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ACTOS Y LETRAS
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Año VI / Vol. 24 / enero a marzo de 2022
Compañeros del tiempo Boris Groys
28 de junio de 2021
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"Comrades of Time" apareció originalmente en e-flux, Journal # 11, diciembre de 2009 (https://www.e-flux.com/journal/11/61345/comrades-of-time/). Se publica ahora aquí traducido al español por Rolando Prats. Existe, al menos, otra traducción al español del artículo orginal, recogido en el libro Boris Groys, Volverse público. Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea (trad. Paola Cortes Roca), Buenos Aires, Caja Negra, 2014 (https://claseshipermedia.files.wordpress.com/2018/10/groys-b-volverse-pc3bablico-las-transformaciones-del-arte-en-el-c3a1gora-contemporc3a1nea.pdf).
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El arte contemporáneo se ha convertido hoy en una práctica cultural de masas. Por lo que que surge la pregunta: ¿Cómo puede un artista contemporáneo sobrevivir a este éxito popular del arte contemporáneo? O, ¿cómo puede sobrevivir el artista en un mundo en el que todo el mundo, al fin y al cabo, puede convertirse en artista?
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Para meritar su nombre, el arte contemporáneo debe manifestar su propia contemporaneidad y ello no simplemente por haber sido hecho o expuesto hace poco. Por lo que la pregunta "¿Qué es el arte contemporáneo?" implica la pregunta "¿Qué es lo contemporáneo?". ¿Cómo podría mostrarse lo contemporáneo como tal?
Ser contemporáneo puede entenderse como estar inmediatamente presente, como estar aquí y ahora. En ese sentido, el arte parece ser verdaderamente contemporáneo si se percibe como auténtico, como capaz de captar y expresar la presencia del presente de una manera radicalmente incorrupta por viejas tradiciones o por estrategias dirigidas a asegurarse el éxito en el futuro. No obstante, estamos familiarizados con la crítica de la presencia, especialmente tal y como la formuló Jacques Derrida, quien ha demostrado —de forma harto convincente— que el presente nace ya corrompido por el pasado y el futuro, que la ausencia es siempre un elemento esencial de la presencia, y que la historia, incluida la historia del arte, no puede interpretarse, para decirlo como el propio Derrida, como "una procesión de presencias"[1].
Pero en lugar de seguir analizando los engranajes de la deconstrucción derrideana, me gustaría dar un paso atrás y preguntar: ¿Qué es lo que nos interesa tanto del presente, del aquí y ahora? Ya Wittgenstein, con no poca ironía, no dejó de observar que, de tanto en tanto, sus colegas filósofos se daban a contemplar el presente, en lugar de ocuparse sencillamente de su trabajo y su vida cotidiana. Para Wittgenstein, la contemplación pasiva del presente, de lo inmediatamente dado, es una ocupación antinatural dictada por la tradición metafísica, que ignora el flujo de la vida cotidiana —el flujo que siempre desborda el presente sin de ninguna forma privilegiarlo. Según Wittgenstein, el interés por el presente no es más que una déformation professionnelle filosófica —y quizá también artística—, una enfermedad metafísica que debe ser curada por la crítica filosófica[2].
De ahí que la siguiente pregunta me parezca de particular importancia para nuestro debate actual: ¿cómo se manifiesta el presente en nuestra experiencia cotidiana, antes de empezar a convertirse en objeto de especulación metafísica o de crítica filosófica?
Ahora bien, me parece que, en principio, el presente es algo que se convierte en un obstáculo para la realización de proyectos cotidianos (o no cotidianos), algo que nos impide el paso fluido del pasado al futuro, algo que nos obstruye, que hace que nuestras esperanzas y planes se vuelvan inoportunos, que no estén al día, o que simplemente sean imposibles de realizar. Una y otra vez, nos vemos obligados a decir: Sí, es un buen proyecto, pero en este momento no tenemos dinero, ni tiempo, ni energía, y así sucesivamente, para llevarlo a vías de hecho. O, se trata de una excelente tradición, pero por el momento no hay interés en ella y a nadie le apetece continuarla. O bien, es una hermosa utopía, pero, por desgracia, ya nadie cree en utopías, y así por el estilo. El presente es un momento en el que decidimos ajustar a la baja nuestras expectativas de futuro o abandonar algunas de las queridas tradiciones del pasado para pasar por la estrecha puerta del aquí y ahora.
