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Imagen de José Martí, vivo entre nosotros Cintio Vitier

 

 

26 de mayo de 2016

Patrias. Actos y Letras reproduce en sus páginas, como en una, dos aproximaciones a José Martí, de Cintio Vitier: pedagógica pero ya discernidora —como escanciando la presencia que se nos encima— la primera; hecha de seminal exégesis y afectiva, táctil visión la segunda: “Imagen de José Martí”, que recoge el grueso del capítulo I de Vida y obra del Apóstol José Martí (Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2010), publicado en el número 715 (31 de enero a 6 de febrero de 2015) de la revista digital cubana La Jiribilla, y “Eterno vivo es para nosotros José Martí”, palabras pronunciadas en la inauguración del Coloquio “José Martí y las letras hispánicas”, Centro de Estudios Martianos, 16 de mayo de 2007, y publicadas en Cubadebate el 1 de octubre de 2009, el mismo día en que falleció su autor. El Consejo Editorial de Patrias ha corregido las numerosas erratas y alteraciones y subsanado los muchos descuidos tipográficos y omisiones detectados en los archivos digitales antes mencionados. (Rolando Prats)

 


 

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Imagen de José Martí, eterno vivo entre nosotros

Cuando Martí nace a la luz del Nuevo Mundo el 28 de enero de 1853, en el aposento alto de una humilde casita cercana a las murallas habaneras, Cuba era desde hacía más de tres siglos, en la cruda facticidad de la historia, una posesión del imperio español, sujeta a los hábitos despóticos que se imponen en toda tierra ocupada por conquista. La única tradición de gobierno era la fuerza, la arbitrariedad y el abuso, ejercidos primero sobre los indígenas hasta exterminarlos, después sobre los esclavos africanos en cruenta explotación, finalmente sobre la población criolla, mestiza o no, que en sus diversas capas iba formando el humus social de una nueva nacionalidad.
 

A finales del siglo XVIII, durante el período gubernativo de don Luis de las Casas, ligado a la corriente iluminista y liberal que atraviesa a la España de Carlos III, empiezan a hacerse visibles, en la porción más lúcida del patriciado criollo, los primeros síntomas culturales de esa incipiente nacionalidad, con hombres como el sagaz economista Francisco Arango y Parreño, ideólogo de la naciente sacarocracia, y el ilustrado presbítero José Agustín Caballero, que en la Sociedad Económica de Amigos del País y en el Seminario de San Carlos realiza la obra de piedad y saber por la cual Martí lo llamó "padre de los pobres y de nuestra filosofía"[1].
 

Los síntomas irán cristalizando en definido y variable sentimiento patriótico a través del padre Félix Varela, reformador de los estudios filosóficos e introductor de la ciencia experimental, sacerdote cultísimo, evangélico y revolucionario; José María Heredia, primer poeta de la patria; José Antonio Saco, batalloso reformista, sólido impugnador de los vicios coloniales, especialmente la trata negrera, y de la corriente que propugnaba, ya desde principios del siglo y con más fuerza entre los años 45 y 55, la anexión a EE.UU.: todos, en una forma u otra, desterrados de la Isla; y José de la Luz y Caballero, varón de tan vasta sabiduría como honda espiritualidad, afinador de la conciencia cubana, maestro de la generación que iba a lanzarse a la guerra del 68.
 

En el plano de la acción política, las tres corrientes fundamentales que se disputarían el campo a lo largo del siglo (independentismo, reformismo, anexionismo) estaban perfectamente definidas cuando Martí, precoz adolescente, comienza a asistir al colegio de Rafael María de Mendive, en el cual se concentraban las esencias de la tradición cubana de Heredia, Varela y Luz. Ya habían derramado su sangre por la libertad los camagüeyanos Francisco Agüero Velazco y Manuel Andrés Sánchez, en prematura y heroica intentona (1826), a la que precedieron y siguieron otras conspiraciones como las de la Cadena Triangular, los Soles y Rayos de Bolívar (en la que apareció complicado Heredia) y la Gran Legión del Águila Negra; ya se habían producido levantamientos de esclavos, como el encabezado por el negro libre habanero José Antonio Aponte, ahorcado en 1812, los de Matanzas en 1843 y la llamada conspiración de La Escalera, pretexto para una feroz represión en la que cayó fusilado el poeta Gabriel de la Concepción Valdés, Plácido, mestizo de la clase artesanal (1844); ya se habían sucedido los fracasados desembarcos de Narciso López, al cabo muerto en "garrote vil" en 1851, el mismo año del alzamiento de Joaquín de Agüero en Camagüey y de Isidoro Armenteros en Trinidad; ya se había producido la inmolación de Eduardo Facciolo, impresor del periódico revolucionario La Voz del Pueblo Cubano, y se habían descubierto, entre otras, las conspiraciones de Vuelta Abajo y la de Ramón Pintó, ejecutado en 1855.
 

