando Prats el 7 de enero de 2019.

No censurar aquello que, en relación de fatal asimetría, es más pequeño que el temor, o que el encono, unos y otros fuera de lugar, que se le tiene. Censurarlo es convertirlo, agraciándolo, en lo menos pequeño que lo pequeño no es, atribuirle y, por tanto, conferirle dimensión o importancia artificiales, desproporcionadas; es ignorar que cada cosa, por su propio peso, por su peso específico—que en cultura, como en física, es el peso que algo ocupa en sus sucesivas épocas, su lugar en el tiempo discontinuo, voluble, de la fatiga, todo -ismo, en cultura, es fatiga, inconsecuencia, desprendimiento de retina—, va a parar, más tarde o más temprano, a donde debe; y en cultura, es decir, en el gusto desproporcionado de cada época—, pues nada hay más anacrónico que lo contemporáneo, ese tiempo escapado, paria, en fuite, on the run, de la unidad del tiempo y del espíritu, del continuum de la conciencia—, en cultura, siempre, más temprano que tarde, cada cosa va a parar a donde debe, altar, anaquel, rastro, vertedero.

No agraciar aquello que, por deleznable o no probado, no se puede agraciar sino congraciándose con ello. Como P.M. o Fuera del juego; documental, el primero, hoy, de infinitamente más valor, documental, que ayer—infinita su futuridad como acta literal de su propia contemporaneidad anacrónica, desproporcionada, como repositorio, en el tiempo esencial apresado en su temporalidad simultánea, que se sigue sustrayendo a tiempos pasajeros que no logran sobreseerlo, de resilientes insinuaciones—; poemario, el segundo, cada vez más contemporáneo de sí mismo, es decir, cada vez más en sintonía con su propia soledad, libro menor, despojada de promesas y secretos, cada vez más extemporáneo de su propia circunstancia, abortada por la inconsecuencia, y el despilfarro de motivos, de hacedor y deshacedores. Y nada más. P.M., Fuera del juego, Condenados de Condado, Los pasos en la hierba. Fuera del juego o en la pelea, condenados o absueltos, crepusculares o proféticos, decantados, pero no por la censura, sino por las cesuras, las épocas, de ese estrecho y tortuoso condado: el arte y la literatura, especies ambas condenadas a extinguirse, en su todavía pagana excedencia, si no lo han hecho ya, junto con el presunto derecho innato de artistas y escritores a la irresponsabilidad y la irrelevancia; peor, a la redundancia. ¿Quiénes, sino los propios beneficiarios, es decir, artistas y escritores, cuanto más mediocres tanto más empedernido el autobombo, tanto mayor la insistencia del falso pedernal en el eslabón suelto que no le saca chispas, ni las castañas del fuego, se autoproclaman detentores de una condición ontológica que no es sino función, y variable, social, a menudo fortuita, aleatoria? ¿Cuántos, y quiénes, de ellos, sin la dilapidadora caridad del Estado—acumulación ansiosa de capital en plaza sitiada, premios de partida de pasos a pérdidas y ganancias de moneda no convertible, crítica de impostación y lencería, becas de currículos apócrifos, adulterados—, cuántos y quiénes de ellos habrían sido, fuera del juego de la Revolución, en esta o en otra Cuba, en este mismo mundo, sino aficionados hace rato devueltos, deportados, a menesteres más productivos? ¿Cuántos, y quiénes, de ellos, el imposible día del regreso del tamiz y del rigor, podrían hacer pasar su engrudo, hacer ni siquiera la cola, sobreponerse al error original, constitutivo, de su expulsión de una cultura de fragmentos azarosos que no supieron imantar hacia el esquivo azogue de su transparencia? P.M., Lunes de Revolución, Fuera del juego, El escudo de hojas secas, Condenados de Condado, Los pasos en la hierba, Pensamiento crítico. Celuloide, papel de periódico, tinta, viento encuadernado, revista, libro, y nada más. O solo lo que el viento, con su fuerza, arrastre, o lo que la voz o la mirada impriman en el viento. Sabemos lo que pesa un libro. ¿Sabemos lo que no pesa? Censurados, o caídos en desgracia, ayer, de una forma o de otra, en una medida u otra, por un motivo u otro, o sin él, por accidente de las circunstancias, por razones alistadas afuera, a espaldas de las causas desnudas—¿qué ocurrió, por ejemplo, con Fuera del juego, el libro en manos de sus lectores, viento anudado que nadie desata, y que nada desata, afuera, donde único, afuera, la tinta puede secarse en pólvora, la t bajar de su cruz y echarse a andar, qué hizo ocurrir Fuera del juego entre su premiación y publicación en 1968, y Provocaciones, la lectura pública, por su autor, en una sala de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en 1971, "en una sociedad donde, de veras, muy poca gente [pensaba] en [Padilla]" (Leopoldo Ávila, Verde Olivo, año IX, núm. 45, 10 de noviembre de 1968)?—; censurados, resucitados de su mortalidad congénita, puestos en juego, cuando, a lo sumo, debieron haberse dejado, fuera, afuera, crecer, morir, hasta donde su raíz, y el suelo en derredor, lo permitieran. Hoy todos proyectarían su sombra natural, en su cénit sin progenie ni corona. Hoy todos estarían en algún justo lugar. Así hoy, en la correspondiente entrada de EcuRed: “Los pasos en la hierba. Es un pequeño clásico de la cuentística revolucionaria por la minuciosa pasión con que logra captar el torbellino de una época y la terca lucidez con que afirma, en medio de inaplazables exigencias históricas, aquellos valores individuales y sociales que trascienden los tiempos.[1]”

