top of page

Territorio de nadie Mina Bárcenas

25 de julio de 2016

 

 

La librería

Hablaba yo con la dependiente, la entretenía.

Él movía los brazos, irradiaba más luz, daba grandes zancadas, hipnotizaba, y su mano lo escondía

entre las ropas o en la mochila amarilla, junto al martillo.

Mi estómago no se acostumbró, aun sabiendo el éxito de todas las operaciones,

pero me gustaba el temor, el salto, él, y al final un ladrillo más.

 

 

El barrio

Siempre marcada por la periferia.

Lejos de todo e inconforme.

Desear el otro lado. Cruzar.

“Voy pa' La Habana”.

Extraños y simples.

Altanera.

Dos amigas tierra.

Tocar timbres y salir corriendo.

Robar flores para ella.

Una casa de cristal y guayabas.

Salir.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La parada

Las colas, el sudor, los besos.

Los puntos rojos del mapa.

Las colas, el sudor, los besos.

La espera. Saber que nada cambia.

 

 

La bodega

Ella usaba zapatos ortopédicos y unas mediecitas de nylon con el elástico vencido

que se enrollaban sobre sí. Colores anónimos.

Su pelo rizado, sus tetas grandes, su seriedad, valores y tristeza.

Salía con una jaba de tela blanca y regresaba con la leche y el pan.

Todos los días.

Saludaba, evitaba los baches de la calle. Doblaba por la esquina y yo me quedaba

contando hasta que volvía a aparecer.

Ella fue un misterio, lo es, hablar bajito, curar con hojas de naranja agria lo podrido,

rezar y esconder sus santos,

escuchar la radio y memorizar la historia.

 

 

La casa

La deseé mucho antes de que fuera mía.

30 m2 es igual a Versailles.

Aun con un oriental encima que gusta de rancheras.

0 con ojos verdes que miran de lado.

Tumbamos el muro y sacamos a los saltamontes.

Sólo entraron las hormigas.

Y pasaron muchas por allí.

La cama sobre ladrillos era segura.

También cuando cayeron las bombas.

Era la boca.

 

 

El parque

Los domingos no me gustan.

Como si un jarro de leche cayera

sobre la ciudad.

Lento al comienzo, huidizo

después.

Nosotras siempre puntuales.

5:30 p.m. 8:00 p.m. 8:30 p.m.

9:00 p.m.

Los maletines pesaban mucho.

Llevo un surco en el hombro.

Iban llegando los demás. Besos. Grupos en los bancos. Exhibición. Las plumas se caían mientras nos

sentábamos apretados

en los asientos ortopédicos, duros

y rectos.

Y el camino... luces atrás,

voces atrás.

Ellos cantaban y marcaban.

Territorio de nadie.

La beca.

 

 

El cementerio

“Mira mis fotos”.

Jaula, ángeles, mármol, nombres.

“Cuando salgas, en la puerta, limpia tus pies hacia atrás;

es para dejar dentro lo que se te pegue”.

Ella se veía liviana y recuperada.

Nueva bajó ríos, se mostró serena.

Después perdió la risa.

Se escondió.

Solo transcribía titulares.

Mirarla la erizaba.

Se alejó.

“Hay que pedir permiso para entrar”.

 

 

El cine

Las 6 de la tarde. Corríamos. No llegábamos.

Irrumpíamos.

A pasos largos por la rampa.

Mostrábamos de lejos las credenciales falsas de estudiantes de la

Escuela Internacional de Cine.

Nos saludaban.

La sala fría y con poca gente. Séptima fila.

Mezzanine. Espera hasta la próxima película, la próxima función.

9 de la noche.

M. revisaba los ceniceros buscando cabos, a esa hora casi vacíos.

No podía elegir.

Más saludos. Mi cabeza era un ventilador.

Una ventana por donde escapar,

M. era el primero en salir. Ahora sí.

La suerte estaba de nuestro lado.

Los bolsillos llenos de colillas.

 

La costa

La Playita de 16, de 14, de 32. Las populares.

Y no pertenecer y no atraerme tampoco. Preferir 44.

Tal vez por miedo al rechazo o por elección,

mi toalla y alguna mirada.

Inseguridad o certeza.

 

 

El Coppelia

No era por los helados ni por el calor.

Tal vez por estar en el centro,

o por los barquillos,

ella me los regalaba,

y gustándole.

Referencia y reunión.

Vueltas, giros y encuentros.

22,400 m2.

Un hoyo. Un refugio.

Galería circular, para gritar y correr,

para poder decidir, a veces,

entre 10 sabores.

2

La playa

Fin de año en casa de G., en

Brisas. 1989.

Los últimos libros, las últimas

películas,

las últimas fotos.

Los primeros viajes.

Música.

Girábamos ante dos mesas de

dominó.

Había buenos jugadores. Yo

prefería a 0.

El sol. Batidos de mango y

revoltillo.

Unos caían, otros agarraban bate

y pelota.

Anotaban sus carreras a los

Yankees o a los Medias Rojas.

Otros afilaban su lengua.

Sueños y el absoluto.