Toda esta agitación insurreccional, con frecuencia de fondo anexionista, iba madurando las condiciones subjetivas para un movimiento de mayor envergadura. Fracasado el anexionismo, el partido reformista parecía tener el terreno expedito hacia 1865, año en que termina la Guerra de Secesión de los EE.UU. con la victoria del Norte sobre los Estados esclavistas del Sur, fomentadores de la anexión. Los principales voceros del reformismo, con el Conde de Pozos Dulces, director de El Siglo, a la cabeza, se dirigen entonces al capitán general Serrano, auspiciador en la presidencia del Senado español de las fórmulas conciliadoras, solicitando, en esencia, tres cosas: reforma arancelaria, cesación de la trata negrera y representación política de Cuba en las Cortes (de las que había sido expulsada en 1837), mediante escrito firmado por más de veinticuatro mil personas. Sin embargo, la Junta de Información, creada por la Metrópoli para estudiar y aconsejar las reformas, no arribó a ninguna solución efectiva, y, por otra parte, la situación demográfica y económica del país llevaba objetivamente a las puertas de la revolución.
 

En efecto, hacia 1862, Cuba era una colonia de aproximadamente 601.160 criollos blancos, 594.488 negros y sólo 116.114 españoles, lo que hacía un total de 1.311.762 habitantes (sin contar los extranjeros blancos, chinos y yucatecos)[2]. Los creadores efectivos de la riqueza del país estaban totalmente despojados de derechos políticos frente a una exigua minoría de oligarcas militares y funcionarios españoles. Si a esto se añade que por aquellos años la dependencia económica de Cuba respecto a EE.UU., hacia donde iba más del 42 % de las exportaciones especialmente azucareras, empezaba a competir con la dependencia política respecto a España, lo que provocaba crisis como la del año 66 (en cuya raíz, observa Manuel Moreno Fraginals, se descubre el problema tecnológico de los ingenios)[3], se comprende que en el substrato de una breve pero intensa tradición de cultura patria, cuyas dos principales ramas eran el romanticismo poético y el libre examen filosófico, sociológico y político, la realidad nacional estaba clamando por cambios sustanciales que pusieran el poder en manos cubanas. Esas manos, desde luego, no podían ser entonces otras que las de aquella parte de la burguesía criolla, terrateniente y culta, dispuesta al sacrificio patriótico que simbólicamente se inició en la región oriental de la Isla, con la libertad dada a sus esclavos por Carlos Manuel de Céspedes, en su finca La Demajagua, el 10 de octubre de 1868.
 

Tal es el contexto histórico dentro del cual, hacia sus 15 años, surge Martí a la vida pública. Primogénito de una familia pobre, de padres españoles inmigrantes, a esa edad era ya cubano completo desde la raíz telúrica hasta la flor altiva. Quizá por eso creyó siempre en el espíritu de la tierra, al que atribuyó consecuencias y resonancias históricas, extensivas incluso hasta la raza indígena extinguida. "La tierra está llena de espíritus. El aire está lleno de almas. Así es como se hacen las naciones"[4], dijo, y esa fe suya, que como otras análogas, se fundaba en experiencias no por inexplicables menos positivas, lo acompañó en su peregrinación y prédica revolucionaria. En su sentir, las almas que llenaban el aire de la isla irredenta clamaban por justicia con no menos fuerza que sus prójimos y contemporáneos. La contemporaneidad de los mártires nada tiene que ver con la línea divisoria de la vida y la muerte: es una contemporaneidad moral en la injusticia que sólo puede ser compensada por el sacrificio voluntario. Así lo intuyó Martí desde edad tan temprana como los nueve años, cuando frente al cuerpo de un negro ahorcado, en la zona del Hanábana, donde estuvo ayudando a su padre en los papeles del cargo de Juez Pedáneo, juró "lavar con su vida el crimen"[5].
 

Fijémonos [en] que no dice con su sangre sólo, según la frase más usual, sino con su vida entera, con toda su conducta. Para articular ese propósito, y para que la redención fuese históricamente efectiva, serían necesarias muchas experiencias vitales, que en él eran las semillas del pensamiento. Aunque los problemas eternos de la filosofía le interesaron, especialmente en su juventud de estudiante en España, Martí no fue nunca un pensador abstracto. Su condición esencial de revolucionario, es decir, de transformador de la realidad, se revela ya en el hecho de que la experiencia, las circunstancias vitales, el contexto histórico y biográfico, fueron siempre decisivos para su interpretación del mundo y la dirección de su conducta. No queremos insinuar con esto que fuera el prisionero de un determinismo de las circunstancias. Como bases innatas o apriorísticas de su carácter tenía el sentido absoluto de la eticidad, la pasión por la belleza y la vocación redentora. A partir de estos principios asimilaba y encauzaba, a la vez libre y necesariamente, los datos de la realidad múltiple y sucesiva. Por eso en las etapas fundamentales de su vida descubrimos una especie de dialéctica que conduce a la articulación de su pensamiento revolucionario, de tal modo, que si desbrozamos lo anecdótico, si vamos al sentido formador de cada una de esas etapas y a la relación de todas entre sí, se nos revela la correspondencia de biografía y pensamiento, como a Ezequiel Martínez Estrada, en intuición memorable, se le reveló la identidad última de historia nacional y biografía personal que le confiere a la figura de Martí la sustancia del mito[6].
 

