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Espíritu de la poesía y construcción de una nueva vida en el mundo Omar Pérez

"Espíritu d la poesía y construcción de una nueva vida" fue presentado, con ese título, por el poeta, ensayista, músico y traductor Omar Pérez (La Habana, 1964) durante el Festival Internacional de Poesía de Medellín (14 a 21 de julio de 2018). Una versión anterior de este trabajo, sin revisión editorial, se publicó en el sitio web del Festival de Medellín (https://www.festivaldepoesiademedellin.org/es/Festival/28/News/28.htm). Patrias. Actos y Letras lo publica ahora, con permiso del autor, en versión revisada.

Una de las mayores dificultades para comprender la poesía, al menos en Occidente, proviene de la propia palabra “poesía”, derivada del vocablo griego pòiésis, que a su vez se deriva del verbo poiéin, “hacer”. Si hacer poesía es un acto que se concibe limitado a la escritura (“escribir poesía”), ya es, sin pretender hacer filosofía ni retruécano, un concepto escabroso, pues se trata, ni más ni menos, que de “escribir el hacer”, el hacer del individuo, de la comunidad de individuos, o el hacer del universo. Pero dado que la poesía no está limitada a la escritura, ni está limitada por esta, y es, de hecho, anterior a la escritura y a toda literatura nacida de la invención del alfabeto, entonces la cuestión es más compleja aun: se trataría de “hacer el hacer” y, en las condiciones actuales de “la vida en el mundo”, de rehacer el hacer.

No debe pasarse aquí por alto el “hecho” de que, si bien la cultura al uso no ha dejado de conceder a la poesía un espacio privilegiado, sitiado por el “sentido común”, el propio sentido común no se inclina fácilmente a aceptar, a tenor de la reinante ley del valor, que la poesía sea capaz de hacer algo para—como decía Rimbaud— “cambiar la vida”; en un mundo cuyo enconado pragmatismo se asienta en la capacidad mensurable, no necesariamente mesurada, para consumar un proceso y consumir su resultado, en un mundo en que es imperativo “hacer dinero”, “hacer la guerra”, “hacer las paces”, “hacer política”, “hacer ejercicios”, ”hacer dieta”, “hacer goles”, “hacer el amor” o “hacer la diferencia”, queda claro que solo la hipocresía consustancial a ese mundo y su cultura impide que se trate de manera explícita a los poetas como a parias portadores de un gen atávico, mero vestigio de eras menos “desarrolladas” —o, lo que es lo mismo, menos mecanizadas—, y explica que se prefiera insertarlos, como una suerte de “animales afectivos”, en uno de los compartimentos menos estratégicos de eso que la Escuela de Frankfurt llamara la “industria cultural”, en condición de empleados de un género literario, es decir, la poesía.

No ha sido, sin embargo, necesario que los directivos del “mundo administrado”, como lo llama Teodoro Adorno, se pronuncien al respecto: los propios poetas se han encargado de poner las cosas en su sitio. Cuando Auden advierte que “no nos engañemos, la poesía no sirve para nada”, ha tenido la astucia de pagar tributo al sentido común, al mismo tiempo que abría la puerta al cuestionamiento de éste, pues si la razón utilitaria convence a todos de que todos y todo debemos “servir para algo”, la razón poética permanece a la escucha del surgimiento perenne de otro mundo en el cual el pensamiento y el comportamiento utilitarios son el verdadero vestigio de una era pre-humana cuya marca registrada es el provecho.

Es, entonces, hacer el no-hacer el nuevo hacer? O, para decirlo a la manera de Hamlet, hacer o no hacer, es esa la cuestión? Nada ha cambiado desde los días de Shakespeare (si alguien lo dudara, es recomendable que lea su Soneto 66), solo la máquina ha proliferado y, con ella, el pensar mecánico, adversario natural de toda poesía y todo arte y, en definitiva, de todo hacer verdadero, consciente, desprovisto de la fijación mercantil a la circunstancia y, por tanto, totalmente accidental. Todo aquello que el sentido común utilitario le reprocha a la poesía —fuga de la realidad, enajenación con respecto a lo concreto, propensión a lo fantasmagórico— es la proyección de sus propias patologías. Ningún economista o científico social lo ha dicho mejor que Goya: el sueño de la razón produce monstruos. El sueño de la razón instrumental, cabe precisar.