No transformar en actores, censurándolos, menos aún ignorándolos cuando ignorarlos los agrande—enfrentémoslos, as needed, en la plaza, democrática, liberal, pródigamente, pongámoslos en su lugar, es decir, no les impidamos que salten o que traten de saltar por encima de su propia altura, pues así caerán más pronto por su propio peso—, a estos guiñoles de intermediarios de nivel medio y por cuenta propia y, por tanto, incluso sin paga—en editoriales, periódicos, revistas, universidades, think tanks, productoras, distribuidoras, lobbies, conciliábulos, festivales, joint ventures, projects—del State Department y la Unión Europea. El censurado quiere ser censurado, lo provoca, lo busca, pero en público; voyeur y exhibicionista, la censura favorece sus posibilidades en segunda ronda y engrosa por adelantado sus cuentas. No nos rebajemos, censurándolo, a su torpe y pueril egotismo extraviado en el exceso de libertad (y la escasez de toda conciencia de lo necesario) en que pulula, y supura, y dejemos que, en la plaza, su escolar recitación, Montesquieu, Hannah Arendt, algún día Ayn Rand, Cualquiera, No Context Necessary, se evapore en el bochorno que la licue. Ni aun así las siempre ingratas mayorías—en una sociedad donde, Leopoldo, de veras, cuánta gente piensa en la recitadora de las suturas de Hannah Arendt—sustraerían un minuto de sus novelas, en su vida real e imaginada—la diferencia entre una y otra, en estos tiempos, en Cuba y en todas partes, es cada vez menos clara: desear es ya tener, es decir, pensar, y luego actuar (juzgar), como si ya se lo tuviera, comenzando por el presunto derecho innato a tener lo que se desea, a desear cualquier cosa, como si desear se absolviese a sí mismo sin pasar por ningún juicio, ningún discernimiento, ninguna discriminación: deseo, luego existo—, para regalárselo al inédito, y sospechoso, placer de tratar de desentrañar lenguas que ni hablan ni necesitan rumiar.

El rechazo, el recelo, el encono—ante lo pequeño, lo mediocre, lo vulgar, lo marginal, lo mediado, lo innatamente amorfo, ecléctico, perecedero, ante lo que adquiere carta, espuria, de ciudadanía, ante lo que puede sostenerse apenas, y ello solo parasitariamente, del usufructo político de circunstancias confusas y maleables—, el rechazo, el recelo, la resistencia, el antagonismo, ante lo pequeño que no se reconoce como tal, ni por lo pequeño ni por quienes se le oponen, que ni siquiera se sabe tal, pequeño, y aun así inflado, turgente, en un país atenazado desde la cuna por lo pequeño, lo mediocre, lo vulgar, lo marginal, lo mediado, lo innatamente amorfo, ecléctico, perecedero, y aun así inflado, turgente—¿Cree el aldeano vanidoso o, simplemente, hace alarde de creer?—; ese recelo y ese antagonismo, la resistencia a lo que José Lezama Lima llamó “esa marcha hacia la desintegración que ha sido el vivir nacional cubano”, inevitables son, y legítimos; el temor, y el encono, a lo pequeño, lo mediocre, lo vulgar, lo marginal, lo desintegrador, y la libertad individual abstracta que hoy se invoca, una vez más, contra la necesidad concreta de preservar la propia posibilidad de una comunidad auto-reconocible, viable, un país, no solamente un lugar que visitar o en que residir, por necesidad o conveniencia, o del que medrar hasta por defecto, es la celestina de esos impulsos atomizantes, desintegradores—y todo lo contrarrevolucionario, lo apóstata, en Cuba, es hoy, y siempre ha sido, eso: pequeño, mediocre, vulgar, marginal, a lo sumo decadente o retrógrado, paria, desintegrador, dónde están sus Varela, sus de La Luz, dónde están sus Rubén, sus Guiteras, sus José Antonio, sus Frank, dónde sus Guillén, sus Carpentier, sus Brouwer, dónde sus ineludibles, ¿ni siquiera un Casal, o un Cabrera Infante, de nacimiento, impoluto, que jamás ni haya creído creer?—, pero el temor a aquello que no le llega ni al calcañal a lo que teme, es contraproducente, self-defeating. Desencadena escaramuzas que luego son batallas, unas y otras de antemano ganadas, por evitadas, si no se inflara, de vanidosos aires, esos globos, a esos payasos.