Al estallar la guerra de los Diez Años, según vimos, Martí es discípulo y protegido de Rafael María de Mendive, gallardo mantenedor de las más hondas aspiraciones del patriciado cubano y del irradiante colegio de Luz. Este legado cultural y patriótico, que hemos intentado resumir a grandes trazos, él lo recoge sin esfuerzo, como algo que nativamente, y desasido de encuadres clasistas, le pertenece por derecho propio. Identificado a plenitud con el ideal independentista (sin la menor vacilación y por eso mismo dramáticamente, por el choque fatal con el padre), escribe el soneto "¡10 de Octubre!", participa en sucesos insurreccionales ocurridos en el Teatro Villanueva y en medio de la represión española, aprovechando la libertad de imprenta dictada poco antes, publica el editorial de El Diablo Cojuelo y el poema dramático "Abdala" en La Patria Libre (enero del 69). Estos textos subversivos, acompañados de su participación directa en la agitación habanera de aquellos días, significan que entre los 15 y los 16 años Martí es ya un combatiente urbano de la guerra iniciada por Céspedes. Como tal, en definitiva, más allá de incidentes episódicos[7], será condenado a presidio político. El sentido que para su formación revolucionaria tiene esta etapa es doble: de una parte, emocionalmente queda vinculado de por vida a la gesta del 68, lo que dará una vibración humana auténtica a su tesis política de la continuidad de la lucha revolucionaria como eje de la nación; de otra parte, la experiencia del presidio le hizo conocer, sin paliativos ni disfraces, la injusticia básica e irremediable del sistema colonial, injusticia que en él, además, resonó hasta planos trascendentes. Diríase que esta experiencia del infierno histórico lo marcó al rojo vivo como a un esclavo de la libertad. Esa marca indeleble lo condujo a Dos Ríos.
 

Esta primera etapa se especifica, pues, en dos planos: la patria, la colonia. Abdala es la prefiguración del conflicto fundamental de Martí con el mundo de la madre, las hermanas, la esposa. El presidio político en Cuba (Madrid, 1871) es el testimonio y la denuncia que brotan del conocimiento directo, abisal, de la colonia. La vinculación entrañable con el 68, a que aludimos como fundamento de la tesis de la continuidad histórico-revolucionaria, será patente en los discursos conmemorativos del 10 de octubre en New York y en numerosos artículos de Patria. A la cara adorable de la patria se opone su cara profanada y ultrajada, que es la colonia. Martí en las canteras la mira de frente y experimenta, mezclado al horror y a la indignación, un extraño júbilo de vencedor: se siente libre de odio. Todo El presidio político en Cuba gira en torno al vencimiento del odio y a la trascendencia de la vida humana, no como ideas de evasión sino como raíces, en él, de la lucha anticolonialista. Allí, encadenado, descubre la libertad del espíritu, la sustancia del bien y el sentido del sufrimiento:
 

Presidio, Dios: ideas para mí tan cercanas como el inmenso sufrimiento y el eterno bien. Sufrir es quizás gozar. Sufrir es morir para la torpe vida por nosotros creada, y nacer para la vida de lo bueno, única vida verdadera. / ¡Cuánto, cuánto pensamiento extraño agitó mi cabeza! Nunca como entonces supe cuánto el alma es libre en las más amargas horas de la esclavitud. Nunca como entonces, que gozaba en sufrir. Sufrir es más que gozar: es verdaderamente vivir[8].


Allí nos habla de sus "horas de Dios"[9] y de "las excelencias puramente espirituales de las vidas futuras"[10]; allí nos dice: "Si yo odiara a alguien, me odiaría por ello a mí mismo"[11]; allí confiesa haber sentido una compasión profunda hacia los flageladores del anciano Nicolás del Castillo; allí, en fin, se define: "yo, para quien la venganza y el odio son dos fábulas que en horas malditas se esparcieron por la tierra. Odiar y vengarse cabe en un mercenario azotador de presidio...”[12].
 

Por todo esto, y por sus consecuencias políticas, que llegarán hasta el Manifiesto de Montecristi, no será posible identificar totalmente a Martí, no obstante anticiparse a ellos, con ideólogos posteriores de la lucha anticolonialista, como Frantz Fanon y Albert Memmi. Leyendo sus análisis (señaladamente, del primero, Les damnés de la terre, y del segundo, Portrait du colonisé), verificamos que constituyen la racionalización de un justificado odio y que, en consecuencia, están rigurosamente condicionados por el mundo del colonizador: "ces hommes—escribe Fanon de los intelectuales de las colonias—, la rage au coeur et le cerveau fou, s'acharnent à reprendre contact avec la sève la plus ancienne, la plus anti-coloniale de leur peuple[13]."
 

Al describir con absoluta lucidez los mecanismos de la colonización económica, política, cultural y psicológica, ellos parten del planteamiento inicial del colonizador, e incluso de su dialéctica y metodología, invirtiéndoles el filo hasta convertirlas en armas de liberación. Desmontar una máquina es aceptarla según sus leyes, aunque sea para destruirla. Al retrato del colonizador, en el libro de Memmi, corresponde exactamente el retrato del colonizado. Sin discutir su justificación regional y epocal, ni mucho menos su eficacia combativa, dichos libros nos parecen las paradójicas obras maestras del colonialismo cultural: su reducción ad absurdum. Martí, en cambio, no reacciona frente al enemigo, sino que actúa frente [a él] y contra él desde su libertad, que en principio puede redimir también al enemigo; de ahí su mayor eficacia; es esto lo que le permite liberarse del odio, que es el signo de la verdadera colonia. Su planteamiento, radicalmente ético, parte de una autoctonía del ser. Esa profunda originalidad le permite señorear la situación, no devolver odio lúcido por odio ciego, no ser un resentido histórico, una irremediable víctima intelectual y emocional de la colonia. Le permite ser un pensador revolucionario de lo que se llamará el Tercer Mundo, no un sectario del Tercer Mundo; y, sobre todo, eso tan raro, casi milagroso en la historia de las luchas políticas: un hombre libre, dentro de la esclavitud; por lo tanto, un auténtico libertador.
 