Ernst Jünger hizo famosa la frase de que la modernidad —el tiempo, por excelencia, de los proyectos y los planes — nos había enseñado a viajar ligeros de equipaje (mit leichtem Gepäck). A fin de poder avanzar por el angosto sendero del presente, la modernidad se despojó de todo lo que le parecía demasiado pesado, demasiado cargado de significado, de mímesis, de criterios tradicionales de dominio (mastery), de convenciones éticas y estéticas heredadas, etc. El reduccionismo moderno es una estrategia para sobrevivir al difícil viaje por el presente. Si el arte, la literatura, la música y la filosofía han sobrevivido al siglo XX se lo deben al haberse deshecho de todo equipaje innecesario. Al mismo tiempo, esas reducciones radicales también revelan una especie de verdad oculta que trasciende su eficacia inmediata. Nos muestran que se puede renunciar a muchas cosas —tradiciones, esperanzas, habilidades e ideas—, sin por ello abandonar el proyecto ahora en forma reducida. Esa verdad también hizo que las reducciones modernistas fueran transculturalmente eficaces: cruzar una frontera cultural es, en muchos sentidos, como cruzar el límite del presente.
Así, durante el período de la modernidad, el poder del presente podía detectarse sólo de forma indirecta, a través de las huellas de la reducción dejadas en el cuerpo del arte y, de forma más general, en el cuerpo de la cultura. En el contexto de la modernidad, el presente, como tal, se consideraba sobre todo como algo negativo, como algo que debía superarse en nombre del futuro, algo que frenaba la realización de nuestros proyectos, algo que retrasaba la llegada del futuro. Uno de los lemas de la época soviética llegó a ser "Tiempo, ¡avanza!". Ilf y Petrov, dos novelistas soviéticos de los años 20, en certera parodia, dieron forma a ese sentimiento moderno a través del lema "¡Camaradas, duerman más rápido!". En efecto, en aquellos tiempos se habría preferido dormir mientras durara el presente, es decir, quedarse dormirse en el pasado y despertarse en el punto final del progreso, tras la llegada del radiante futuro.
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Pero en cuanto empezamos a poner en tela de juicio nuestros proyectos, a dudar de ellos o a reformularlos, el presente, lo contemporáneo, se convierte en un asunto importante, incluso fundamental para nosotros. Y es que lo contemporáneo está constituido por la duda, la vacilación, la incertidumbre, la indecisión, por la necesidad de una reflexión prolongada, de un aplazamiento. Optamos por posponer nuestras decisiones y actos a fin de tener más tiempo para el análisis, la reflexión y el estudio. Y es eso precisamente lo que es la contemporaneidad: un período de retraso prolongado y hasta potencialmente infinito. Como es bien sabido, Søren Kierkegaard se preguntó qué significaría ser contemporáneo de Cristo, a lo que él mismo respondió que dudando en aceptar a Cristo como Salvador[3]. La aceptación del cristianismo deja necesariamente a Cristo en el pasado. De hecho, ya Descartes definió el presente como un tiempo de duda, una duda de la que se espera que acabe dando paso a un futuro lleno de pensamientos claros e inequívocos, evidentes.