 

No censurar, y reprimir solo como último recurso y al amparo de la ley, que, en el Estado de la Revolución—que es lo que es hoy la Revolución, el Estado nacido de la Revolución, legitimado por la Revolución, el Estado vehículo y garante de la posibilidad de reencontrarse con lo revolucionario en sus metamorfosis, las del estado y la revolución, aboliéndose y re-equilibrándose mutua, repetidamente— es la ley revolucionaria, tan imperfecta como soberana, tan soberana como transitoria. A quienes desestimen esa ley—y la institucionalidad, cada vez más abocada a lo colegial, que la sostiene—como mera ventriloquia, mera cáscara de una fruta podrida, a quienes se expliquen la perdurabilidad de lo que tanto detestan solo por la capacidad y la tenacidad de lo que tanto detestan (y tanto se les escapa) para reprimir, incluso contra su propia ley, todo lo que se le opone, cabría recordarles que, ni físicamente, los escuálidos policías orientales que patrullan las calles de La Habana, y a trechos cada vez más largos—La Habana sigue siendo la gran capital más monótona (uneventful) y soporífera del mundo—, no son ya pelea para los negrones de la cada vez más vociferante contrarrevolución y sus periódicos, sus orquestas, sus fiestas, sus orgías, sus ritos de des-iniciación, sus sacrificiales, y cada vez más rentables, supercherías; la esclavitud de los cuerpos hace tanto abolida, pero la mentalidad de barracón prolifera: la contrarrevolución también se viste hoy de nuestro único folclor comercializable: lo que en la colonia fue resistencia, y hoy en las neocolonias (todavía somos una, de nuestra propia cultura dite popular: la despreciable cubanía de mimetismo, epigonismo, mojigatería; de sincretismos y catolicismos de regateo y trastienda), y en las recolonias, es mera falacia. No hay victoria más difícil de aceptar por los derrotados que la de lo invisible, e invisibles son hoy, indivisibles, en los hechos, salvo prueba de lo contrario, el consenso, de hecho, y su sujeto—callado o quejoso, perplejo o perspicaz, cansado o selectivo, veleidoso o inconsecuente, por experiencia o intuición—, que sustenta y mantiene el estado de la revolución, y al Estado de la Revolución.

Después de todo, hemos nacido, todos, en el mismo país pobre, demasiado pobre, fatalmente pobre (¿Qué tiene Cuba que ofrecer sino cubanos? ¿Cuántos cubanos son cubanos, es decir, amor y conciencia y necesidad, agónicos, por volitivos, de Cuba, de su país como horizonte y suma, y no meros transeúntes, perdidos, en lo precario, meros turistas extraviados en identidades anecdóticas, genéricas?), en el mismo país periférico, entre pasmado y podrido, a lo sumo inmaduro—preservemos la esperanza invocando la figura de su sombra—, en que nació también el Mejor de nosotros, inimitado, en el mismo país en que nacieron nuestros tantos grandes y buenos; excepcionales, por contexto, todos: Cuba ha sido siempre una Cuba que terminar de parir y que salvar; en el mismo país en que, en desproporción mayor que en ningún otro del mundo, se ha visto a lo grande y lo magno alzarse de entre una pequeñez y una mediocridad constitutivas, asfixiantes. Confiar en esos continuos enlaces invisibles de que se ha ido tejiendo el alma de un cuerpo con pies de barro. Confiarse a él, a ellos. Confiar sobre todo en la doble victoria—en el tiempo de lo histórico, y en el de lo mítico, que todavía no somos mera entidad administrativa, todavía no llegaríamos ni a lo llevadero por escaleras descontinuadas en Madrid o Varsovia—de aquello que, aun en ruinas, aun socavado por sus degeneraciones centrípetas, amenazado de muerte por sus centrífugas tentaciones, ha perdurado contra sesenta años de profecías incumplidas, de antesalas menesterosas, de reglas declaradas sin excepción. Las de la contrarrevolución, ella misma regla sin excepción, Midas a la inversa: todo lo que toca, lo empaña. Confiarse a ello. Nuestra continua excepción es nuestra posibilidad indescifrada.

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[1] Véase https://www.ecured.cu/Los_pasos_en_la_hierba_(Libro).

 

 

 

 

 

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