Después de conocer la colonia por su lado más oculto y terrible, Martí va a conocer por dentro la metrópoli: la metrópoli que, precisamente al pasar de la monarquía a la república, revela su inmutable esencia de metrópoli. El destierro en España, consecuencia del presidio, junto a la formación humanística que pudo adquirir en las Universidades de Madrid y Zaragoza, el indudable influjo del krausismo español en su pensamiento juvenil y la intensa lectura que entonces hizo de los clásicos de la lengua, le aporta la convicción definitiva de que no hay nada que esperar de los gobiernos españoles, republicanos o monárquicos, es decir la confirmación viviente, del lado de la metrópoli, de la radical alternativa que ya había planteado en su primer escrito político en El Diablo Cojuelo: "O Yara o Madrid[14]." Pero al mismo tiempo aprende por vivencia (sobre todo en Zaragoza, donde participó emocionalmente en la defensa popular de la república) que en el pueblo español hay valores humanos y democráticos que pertenecen a la mejor tradición ética del mundo y que por lo tanto el cubano, rescatando lo mejor de su linaje, no tiene por qué odiar a ese pueblo en cuanto tal.
 

De esta vivencia, injertada en la autorrevelación del presidio, procede una de las mayores originalidades y grandezas de la prédica política martiana, de la que hay en su obra múltiples testimonios. Recordaremos aquí solamente tres. En primer lugar, la estrofa que en Cuba todos nos sabemos de memoria, desde la infancia: "Para Aragón, en España, / Tengo yo en mi corazón / Un lugar todo Aragón: / Franco, fiero, fiel, sin saña[15]." En seguida el estremecedor pasaje del discurso pronunciado en Tampa el 26 de noviembre de 1891 (Con todos, y para el bien de todos):
 

¿Al español en Cuba habremos de temer? ( ... ) ¿Temer al español liberal y bueno, a mi padre valenciano, a mi fiador montañés, al gaditano que me velaba el sueño febril, al catalán que juraba y votaba porque no quería el criollo huir con sus vestidos, al malagueño que saca en sus espaldas del hospital al cubano impotente, al gallego que muere en la nieve extranjera, al volver de dejar el pan del mes en la casa del general en jefe de la guerra cubana? ¡Por la libertad del hombre se pelea en Cuba, y hay muchos españoles que aman la libertad! ¡A estos españoles los atacarán otros: yo los ampararé toda mi vida! A los que no saben que esos españoles son otros tantos cubanos, les decimos: ¡Mienten![16]
 

Finalmente, hay que aludir siquiera al pasaje del Manifiesto de Montecristi, declaración de guerra al colonialismo español, que termina con la grandiosa pregunta: "¿Ni con qué derecho nos odiarán los españoles, si los cubanos no los odiamos?[17]"

 

Las raíces de la prédica martiana de una guerra sin odio, única quizás en la historia de la humanidad, hay que buscarlas en sus credos morales y trascendentes, visibles ya en El presidio político, pero también en las entrañables relaciones de Martí con sus padres y con otros españoles en Cuba y la emigración, y en las vivencias que tuvo del pueblo de España, donde rompió su corola "la poca flor" de su vida, de que nos habla en los Versos sencillos[18].

 

El tercer momento fundamental de la biografía de Martí lo configura su peregrinación por los países de América Latina, centralmente México, Guatemala y Venezuela. La estancia en estos países le aportó el conocimiento vivo de los problemas básicos de los pueblos latinoamericanos: la trágica situación de la enorme masa indígena; las consecuencias históricas de la pésima tradición española en lo que se refiere a los hábitos de gobierno (caudillismo, burocracia, retórica, desprecio de lo nativo); la connivencia de la oligarquía, el ejército y el clero más allá de la gesta independentista; el atraso educacional, económico y técnico. Los problemas, en suma, de lo que hoy llamamos Tercer Mundo o esfera del "subdesarrollo", que él adivinó en su vinculación afroasiática[19] y en la fraternidad planetaria de "los pobres de la tierra", por lo que Roberto Fernández Retamar lo caracteriza muy atinadamente como el primer pensador revolucionario del Tercer Mundo[20]. Esos problemas palpitan, dentro de una visión a la vez espiritual y práctica, en los muchos artículos que dedicó a examinar los conflictos, necesidades y aspiraciones de las menguadas repúblicas hispanoamericanas. Conocerlos directamente, casi diríamos físicamente, le sirvió para configurar el perfil solidario de esta familia de pueblos y para prever los peligros que acechaban a Cuba.
 