Hay tres saberes o métodos inherentes al camino de la poesía: contemplación, meditación e improvisación, que pueden mantener al caminante en la ruta que no va a ningún lugar preestablecido, en la vía sin finalidad utilitaria. Hasta la idea de “búsqueda” —búsqueda de “sentido”, en primer término; luego, de medios y fines; y finalmente, va de suyo, de provecho— cobra en el espacio de la poesía una coloración de “sinsentido”. Andrey Tarkovsky, en sus observaciones acerca del método específico de la poesía, llega incluso a considerar la búsqueda una distracción respecto del arte de “encontrar”. No hay que olvidar que el “Yo no busco, encuentro” de Picasso no es solo un hallazgo en sí mismo formidable, sino además una reminiscencia, en la modernidad, de la antigua práctica de los trovadores provenzales. Los trovadores, es decir, “los que encuentran”. El propio concepto de “inventar”, con todo y su empaque industrial, proviene del latín invenire, “encontrar”, “descubrir”, lo cual reconoce en el acto de crear la presencia de aquello que José Lezama Lima llamara “el azar concurrente”, que no habrá que confundir con la casualidad, pues en realidad dibuja un tipo de causalidad familiar a la actitud meditativa y al gesto improvisatorio.

La meditación y la contemplación, que comparten la cualidad original del gesto desinteresado y que se desenvuelven a la manera de un hacer-no-haciendo, son connaturales al ejercicio poético y contribuyen a conformar ese espacio de conciencia que, libre de las nociones de “superior” e “inferior” y, por lo tanto, de las tareas compulsivas del “desarrollo”, el “progreso” y el “éxito”, nos entregan a una condición verdaderamente universal de la existencia, más allá, o más acá del mandato de dominar la naturaleza y traducirla en “cosas”, físicas o mentales, tangibles o intangibles pero siempre relativas a la ley del valor.

Esto no quiere decir que la meditación, la contemplación y, en fin, la poesía se constituyan en panaceas y sean invulnerables a la actividad erosiva del mundo del provecho. El sistema de dominación, sea cual sea su “denominación de origen controlado”, es decir, su ideología, ha mostrado una capacidad asombrosa para convertir en objeto y, eventualmente, en mercancía, tecnología de poder o dispositivo de entretenimiento, prácticamente cualquier hallazgo de la conciencia humana. Así como para lo material, existe un mercado para lo que se conoce como “espiritual” y, en tanto que mercado, no está exento de legislación, tarifas e impuestos. El “conócete a ti mismo” de la poesía está basado en la porfía de la observación “sin fines de provecho”, y ello en un ámbito social y planetario cuya aspiración última parece ser la distracción interesada como retribución de la concentración inconsciente.

 

Por ello, la improvisación, en tanto que tecnología de la razón poética, y por su posicionamiento en el campo de fuerza entre estructura y devenir, resultado y proceso, instante y tiempo, desempeña la función de guardiana de la espontaneidad dinámica ante las prerrogativas que la mentalidad industrial concede a la “cosa terminada” o “bien hecha”; la superstición de lo “bien hecho”, tan afín al fetichismo de la mercancía, desespera ante el hacer de la improvisación, pues esta, siguiendo un llamado estrictamente biológico, no considera el error como inferior al acierto, sino como su complementario.