Claro está, se podría argüir que en este momento histórico nos encontramos precisamente en una situación similar, ya que la nuestra es una época en la que nos hemos dado a someter a nuevo examen —no a abandonar, ni a rechazar, sino a analizar y reexaminar— los proyectos modernos. La razón más inmediata para esa reconsideración es, por supuesto, el abandono del proyecto comunista en Rusia y Europa del Este. Política y culturalmente, el proyecto comunista dominó el siglo XX. Era la época de la Guerra Fría, había partidos comunistas en Occidente, movimientos disidentes en el Este, revoluciones progresistas, revoluciones conservadoras, debates sobre el arte puro y el arte comprometido; en la mayoría de los casos, esos proyectos, programas y movimientos estaban interconectados por su oposición entre sí. Pero ahora se pueden y se deben reconsiderar en su conjunto. Por lo que el arte contemporáneo podría considerarse como un arte que participa en la reconsideración de los proyectos modernos. Podría decirse que vivimos tiempos de indecisión, de retraso, tiempos aburridos. Sin embargo, para Martin Heidegger el aburrimiento es precisamente uno de los requisitos para poder experimentar la presencia del presente: experimentar el mundo en su conjunto aburriéndonos por igual de todos sus aspectos, no dejándonos cautivar por este o aquel objetivo específico, como ocurría en el contexto de los proyectos modernos. La vacilación con respecto a los proyectos modernos guarda relación principalmente con la incredulidad cada vez mayor en sus promesas. La modernidad clásica creía en la capacidad del futuro para realizar las promesas del pasado y del presente, incluso después de la muerte de Dios, incluso después de la pérdida de la fe en la inmortalidad del alma. La noción de una colección de arte permanente lo dice todo: el archivo, la biblioteca y el museo prometían una permanencia secular, una infinitud material que ocupaba el lugar que antes había ocupado la promesa religiosa de la resurrección y la vida eterna. Durante el periodo de la modernidad, "la obra" sustituyó al alma como la parte potencialmente inmortal del Ser. Es igualmente conocido como Foucault denominó heterotopías[5] a esos lugares modernos en los que el tiempo se acumulaba en lugar de perderse. Políticamente, podemos hablar de las utopías modernas como espacios post-históricos de tiempo acumulado, en los que se creía que la finitud del presente podría ser potencialmente compensada por el tiempo infinito del proyecto realizado: el de una obra de arte, o una utopía política. Por supuesto, esa realización anula el tiempo invertido en la realización, en la producción de un determinado producto: cuando el producto final se realiza, el tiempo que se utilizó para su producción desaparece. No obstante, el tiempo perdido en la realización del producto era compensado en la modernidad por un relato histórico que de alguna manera lo restauraba, por ser un relato que glorificaba las vidas de los artistas, científicos o revolucionarios que habían trabajado por el futuro.
Francis Alÿs, The Politics of Rehearsal, 2005.
(cortesía de https://renaissancesociety.org/exhibitions/461/-bolero-shoe-shine-blues-and-politics-of-rehearsal/)
A principios del siglo XXI, el arte entró en una nueva era: la de la producción artística en masa, y no sólo la del consumo de arte en masa. Hacer un vídeo y exhibirlo a través de Internet se convirtió en una operación fácil, accesible a casi todo el mundo. La autodocumentación se ha convertido hoy en una práctica de masas e incluso en una obsesión de masas. Los medios de comunicación y las redes contemporáneas ofrecen a la gente la posibilidad de presentar sus fotos, vídeos y textos de una forma que no puede distinguirse de cualquier obra de arte post-conceptual, incluidas las obras de arte basadas en el tiempo. Y eso significa que el arte contemporáneo se ha convertido hoy en una práctica cultural de masas. Por lo que surge la pregunta: ¿Cómo puede un artista contemporáneo sobrevivir a este éxito popular del arte contemporáneo? O, ¿cómo puede sobrevivir el artista en un mundo en el que todos, al fin y al cabo, pueden convertirse en artistas? Para hacerse visible en el contexto contemporáneo de la producción artística de masas, el artista necesita un espectador que pueda pasar por alto el inconmensurable volumen de producción artística y formular un juicio estético que distinga a ese artista concreto de la masa de otros artistas. Ahora bien, es obvio que ese espectador no existe: podría ser Dios, pero ya se nos ha informado de que Dios ha muerto. Por lo tanto, si la sociedad contemporánea sigue siendo una sociedad del espectáculo, parece serlo de un espectáculo sin espectadores.
Hoy en día, en cambio, esa promesa de un futuro infinito que alberga los resultados de nuestro trabajo ha dejado de ser plausible. Los museos se han convertido en sedes de exposiciones temporales más que en espacios para colecciones permanentes. No se deja de planificar nuevos futuros: el cambio permanente de las tendencias y modas culturales hace improbable cualquier promesa de futuro estable para una obra de arte o un proyecto político. Tampoco se deja de reescribir el pasado: los nombres y los acontecimientos aparecen, desaparecen, reaparecen y vuelven a desaparecer. El presente ha dejado de ser un punto de transición entre el pasado y el futuro, para convertirse en un lugar de reescritura permanente del pasado y del futuro, de proliferación constante de relatos históricos que escapan a toda comprensión o control individuales. Lo único de lo que podemos estar seguros en nuestro presente es de que esos relatos históricos proliferarán mañana del mismo modo en que proliferan hoy y de que reaccionaremos ante ellos con la misma sensación de incredulidad. Estamos atascados en el presente, que se reproduce sin conducirnos hacia ningún futuro. Simplemente perdemos nuestro tiempo, sin poder invertirlo con seguridad, para acumularlo, ya sea utópica o heterotópicamente. La pérdida de la perspectiva histórica infinita genera el fenómeno del tiempo improductivo, perdido. Así y todo, ese tiempo perdido también se podría interpretar de forma más positiva, como exceso de tiempo, como tiempo que atestigua que nuestra vida es puro ser-en-el-tiempo, más allá de su uso en el marco de los proyectos económicos y políticos modernos.
