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Cartesianas contra la idiotez      Alain Badiou                         2 de mayo de 2020

Originalmente publicado, en francés, en Quartier Général. Le média libre, el 26 de marzo de 2020, y reproducido en millebabords.org el 25 de abril, bajo el título Sur la situation épidémique. Traducido al inglés, y abreviado, por Alberto Toscano y publicado en primicia en el blog de Verso el 23 de marzo. Puede leerse también en formato pdf o epub como número 20 de la serie Tracts de crises de Tracts Gallimard. Traducido del francés, y retitulado, para Patrias. Actos y Letras por Rolando Prats.

 

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Siempre he considerado que la situación actual, marcada por una pandemia viral, no tenía nada de excepcional. Desde la pandemia —también viral— del sida, pasando por la gripe aviaria, el virus del Ébola, el virus SARS-1, por no hablar de otras gripes— incluso del regreso del sarampión, o de las tuberculosis que los antibióticos han dejado de curar—, sabemos que el mercado mundial, en conjunción con la existencia de vastas zonas subatendidas y con la ausencia, a nivel mundial, de disciplina en las campañas de vacunación necesarias, produce inevitablemente epidemias graves y desastrosas (en el caso del sida, millones de muertos). Aparte del hecho de que la situación de la pandemia actual golpea esta vez a gran escala al llamado mundo occidental, donde se vive bastante cómodamente (hecho en sí mismo privado de todo significado nuevo y que no hace sino más bien convocar a lamentaciones sospechosas e idioteces indignantes en las redes sociales), no lograba yo ver por qué, más allá de las obvias medidas de protección  y del tiempo que tomará que el virus desaparezca a falta de nuevos blancos, hubiese que montar en cólera.

Por lo demás, el verdadero nombre de la epidemia en curso debería indicarnos que, en cierto sentido,  no se trata de “nada nuevo bajo el sol contemporáneo”. Ese verdadero nombre es SARS-2, es decir “Severe Acute Respiratory Syndrom[e] 2”, designación que, de hecho, inscribe una identificación “en segundo tiempo”, después de la epidemia del SARS-1, que se propagó por el mundo durante la primavera de 2003. De esa enfermedad se dijo en aquel entonces que era “la primera enfermedad desconocida del siglo XXI”. A todas luces, pues, la actual epidemia definitivamente no marca el surgimiento de nada radicalmente nuevo o increíble. Es la segunda de su tipo durante este siglo y se puede considerar descendiente de la primera . Al punto de que la única crítica seria en materia predictiva dirigida hoy contra las autoridades es la de no haber apoyado debidamente, después del SARS-1, la investigación que habría puesto a disposición de la comunidad médica verdaderos medios de acción contra el SARS-2. Se trata, por lo demás, de un grave reproche, que denuncia una carencia del Estado en sus relaciones con las ciencias, relaciones esenciales en la situación en la que nos encontramos. Pero ya eso es agua pasada.

Entretanto, no me parecía que pudiese yo hacer algo más que tratar, como todo el mundo, de confinarme y exhortar a los demás a hacer lo mismo. Mantener a ese respecto una estricta disciplina es tanto más necesario cuanto es un apoyo y una protección fundamental para quienes son los más expuestos: huelga decir que me refiero a todo el personal de la salud, que está en la primera línea y debe poder contar con una disciplina firme, y a las personas infectadas, pero también a los más débiles, como las personas de edad avanzada, principalmente aquellas en centros asistenciales, y a todos los que siguen yendo a trabajar y corren el riesgo de ser contagiados. Esta disciplina de parte de quienes pueden obedecer al imperativo de “quedarse en casa” debe también hallar y proponer medios para que quienes no tengan “casa donde quedarse” puedan encontrar un refugio seguro. A tal fin cabría contemplar la requisición general de algunos hoteles y la formación de “brigadas” de jóvenes voluntarios que garanticen el avituallamiento por entregas, como se ha hecho ya, por ejemplo, en Niza.

Esas obligaciones son, es cierto, cada vez más imperativas, pero no entrañan, al menos a primera vista, grandes esfuerzos de análisis o de constitución de un pensamiento nuevo. Más bien se inscriben en lo que se dio en llamar “socorro popular”.

Pero, a decir verdad, el asunto es que hoy leo demasiadas cosas, escucho demasiadas cosas, inclusive en mi entorno, que me desconciertan por la agitación que trasuntan y por su inadecuación total a la situación, francamente simple, en la que nos encontramos.

