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Más allá del mercado* Daniel Zamora

 

 

*Publicado originalmente en Le Monde diplomatique, en su número de enero de 2019, con el título “Déplorer les inégalités, ignorer leurs causes” (“Deplorar las desigualdades, ignorar sus causas”). Traducido del francés por Rolando Prats para Patrias. Actos y Letras.)

 

 

“Los ricos, más ricos, y los pobres, más pobres.” De esa conclusión, cien veces formulada, se pueden deducir soluciones políticamente opuestas: suavizar el capitalismo, dicen unos; socializar la riqueza, replican los demás. Antes de reaparecer en los eslóganes de Ocuppy Wall Street, este debate atravesó el siglo XX. El énfasis en las desigualdades en el discurso público también tiene una historia.

 

Publicado en 2013, del libro de Thomas Piketty El capital en el siglo XXI [Fondo de Cultura Económica, México, 2014 (primera edición en español)] se vendieron más de dos millones y medio de ejemplares en todo el mundo. Tras ese éxito fenomenal, la desigualdad ha pasado a ser ampliamente percibida como el gran problema moral de nuestro tiempo. En los Estados Unidos, Karl Marx figura entre los autores más vendidos en la categoría “Free Enterprise” (Libre empresa) de Amazon, y la joven revista estadounidense de izquierda Jacobin es actualmente una publicación de gran circulación. Sin embargo, cabe preguntarse hasta qué punto esta moda encaja con las ideas de Marx. De hecho, la noción de desigualdad de ingresos era poco utilizada en el siglo XIX, y su centralidad en el debate público ha empobrecido considerablemente nuestra manera de pensar la justicia social[1].

 

La mejor manera de entender esta evolución es explorar uno de los clásicos del socialismo, El Capital. Por sorprendente que pueda parecer, el término “desigualdad” no aparece más de cuatro veces (el número varía según las traducciones) en la voluminosa obra maestra del filósofo alemán. Hasta finales del siglo XIX, ningún pensador se había preocupado por colocar a cada individuo sobre un eje y, sobre otro eje, el ingreso total para medir su distribución. Lo que importaba eran las diferencias entre clases y los factores de producción, más que las diferencias entre individuos. No fue hasta que se conocieron las investigaciones del sociólogo italiano Vilfredo Pareto (1848-1923) que surgieron herramientas modernas para medir la desigualdad. Para Marx, el problema no era cómo distribuir los ingresos entre los individuos, sino cómo imaginar una sociedad liberada del mercado.

 

Fuese ya en términos de producción, de trabajo o, en términos más generales, de relaciones humanas, la “sociedad de mercado”, como la llamó el economista y antropólogo Karl Polanyi, se consideraba una amenaza a la democracia en la medida en que permitía que el mercado diera forma al orden social y no a la inversa. Ese tipo de sociedad no sólo había eliminado del debate político la cuestión de la asignación de los recursos, sino que también había cambiado la naturaleza de las transacciones sociales como tales.

 

 

Un largo eclipse

 

De ahí que el sociólogo Richard Titmuss defendiera la idea de que el objetivo de un Estado de bienestar era inculcar y preservar el “espíritu de Dunkerque”, expresión que remitía al rescate de cientos de miles de soldados aliados en las costas francesas en mayo-junio de 1940 por una flotilla de cientos de buques civiles, acontecimiento que tuvo un impacto muy importante en el Reino Unido[2]. Titmuss veía en ese espíritu la semilla de la “sociedad generosa” por venir. En el verano de 1940, escribió que, gracias a Dunkerque, “el estado de ánimo de la gente [había] cambi[ado] y, con él, los valores. Dado que los peligros debían ser compartidos, también lo eran los recursos”. No obstante, ese nuevo orden, lejos de limitarse a una simple redistribución de los ingresos, pretendía crear instituciones democráticas capaces de derrotar lo que William Beveridge, economista y teórico británico del Estado social, llamaría en un famoso informe de 1942 los cinco “gigantes” —pobreza, insalubridad, enfermedad, ignorancia y desempleo— a fin de promover la solidaridad más allá del mero contexto de la guerra.

 

Por consiguiente, el “espíritu de Dunkerque” ampliaría significativamente el papel asignado al Estado, en particular para garantizarle a su población los derechos sociales de objetivo universal (a la salud, la educación, el trabajo, la vivienda…). Esta revuelta del cuerpo social contra el “laissez-faire” tomaba un rumbo intermedio entre la legislación social puesta en práctica en Alemania por el canciller Otto von Bismarck en la década de 1880 y la socialización a gran escala llevada a cabo en la Unión Soviética desde octubre de 1917.