A modo de ejemplo, examinemos la instalación de Francis Alÿs, Canción para Lupita (1998). En esta obra, nos encontramos con una actividad sin principio ni fin, sin resultado ni producto definido: una mujer que vierte agua de un recipiente en otro, y de vuelta otra vez. Se nos pone en presencia de un puro y repetitivo ritual de pérdida del tiempo, un ritual secular que está más allá de cualquier pretensión de poder mágico, más allá de cualquier tradición religiosa o convención cultural.
Lo cual nos recuerda al Sísifo de Camus, un artista proto-contemporáneo cuya tarea, sin rumbo ni sentido, consistente en empujar una y otra vez una piedra cuesta arriba, podría considerarse el prototipo del arte contemporáneo basado en el tiempo. Esta práctica no productiva, este exceso de tiempo atrapado en un patrón no histórico de eterna repetición, constituye para Camus la verdadera imagen de lo que llamamos "vida", período irreductible a todo "sentido de la vida", todo "logro vital", toda importancia histórica. La noción de repetición se convierte ahora en algo fundamental. La repetitividad inherente al arte contemporáneo basado en el tiempo lo distingue claramente de los happenings y performances de los años sesenta. Una actividad documentada ya no es una actuación (performance) única y aislada, un acontecimiento singular, auténtico y original que tiene lugar aquí y ahora. Más bien, se trata de una actividad repetitiva, incluso antes de ser documentada, digamos, por un vídeo que se proyecta una y otra vez. Así, el gesto repetitivo diseñado por Alÿs funciona como un gesto programáticamente impersonal: cualquiera puede repetirlo, grabarlo y volver a repetirlo. En este caso, el ser humano vivo deja de diferenciarse de su imagen mediática. La oposición entre organismo vivo y mecanismo muerto pierde toda importancia por el carácter originalmente mecánico, repetitivo y sin propósito del gesto documentado.
Francis Alÿs caracteriza ese tiempo perdido, no teleológico, que no conduce a ningún resultado, a ningún punto final, a ningún clímax, como tiempo de ensayo. Como ejemplo ofrece su vídeo Politics of Rehearsal (2007), que se centra en el ensayo de un striptease, y que, en cierto sentido, constituye un ensayo de un ensayo, en la medida en que el deseo sexual provocado por el striptease permanece insatisfecho incluso en el caso de un "verdadero" striptease. En el vídeo, el ensayo va acompañado de un comentario del artista, en cuya interpretación el escenario es el modelo de la modernidad, que no deja de incumplir su promesa. Para el artista, el tiempo de la modernidad es el tiempo de la modernización permanente, que nunca alcanza realmente sus objetivos de llegar a ser verdaderamente moderna y nunca satisface el deseo que ha provocado. En ese sentido, se empieza a percibir el proceso de modernización como tiempo perdido, excesivo, que puede y debe ser documentado, precisamente porque nunca ha conducido a ningún resultado real. En otra de sus obras, Alÿs presenta el trabajo de un limpiabotas como ejemplo de un tipo de trabajo que no produce ningún valor en el sentido marxista del término, porque el tiempo dedicado a limpiar zapatos no da lugar a ningún tipo de producto final como exige la teoría del valor de Marx.