Esas declaraciones perentorias, esas exhortaciones patéticas, esas acusaciones enfáticas adoptan diferentes formas, pero tienen todas en común, además de un goce secreto, un curioso desdén por la aterradora simplicidad, y por la ausencia de novedad, de la actual situación epidémica. O son inútilmente serviles a los poderes, que de hecho no hacen sino aquello a lo que se ven forzados por la naturaleza del fenómeno, o sacan a relucir al Planeta y su mística, lo cual no nos sirve de nada. O todo se lo achacan al pobre Macron, quien no hace, ni mejor ni peor que cualquier otro, sino su trabajo de Jefe de Estado en tiempos de guerra o de epidemia. O arman un alboroto ante el acontecimiento fundador de una revolución increíble, que no vemos qué conexión podría tener con la erradicación del virus, revolución para la que, por lo demás, nuestros “revolucionarios” no cuentan con el más mínimo de los medios. O  bien se hunden en un pesimismo apocalíptico. Otros se exasperan ante la circunstancia de que “yo primero”, regla de oro de la ideología contemporánea, no sea hoy de ningún interés y de ninguna ayuda y pueda incluso aparecer como cómplice de una continuación indefinida del mal.

Diríase que la prueba epidémica disuelve por doquier la actividad intrínseca de la Razón y obliga a los sujetos a regresar a los tristes efectos (misticismo, fantasías, rezos, profecías y maldiciones) que eran habituales en la Edad Media cuando la peste arrasaba. De repente, me siento de algún modo obligado a agrupar algunas ideas simples. Gustosamente diría: cartesianas.

Convengamos en comenzar por definir el problema, por otra parte tan mal definido y, por consiguiente, abordado de manera errónea. Toda epidemia es compleja en la medida en que es siempre un punto de articulación entre determinaciones naturales y determinaciones sociales. Su análisis no puede ser integral si no es al mismo tiempo transversal: es menester localizar los puntos en que intersecan ambas determinaciones para poder extraer las consecuencias.

Por ejemplo, el punto inicial de la actual epidemia se sitúa muy probablemente en los mercados de la provincia de Wuhan. Los mercados chinos todavía son conocidos por lo que en ellos se exhibe, sobre todo por su gusto por la venta al aire libre de todo tipo de animales vivos amontonados. Hasta hoy, la hipótesis con más visos de realidad es la de que en algún momento el virus hizo acto de presencia, en forma animal heredada de los murciélagos, en un ambiente popular muy denso y de higiene rudimentaria.

El avance natural del virus de una especie animal a otra se desplaza entonces hacia la especie humana. ¿Exactamente cómo? No lo sabemos todavía y sólo los procedimientos científicos nos lo dirán. Estigmaticemos, de paso, a todos aquellos que echan a correr, en las redes de internet, fábulas típicamente racistas, respaldadas por imágenes manipuladas según las cuales todo proviene del hecho de que los chinos comen murciélagos casi vivos.

Ese tránsito local entre especies animales que conduce al ser humano constituye el punto desde el que se origina todo el asunto. Tras lo cual, opera sólo un dato fundamental del mundo contemporáneo: el ascenso del capitalismo de Estado chino a un rango imperial, es decir, una presencia intensa y universal en el mercado mundial. De ahí las innumerables redes de difusión, evidentemente antes de que el gobierno chino pudiera aislar totalmente el punto de origen—de hecho, una provincia entera, con sus 40 millones de habitantes—, cosa que, sin embargo, terminará por lograr, aunque demasiado tarde para evitar que la epidemia emprendiera la ruta —y se subiera a aviones y barcos— de la existencia mundial.

 

El Estado burgués se ve obligado a hacer prevalecer intereses de alguna manera

más generales que los exclusivos de la burguesía,

sin dejar de preservar estratégicamente, en el futuro, la primacía de los intereses de clase de los cuales ese Estado representa la forma general

Alain Badiou

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REUTERS/Gonzalo Fuentes

 

 

Un detalle revelador de lo que he llamado doble articulación de toda epidemia: actualmente, el SARS-2 ha sido suprimido en Wuhan, pero son muy numerosos los casos en Shanghái, principalmente debido al influjo de personas, por lo general chinos, provenientes del extranjero. China es, pues, un lugar donde observamos el anudamiento, por una razón en primer lugar arcaica pero también moderna, de un cruce naturaleza-sociedad en mercados mal mantenidos que funcionan a la antigua, causa puntual del surgimiento de la infección, y una difusión planetaria desde ese punto de origen, acarreada por el mercado mundial capitalista y sus desplazamientos tan rápidos como incesantes.

Tras lo cual entramos en una fase en la que los Estados intentan, localmente, frenar la propagación. Observemos, de paso, que esta determinación sigue siendo fundamentalmente local, mientras que la epidemia es, por su parte, transversal. A pesar de la existencia de algunas autoridades transnacionales, es obvio que son los Estados burgueses locales los que están en la primera línea.