     Aún no nos despedíamos.

 

 

El Parque Lenin

¿Adónde quieren ir?

Siempre al mismo lugar.

La mejor manera de estar con él... salvo por las tías de turno.

Silencio y fresco.

Chocolates, caramelos, churros y queso crema.

Botes, caballos y sentirnos diferentes.

Mariposas, bambú y yerba; callecitas estrechas, serpenteantes.

Ir de un sitio a otro. Vagar.

Paralizarme cuando el deslizador chocó con el agua y las risas callaron,

cuando ella dijo “mira, papi”, y su boca sangre, su diente-mitad, su marca.

 

 

La escuela

Recorrer toda La Habana para encontrar uno sin mancha.

Pensar en sus jornadas, aburridas, obligadas.

Manoseo.

 

Sagrada.

Ahí nos volvíamos a juntar, a ser la familia que no éramos y que aparentábamos.

A estar de acuerdo.

 

 

El estadio

Los viernes. A veces los jueves.

Sobre el bullpen de tercera. Industriales.

Y nuestros gritos los oía Vargas.

Todo lleno, creíamos ganar aun cuando era improbable, cuando la moral andaba

por los suelos,

cuando Javier Méndez estaba lesionado o las mejores manos, las de German Mesa,

llegaban tarde,

o más aun, cuando Padilla sacaba un double play,

o cuando yo quería retener a  los escépticos que se marchaban al inicio de la octava

y los maldecía alegando traición y mala suerte, o cuando ya afuera en la calle ancha

y donde el aire era menos denso y más sucio, nos perdíamos entre miles,

mi amigo el intelectual, mi amiga la que coleccionaba piedras y ellos,

parecíamos uno, no éramos uno.

Qué pasó, por qué nosotros, los mejores.

Y cada manager que éramos recogíamos las apuestas sin dinero, las esperanzas

y esperaba.

 

 

 

 

La posada

Clandestinos.

Siempre con miedo de

encontrarnos a algún conocido.

Todos culpables. Todos cómplices.

Las hojas nos ocultaban de los

otros.

Sólo el teléfono al centro.

Como caído del cielo.

Era la puerta al cielo. Todas las

miradas en él.

Sonaba. El primero hacia valer su

lugar.

“Cuarto 5".

Uno menos.

Un rato sin memoria. Sudores y

olvido.

Pegajosos nos escurríamos.

 

 

 

 

 

 

 

La terminal

Primer regreso. Casi dos años

después. 1993.

Ya no estaban una abuela y el

abuelo. Y otros.

Las piernas sustituían las ruedas. Quería ver dónde terminaron,

visitar a las que me recuerdan

siempre.

Hablar, hablar. El tren a oscuras.

La boca seca.

Una casa. Un café.

Una casa. Un café. Dos tumbas

ajenas.

El tren otra vez. “Podría no llegar”. La barriga caliente y las risas.

 

 

El servicio

El me acompañó el primer día y me esperó 6 horas.

Mientras, ese alto oficial me preguntaba por qué no llevaba el uniforme puesto,

y yo mentí aludiendo a la talla,

y lloraba y no paré de llorar durante el recorrido

—todas las instalaciones, mi buró, funciones, responsabilidades y horarios—.

Y no se inmutaba ante los sollozos y me sentí cómoda;

más lagrimas se mezclaban con sus palabras aprendidas y solemnes.

Después, me disculpé: “No tiene que ver con usted”;

¿con qué?

ser grande,

estar dentro del dogma y pertenecer a él.

 

 

El malecón

Borde. No de contención.

Para escapar y saber que volverás,

que esos 9 km de cementa, diente de perro y azul

es lo que recordaras y te harán regresar.… para yacer.

Flores a un mito una vez al año. Ofrendas a la diosa.

Chicharritas y kilos prietos.

Una botella de vino búlgaro, un pollo frito y muchos besos.

Un puente.

De La Habana Vieja a Miramar

Los 4. Caminando. Al borde. Zigzagueando. Jinetes sin caballo.

Libres y poseídos.

 

 

La universidad

Era muy joven para ser profesor.

No solo enseñaba ruso. Se vestía como ruso:

medias con sandalias...y a veces olía como ruso.

Barraco.

Rozamos.

Después coincidimos.

“En el parque Ampere: mil culos por minuto”.

Una lista de libros. Otra de películas.

Nombres, vidas y versos.

Llegar más temprano. Buscarlo en la cafetería.

Bajarlo de las escaleras.

Paralelos y transparentes.

“Tu nombre es por qué”.

 

 

La tienda

Una vez al año teníamos juguetes.

Durante tres días se repartían. No se reemplazaban. Era julio.

Cada familia era un nmero en una tienda.

Cada niño escogía tres juguetes: uno básico y dos adicionales.

Yo tenía 12 años. Mi última oportunidad.

Y quería una bicicleta.

Cantaron los números. Mi mama gritó.

1er. día. Número 3.

Entramos a la tienda.

Sólo quedaba una. Era verde.

No recordaba haber querido otro color.

Fotos y textos ©  Mina Bárcenas

bottom of page