Pero es precisamente porque ese tiempo desperdiciado, suspendido, no histórico, no puede ser acumulado y absorbido por su producto, que ese tiempo se puede repetir —de manera impersonal y potencialmente infinita. Ya Nietzsche había afirmado que la única posibilidad de imaginar el infinito tras la muerte de Dios, tras el fin de la trascendencia, se encontraba en el eterno retorno de lo mismo. Mientras que Georges Bataille tematizó el repetitivo exceso de tiempo, la pérdida improductiva del tiempo, como la única posibilidad de escapar de la ideología moderna del progreso. Ciertamente, tanto Nietzsche como Bataille percibieron la repetición como algo naturalmente dado. Pero en su libro Diferencia y repetición (1968) Gilles Deleuze habla de la repetición literal como de algo radicalmente artificial y, en ese sentido, en conflicto con todo lo que es natural, vivo, cambiante y en desarrollo, incluyendo la ley natural y la ley moral[6]. Por lo tanto, la práctica de la repetición literal puede verse como el inicio de una ruptura en la continuidad de la vida al crear un exceso de tiempo no histórico a través del arte. Y es ese el punto en el que el arte puede llegar a ser verdaderamente contemporáneo.
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Me gustaría ahora movilizar un significado algo diferente de la palabra "contemporáneo". Ser con-temporáneo no significa necesariamente estar presente, estar aquí y ahora; significa estar "con el tiempo" más que "en el tiempo". En alemán, "con-temporáneo" es zeitgenössisch. Como Genosse significa "compañero", ser con-temporario —zeitgenössisch— puede entenderse como ser "compañero del tiempo", como colaborar con el tiempo, ayudar al tiempo cuando anda en problemas, cuando tiene dificultades. Y en las condiciones de nuestra civilización contemporánea orientada al producto, el tiempo tiene efectivamente problemas cuando se percibe como improductivo, desperdiciado, sin sentido. Ese tiempo improductivo queda excluido de los relatos históricos, amenazado por la perspectiva de una supresión (erasure) total. Es ese precisamente el momento en que el arte basado en el tiempo puede ayudar al tiempo, colaborar, convertirse en compañero del tiempo, porque el arte basado en el tiempo es, de hecho, un tiempo basado en el arte.
Son las obras de arte más bien tradicionales (pinturas, estatuas, etc.) las que pueden entenderse como basadas en el tiempo, porque se realizan con la expectativa de que tendrán tiempo —incluso mucho tiempo— si van a parar a un museo o a una importante colección privada. Pero el arte basado en el tiempo no se basa en el tiempo como un fundamento sólido, como una perspectiva garantizada; más bien, el arte basado en el tiempo documenta el tiempo que está en peligro de perderse como resultado de su carácter improductivo, su carácter de pura vida o, como diría Giorgio Agamben, de "nuda vida" (bare life)[7]. Mas ese cambio en la relación entre el arte y el tiempo también produce un cambio en la temporalidad del propio arte. El arte deja de estar presente, de crear el efecto de la presencia, pero también deja de estar "en el presente", entendido como la singularidad del aquí y ahora. Por el contrario, el arte comienza a documentar un presente repetitivo, indefinido, tal vez incluso infinito, un presente que siempre estuvo ahí y que puede prolongarse hasta un futuro indeterminado.
La contemplación fría es simplemente la repetición permanente del gesto de mirar, una conciencia de la falta de tiempo necesaria para emitir un juicio informado a través de la contemplación exhaustiva. El arte basado en el tiempo demuestra la "mala infinidad" del tiempo desperdiciado y excesivo que no puede ser absorbido por el espectador. Una vez más, el arte basado en el tiempo convierte la escasez de tiempo en un exceso de tiempo, y se muestra como un colaborador, un compañero del tiempo, su verdadero con-temporáneo.
Francis Alÿs, The Politics of Rehearsal, 2005.