 

Una proporción cada vez mayor de los salarios se socializa entonces para financiar grandes sistemas de seguridad social. Los elevados tipos impositivos aplicados a los más ricos permiten la creación de servicios públicos, que constituyen la base de una nueva “propiedad social”. Esta noción, utilizada en Francia a finales del siglo XIX, tenía por objeto conjurar el fantasma de una guerra civil que desgarraría a una sociedad en la que sólo los propietarios tenían plena ciudadanía. Yuxtapuesta a la propiedad privada existente, la propiedad social pondría “a disposición de los no propietarios un tipo de recurso que no es la posesión directa de la propiedad privada, sino un derecho de acceso a bienes y servicios colectivos que tienen un propósito social[3]”.

 

Por lo tanto, las instituciones del Estado social deben ser entendidas como una extensión del imperativo democrático, que hace de la reproducción física y social de los individuos una cuestión política y permite decidir colectivamente el tipo de humanidad que la sociedad quiere constituir. Esta perspectiva explica la importancia que los servicios públicos, más que las transferencias de efectivo, tendrán para muchos economistas a principios del siglo XX. Allí donde el “laissez-faire” no ha podido garantizar la reproducción material de la población, corresponde actuar al Estado. Así, en 1950, el sociólogo británico Thomas Humphrey Marshall no dudó en escribir que la “igualdad fundamental” no podía "crearse y preservarse sin infringir la libertad del mercado competitivo”.

 

Esta nueva comprensión del papel de los poderes públicos se promoverá en todo el mundo. En 1944, la Declaración de Filadelfia, que reafirmaba los objetivos de la Organización Internacional del Trabajo, subrayaba que “el trabajo no e[ra] una mercancía” y establecía como objetivo fundamental “la extensión de la seguridad social”. Más allá del mundo industrializado, dirigentes postcoloniales como Jawaharlal Nehru en la India, Kwame Nkrumah en Ghana o Léopold Sédar Senghor en Senegal se comprometieron a cumplir las promesas que el Estado social parecía llevar más allá de las fronteras del mundo imperial.

 

Fue en los Estados Unidos, en la década de 1960, que la creciente preocupación por la pobreza por sí sola comenzó a reformular las ideas sobre la justicia social. Cuando el activista socialista Michael Harrington publicó su exitosa obra The Other America en marzo de 1962, los programas del Estado social eran a sus ojos parte del problema. La América pobre, escribe, “se ha perdido los logros sociales y políticos de la década de 1930”. No sólo las instituciones de seguridad social, el salario mínimo, las leyes laborales o los sindicatos no se habían concebido para beneficiar a los desfavorecidos, sino que incluso contribuían a su “rechazo”. Para Harrington, la pobreza es una condición específica, ajena a la cuestión del trabajo o del mercado. Esta pobreza, que tampoco ocupa el centro de la relación salarial, sino que se sitúa al margen de esta, difiere radicalmente del pauperismo del siglo XIX. Si los pobres “forman un sistema aparte”, constituyen, por lo tanto, un problema específico. Como escribió el periodista de The New Yorker Dwight Macdonald en su reseña de 1963 del libro de Harrington, “la desigualdad de la riqueza no es, en sí, necesariamente un problema social importante”; “la pobreza, sí lo es”[4]. Desde entonces, la principal preocupación será establecer una base de ingresos en lugar de universalizar la seguridad social.

 

A principios de los años setenta, la dramática irrupción del “problema de la pobreza” favorece una concepción de la justicia social que tiene como único eje la dimensión monetaria. El establecimiento de un umbral por debajo del cual nadie debería caer habrá de marginar rápidamente los debates sobre la fijación de niveles máximos de ingresos o la reducción del espacio en el que se despliega el mercado. Es entonces que las propuestas del subsidio universal o los programas fiscales negativos promovidos por el economista monetarista Milton Friedman[5] seducen a los altos funcionarios y a los partidos políticos como una forma de luchar directamente contra la pobreza. En Francia, Lionel Stoléru, asesor del Ministerio de Finanzas y futuro Ministro de Relaciones Exteriores de Valéry Giscard d'Estaing y de François Mitterrand, considera que el énfasis en la pobreza produce la única política social razonable dentro de un sistema de libre mercado. Como escribirá el propio Friedman, semejante política, “mientras opera por intermedio del mercado”, “no distorsiona el mercado ni entorpece su funcionamiento”[6]. En esta concepción de las políticas sociales, la preservación de los mecanismos de mercado y del sistema de precios se convierte en una preocupación central. Si la “mano invisible” del mercado conduce a una situación indeseable, la solución preferida debería ser las transferencias de efectivo en lugar de la intervención estatal.

 

Esta idea se propaga rápidamente en las instituciones internacionales bajo el liderazgo de Robert McNamara. Secretario de Defensa de John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson, McNamara pasó a dirigir el Banco Mundial en 1968. A partir de entonces pone en marcha una estrategia de lucha contra la pobreza que ya no se basa en la redistribución, sino en la “ayuda a los pobres a que realicen su potencial productivo”[7]. Como analiza el historiador Samuel Moyn, “se ha globalizado y minimizado la justicia social”, lo que ha favorecido el establecimiento de una línea "a caer” por debajo de la cual “nadie está autorizado" , al tiempo que permite seguirse oponiendo firmemente a las narrativas igualitarias de los líderes postcoloniales[8]. En la década de 1980, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico y las Naciones Unidas adoptan el enfoque de McNamara. Antaño concebida para proteger a la población de los efectos del mercado, la justicia social devendría a partir de entonces una intervención para que todos pudieran participar.