Después de esta peregrinación, sólo quedaba un espacio por llenar en su experiencia magna: el conocimiento cabal, prolongado y profundo de EE.UU. La estancia en New York durante casi 15 años, con breves lapsos viajeros, le permitió a Martí, por la confrontación de su meditada vivencia de las dos Américas, obtener una visión cenital de sus diferencias históricas y espirituales, tal como se definen en el discurso "Madre América" y en el ensayo "Nuestra América"; y simultáneamente, por el análisis del crecimiento económico y de la política interna e internacional de EE.UU., reflejado en su enorme obra periodística, llegar a la comprensión cabal del fenómeno imperialista, según aparece con especial lucidez en sus crónicas sobre la Conferencia Internacional Americana del invierno de 1889-90 y como se revela categóricamente en su última carta, trunca, a Manuel A. Mercado, fechada el día antes de su muerte.
 

Si resumimos las enseñanzas extraídas por Martí de los cuatro períodos fundamentales de su vida (iniciación revolucionaria, destierro en España, peregrinación por América Latina, residencia en EE.UU.), encontramos los puntos básicos de su campaña concreta por la liberación de Cuba, a saber: 1. Continuidad de la tradición patriótica y de la lucha revolucionaria (los próceres, los protomártires, el 68, lo que sería el 95...). 2. La lucha armada es la única vía para destruir el sistema colonial, si bien después habrá que liquidar la herencia colonial con un gobierno autóctono (que debe iniciarse ya en la dirección democrática de la guerra) y una educación renovada, científica y americanista. 3. La lucha es contra el sistema, no contra el pueblo español. 4. La guerra ha de hacerse sin odio, impulsada por un sentimiento de justicia, no de venganza. 5. Frente al peligro imperialista que representa Norteamérica, la lucha cubana adquiere un sentido continental, ya que el destino histórico de "nuestra América" es solidario. Tales son los principios, explícitos o tácitos, del Partido fundado por Martí en 1892 para la liberación de Cuba y Puerto Rico. En cuanto Partido de miembros activistas, de base obrera (formada en su mayoría por los tabaqueros de la emigración) y vanguardia revolucionaria (el Delegado, el Tesorero, los Cuerpos de Consejo), creado para dirigir políticamente una revolución nacionalista y antimperialista, con proyecciones continentales, es una absoluta novedad histórica.
 

Ahora bien, todo lo expuesto, con ser tanto, no agota por cierto el alcance del mensaje martiano. Uno de los errores que con más frecuencia se han cometido es el de desconectar su pensamiento revolucionario de sus credos trascendentes. La lectura atenta y desprejuiciada de su obra revela que esto es imposible. Aunque no confunda los planos de la realidad en su manera de afrontarlos, Martí no es por una parte un político y por otra un creyente en la sustantividad y trascendencia del espíritu. Muy por el contrario, es un revolucionario apostólico porque cree en el sentido del cosmos y cree porque es un revolucionario. La primera prueba de esta profunda interrelación la tenemos en las páginas de El presidio político, testimonio catártico de la experiencia que en su horno lo forjó, a la vez y para siempre, como revolucionario y como creyente libre no adherido a ningún dogma. Allí, en efecto, leemos: "El orgullo con que agito estas cadenas, valdrá más que todas mis glorias futuras; que el que sufre por su patria y vive para Dios, en este u otros mundos tiene verdadera gloria[21]." "El martirio por la patria es Dios mismo[22].' Lo que Martí descubre o confirma y consagra en el presidio es el sentido misional de su vida: la relación dialéctica del sacrificio y la injusticia dentro de una realidad que abarca lo visible y lo invisible, lo histórico y lo trascendente. La necesidad del sacrificio, nos dice muchas veces en prosa y en verso, constituye la suprema ley compensatoria, ley esencialmente referida a un drama espiritual al que se decide en la trascendencia de la vida, o las vidas y, por lo tanto, para cada ciclo personal y para la humanidad como ser colectivo y progresivo, en las luchas históricas. El hombre, cada hombre, es el protagonista de ese drama cuyos polos son la injusticia y el sacrificio: los dos polos, también, de la eticidad revolucionaria. El quehacer histórico, político, es en el fondo para Martí una misión religiosa del hombre en la tierra, porque la sustancia de ese quehacer en último grado es espiritual, y el espíritu, condicionado a la materia, no muere con ella[23]. Su artículo sobre Darwin es categórico a este respecto. La misión revolucionaria, pues, se inserta dentro de un plan trascendente. Siendo así la realidad, ¿cómo transformarla sino por el amor, aunque sea a través de las batallas? Siendo así el hombre, ¿cómo definirlo sólo por su nacionalidad o por su clase o por su raza? Los postulados políticos de Martí se conectan íntimamente con sus creencias, en las que integró, ecuménicamente, aspectos cristianos e hindúes. Frente a esa conexión que en él forma un todo unitario, pueden adoptarse dos posiciones: o bien dejar a un lado (sin negarlos en él) los credos trascendentes; o bien, compártanse o no los contenidos específicos del espiritualismo martiano, asumir dicha conexión como una esperanza, proyectada revolucionariamente hacia el futuro, de real integración de todas las necesidades del hombre: las objetivas y las subjetivas, las sociales y las íntimas, las que se refieren al pan material y las que piden, también, el pan espiritual (no sólo "cultural"). Lo que Martí propone, en suma, es una revolución íntegra del ser que, girando sobre el eje del sacrificio y la justicia, conduzca a la historia hacia la cabal integración de todos los derechos y potestades del hombre, y a cada hombre hacia el enfrentamiento con el sentido último de su vida y de su muerte. Ante esa proposición, que reviste los caracteres de un desafío, cada uno de nosotros, según sus luces y su conciencia, tiene la palabra.
 