(cortesía de https://renaissancesociety.org/exhibitions/461/-bolero-shoe-shine-blues-and-politics-of-rehearsal/)
Según el criterio tradicional, una obra de arte es algo que encarna totalmente el arte, lo que le confiere una presencia inmediatamente visible. Cuando asistimos a una exposición de arte, solemos asumir que todo lo que se expone —pinturas, esculturas, dibujos, fotografías, vídeos, readymades o instalaciones— debe ser arte. Por supuesto, las obras de arte individuales pueden hacer referencia, de un modo u otro, a cosas que esas obras no son, tal vez a objetos del mundo real o a determinadas cuestiones políticas, pero de las que no se piensa que refieren al arte, sino que ellas mismas son arte. Sin embargo, esta suposición tradicional ha demostrado ser cada vez más engañosa. Además de exhibir obras de arte, los espacios artísticos hoy en día también nos enfrentan a la documentación del arte. Vemos imágenes, dibujos, fotografías, vídeos, textos e instalaciones, es decir, las mismas formas y medios en los que habitualmente se presenta el arte. Pero cuando se trata de la documentación del arte, éste ya no se presenta a través de esos medios, sino que es referido por estos últimos. Porque la documentación artística no es, por definición, arte. Precisamente, al referirse simplemente al arte, la documentación del arte deja bastante claro que el propio arte ya no está presente de forma inmediata, sino que está ausente y oculto. Por ello, es interesante comparar el cine tradicional y el arte contemporáneo basado en el tiempo —que tiene sus raíces en el cine— para comprender mejor lo que ha sucedido con el arte y también con nuestra vida.
Desde sus inicios, el cine pretendió tener la capacidad de documentar y representar la vida de una forma inaccesible para las artes tradicionales. De hecho, como medio del movimiento, el cine ha mostrado con frecuencia su superioridad sobre otros medios de comunicación, cuyos mayores logros se conservan en forma de tesoros y monumentos culturales inmóviles, escenificando y celebrando la destrucción de esos monumentos. Esa tendencia también demuestra la adhesión del cine a la fe típicamente moderna en la superioridad de la vita activa sobre la vita contemplativa. En ese sentido, el cine manifiesta su complicidad con las filosofías de la praxis, del Lebensdrang, del élan vital y del deseo; demuestra su connivencia con las ideas que, siguiendo los pasos de Marx y Nietzsche, encendieron la imaginación de la humanidad europea a finales del siglo XIX y principios del XX, es decir, durante el mismo periodo que dio origen al cine como medio. Fue la época en que la actitud hasta entonces imperante de contemplación pasiva se vio desacreditada y desplazada por la celebración de los potentes movimientos de las fuerzas materiales. Mientras que la vita contemplativa fue percibida durante mucho tiempo como una forma ideal de existencia humana, llegó a ser despreciada y rechazada a lo largo del período de la modernidad como una manifestación de la debilidad de la vida, una falta de energía. Y en el nuevo culto a la vita activa desempeñó un papel protagónico el cine. Desde sus inicios, el cine ha celebrado todo lo que se mueve a gran velocidad —trenes, coches, aviones—, pero también todo lo que se mueve por debajo de la superficie —cuchillas, bombas, balas.
Sin embargo, aunque el cine como tal es una celebración del movimiento, en comparación con las formas de arte tradicionales, paradójicamente lleva al público a nuevos extremos de inmovilidad física. Mientras que es posible mover el cuerpo con relativa libertad mientras se lee o se recorre una exposición, el espectador en una sala de cine se encuentra a oscuras y pegado a su asiento. La peculiar situación del cinéfilo se asemeja, de hecho, a una grandiosa parodia de la propia vita contemplativa que el cine denuncia, porque el cine encarna precisamente la vita contemplativa tal y como aparecería desde la perspectiva de su crítico más radical —un nietzscheano intransigente, dígase de paso—, es decir, como el producto del deseo frustrado, la falta de iniciativa personal, un ejemplo de consuelo compensatorio y un signo de la insuficiencia del individuo en la vida real. Es ese el punto de partida de muchas críticas modernas del cine. Serguéi Eisenstein, por ejemplo, fue ejemplar en la forma en que combinó el choque estético con la propaganda política en un intento de movilizar al espectador y liberarlo de su condición pasiva y contemplativa.
La ideología de la modernidad —en todas sus formas— se dirigió contra la contemplación, contra la condición de mero espectador (spectatorship), contra la pasividad de las masas paralizadas por el espectáculo de la vida moderna. A lo largo de la modernidad podemos observar este conflicto entre el consumo pasivo de la cultura de masas y una oposición militante a la misma: política, estética o una mezcla de ambas. El arte progresista y moderno se ha constituido durante el periodo de la modernidad en oposición a ese consumo pasivo, ya sea de propaganda política o de kitsch comercial. Conocemos esas reacciones militantes —desde las diferentes vanguardias de principios del siglo XX hasta Clement Greenberg (Vanguardia y Kitsch), Adorno (Industria cultural) o Guy Debord (Sociedad del espectáculo), cuyos temas y figuras retóricas siguen resonando en el debate actual sobre nuestra cultura[8]. Para Debord, el mundo entero se ha convertido en una sala de cine en la que las personas están completamente aisladas unas de otras y de la vida real y, en consecuencia, condenadas a una existencia de absoluta pasividad.