Nos tropezamos aquí con una contradicción mayor del mundo contemporáneo: la economía, incluido el proceso de producción en masa de bienes manufacturados, se encuentra bajo la égida del mercado mundial. Sabemos que la simple fabricación de un teléfono móvil moviliza el trabajo y los recursos, entre ellos recursos minerales, al menos en siete Estados diferentes. Pero, por otro lado, los poderes políticos siguen siendo esencialmente nacionales. Y la rivalidad de los imperialismos, lo mismo antiguos (Europa y los Estados Unidos) que nuevos (China, el Japón...) impide todo proceso de formación de un Estado capitalista mundial. También la epidemia supone un momento en que se hace patente esa contradicción entre economía y política. Hasta los países europeos se han revelado incapaces de ajustar a tiempo sus políticas para hacer frente al virus.

Presas, ellos mismos, de esa contradicción, los Estados nacionales intentan hacer frente a la situación epidémica respetando cuanto sea posible los mecanismos del Capital, aunque la naturaleza del riesgo los obligue a modificar el estilo y los actos del poder.

Desde hace mucho sabemos que, en caso de guerra entre países, el Estado debe imponer, no solamente a las masas populares sino también a los propios burgueses, importantes restricciones, y ello con tal de salvar al capitalismo local. Se nacionalizan las industrias en beneficio de una producción desenfrenada de armamentos que, sin embargo, no produce en lo inmediato ningún valor excedente monetizable. Se moviliza como oficiales a un gran número de burgueses y se los expone a la muerte. Día y noche, los científicos se empeñan en inventar nuevas armas. Un buen número de intelectuales y de artistas se ven compelidos a alimentar la propaganda nacional, etcétera.

Frente a una epidemia, ese tipo de reflejo estatal es inevitable. De ahí que, contrariamente a lo que se dice, las declaraciones de Macron o de Édouard Philippe sobre el Estado que de repente se ha convertido en estado “de bienestar”, los gastos en apoyo a las personas sin trabajo o a quienes trabajan por su cuenta cuyos negocios se han visto cerrados, para lo cual se requieren cien o doscientos mil millones de las arcas del Estado, el anuncio de “nacionalizaciones”... nada de ello tenga ni de asombroso ni de paradójico. De lo cual se desprende que la metáfora de Macron, “estamos en guerra”, resulta adecuada: en guerra o en epidemia, el Estado se ve obligado, a veces violando el curso normal de su naturaleza de clase, a aplicar prácticas a la vez más autoritarias y de alcance más global para evitar una catástrofe estratégica. De ahí también que utilice el descolorido léxico de la "nación", en una especie de gaullismo caricaturesco, que es hoy peligroso, dado que en todas partes el nacionalismo es caldo de cultivo de una extrema derecha revanchista.

Toda esa retórica es una consecuencia totalmente lógica de la situación y  tiene como objetivo frenar la epidemia —ganar la guerra, para retomar la metáfora de Macron— con el mayor grado posible de certeza, sin trastocar por ello el orden social establecido. No se trata en absoluto de una puesta en escena, sino de una necesidad impuesta por la propagación de un proceso letal que se cruza con la naturaleza (de ahí el prominente papel que desempeñan los científicos en este asunto) y con el orden social (de ahí la intervención autoritaria, y no podría ser de otro modo, del Estado).

Que en este empeño se pongan de manifiesto grandes deficiencias es inevitable. Por ejemplo, la escasez de máscaras protectoras o la falta de preparación respecto de la duración del aislamiento hospitalario. ¿Pero quién puede realmente jactarse de haber “previsto” ese tipo de cosas? Ciertamente el Estado, en este u otro aspecto, no había previsto la situación actual. Podría hasta decirse que, al haber debilitado —desde hace décadas— el aparato nacional de salud y, a decir verdad, todos los sectores del Estado que estaban al servicio del interés general, el Estado había actuado como si, por el contrario, nada parecido a una pandemia devastadora pudiera afectar a nuestro país. Lo cual hace recaer gran parte de la culpa en el Estado, y no sólo en su forma Macron, sino en la de todos los que lo han precedido desde hace, por lo menos, treinta años.

Entretanto, cabe insistir aquí que nadie había previsto, o siquiera imaginado, el despliegue en Francia de una pandemia de este tipo, quizá con la excepción de algunos pocos expertos. Muchos habrán pensado que este género de historias estaba bien para una África tenebrosa o la China totalitaria, pero no para la democrática Europa. Y seguramente no serán los izquierdistas (o los chalecos amarillos, o incluso los sindicalistas) quienes puedan arrogarse el derecho particular de perorar sobre este punto y no dejar de montar un alboroto en torno a  Macron, su irrisorio blanco de siempre. Tampoco ellos lo vieron venir en absoluto. Al contrario: mientras la epidemia ya había tomado rumbo desde China, y hasta hace muy poco, multiplicaron los agrupamientos incontrolados y las manifestaciones ruidosas, todo lo cual debería descalificarlos  hoy, sean quienes sean, para pavonearse frente a las demoras en que incurrieron las autoridades antes de darse cuenta de la gravedad de lo que estaba ocurriendo. A decir verdad, ninguna fuerza política en Francia tomó conciencia de la gravedad de la situación antes de que lo hiciera el Estado macroniano.