¿Quién era, en suma, este hombre al que Gabriela Mistral llamó "el hombre más puro de nuestra raza" [24], y a quien pudiéramos también llamar el más completo? Pasamos sin sentirlo de su prosa a su verso, de su palabra a su acción, de su vida pública a su intimidad; podemos estudiar su doctrina política, filosófica, educacional, poética, crítica y aún estilística, como un todo continuo. Cuando nos habla de la sociedad nos dice las mismas cosas que cuando nos habla del poema. No hallamos en él fisura, y no acabamos nunca de ver todos los aspectos de su rostro, que sin embargo nos mira desnuda y sencillamente a los ojos. Lo vemos en el blancor infernal de las canteras de San Lázaro, aherrojado con la cadena y el grillete que sólo pudo arrancarse de veras en sus últimos días, transfigurados por el cumplimiento del destino, en el seno de la naturaleza patria. Lo vemos en la tribuna de la emigración, en medio de la "magia infiel" del hielo, rodeado del arrobo de sus pobres, fulgurando en la noche la palabra sagrada que es el único hogar de espíritu que han tenido los cubanos. Lo vemos, en fin, en el terrible y radiante mediodía, lanzándose en su caballo blanco para firmar con sangre todas sus palabras. Ninguna imagen puede agotar su imagen. En el retrato de Jamaica, de pie contra la huraña manigua, siempre vestido como de luto y el rostro manándole luz, nos mira secretamente, con extraña lejanía y pasión entrañable, pidiéndonos siempre más.

 

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Anticlerical como sabemos que fue José Martí en una época en que todavía, por obra del llamado Patronato Regio, la Iglesia Católica estuvo al servicio incondicional de la Corona de España, igualmente sabemos que su anticlericalismo no fue el del ateo sino el del cristiano escandalizado por la historia de la Iglesia (véanse en el tomo 19 de sus Obras Completas las páginas 391-392), jamás negador de la tradición ético-religiosa del presbítero José Agustín Caballero, del Padre Félix Varela y de José de la Luz, a quien llamó “el padre, el silencioso fundador”, el Maestro de El Salvador, que tanto admiró y a quien tanto debió.
 

No menos profundos fueron sus vínculos con la catolicidad de los Siglos de Oro españoles: con la España de Santa Teresa, “que fue quien dijo que el diablo era el que no sabía amar”, y sobre cuyas afinidades estilísticas con Martí escribió Juan Marinello un memorable ensayo; la España de Quevedo, “que ahondó tanto en lo que venía, que los que hoy vivimos, con su lengua hablamos”; la España de Calderón, “gran meditabundo, gran esperador, gran triste”, único parigual, a su juicio, de Shakespeare, junto a Esquilo, Schiller y Goethe; la España de Velá[z]quez, que “creó de nuevo los hombres olvidados”, y de Goya, a quien consideró “uno de sus maestros”, anticipadores ambos del en su tiempo incomprendido impresionismo francés; la España, en fin, de Cervantes: “aquel temprano amigo del hombre que vivió en tiempos aciagos para la libertad y el decoro, y con la dulce tristeza del genio prefirió la vida entre los humildes al adelanto cortesano y es a la vez deleite de las letras y uno de los caracteres más bellos de la historia”.
 

En su primer destierro de revolucionario que entregaría la vida para liberar a su pueblo del yugo colonial, reencontró al “sobrio y espiritual pueblo de España” que había conocido en el hogar habanero de sus padres, valenciano él, canaria ella; tuvo un lugar en su corazón para los comuneros de Castilla y Aragón, “franco, fiero, fiel, sin saña”, reconoció “el ente misterioso de la raza y el espíritu perdurable de la lengua”. Es ese “ente” y ese “espíritu”, renacidos a nueva luz bajo los cielos de México, Guatemala y Venezuela, los que nos convocan hoy para adentrarnos, no solo en las anticipaciones o premoniciones de su genio verbal, sino en las lecciones más altas que con ese genio y con su vida supo darnos.
 

Como poeta “en versos” (ya que más aún, como él quería, lo fue “en actos”) Martí descubrió antes que todos la verdadera “musa nueva” de una modernidad florecida a partir de la raíz hispánica, en Ismaelillo (1881); descubrió el verbo desnudo, visionario y “protoplasmático”, anterior a la escisión de verso y prosa, como observó Unamuno, antes que el propio Unamuno de El Cristo de Velá[z]quez, y descubrió, antes que Antonio Machado, el uso del acento popular para la expresión alta de una concepción del mundo que vibra con todas las cuerdas del alma, y las armoniza, en Versos sencillos. Sus contemporáneos sucesivos son, después de Rubén Darío ––al que llamó “hijo” y que a él lo llamó “maestro”––, Gabriela Mistral, César Vallejo y José Lezama Lima, que en 1960 dijo que es él, Martí, quien nos acompaña en esta última era, “la era de la posibilidad infinita”.
 