Sin embargo, a principios del siglo XXI, el arte entró en una nueva era: la de la producción artística en masa, y no sólo la del consumo de arte en masa. Hacer un vídeo y exhibirlo a través de Internet se convirtió en una operación fácil, accesible a casi todo el mundo. La práctica de la autodocumentación se ha convertido hoy en una práctica de masas e incluso en una obsesión de masas. Los medios de comunicación y las redes contemporáneas, como Facebook, YouTube, Second Life y Twitter, ofrecen a la población mundial la posibilidad de presentar sus fotos, vídeos y textos de una forma que no puede distinguirse de cualquier obra de arte post-conceptual, incluidas las obras de arte basadas en el tiempo. Y eso significa que el arte contemporáneo se ha convertido hoy en una práctica cultural de masas. Por lo que surge la pregunta: ¿Cómo puede un artista contemporáneo sobrevivir a este éxito popular del arte contemporáneo? O, ¿cómo puede sobrevivir el artista en un mundo en el que todo el mundo, al fin y al cabo, puede convertirse en artista? Para hacerse visible en el contexto contemporáneo de la producción artística de masas, el artista necesita un espectador que pueda pasar por alto el inconmensurable volumen de producción artística y formular un juicio estético que distinga a ese artista concreto de la masa de otros artistas. Ahora bien, es obvio que ese espectador no existe: podría ser Dios, pero ya se nos ha informado de que Dios ha muerto. Por lo tanto, si la sociedad contemporánea sigue siendo una sociedad del espectáculo, parece serlo de un espectáculo sin espectadores.
Por otro lado, la condición actual de espectador —vita contemplativa— también se ha convertido en algo muy diferente de lo que era antes. También en este caso el sujeto de la contemplación ya no puede contar con infinitos recursos temporales, con infinitas perspectivas temporales, la expectación (expectation) que era constitutiva de las tradiciones platónica, cristiana o budista de la contemplación. Los espectadores contemporáneos son espectadores en movimiento y, principalmente, son viajeros. La vita contemplativa contemporánea coincide con la circulación activa permanente. El propio acto de contemplación funciona hoy como un gesto repetitivo que no puede conducir ni conduce a ningún resultado, a ningún juicio estético concluyente y fundado, por ejemplo.
Tradicionalmente, en nuestra cultura disponíamos de dos modos de contemplación fundamentalmente diferentes que nos permitían controlar el tiempo que pasábamos mirando las imágenes: la inmovilización de la imagen en el espacio de exhibición y la inmovilización del espectador en la sala de cine. Sin embargo, ambos modos se desmoronan cuando las imágenes en movimiento se trasladan a los museos o espacios de exhibición. Las imágenes seguirán moviéndose, pero también lo hará el espectador. Por lo general, en las condiciones de una visita ordinaria a una exposición, es imposible ver un vídeo o una película de principio a fin si la película o el vídeo son relativamente largos, especialmente si hay muchas obras de ese tipo basadas en el tiempo en el mismo espacio de exhibición. Y, de hecho, ese esfuerzo estaría fuera de lugar. Para ver una película o un vídeo en su totalidad, hay que ir al cine o quedarse delante de su ordenador personal. El objetivo de visitar una exposición de arte basado en el tiempo es echarle un vistazo y después otro y otro, pero no verlo en su totalidad. A ese respecto, podría afirmarse que el propio acto de contemplación se vuelve circular (put in a loop).