 

El largo eclipse de la desigualdad como tema dominante en el debate público llegó a su fin a raíz de la crisis financiera de 2008. El movimiento Occupy Wall Street en 2011 y el lema del “99 %” se apoderaron del imaginario y dieron nombre a la polarización extrema de los ingresos y la riqueza que se había producido en décadas anteriores. Sin embargo, como ha hecho valer el historiador Pedro Ramos Pinto, este éxito no ha entrañado una ruptura con las definiciones estrictamente cuantitativas y monetarias. Si bien el retorno de este tema al debate público marca un avance con respecto a la “focalización” en la pobreza, se circunscribe sin embargo a los atributos individuales más que a las categorías y relaciones más políticas: los esfuerzos se centran en “deplorar los efectos, en lugar de buscar las causas”[9].

 

Por lo tanto, ¿de qué manera deberíamos preocuparnos por las desigualdades? Dos respuestas clásicas dibujan dos horizontes políticos opuestos. Una concepción limitada a los efectos, y por lo tanto centrada en la estricta disparidad de los ingresos, conduce a una mayor igualdad al reducir la brecha monetaria entre ricos y pobres. El resultado sería un mundo en el que la competencia económica seguiría siendo despiadada, pero en el que nadie tendría que temer privaciones materiales. Un mundo que ninguno de los pensadores socialistas del siglo XIX podría haber imaginado, de tan firmemente que asociaban la desigualdad con el problema del liberalismo económico.

 

Una segunda concepción busca lograr la igualdad a través de la desmercantilización y la democratización de bienes como la salud, la educación, el transporte, la energía... Un mundo que, al socializar y garantizar el acceso de todos a los elementos más importantes de nuestra existencia, reduciría la dependencia del mercado y, por tanto, del mecanismo que causa la desigualdad[10]. Durante mucho tiempo, este proyecto no fue considerado escandalosamente utópico, ni siquiera por los reformadores más moderados.

 

Cabe preguntarse, por supuesto, por qué exigir algo más que una reducción de la desigualdad de ingresos en un momento en que incluso este modesto objetivo parece imposible de alcanzar. Sin embargo, tras la caída del Muro de Berlín, han reaparecido con renovado vigor los discursos ideológicos desembozados, sobre todo entre la derecha. En este contexto dramáticamente nuevo, la izquierda debe promover una visión más audaz de un mundo que vaya más allá de la utopía del mercado. El poder de las grandes ideas radica en que no tratan sólo de redistribuir algunas cartas, sino de cambiar las reglas del juego. Esta prometedora visión de un futuro menos individualista y más fraterno había contribuido, en diciembre de 1942, a la repercusión del informe de Beveridge e incitado a miles de personas a hacer cola en el frío para comprar este texto árido y técnico, del que se vendieron no menos de 635.000 ejemplares. “Un momento revolucionario en la historia del mundo—observaba su autor— es un momento de revoluciones, no de reacomodos.”

 

 

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Notas

 

[1] Pedro Ramos Pinto, “Inequality by numbers: The making of a global political issue?”, en Christian O. Christiansen y Steven B. Jensen (bajo la dirección de), Histories of Global Inequality: New Histories, Palgrave, Londres, de próxima aparición.

[2] Véase “L’esprit de Dunkerque”, quand l’élite cède…”, en "Royaume-Uni, de l’Empire au Brexit", Manière de voir, núm. 153, junio-julio de 2017.

[3] Robert Castel, “La propriété sociale: émergence, transformations et remise en cause”, Esprit, núm. 8-9, París, agosto-septiembre de 2008.

[4] Dwight Macdonald, “Our invisible poor”, The New Yorker, 19 de enero de 1963.

[5] La idea de Friedman de un impuesto negativo a principios de la década de 1940 es una variante del subsidio universal. El principio consiste en garantizar un umbral de ingresos para todos a través del sistema fiscal.

[6] Milton Friedman, “The distribution of income and the welfare activities of government” (pdf), conferencia en Wabash College, Crawfordsville (Indiana), 20 de junio de 1956.

[7] Rob Konkel, “The monetization of global poverty: The concept of poverty in World Bank history, 1944-1990”, Journal of Global History, vol. 9, núm. 2, Cambridge, julio de 2014.

[8] Samuel Moyn, Not Enough: Human Rights in an Unequal World, Harvard University Press, 2018.

[9] Pedro Ramos Pinto, “The inequality debate : Why now, why like this?”, Items, Social Science Research Council, 20 de septiembre de 2016.

[10] Lire Bernard Friot, "En finir avec les luttes défensives", Le Monde diplomatique, noviembre de 2017.

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