Como periodista, Martí le injertó al periódico, antes que la generación del 98, la savia del ensayo, según es evidente en “Emerson”, “Darwin ha muerto” y, cenitalmente, “Nuestra América”. Abrió el compás de la crónica y el reportaje hasta dimensiones pictóricas, muralistas o de un detallismo sorprendente, e incluso pre-cinematográficas por las amplitudes panorámicas, los súbitos close-ups y el contrapunto de los tiempos. Véanse como ejemplos, entre muchos, la última crónica sobre los anarquistas de Chicago, en que su horizonte ideológico da un giro importante, y “El terremoto de Charleston”, en que asistimos, como banda sonora, al nacimiento de un “spiritual” desde la desolación y la catástrofe. No ha aparecido todavía el relevo de Martí en el periodismo hispanoamericano.
 

Como crítico, se adelantó más de medio siglo a la crítica llamada de participación, que propuso Leo Spitzer en su libro Lingüística e historia literaria (1955). Totalmente al margen de la crítica normativa y preceptiva, que se practicaba en su tiempo junto con la caprichosa o denigrante, Martí ––observé desde 1976–– se sitúa intuitivamente “dentro de la obra”, en su centro cordial, y desde allí descubre “las leyes que la rigen”, que es lo mismo que pediría Spitzer. Dos ejemplos: “El poeta Walt Whitman”, también crónica ensayística, que instaló al gran rapsoda norteamericano en nuestra lengua, y “Nueva exhibición de los pintores impresionistas”, con una comprensión artística y social de aquella escuela que no ha sido superada.
 

Desde el memorable estudio de Enrique Anderson Imbert en 1953, y especialmente durante la última década del siglo XX, ha crecido el interés de la crítica hacia Amistad funesta o Lucía Jerez, escrita por encargo de una amiga, Adelaida Baralt, en siete días, y calificada por el propio Martí de “noveluca”. Paradigma de novela modernista, hoy nos parece, además, que esas encantadoras páginas con la apariencia incluso de una “novela rosa”, transparenta verdaderos abismos del alma femenina y acaban siendo, junto con el retrato magistral de una endemoniada por la obsesión de los celos, la mayor incursión de Martí en el lado oscuro de la vida.
 

En otra obrita más ocasional aún, el drama indio Patria y libertad, escrito para una representación escolar sobre la independencia de Guatemala, puede hallarse la anticipación de un cristianismo revolucionario que en nuestros días se ha manifestado como Teología de la Liberación. Véase en la escena II del Acto Segundo la confrontación del indio Martino con el Padre Antonio. La primera intuición de estas ideas se halla en la identificación de Cristo con el desvalido y sufriente, según la versión del Juicio Final de Mateo[,] 25, ante la imagen del torturado anciano Nicolás del Castillo, en el presidio político.
 

Con sus cuentos, versos, semblanzas y evocaciones, como jugando, La Edad de Oro quería ser, nada menos, una narración pedagógica del mundo y una invitación a mejorarlo. El enlazamiento de ternura, ética, historia, imaginación y ciencia en que consiste su argumento, con ser tan precioso, no sería el milagro que es si no fuera por la gracia de la forma, a la vez conversacional y escrita de modo indeleble. Desde “Los tres héroes” (Bolívar, siempre el primero) hasta “Un paseo por la tierra de los anamitas”, el universo se abre para el niño y el adolescente como la granada de la sabiduría. En cada grano distinto brilla la unidad del hombre. La fantasía ilustra a la historia. Pilar se despoja de “los zapaticos de rosa”; todo es lámina y lección; El Padre Las Casas contempla desolado “Las ruinas indias”; los pueblos reunidos en la Exposición de París echan a andar como en un desfile, cada uno con su rostro único, hacia la coralidad unitiva del amor. Esta es, definitivamente, la pedagogía de la libertad americana.
 

Mucho más habría que decir, y mucho seguramente será dicho en este Coloquio, de la insólita, perenne contemporaneidad de los discursos fundadores de Martí; o de su prodigioso epistolario, poliédrico como las imágenes de sus destinatarios, y dirigido siempre, en secreto entrañable, a cada uno de nosotros; o de sus Diarios finales, como dijera Lezama, “uno de los más misteriosos sonidos de palabra que están en nuestro idioma”. O de tantas sorpresas que guarda siempre su polifacética obra.
 

Hace dos milenios, el que había ofrecido la mayor de las bienaventuranzas a “los que padecen persecución por causa de la justicia”, no tuvo a mal que María Magdalena derramara sobre sus pies “una libra de ungüento de nardo puro”, y, rechazando la hipócrita protesta de Judas Iscariote, dijo: “Dejadla que lo emplee para honrar de antemano el día de mi sepultura” (Juan, 12, 1-9). También Martí quiso honrar el día de su sepultura con el poema titulado “Muerto”, que publicó en la Revista Universal, de México, en el período más anticlerical de su vida, el 25 de marzo de 1875, próxima ya la Semana Santa de aquel año; poema en el que leemos:
 

¿Quién sabe cuándo ha sido?
¿Quién piensa que él ha muerto?
¡Desde que aquel cadáver ha vivido,
El Universo todo está despierto!
Y desde que a la luz de aquella frente
Su seno abrió la madre galilea,
Cadáver no hay que bajo el sol no aliente
Y eterno vivo en el sepulcro sea!


Eterno vivo es para nosotros José Martí.