El arte basado en el tiempo, tal y como se muestra en los espacios de exhibición, es un medio frío (cool medium), para utilizar la noción introducida por Marshall McLuhan[9]. Según McLuhan, los medios calientes (hot media) conducen a la fragmentación social: cuando se lee un libro, se está solo y en un estado mental concentrado. Y en una exposición convencional, uno deambula solo de un objeto a otro, igualmente concentrado, separado de la realidad exterior, en aislamiento interior. McLuhan pensaba que sólo los medios electrónicos como la televisión eran capaces de superar el aislamiento del espectador individual. Pero este análisis de McLuhan no puede aplicarse al medio electrónico más importante de la actualidad: Internet. A primera vista, Internet parece ser tan genial, si no más, que la televisión, porque moviliza a los usuarios, seduciéndolos o incluso obligándolos a participar activamente. Sin embargo, al sentarse frente al ordenador y utilizar Internet, uno está solo y muy concentrado. Si Internet es participativo, lo es en el mismo sentido en que lo es el espacio literario. Aquí y allá, cualquier cosa que entre en esos espacios es percibida por otros participantes, provocando reacciones de su parte, que a su vez provocan otras reacciones, y así sucesivamente. Sin embargo, esa participación activa tiene lugar únicamente dentro de la imaginación del usuario, mientras su cuerpo se mantiene impasible.
Por el contrario, el espacio expositivo en que se presenta arte basado en el tiempo es un medio frío, por cuanto hace innecesario o incluso imposible centrarse en exposiciones individuales. De ahí que un espacio de ese tipo sea también capaz de incluir todo tipo de medios calientes —texto, música, imágenes individuales—, lo que hace que se enfríen. La contemplación fría no tiene como objetivo producir un juicio o una elección estética. La contemplación fría es simplemente la repetición permanente del gesto de mirar, una conciencia de la falta de tiempo necesaria para emitir un juicio informado a través de la contemplación exhaustiva. En este caso, el arte basado en el tiempo demuestra la "mala infinidad" del tiempo desperdiciado y excesivo que no puede ser absorbido por el espectador. Sin embargo, al mismo tiempo, elimina de la vita contemplativa el estigma moderno de la pasividad. En ese sentido, se podría afirmar que la documentación del arte basado en el tiempo borra la diferencia entre vita activa y vita contemplativa. Una vez más, el arte basado en el tiempo convierte la escasez de tiempo en un exceso de tiempo, y se muestra como un colaborador, un compañero del tiempo, su verdadero con-temporáneo.
Notas
[1] Jacques Derrida, Marges de la philosophie, París, Editions de Minuit, 1972, p. 377 [ed. esp.: Márgenes de la filosofía (trad. Carmen González Marín) Madrid, Cátedra (Colección Teorema), 2006].
[2] Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus (trad. C.K. Ogden), Londres Routledge, 1922, 6.45 [ed. esp.: Tractatus Logico-Philosophicus (trad. Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera), Madrid, Alianza Editorial, 2004].
[3] Søren Kierkegaard, Training in Christianity, Nueva York, Vintage, 2004 [ed. esp.: Ejercitación del cristianismo (trad. Demetrio Gutiérrez), Madrid, Trotta (Estructuras y Procesos. Filosofía), 2009].
[4] Martin Heidegger, “What is Metaphysics?” in Existence and Being (ed. W. Brock), Chicago, Henry Regnery, Co, 1949, 325–349 [Ser y tiempo (Trad., prólogo y notas de Jorge Eduardo Rivera), Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1997].
[5] Véase en https://foucault.info/documents/heterotopia/foucault.heteroTopia.en/.
[6] Gilles Deleuze, Difference and Repetition (trad. Paul Patton), Londres, Continuum, 1968 [ed. esp.: Diferencia y repetición (trad. María Silvia Delpy y Hugo Beccacece, Buenos Aires, Amorrortu editores, 2002].
[7] Giorgio Agamben, Homo Sacer: Sovereign Power and Bare Life (trad. Daniel Heller-Roazen), Stanford, Stanford University Press (Meridian: Crossing Aesthetics), 1998 [ed. esp.: El poder soberano y la nuda vida (trad. Antonio Gimeno Cuspinera), Valencia, Pre-Textos, 1998].
[8] Guy Debord, Society of the Spectacle (trad. D. Nicholson-Smith), Oakland, AKPress, 2005 [ed. esp.: La sociedad del espectáculo (trad. Rodrigo Vicuña), Santiago de Chile, Náufrago, 1995].
[9] Marshall McLuhan, Understanding Media: The Extensions of Man, Cambridge, MA, The MIT Press, 1994 [ed. esp.: Comprender los medios de comunicación. Las extensiones del ser humano (trad. Patrick Ducher), Barcelona, Paidós, 1996].