La improvisación nos ofrece la posibilidad de llevar la voluntad creativa más allá del territorio de lo estético, donde suele hallarse confinada, para impregnar así la existencia cotidiana. Tal como aparece planteado en uno de los manifiestos de Dadá, “si se vive como se escribe, en qué librería se encuentran esos poemas?”; por tanto, si se vive como se pinta, en cuál museo se encontrarían esos cuadros? Si se vive como se compone, en qué partituras se hallarían fijadas esas canciones? A veces la poesía tiene como responsabilidad disponer solo de preguntas y retirarse de esa fábrica de respuestas que es la sociedad moderna. Por ello la improvisación, en su cualidad de “no previsto”, puede adelantar preguntas para las cuales las respuestas no han sido aún fabricadas.

El propio verbo reflexivo “improvisarse”, en el sentido de “dedicarse súbitamente a una actividad para la cual no se está preparado”, nos permite avizorar que es posible, incluso deseable, deconstruir el molde rígido de las funciones sociales. Al escuchar, digamos, a Coltrane en A Love Supreme, o a Miles Davis en Bitches Brew, advertimos que si bien el jazz, a lo largo de su breve historia, ha fijado un modelo compartimental de estructura e improvisación o, más exactamente, improvisación dentro de la estructura, en ciertos momentos la misma estructura puede improvisarse de antemano, a partir de la creación de “atmósferas” o poemas sonoros. Esto parece tener implicaciones, no solo para otras formas de arte “rígido”, como la arquitectura, la escultura e incluso el poema enmarcado en la página, sino que además nos lleva a soñar con la posibilidad de generar estructuras sociales invertebradas, si observamos que la columna vertebral de la sociedad actual es el provecho. 
 
Al designar las tareas que la poesía puede cumplir para modificar la vida en el mundo —suponiendo, eso sí, que el mundo desee ser modificado—, nos encontramos con el primer imperativo de sostenerse en vilo sobre el tornillo de banco que conforman, por una parte, la protección, cuasi mafiosa, que ofrece el cubículo cultural y, por la otra, la tentación de integrarse triunfalmente al grupo de esas que hoy llaman “armas de distracción masiva”. El segundo imperativo sería el de resistirse a participar en el dispositivo filantrópico de respuestas sociales, cuyas intervenciones en el campo de la cultura artística han servido, hasta ahora, para promover distintas modalidades de conformismo alternativo.

Pero la poesía debe volver, cuando menos idealmente, a su origen en tanto que forma-no forma, contenido que no puede ser contenido; y aquí “idealmente” de manera alguna significa pretensión nominal o ficticia, sino refugio activo y dinámico de la idea. Ante la necesidad innegable de “ofrecer soluciones”, la poesía ofrece su ambivalencia de teoría y praxis, entendiendo teoría en su sentido original: precisamente, el de contemplar y meditar, sin ínfulas de poder ni aspiraciones de éxito. Salvaguardar esa teoría para dignificar la práctica es, en sí misma, si no una solución, al menos un intento de disolución del engaño relativista de ganancia y pérdida como eje de la existencia humana.

Por otra parte, puedo ofrecer algunos “No”:


— No dar por sentado que la poesía es un género literario, puesto que es anterior a la literatura.
— No dar por sentado que el ser humano haya concluido su evolución y que, por ello, sea “superior” al resto de los seres vivos, dado que esos seres vivos, en el conjunto que llamamos “naturaleza” y en lo específico de sus diversos órdenes y especies animales, vegetales y minerales (el poeta que piense que las rocas son materia inanimada debería reencarnar en cuarzo), han sido desde el inicio los primeros maestros de poesía de la criatura humana.
— No dar, pues, por sentado que esa criatura humana ha creado la poesía, sino más bien que la poesía ha dado lugar al humano y a lo humano, y, día a día, lo sigue engendrando.

Tampoco puedo concluir sin dar las gracias a los colegas y amigos de la ciudad de Medellín por la invitación a proponer estas consideraciones, y por su trabajo, tarea digna de Sísifo en la que han tenido mejor fortuna que aquel.

La Habana, 12 de abril de 2018.
 

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