 

 

***
 

 

Notas
 

[1] José Martí, Obras Completas, La Habana, Editorial Nacional de Cuba, 1963-1973, 28 v., t. 5, p. 145. En lo sucesivo: O.C.
[2] Fernando Portuondo del Prado, Historia de Cuba, La Habana, Editorial Minerva, 1957, p. 386.
[3] "Ya vimos en el cuadro III que entre los ingenios semimecanizados y los de fuerza motriz animal se produjo el 91. 7 % de la zafra de 1860: por lo tanto en ellos está la clave de la gran crisis azucarera que culmina en la Guerra de los 10 años. La raíz económica de esta crisis sólo puede explicarla la tecnología." Manuel Moreno Fraginals, El Ingenio, el complejo económico social cubano del azúcar, La Habana, Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, 1964, t. 1, p. 86.
[4] O.C., t. 7, p. 407.
[5] O.C., t. 16, p. 107.
[6] "El destino personal de Martí —precisa Martínez Estrada—es una prolongación del destino familiar y este lo es del destino nacional. Los antiguos mitos lo reconocían así. Toda la vida de Martí es epítome de la historia de Cuba; por eso su biografía puede ser leída hermenéuticamente, como mitologema, relato personal de una generación histórica." Y añade: "El sino de Cuba gravita sobre las familias de emigrados, criollos y desterrados y, como en las leyendas épicas, el primogénito recibe la herencia de su ananké: es el receptáculo de la Némesis tribal. Todo se articula y configura con un sentido cerrado de tragedia y de inevitabilidad." Ezequiel Martínez Estrada, Martí revolucionario, t. 1, La Habana, Casa de las Américas, 1967, p. 43.
[7] El primer "incidente" fue el paso frente al hogar de los hermanos Valdés Domínguez de una escuadra de Voluntarios, que se consideraron objeto de burla. Esto provocó el registro de la casa, donde se encontró una carta acusando de "apóstata" a un condiscípulo alistado en el ejército español, firmada por Martí y por Fermín Valdés Domínguez. Acusados de "infidencia", durante el juicio Martí se declaró único autor de dicha carta, lo que le valió la condena de seis años de presidio, mientras a Fermín se le impusieron seis meses de arresto mayor. Por razones de salud se obtuvo el indulto de Martí. Para estos y otros datos biográficos, ver la Cronología al final de este volumen.
[8] O.C., t. 1, p. 54.
[9] Ibídem.
[10] O.C., t. 1, p. 57.
[11] O.C., t. 1, p. 45.
[12] O.C., t. 1, p. 57.
[13] Frantz Fanon, Les damnés de la terre, París, Maspero, 1968, p. 144. El punto más cercano de Fanon a Martí parece hallarse en las agónicas y extraordinarias páginas finales —“A modo de conclusión”— de su libro Piel negra, máscaras blancas (La Habana, Instituto del Libro, 1968).
[14] O.C., t. 1, p. 32.
[15] O.C., t. 16, p. 74.
[16] O.C., t. 4, p. 277.
[17] O.C., t. 4, p. 99.
[18] O.C., t. 16, p. 75.
[19] Martínez Estrada, en su libro citado (nota 6), observa, a propósito de Abdala: "El pueblo africano de Nubia es el de Cuba, evidentemente. El nombre árabe de Abdala, que los españoles llamaban Boabdil el Chico, es el último rey moro de Granada. (...) Abdala, adolescente, encendido en heroico amor a la patria, es Martí (...) Abdala en el drama es negro, con lo que une dos condiciones cubanas de africano y enemigo de la España católica y conquistadora. Si el Abdala nubio es Boabdil el moro, muere combatiendo por el ideal de Martí." (p. 69) Por otra parte, en el número 4 de La Edad de Oro (1889), Martí publicará su sorprendente artículo titulado "Un paseo por la tierra de los anamitas", donde ilumina para los niños de América esa remota tierra del futuro Viet Nam, identificándose con sus dolores y adivinando su lucha anticolonialista como cosa propia.
[20] "Martí en su (tercer) mundo", prólogo de Roberto Fernández Retamar a José Martí, Páginas escogidas, La Habana, Editora Universitaria, 1965.
[21] O.C., t. 1, p. 54.
[22] O.C., t. 1, p. 61.
[23] ''Allá, en otros mundos, en tierras anteriores, en que firmemente creo, como creo en las tierras venideras, —porque de aquellas tenemos la intuición pasmosa que puesto que es conocimiento previo de la vida revela vida previa— y a estas hemos de llevar este exceso de ardor de pensamiento, inempleada fuerza, incumplidas ansias y desconsoladoras energías con que salimos, de esta vida;—allá, en tierras anteriores, he debido cometer para con la que fue entonces mi patria alguna falta grave, por cuanto está siendo desde que vivo mi castigo, vivir perpetuamente desterrado de mi natural país, que no sé dónde está, —del muy bello en que nací, donde no hay más que flores venenosas,—de ti y de él.” (t. 21, p. 246) "Es el efecto de la cultura en la mente humana mirar a lo real como fenómeno, y no como sustancia: lo real, accidente y efecto: y el espíritu, de indispensable existencia.” (t. 22, p. 306.)
[24] Gabriela Mistral, prólogo a José Martí, Versos sencillos, La Habana, Secretaría de Educación, 1939, p. 34. Por su parte Ezequiel Martínez Estrada, en Martí revolucionario, ed. cit., p. 151, lo llamó "uno de los espíritus más libres que ha conocido la historia, sin duda el más puro de todos ellos".

 

 



 

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