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Ni en los iguales de su gloria

De su muerte jamás regresaremos con toda la luz y las sombras de aquella última tarde entre dos ríos, que no termina. En ella, en la tarde de su sacrificio, en la que su desaparición no cesa de posponerse en la vigilia de su mirada—parecía que el Apóstol— hemos perdurado ya por 121 años, sin desmerecerlo al punto de rematarlo —olivas de alarde y tercerola—, pero tampoco sin parecérnosle al punto de salvarlo de nuestra constante bifurcación en aguas enemigas, enemistadas: la vasija de nuestros dones más opulentos y premiosos recuerda demasiado el barro de sus hambres esclavas, cimarronas; nuestra gracia—nuestra caída. De su muerte, en la tarde inconclusa, jamás nos recuperaremos, reencontrándonos en lo que habríamos podido que debimos ser—yo alzaré el mundo, pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado. Como él. José Martí cayó por una Cuba que no se le acercaba ni en los iguales de su gloria—y serán gentes que no me las pueda enredar allá el doctor Martí—, José Martí sigue cayendo mortalmente herido cada tarde trunca, de cada caballo ensangrentado por la soledad de su blancura, de su labio superior roto, por una Cuba que no acaba de merecérselo: una Cuba, ayer, cuando más nos le acercamos, de escipiones, hoy cada vez más de bodegueros. Mi verso crecerá: bajo la hierba yo también creceré. Sobre la hierba, ¿creceremos algún día los nacidos de su muerte, los deudores de su ofrenda?

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