Del lado de ese Estado, la situación es una en la que el Estado burgués debe, explícita y públicamente, hacer prevalecer intereses de alguna manera más generales que los exclusivos de la burguesía, sin dejar de preservar estratégicamente, en el futuro, la primacía de los intereses de clase de los cuales ese Estado representa la forma general. O, en otras palabras, la coyuntura obliga al Estado a no poder manejar la situación de otra forma que integrando los intereses de la clase de la que es el representante apoderado con los intereses más generales, y ello debido a la existencia interna de un “enemigo” de suyo general, que en tiempos de guerra puede ser el invasor extranjero y que, en la situación actual, es el virus SARS-2.

Este tipo de situación (guerra mundial o epidemia mundial) es particularmente “neutral” en el plano político. Las guerras pasadas no desataron una revolución sino en dos casos —excéntricos, si pudiera decirse,  en comparación con las potencias imperiales de entonces: Rusia y China. En el caso ruso, ello fue posible porque el poder zarista era, en todos los aspectos y desde hacía mucho tiempo, un poder retrógrado, incluso como poder que hubiese podido ajustarse al nacimiento de un verdadero capitalismo en ese inmenso país. Y, por otro lado, gracias a los bolcheviques, contra ese poder se alzaba una vanguardia política moderna, firmemente estructurada por destacados líderes. En el caso chino, la guerra revolucionaria interna precedió a la guerra mundial y, en 1937, el Partido comunista se encontraba ya a la cabeza de un ejército popular curtido. En cambio, en ninguna de las potencias occidentales la guerra culminó en una revolución victoriosa. Hasta en el país derrotado en 1918, Alemania, la insurrección espartaquista fue rápidamente sofocada. Es una ilusión inconsistente y peligrosa imaginar que el capitalismo contemporáneo, que disfruta del desplome de la hipótesis comunista en todas partes y que, por tanto, puede presentarse como la única forma histórica posible de las sociedades de clase contemporáneas, se pueda ver seriamente comprometido por lo que está sucediendo hoy.

La lección de todo esto es clara: la epidemia en curso no tendrá, como tal, como epidemia, ninguna consecuencia política de envergadura en un país como Francia. Suponiendo incluso que nuestra burguesía piense, en vista del auge de los gruñidos amorfos y de las endebles, si bien generalizadas, consignas, que ha llegado el momento de deshacerse de Macron, ello no representaría en absoluto ningún cambio importante. Los candidatos “políticamente correctos” se encuentran ya a la espera entre bastidores, al igual que los partidarios de las formas más enmohecidas de un “nacionalismo” tan obsoleto como repugnante.

En cuanto a nosotros, los que deseamos un cambio real en las condiciones políticas de este país, debemos aprovechar el interludio epidémico, e incluso el confinamiento (totalmente necesario), para trabajar—mentalmente, por escrito y por correspondencia— en nuevas figuras de lo político, en el proyecto de lugares políticos nuevos y en el progreso transnacional de una tercera fase del comunismo, después de aquella, brillante, de su invención, y de aquella otra, interesante pero finalmente derrotada, de su experimentación estatal.

También habrá que someter a una crítica rigurosa toda idea según la cual fenómenos como una epidemia abren la vía, por sí solos, a nada políticamente novedoso. Además de la transmisión general de los datos científicos sobre la epidemia, no tendrán fuerza política sino las afirmaciones y convicciones nuevas en lo que respecta a los hospitales y a la salud pública, las escuelas y la educación igualitaria, el cuidado de los ancianos y otras cuestiones del mismo género. Son esas las únicas que eventualmente podrían articularse en un balance de las peligrosas debilidades del Estado burgués sacadas a la luz por la situación actual.

Entretanto, tendremos que decir, sin temor y en voz alta, que las pretendidas “redes sociales” han demostrado, una vez más, que —además de engordar a los multimillonarios de la hora— no son sino un lugar de propagación de una parálisis mental fanfarrona, de rumores incontrolados, del descubrimiento de “novedades” antediluvianas, cuando no del más simple oscurantismo fascistoide.

No demos crédito, incluso y sobre todo mientras estemos confinados, sino a las verdades verificables de la ciencia y a las perspectivas fundadas de una nueva política, de sus experiencias localizadas—entre ellas las que conciernen a la organización de las clases más explotadas y en particular de los proletarios nómadas venidos de otros lugares— y de su objetivo estratégico.

 

Diseño de fondo de página basado en Blanco sobre blanco, de Kazimir Malevich.

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